Vistas de página en total

Mi lista de blogs

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

Mi lista de blogs

«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

Mi lista de blogs

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

Mi lista de blogs

domingo, 5 de abril de 2009

FRANCISCO IGARTUA - EDITORIAL – “ADIOS Y BIENVENIDA” - Revista Oiga 30/07/85


Nos toca despedir a un gobernante que ha logrado cumplir el lapso completo de su mandato popular -¡hecho inusitado en nuestro medio- y dar la bienvenida a quien lo reemplaza, también por voluntad del pueblo.

Al primero, a Fernando Belaúnde Terry, nada le debemos en el terreno personal. Ni siquiera logramos recibir, como recibieron otros, alguna reparación por las clausuras y requisas sufridas por OIGA durante la dictadura militar. Tanto el doctor Schwalb como el doctor Alayza Grundy no pudieron hallar un resquicio legal que nos hiciera justicia. Nos cabe también la distinción de ser la única empresa periodística a la que no se le devolvieron sus talleres, asaltados en la primera fase de la revolución castrense. Hasta hoy -26 de Julio en que escribimos estas líneas, seguimos entrampados en las redes de los términos judiciales. Tampoco podemos agradecer al gobierno que despedimos alguna ley que favorezca el establecimiento y desarrollo de empresas periodísticas independientes.

Sin embargo, si es de justicia decir que nunca antes se respetó tanto la libertad de los medios de expresión para informar, opinar y hasta injuriar. En este punto, el gobierno del arquitecto Belaúnde llegó al extremo de abdicar a su deber de hacerse respetar conforme a ley.

También se ha dicho, y es cierto, que el presidente Belaúnde no logró imponer orden en el país, que en estos años ha habido desgobierno. Pero en su descargo se podría responder preguntando: ¿Existe a nuestro alrededor, en la integridad de América Latina, un solo gobernante que haya logrado un imponer su autoridad en medio de la crisis económica que agobia a toda la región? ¿O es que alguien en el Perú prefiere un dictador al estilo Pinochet o Fidel Castro, que sí son dos gobernantes que gobiernan, aunque sin resolver tampoco la crisis económica, aplicando el silencio policial, amordazando a la libertad?

Y habría que añadir, luego de las preguntas, que, a pesar de todo, nadie en el Perú ha construido más que el presidente Belaúnde, Es impresionante la obra de infraestructura que deja a su sucesor en carreteras, electricidad, escuelas, centros habitacionales, irrigaciones. Una obra gigantesca que ha repartido millones y millones de salarios, o sea de comida para el pueblo. Y aunque gobernar no sólo es construir muchas veces dijimos que era eso y algo más, menos todavía es hablar y no hacer.

El tiempo, no nosotros, dirá la última palabra sobre el presidente Belaúnde.

También el tiempo -en este caso los próximos meses y años­ nos irán descubriendo si fue fundada o no la esperanza despertada por el doctor Alan García en millones y millones de peruanos. Mientras tanto, a quienes tenemos contacto con el público, sea desde la oposición o él oficialismo, nos corresponde seguir alentando esa esperanza. La posta democrática no debe detenerse, porque sólo por ese derrotero, adaptándolo cada vez más a nuestra realidad chola, lograremos la justicia con dignidad a la que aspiran todos los pueblos.

El doctor Alan García tiene abierto el porvenir y no debe descorazonarse por algunos primeros traspiés. Tampoco indignarse con la crítica. El que desde la oposición se le diga, por ejemplo, que no debe ser apresurado en sus declaraciones, porque ya es presidente de la República y porque lo que diga o calle un presidente puede tener graves consecuencias, no significa otra cosa que advertirle un peligro en el que no debe caer, como cayó cuando dio rienda suelta a sus simpatías por el gobierno de Nicaragua y amenazó con incorporarse al Grupo de Contadora. La tajante respuesta de los cancilleres de ese Grupo -México, Venezuela, Panamá y Colombia- rechazando la injerencia peruana en su labor pacificadora y la consecuente ausencia de los presidentes Monge y Lusinchi a la transmisión de mando en Lima, le habrán servido para apreciar que no eran desestimables las advertencias de prudencia que se le hacían y que no siempre hay mala fe en la crítica opositora.

¡Bienvenido, señor presidente García!

sábado, 4 de abril de 2009

50 AÑOS DE LUCHA POR LA DEMOCRACIA EN EL PERÚ por Francisco Igartua - Oiga 09/11/1992 - (Texto Completo)


Cumplir veinte años de vida, o quince o diecisiete, es disparar la imaginación al futu­ro, a lo que vendrá, es sentirse lanzado hacia adelante, es mirar el porvenir. Cumplir cincuenta años es sentirse en la plenitud de la vida, en lo alto de la montaña, viendo por igual el ascenso y el descenso. Pero al cumplir cincuenta años en una profesión, por más joven que se sienta uno, no hay cómo librarse de la mirada hacia atrás. Más, creo, si esos años han sido de periodista, oficio que, si se entiende co­rrectamente, no puede estar desligado de la actualidad, de esos hechos que hacen vibrar a todos y que luego todos en casas y plazas, discuten, silban o aplauden. Hechos que van haciendo la historia, la pequeña o la gran historia. A los cincuenta años de haber estado pres­tando testimonio de lo ocurrido en la vida palpitante de tu alrededor es impo­sible sustraerte a los recuerdos No hay cómo, a esas alturas del oficio, entregar demasiada curiosidad a lo que vendrá.

Primero, porque la experiencia te hace vislumbrar, aunque con la incierta precisión de los adivinos, los sucesos que se aproximan. El porvenir no tiene, a los cincuenta años de periodista, la emocio­nada inquietud que se tuvo al inicio de este oficio, algunas veces arte de escrutar secretos y otras dura pelea por defender verdades en las que crees e ideales que te impulsan a luchar contra vientos y mareas. Segundo, porque la preocu­pación por la actualidad, la noticia, el seguimiento de los sucesos, se te ha hecho rutina. Porque ha perdido encan­to el descubrimiento de una novedad. Como que las novedades van siendo cada vez menos novedosas según pasan los años del periodista y como que se nos va desvaneciendo la capacidad de asom­bro.

Con este entristecido prolegómeno he querido demorarme en confesar que ya cumplí esos cincuenta años que, no sé por qué, se llaman o se llamaban de oro. Supongo que será porque hay que dar por descontado que después de cincuenta años de trabajo debe estar uno lleno de oro. Suposición, por supuesto, falsa. Más en este oficio, donde recolectar enemigos y sinsabores es mucho más corriente que cosechar amigos y agradecimiento.

¿Qué día comencé a hacer periodismo? No lo sé. Se que en los años cuarenta y dos y cuarenta y tres publiqué algunos artículos en un periodiquito de la Universidad Católica y, sobre todo, escribí en hojas eventuales que iban apareciendo y desapareciendo en esos años, al entreverse el inicio del proceso electoral de mil novecientos cuarenta y cinco. No siempre cobré por ellos, pero sí recibí muy a menudo, buenas propinas. Entré en planilla en Jornada, en mil novecientos cuarenta y cuatro –con Miguel Benavides de director y Luís Bedoya Reyes de gerente– y desde entonces no he tenido otra fuente de ingresos que lo cobrado por escribir en la prensa. No he tenido, pues, otro oficio que el que comencé a ejercitar algún día de ese lejano cuarenta y dos.

Antes había escrito novelas -largas novelas- que nunca vieron la luz, que sólo yo leí; así como algunos versos y un hermoso cuento que conmovió a mis compañeros de la Facultad de Letras y que se perdió entre los buenos recuerdos universitarios de mi amigo Bruno Orlan­dini. También incursioné en el teatro y una pieza de humor satírico llegó hasta las marquesinas, aunque no llegó a representarse porque la temporada fraca­só poco después del primer estreno. Llegué, pues, por las Letras al periodis­mo, como todos los periodistas de mi generación y de las generaciones que la precedieron.

Salazar Bondy, más tarde entrañable colaborador mío en OIGA. No fue larga sin embargo, mi espera para ingresar a la sección política, que era el tema al que estaban dedicados mis primeros escritos, publicados y pagados por los seminarios en los que se iniciaban las preocupaciones electorales que precedieron a la formación del Frente Democrático que llevó a la presidencia de la República al doctor José Luís Bustamante y Rivero.

A este preclaro personaje de la política y las letras peruanas lo conocí en alguna fecha del año cuarenta y, tres, fecha que a los historiadores les será fácil descubrir al leer la anécdota que va a continuación. Lo conocí muy de cerca en casa del doctor don Reynaldo Pastor y la señora Bebin, en La Colmena, don­de los Bustamante eran huéspedes cuando visitaban Lima y donde a menudo estaba yo invitado a almorzar. En uno de esos almuerzos el doctor Bustamante llegó tarde y con cara de enfado. Se sentó, luego del saludo protocolar y amable que él acostumbraba, y con tono amargo dijo algo que me conmovió como pocos otros recuerdos me han conmovido:

-Vengo de Palacio, donde se me ha ofrecido la presidencia de la República en bandeja de plata, como si nos siguiéramos resistiendo a entender que el poder emana de la voluntad popular.

Gobernaba en esos días Manuel Prado, a quien el mariscal Benavides habla legado la presidencia en difíciles momentos internacionales. Pronto se iniciaría la guerra mundial, desatada por Hitler en setiembre de mil novecientos treinta y nueve. Habla sido un gesto de paternalismo político que Benavides juzgó prudente en esa oportunidad. Y Prado intentó copiarlo. Quiso un sucesor obsecuente, a su medida. Se equivocó a creer encontrarlo en el atildado y pulcro, embajador del Perú en Bolivia. No advirtió que detrás de la exquisita cortesía, de los afables modales del doctor Bustamante y Rivero se hallaba un hombre de carácter firme, un político con experiencia y, sobre todo, muy actualizado. Un demócrata, estudioso de la realidad peruana, un convencido de que el país tenía que modernizarse e integrar a la nacionalidad y a la producción a millones de peruanos que se iban consumiendo, abandonados, por todos los rincones de la patria. Y el camino para alcanzar estos nobles fines más tarde los trazaría, magistralmente, en un documento que se llamó Memorándum de La Paz, por haberlo redactado en la capital boliviana. Era muy simple, el Perú debía comenzar, desde los cimientos, a constituirse en una democracia real. Tenía que aprender a vivir democráticamente, porque ésa era la mejor manera de integrar a los peruanos y el mejor cimiento para cualquier futuro desarrollo.

Sin querer me he adelantado al tiempo en esta explicación que hago de aquella lejana anécdota ocurrida en casa de los Pastor-Bebin, en La Colmena, en Lima. En esa ocasión, por casualidad, como he dicho, fui testigo inmediato del rechazo de Bustamante y Rivero a la presidencia que le ofrecía desde Palacio Manuel Prado. Un hecho resonante, porque días después la noticia se filtró a la prensa, lo que le dio notoriedad política al embajador Bustamante e hizo que se recordara que fue él el autor del Manifiesto de Arequipa, la proclama que derrocó a la dictadura de Leguía.

Desde Buenos Aires, el mariscal Óscar Benavides, quien, además de brillante militar, había sido el protector político de la República desde el año catorce, cuando salió en defensa del Parlamento y la Constitución contra la intentona golpista de Billinghurts, observaba preocupado la situación nacional y se sentía obligado a culminar su actuación política encauzando al Perú hacia la democracia. Juzgaba que debía ponerse término al paréntesis de ‘orden, paz y trabajo’ que él impuso, luego de la anarquía que se desató en el país, como secuela de la tiranía leguiísta (el mayor de los pecados de Leguía fue castrar las inquietudes políticas de los peruanos). Benavides sentía que su deber era alentar la forma­ción de un gran frente-democrático, del que no quedara excluido ningún partido. En ese entonces los miembros del Apra y de la Unión Revolucionaria, responsa­bles –más el Apra– de los delirantes años de guerra civil que habíamos vivido hasta el asesinato del presidente Sánchez Ce­rro, se encontraban perseguidos o de­portados.

Había que encontrar a alguien que uniera a todos los peruanos que quisie­ran iniciar una etapa democrática. Y es entonces que Benavides ve en Busta­mante, el hombre que le había rechaza­do a Prado la presidencia puesta en bandeja, a la figura con capacidad de encabezar ese gran movimiento hacia la democracia. Bustamante acepta, aun­que pone sus condiciones en el Memo­rándum de La Paz.

Pero esto es historia, contada a groso modo, sin los matices que rodearon los hechos esenciales que he descrito. Lo que en mis recuerdos de periodista im­porta es que, paralelamente a esas trata­tivas e intrigas políticas, se funda un periódico que haría historia en la prensa nacional: Jornada. Allí fue donde, usando el lenguaje taurino, recibí la al­ternativa de periodista a tiempo comple­to. Aquel humilde periódico –muy bien diseñado– habría de ser, quién sabe, la más bella aventura del periodismo pe­ruano de este medio siglo. Una hoja. Una sola hoja, que eso era Jornada, se alzó como vocero al Frente Democráti­co y se enfrentó a todo el resto de la prensa local, de la gran prensa tradicio­nal, de los diarios que siempre hablan dictado el rumbo de la política peruana. Al comienzo, en una oportunidad, fue asaltada por la policía la imprenta donde se editaba Jornada e incautadas las ‘for­mas’ –vivíamos la época de la tipografía y los linotipos– que estaban listas para imprimirse. Fueron llevadas a la Prefec­tura; que sigue estando donde y cómo estaba y donde, se me ocurre, muy po­cas cosas deben haber cambiado. La clausura fue breve. Y yo me ofrecí, in­consciente, de puro joven a ir para recoger los ‘restos’ de la edición secues­trada. En esas épocas entrar en las zonas policiales era algo parecido a adentrarse en terreno enemigo en tiempos de gue­rra. Podía uno quedar allí preso Y ya había conocido yo el año anterior la horrenda realidad de las cárceles perua­nas. Fue por pegar unos afiches de protesta universitaria.

La hoja creció apenas a cuatro y algu­nas veces a ocho páginas, pero tuvo que imprimirse en varias imprentas a la vez. Se llegó a casi cien mil ejemplares diarios. Y la hoja, Jornada, venció. En esa oportunidad la razón se impuso a la sinrazón, la movilidad al inmovilismo. El Frente Democrático tuvo un triunfo arrollador.

Sin embargo, la unidad democrática duró muy poco. La absurda impaciencia de Haya de la Torre por sentarse en el sillón de Pizarro, el sectarismo aprista, la arrogancia fascista del Jefe Máximo, haciendo que los parlamentarios de su partido le entregaran, ante una multitud vociferante, sus renuncias en blanco a los mandatos que habían recibido en las urnas, fue el inicio de esos ‘Tres años de lucha por la democracia en el Perú’, titulo del libro en el que el doctor José Luis Bustamante y Rivero relata el des­quiciado afán aprista por capturar el poder desde dentro del gobierno, in­cumpliendo el compromiso del Memo­rándum de La Paz, que luego se transfor­ma en conspiración abierta, lanzando a la marinería contra sus oficiales e insti­gando a los soldados contra sus jefes. Destruyendo la esperanza democrática que entusiasmó al Perú, sin estridencias jacobinas, en julio de mil novecientos cuarenta y cinco. Un entusiasmo que, sin embargo, por línea de carrera, tuvo que ser fugaz en tierras afectas al “¡vivan las cadenas!”.

En la primera escaramuza de la insen­satez aprista por dominar el poder, le tocó a la prensa recibir el palo y la bala de la bufalería aprista. Fue el 7 de diciembre del cuarenta y cinco, en el Parque Uni­versitario, donde la ciudadanía demo­crática se había dado cita para protestar contra la ley por medio de la cual el Apra intentaba amordazar a la prensa. Hubo muertos y heridos. Entre éstos el carica­turista de Jornada, Paco Cisneros, a quien le cayó una bala en la pierna. Los redactores de Jornada estuvimos allí en primera fila. Y al día siguiente salió una vigorosa edición de repudio a los méto­dos fascistas del Apra. Tuve en ella acti­vísima participación y poco más tarde fui nombrado jefe de redacción.

Antes de ese nombramiento y de los sucesos del Parque Universitario, ocurrió el episodio de Góngora Perea, un dipu­tado aprista que, en reportaje que le hice, confesó que él estaba contra la ley de la mordaza a la prensa, pero que en el ‘partido’ no habla posibilidad de disentir y que en la Célula Parlamentaria se vivía un ambiente de terror, de amenaza constante. Esa edición de Jornada tuvo una tirada enorme, pero la circulación fue limitadísima, porque los disciplina­rios apristas se dedicaron a comprar los ejemplares apenas saltan a la calle, en Luna Pizarro, en La Victoria. Antes, la bufalería había intentado tomar la im­prenta a balazos y nosotros respondimos también con fuego, dirigidos por el dueño de la imprenta, el eximio tirador César Injoque.

Sin embargo, todos los periódicos se ocuparon del tema y el semanario ‘Vanguardia’ de Eudocio Ravines publicó íntegra mi entrevista a Góngora, mi respuesta a la rectificación que al día siguiente el Apra le obligó a firmar y una nota de Ravines que concluía con esta frase: “Y así nace un periodista y se entierra un diputado. ¡Acta est fábula...!”

Algún tiempo después logré una entrevista con Haya de la Torre. Entrevista que me lanzó a la fama. Esa fama que, como las páginas de los periódicos, dura apenas unas horas o semanas. La diosa actualidad es cruel con nosotros los periodistas, sus adoradores. Siempre tiene a la mano una nueva novedad para hacer olvidar a la anterior.

Aquella entrevista a Haya fue un en­cuentro en el restaurant ‘Chez Víctor’, en la Plaza San Martín; unas preguntas pre­sentadas por escrito en La Tribuna, el diario aprista; y, cuando fui a recoger las respuestas, una tremenda pateadura de los búfalos que me mandó al hospital. (Entre los atacantes estaba Colina, a quien creo apodaban ‘El Carretón’, que fue años después fue mi compañero en el destierro, en Panamá). La situación que este hecho produjo, significó mi retiro de Jornada.

Yo di por hecha la entrevista. Las preguntas habían sido debidamente presentadas, con anuencia del entrevistado, y las respuestas se habían concretado en los cachiporrazos de sus búfalos. La nota periodística estaba completa y yo exigía que se publicara. Miguel Benavides, el director, se negó a hacerlo, alegando que lo habían visitado, para pedirle dis­culpas “por el error”, Manuel Seoane y Andrés Townsend. Yo le repliqué que el pateado no era él sino yo. Y me quedé en la calle.

Pero la nota ya estaba escrita y era una pena desperdiciarla.

La llevé a ‘La Prensa’ y Guillermo Hoyos Osores la acogió con regocijo. Al día siguiente ‘El Comercio’ me pidió si podía variar algo la redacción, para no aparecer reproduciendo una entrevista del diario competidor, a lo que de inmediato me allané. Así también se publicó en ‘El Comercio’, aunque con redacción variada, la misma historia de las pregun­tas a Haya, con la pateadura aprista por respuesta.

En esa ocasión trabé amistad con Guillermo Hoyos. Amistad que se fue estrechando con el tiempo, a pesar de un grueso nubarrón intermedio, y que hasta hoy dura. De más está decir que ingresé como redactor a ‘La Prensa’.

Fue pocos días antes de que cayera asesinado Pancho Graña, su director. Y a mi, fulgurante estrella reporteril, me tocó hacer el seguimiento de ese nuevo crimen aprista. Pero esto ya es una his­toria larga que se puede transformar en una autobiografía -quién sabe muy abu­rrida-, y no en la nota periodística sobre mis cincuenta años en el oficio, que es lo que me he propuesto al iniciarla.

He hablado de mi amistad con Gui­llermo Hoyos Osores, uno de los más lúcidos y más brillantes analistas del acontecer peruano y mundial. Amistad que me honra y me hace recordar que, por piadosa decisión del destino, mi vida periodística ha estado ligada a las cum­bres del periodismo peruano de este siglo. Soy amigo estrecho, repito, de Guillermo Hoyos; tuve amistad casi de padre a hijo con Federico More, “el pro­sista de mi generación’’, como dijo César Vallejo, y el más grande periodista que he conocido; me concedió cariñosa y decidida amistad don Luis Miró Quesa­da, patriarca de la prensa nacional; fui amigo y después agrio enemigo de Eudocio Ravines, otro de nuestros grandes de la prensa, con quien terminé reconci­liado en el destierro, en México, donde admiré su agudísima inteligencia -pre­vió lo que ocurriría en el Perú y me aconsejó no volver-, aunque no me con­venciera su posición extremadamente reaccionaria, más que por convicción por necesidad y por dolido resentimien­to con quienes le arrebataron algo que nadie puede quitar: la nacionali­dad. Todos ellos, en una u otra forma, fueron mis maestros. Todos mucho mayores que yo y todos eximios domina­dores del oficio, además de escritores de nota y hombres de inusual talento. En eso el Destino ha sido pródigo con quien hoy recuerda sus cincuenta años de pe­riodista.

También la providencia fue bon­dadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo aparte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódi­cos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dic­tadas por mi conciencia y en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y OIGA, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de mil novecientos cua­renta y ocho, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año cincuenta. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril, que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras.

En los años que pasé desterrado en México, tampoco el destino fue esquivo conmigo y me permitió hacer periodis­mo con amplísima libertad, aunque limi­tado al área cultural. Fui director del Suplemento de la cadena del Sol. Algo así como un millón de ejemplares distri­buidos en los diarios de la cadena. Entre ellos El Sol de México y el Occidental de Guadalajara, En esa aventura mexi­cana no dejé de escribir sobre política, aunque anónimamente en los editoria­les de El Sol de México (el diario del DF) y, por lo tanto, sujeto a los temas dicta­dos por la dirección del periódico. Lo que me dejaba un cierto amargo sabor interior, ya que me había acostumbrado a estar siempre al otro lado del escrito­rio. Sobre asuntos internacionales y cul­turales publicaba artículos firmados en la página editorial. También hice de co­rresponsal viajero cuando, en vida de Franco. México rompió relaciones hasta de correo con España. Yo viajé con mi pasaporte peruano y un carnet de OIGA, falsificado en la imprenta de El Sol, a París y, desde Biarritz, ingresé a España en taxi. Mi primera visita en San Sebas­tián fue a Enrique Mujica, quien no era bien visto por la policía en aquella época y quien no hace mucho fue ministro de Justicia de Felipe González. Se rió con burla al verme desterrado por los milita­res... Pero ésta ya es otra historia, que me lleva a la autobiografía. Fue bueno “aquel destierro mexicano. Guardo muy gratos recuerdos de él.

Toda la vida he escrito, y con desbor­dada fogosidad, de política. Pero nunca he tomado parte, por muy personales escrúpulos, en la pugna por alcanzar una posición o cargo político. Políticos han sido todos mis editoriales, desde aquel con el que apareció OIGA en mil novecientos cuarenta y ocho y que hoy vuelvo a repetir en esta edición y tam­bién el primero de Caretas, en el que explicaba por qué le había puesto ese nombre a la revista: porque “no se po­día tocar las caras de los aconteci­mientos” debido a la dictadura impuesta por Odría.

Han sido cincuenta años de duro ba­tallar en la política y no siempre estuve acertado en mis juicios. Algunas veces me dejé llevar por el arrebato y la pasión. Me equivoqué con cierta frecuencia y cometí errores, unos que avergüenzan y otros que dan pena. He estado y estoy lejos de la aburrida perfección -¡qué duda cabe!-, pero jamás hice algo con­trario a mi modo de ser, al carácter que heredé de mis mayores. Hoy, en el terre­no de las ideas, no soy el mismo de mis años mozos y, en el curso del tiempo, he variado de opinión en distintas oportuni­dades. En lo que si no he cambiado es en mi lucha intima por llegar a más moral­mente, en mi persistente, en mi terco afán de ser leal a lo que yo creo es verdad, prefiriendo, como quería el Qui­jote, doblegar mi juicio a favor de los pobres, de los menesterosos, de los per­seguidos y endurecerlo frente a la arbi­trariedad del poder.

Como ejemplo de estas variaciones de posición política puedo recordar que, como la mayoría de la juventud latinoa­mericana, me sacudí de emoción al ver a Fidel Castro entrar victorioso a La Haba­na y me sentí orgulloso de su revolución. Visité Cuba e hice buena amistad con Fidel. Sin embargo, ya en diciembre del sesenta y uno escribí en Caretas, bajo el titulo de ‘Castro, el derrotado’: “Un circulo vicioso en espiral ha llevado a la revolución, de claudicación en claudicación, a los pies del Kremlin’. Pronto, mucho más pronto que otros, advertí que “Fidel Castro habla sido el gran derrotado de la revolución cubana... que por distintas razones se dejó vencer y quedó dentro de una revolución que ya no era la suya”. Es un análisis adolorido del proceso cubano que me gustaría se pudiera reproducir en esta edición.

Muchos son los amigos y compañe­ros con los que he compartido el pan y el agua de las inquietudes que nos conmo­vieron en las distintas épocas pasadas. No debería mencionarlos, porque mu­chos serán los olvidos injustos y grandes los vacíos en los recuerdos. Pero ¿cómo callar, qué puedo hacer si ahora mismo estoy viendo a Paco Miró Quesada, con quien compartí intensamente las preocupaciones juveniles de los años cua­renta y dos y cuarenta y tres? Y al otro Paco, al amigo íntimo, intimísimo, con entreactos de riñas violentas: a Paco Moncloa. Mi aguerrido colaborador, junto con la espigada y macilenta figura de Sebastián Salazar Bondy, en los mo­mentos de más intensa lucha en OIGA, mi compañero de aventuras desde los claustros de la Católica, en la Plaza Fran­cia; hermanos casi siameses frente a la máquina de escribir, como si diéramos concierto de piano a cuatro manos. Distanciados antes de su muerte por diferencias ideológicas que siempre ha­bíamos tenido, pero que la dictadura militar hizo insalvables. ¿Cómo no mencionar a José Diez Canseco, Mario He­rrera y Alzamora, mis primeros maes­tros de periodismo en Jornada? La Jor­nada de Miguel, Jorge y Guillermito Be­navides. También de Mario Belaunde. Cómo olvidar a Juan Juarve y Juarve, el puertorriqueño empecinado en la ilusión independentista de su isla. Y al poeta Augusto Tamayo, a Luis Durand, a Julio del Prado (hermano de Jorge) y a Luis Bedoya Reyes, el gerente de Jornada, que terminó siendo un excelente edito­rialista, y con quien guardo hasta hoy -a pesar de muchas diferencias- una fir­me y sincera amistad.

Hago estas menciones, no sólo por el vivo recuerdo de ellos, sino también para subsanar mi silencio, aunque involunta­rio, a la muerte de Esteban Pavletich, camarada de bohemia, hermano mayor en surrealistas actividades literario-periodísticas, despilfarrador de energía y salud -dolorosamente sentado en silla de ruedas, sin piernas, durante sus últi­mos años-, hombre que supo saborear la vida y me enseñó a saborearla. A él va este recuerdo especial, y no tardío por­que en el más allá el tiempo no cuenta. No tanta amistad me unió con otro hom­bre de la izquierda marxista, aunque nuestra relación fue más larga y más vinculada con el oficio periodístico: el ‘cuate’ Genaro Camero Checa, el más hábil de mis rivales en la pugna revisteril y caluroso amigo en las horas de bohe­mia y en el trotar por el mundo. Coinci­dimos un tiempo en su México querido.

Ninguno de estos amigos era del agrado de Juan Ríos, el poeta que ejerció el periodismo desde su ‘Tierra de Nadie’. Lo recuerdo vivamente. Fue la presencia de la moral laica en la mayor parte de mi vida en Caretas, el consejero cansino pero certero que me siguió al refundar OIGA en mil novecientos se­senta y dos y con quien compartí angustias y reflexiones, en estrecha amistad, hasta mi destierro del año setenta y cuatro. A Juan le debo muchos aciertos, el aliento ético en mis momentos más difíciles -en las horas de mayor descon­cierto- y también amargos desencuen­tros, grandes desentendimientos. No fuimos almas gemelas, pero nos quisi­mos mucho, nos acompañamos intensamente durante un largo recorrido.

Sin embargo, mi vida periodística no la puedo entender si no la veo acompa­ñada de los hermanos Reyes, de Alfonso y de Jesús. Sobre todo de este último, a quien todo le debo en lealtad, colaboración en similitud de ideas, en igualdad de reacciones en este complejo y siempre cambiante oficio. ¡Quien sabe si OIGA fuera otra cosa sin los hermanos Reyes!

Y ahora, a estas alturas de esta nota que, como toda obra periodística es volandera, ‘‘hecha al pie del linotipo” -como decíamos ayer-, me viene la an­gustia de los olvidos y veo a amigos que, aunque no fueron periodistas, tuvieron mucho que ver con Caretas y OIGA: a Guillermo Ugaz, el mellizo Silva, a Al­berto Vascones, a Herless Buzzio, a Jor­ge Aubry, a Juan Sardá -buen colabora­dor, además en la sección Economía-, y a tantos más, como Pepe Durand y los otros dos Pacos, Paco Bendezú y Paco Belaunde, que compartieron conmigo estos cincuenta años de oficio periodístico y de combate por hacer de este país una patria habitable, donde, como decía don Federico More, pudiéramos enten­demos en libre discrepancia y en hones­ta convivencia.

Muchas veces he escrito que en cues­tiones de dinero, a mí siempre me han administrado. Y es verdad. Jamás me interesé mucho por los asuntos econó­micos de mis empresas. Y poco después de mi retorno al Perú, luego del destierro mexicano, este hecho se hizo absoluta realidad, gracias a la aparición en OIGA de Carolina Arias, cayado y pastor de las finanzas de la revista. Mujer bíblica por lo fuerte y por su atinado manejo de las arcas, muchas veces escuálidas, de OIGA. Cuando digo que a mí me admi­nistran, ya saben quién lo hace hoy, desde hace mucho tiempo. ¿Qué sería de OIGA sin nuestra hada madrina?

En estos cincuenta años he conocido y tratado a todos los presidentes y dictadores del Perú de ese lapso, desde Ma­nuel Prado -primer gobierno- hasta Alan García. Nunca he visto de cerca ni le he estrechado la mano a Alberto Fujimori. No he tenido ocasión de hacerlo. Con Manuel Prado, como ya relaté, conocí por primera vez los horrores de las cárceles del Perú, aunque fue fugaz mi paso por esas mazmorras. Del doctor José Luis Bustamante y Rivero guardo el recuero del caballero amabilísimo, pero firme en sus convicciones, con profunda preocupación por el destino patrio, por integrar a la nación, dentro del imperio de la ley y comprendiendo el desamparo de los peruanos sufrientes. Lo recuerdo, hace pocos años, ya en la ancianidad, subir la escalerilla de caracol en las oficinas de OIGA en la calle Chinchón en San Isidro, para saludarme no sé por qué motivo y, sobre todo, para instarme a seguir combatiendo por el respeto a la ley y a la democracia, por un orden jurídico que no margine a ciudadano alguno y no permita el abuso contra nadie.

A Manuel Odría, general y dictador, a quien le debo duras prisiones -la prime­ra, apenas fundada OIGA, en mil nove­cientos cuarenta y ocho-, despiadadas persecuciones y una deportación a Pa­namá, como director de Caretas, lo traté en varias ocasiones y lo describí con sus pequeños y vivaces ojillos, como diminu­tos puñales, en una crónica donde daba cuenta del enfrentamiento que tuvo Caretas con él, el día en que invitó a la prensa para ‘conversar’ sobre las elecciones que el país exigía en mil novecientos cincuenta y cinco. Allí, en los salones de la casa presidencial de La Perla, Carlos Enrique Ferreyros, con Doris Gibson y yo a su lado, leyó en la cara de Odría el texto redactado por mí para la ocasión. Fue la primera vez que en voz alta se le reclamaba al dictador la ‘derogatoria de la ley de Seguridad Interior de la República, reforma sustancial del Estatuto Electoral y amnistía general’, como condiciones esenciales para “alcanzar la etapa democrática a la que aspiramos. Esa presión, iniciada con ese texto mío leído por Ferreyros, fue creciendo hasta que se hizo posible la elección del cincuenta y seis y, antes, las jornadas cívicas que hicieron de Fernando Be­launde el líder del futuro partido Acción Popular.

Con Fernando Belaunde Terry mis relaciones han sido siempre amables, dentro de la distancia que él guarda en su trato personal aun con sus amigos, salvo sus pocos íntimos amigos. Lo he tratado mucho. Más en sus campañas electora­les que en la presidencia. Y lo conozco desde los primeros pasos de Caretas, cuando él dirigía la revista El Arquitecto Peruano. Creo que su conducta perso­nal y cívica ha sido siempre irreprocha­ble y fue bueno su primer gobierno, al que en sus últimos tramos combatí con la irresponsabilidad de que son capaces los jóvenes, alentado por irreflexivas ansie­dades de ir más aprisa en los cambios sociales. Esa violenta actitud mía nos alejó, más todavía cuando se produce el golpe militar de Velasco, pronuncia­miento castrense con el que nada tuve que ver.

Conocí al general Juan Velasco mu­cho tiempo después. En Playa Hermo­sa, en casa de uno de mis pocos amigos militares, el ‘machote’ Rodríguez. Al in­gresar al salón, Velasco me estrechó la mano y me dijo:

-Lo conocí apenas se abrió la puerta y me pregunté: ¿cómo será este perio­dista que tanto nos apoya y yo no lo conozco?

Ya he explicado mil veces que estuve al lado de la ‘revolución’ militar porque comenzó haciendo la reforma agraria y recuperó la Brea y Pariñas -banderas de lucha de mi generación-... Fue una enorme equivocación. Los militares, por buena voluntad que tengan, no están hechos para gobernar y nunca entendie­ron eso del socialismo en libertad. Me equivoqué, pero nunca cedí ni me aga­ché. Y bien caro pagué mi error con tres años de destierro y el despojo de Ital Perú, los talleres de OIGA. No me quedó nada, absolutamente nada y debí trotar muchas calles antes de lograr la direc­ción del Suplemento de El Sol de Méxi­co, lo que me permitió trasladar a mi familia a ese hermoso país y hacer que me fuera liviano el exilio. En propor­ción, no creo que haya muchos que se puedan ufanar de haber sido saqueados más que yo por la ‘revolución’ militar. Y. repito, no me quejo. Como tampoco me quejo de que, en el siguiente gobierno de Fernando Belaunde, fuera OIGA la úni­ca empresa a la que no le fueron devuel­tos sus talleres.

Antes de que concluyera el segundo mandato de Belaunde, me di cuenta de que, por distintas circunstancias que no es del caso analizar en esta nota, nuestro sistema democrático había quedado muy debilitado, no sólo debido a la incierta situación económica por la que se había ido deslizando toda América Lati­na -acrecentada en el Perú por culpa del cataclismo del Niño y el conflicto militar en la frontera norte-, sino también por­que el gobierno no había logrado captar los aires de modernidad que comenza­ban ya a soplar en aquellos años y no logró entender que los tiempos habían cambiado, que el Perú ya no era el mis­mo que los acciopopulistas habían deja­do al partir al exilio. Tampoco se supo, a inicios del régimen, hacer frente el fenómeno terrorista. Un gravísimo problema que los militares no habían querido tocar y que OIGA, mucho antes que cualquier otro medio de información, destacó como problema número uno de la República. En setiembre de 1980, con ocasión de unos petardos hechos esta­llar en un desfile escolar en Ayacucho, exclamábamos en grandes titulares. ‘¡Así comenzó en otras partes!’.

Esa debilidad del sistema democrático anunciaba la seguridad de una catástrofe si lograba tener éxito Alan García Pérez, el atolondrado nuevo líder del Apra, y ganaba las elecciones del ochenta y cinco. Frente a semejante riesgo, quienes conocíamos y habíamos sufrido lo que llamé la ‘tentación totalitaria’ del aprismo, agravada y no amenguada -como muchos creyeron- por la desbocada juventud del candidato García, teníamos la obligación de prevenir al país del riesgo que corría y también de proponer un dique a la avalancha aprista. Lancé la idea de un Frente Democrático, pero esta vez contra el Apra, y me atreví a llamar a Javier Pérez de Cuellar, a la ONU para proponerle fuera el candidato de esa concertación. Con diplomacia me respondió, dándome a entender que la idea debía madurar más y no dejar a nadie fuera de ese frente. No se negó. Pero no obtuve respaldo a mi gestión. Los candidatos a la presidencia, ciegos a la realidad, surgían como hongos des­pués de la lluvia. Y alzaban de inmediato bandera de absurda intransigencia. En­tonces me atrevía más; acudí a las ofici­nas del general Francisco Morales Ber­múdez y le planteé que él podía y debía ser el abanderado de una coalición po­lítica contra el Apra. Era figura conocida en toda la República, era el autor del retomo a la democracia y no se había creado anticuerpos insalvables con los partidos. El general comprendió la pro­puesta y aceptó el reto... Sin embargo, la ceguera de las docenas de aspirantes al sueño imposible de llegar a la presi­dencia, no permitió que la idea prospe­rara, a pesar de que el propio presidente Belaunde insinuó hábilmente el nombre de Morales en una ocasión. Y, peor todavía, el general Morales Bermúdez cayó en la misma ceguera de los otros hongos con falsas ilusiones y sacrificó su futuro político insistiendo en su inviable candidatura personal. De no haber co­metido ese torpe error, Morales Bermú­dez hubiera sido en los años siguientes un árbitro de la política nacional al estilo del mariscal Benavides. ¡Pareciera que no hay modo de desafiar al destino y el destino en aquellos días arrullaba, para desgracia del Perú, al impetuoso joven líder del Apra!

Con Alan García el trato se pasó de cordial desde el inicio de su gobierno, pero también desde el inicio fui de los pocos periodistas -quién sabe el único- que estaba seguro de que Alan nos lleva­rla a un desaforado desastre. Me habla bastado cruzar dos palabras con él para confirmar que detrás del oropel de su lenguaje, se escondía un hábil e irres­ponsable demagogo. La inicial cordiali­dad que me brindó se fue tomando en abierta repulsa a OIGA. Pero hoy, en las desgraciadas circunstancias de facto que vive la República no es valiente ni es hora de echar lodo sobre el perseguido Alan García.

A Fujimori, como he dicho, ni siquie­ra lo he visto de cerca. Es el primer jefe de Estado, durante estos cincuenta años, con el que no he cruzado ni una palabra ni un saludo.

Así corren los dados en este apasio­nado y apasionante oficio en el que, por distintas casualidades, me ví envuelto hace cincuenta años, y en el que, a pesar de todo lo sufrido, de todo lo perdido, de todas las injurias recibidas, de todos los sinsabores pasados, me siento tan a gus­to que no cambiarla mi vida por otra. Descubrí, sin quererlo, mi vocación y no hay mayor benevolencia del destino que el poder desarrollarse libremente en lo que uno siente es su vocación. Por qué no darle gracias a Dios por favor tan singular? Pocos son los hombres que logran lo que yo he logrado trabajar en lo que me place, sirviendo a los demás.

martes, 31 de marzo de 2009

RETRATO DE UN AMIGO por FERNANDO FLORES ARAOZ - Edicion: Estefanny Saez Prince

Un día de octubre de 1986, en el Malecón de la Reserva 247 empezó un mundo nuevo para Don Francisco Igartua Rovira, conocido por ese entonces como un periodista defensor de la democracia y la igualdad de derechos.

Don Paco, como todos le decían, y Pedro Aramburu, uno de sus entrañables amigos, fundaron en ese lugar el Club Vasco, institución que con el tiempo se convirtió en refugio de la comunidad vasca y de todo aquel peruano identificado con ella.

En este lugar, Don Paco pasó los mejores momentos de una vida ya trajinada. Todos los martes y jueves a partir de las 7 de la mañana, llegaba acompañado de su chofer Manolo, quien lo escoltó por varios caminos de sus días.

Aquí, por las tardes y luego de una buena comida, el bar se veía repleto de diplomáticos, periodistas, personajes bohemios con quienes compartía más de una aventura; pero lo que más le deleitaba era su infaltable vino.

Jugaba con las cartas españolas mientras compartía sus experiencias. Para sus amigos el juego dejaba de ser un acto rutinario para volverse interesante, porque cuando empezaba a contar sus historias todos quedaban encandilados.

Don Paco fundó la revista Oiga para combatir la corrupción e injusticia social que desde entonces pululaba en Lima. Entre los años 1950 y 1995 se formaron y pulieron cerca de 300 periodistas, todos de la escuela de Don Paco. Quizás más de uno lo recuerde no sólo como un jefe sino también como un humanista, demócrata y luchador de la igualdad.

Recuerdo muy bien una anécdota que escuché de uno de los ex trabajadores de la revista que describirá muy bien la calidad moral de este personaje.

Se acercaba la navidad de un año no registrado y Don Paco pidió la relación de todo el personal que en ese entonces trabajaba en Oiga para obsequiarles ropa y canastas de víveres. La asistente encargada de esta labor llevó el cálculo y le informó que eran 60 los trabajadores; pero él, al darse cuenta de que ella no había contado a todos, le dijo: Te has olvidado de la persona que nos trae las impresiones, del que lleva los recados, del personal de limpieza, de los chóferes, etc. Don Paco siempre se percató de cada uno de los trabajadores de esta revista que fue como su segundo hogar.

Uno de los amigos del Club Vasco, Jon Guarrochena, relata que Don Paco era un apasionado de su linaje vasco. Por ello decidió formar el Congreso de la Comunidad Vasca en el Perú, para defender a capa y espada el planteamiento por la Paz Mundial. Con el tiempo, acudió a tres congresos de la comunidad vasca realizados en San Sebastián cada 4 años. En esas oportunidades no se cansó de recordar que fue en el Perú donde se formó la primera comunidad de vascos a nivel mundial.

Paco Igartua, acompañado por su prima Niní Ghislieri, Alfonso Hermoza, Jesus Reyes, Jose Reyes, Gloria Fernandez, Magaly Medina entre otros

domingo, 29 de marzo de 2009

MI PRIMO PACO por Nini Ghislieri - Oiga 09/11/1992


En esta nota, Nini Ghislieri revela pasajes desconocidos de la vida de su primo Paco Igartua; son una sarta de anécdotas, algunas conmovedoras, que contribuirán al mejor conocimiento de uno de los más importantes testigos y protagonistas de nuestra historia actual. Las fotos son inéditas. Eso sí, estamos seguros que, de haber estado aquí, Paco no hubiera aprobado su publicación.

La figura de Paco, en­trando y saliendo de nuestro hogar en La Punta, cuando éramos niños, nos trae mu­chos y nostálgicos re­cuerdos. Su presencia no era la de un primo cualquiera, lo sabíamos por el trato especial que mamá le dispensaba y el cariño que, comparti­do con su hermana Mima y nuestro pri­mo Lucho creció entre nosotros, desde entonces y para siempre.

Había escuchado que Paco y sus her­manos hablan tenido una vida azarosa en la primera parte de su infancia. Hijo de padre vasco y madre peruana descen­diente de catalán y genovesa, su lugar de nacimiento había sido el cálido pueblito de Chosica, desde donde su familia, bus­cando un lugar donde echar raíces, se trasladó a la provincia andina de Aija, en el departamento de Ancash. Allí permanecieron unos años y allí nacieron sus hermanos menores, mientras su padre administraba un rico fundo de la región. Cuando éste falleció víctima de la terrible enfermedad de Carrión (la verruga pe­ruana), se trasladaron a la casa de la abuela materna, en la plaza Grau de El Callao.

Era muy comentado entre la familia, que los chicos lgartua al llegar hablaban fluidamente el quechua entre ellos, a tal punto que el nombre de Laco, uno de sus hermanos, proviene de la palabra 'yacu' que significa agua en nuestro lenguaje vernacular. Como es de suponer, pasa­ron entonces por una difícil etapa de adaptación a las costumbres costeñas, y a los hábitos del nuevo hogar.

Paco empezó a asistir al colegio de los Hermanos Maristas de El Callao, desde donde regresaba todas las tardes tan su­cio y con las ropas tan destrozadas que su madre lo amenazaba con vestirlo con costales y amarrarle a la cintura los útiles escolares para que no los perdiera, como sucedía a menudo. Al parecer, la facha de Paco no era tanto consecuencia de riñas callejeras, que no iban con su carác­ter, sino de las travesuras de pesca y otras aventureras incursiones que realizaba con su primo Lucho y un grupo de ami­gos a la boca del río, la parte rural y agreste que aún poseía El Callao de esa época. Los zapatos mojados y el deterio­ro completo del uniforme eran conse­cuencia de su paso por los pantanos y matorrales que con su pandilla hacían para llegar al sitio donde muere el mile­nario río.

A pesar de sus palomilladas, Paco sintió siempre, como hijo mayor que era, el deber de velar por sus hermanos Her­minia, Laco y Mima. Un sentimiento que se profundizó, sobre todo, hacia su her­mana menor a raíz de la trágica desapa­rición de su madre, una mujer extraordi­naria.

Siendo aún joven estudiante de secun­daria decidió hacerse seminarista, respondiendo a lo que él creía era una ur­gente vocación religiosa. Esta decisión lo llevó a viajar a Chile, de donde tuvo que regresar por problemas de salud y porque ya se habla diluido su juvenil deseo voca­cional.

Regresó entonces al colegio de los Hermanos Maristas para culminar sus estudios, reincorporándose también así al seno de sus queridos amigos chalacos y a su inseparable compañero, el primo Lucho Empezaron, entonces, las inquietudes propias de la edad, los paseos por el Malecón, las retretas y los espec­táculos de varieté en el Edén cine. Cuan­do les preguntaban en casa por qué llega­ban tan tarde, invariablemente la res­puesta era: "Nos encontramos con una fiesta en el camino....”

Al terminar la secundaria ingresó a la Universidad Católica con la intención de estudiar Derecho. Sin embargo, sus mar­cadas inclinaciones hacia el periodismo (por esa época comenzó a escribir en Jornada y en La Prensa) lo hicieron abandonar la carrera de las leyes para emprender un oficio en el cual encontró su verdadero destino, su propia realiza­ción.

De ahí en adelante la vida de Paco es una historia conocida. Pero nosotros guardamos el recuerdo de un Paco juve­nil, de muy buen porte, sujetando siem­pre en su mano un cigarrillo que parecía interminable, dispuesto a dar todo lo que tenía si era necesario. Como también a olvidarse, involuntariamente, de peque­ñas cosas como la de llevamos al cine que nos había ofrecido o ira comer la prometida butifarra.

Su mente andaba en otros asuntos, no siempre podíamos contarle, por ejem­plo, que teníamos un nuevo patinete, pero eso no impedía que, de vez en cuando, aceptara vestirse de cura para el bautizo' de una de nuestras muñecas o nos enseñara el juego de la pelota vasca. También nos enseñó, desde cuando éramos pequeños, que sostener una idea no sólo consiste en exponerla acalorada­mente en una discusión, sino que había que defenderla aunque pudiera costar la libertad y hasta la vida. Esto lo vimos y lo vivimos con angustia en varias ocasiones en que era perseguido por el poderoso de turno. Si bien la tía Juana, entonces, le aconsejaba no meterse en este tipo de problemas, en el fondo lo comprendía y nosotros lo admirábamos, como lo hace­mos aún hoy día.

Paco también nos divertía con hechos insólitos. Era muy común que se encontrara de pronto sin dinero en el bolsillo (costumbre que no ha perdido a pesar del tiempo), lo cual lo llevaba muchas veces a tener que pagar la carrera del taxi que lo llevaba a casa con su corbata, su correa e incluso, en ocasiones, con-sus zapatos. (Todo dependía del lugar de dónde venia, y lógicamente La Punta no estaba preci­samente muy cerca de Lima, que era su centro de actividades). "¡Imagínate lo que ha hecho este muchacho!", comentaba la tía Juana y nosotros escuchábamos y nos reíamos en silencio, porque en el fondo nos encantaba las cosas que hacia nuestro primo. Su presencia en casa fue siempre sinónimo de vida, de alboroto de Inquietud intelectual y sensibilidad artística contagiantes. Además, cuando se metía en la cocina preparaba unos platos deliciosos. Mi mamá y Paco eran, todo un binomio en el arte culinario familiar, afición que ha mantenido y enrique­cido con los años.

No puedo dejar de recordar su agita­ción el día que llevó a casa una lista de posibles nombres para una revista que fundaría días más tarde con su compañe­ra de ese momento, Doris Gibson. Al final el nombre elegido fue Caretas y en ella volcó, entonces, todo su genio crea­dor y varios años de intensa vida bohe­mia y de periodismo.

Esta es, en síntesis, la imagen que guardo de mi primo Paco, una imagen de otra época que ha cambiado muy poco En esencia, para nosotros, es el mismo un hombre único que va dejando una huella muy clara de su capacidad en el oficio (él nunca acepta que el periodismo pueda ser una profesión), de la claridad de sus ideas y principios, de ser como hombre y como periodista En tres palabras, un primo excepcional. (Nini Ghislieri)

NACIDO PARA JODER por Juan Gris - 09/11/1992


Toda una vida dedica­da tercamente -y no sólo por su origen vas­co- a defender su ver­dad y a hacer del perio­dismo una trinchera para combatir la injus­ticia, la inmoralidad y el abuso del poder. Un combate librado muchas veces solo. Este es Francisco lgartua Rovira, natural de Chosica, pero que bien pudo nacer en Oñate, tierra de su padre, en Euskadi.

Paco –así lo llamaron desde niño- pasó sus primeros años de vida entre las montañas y nevados de la cordillera Negra, en Ancash. Sus padres fueron a vivir allí, en el corazón de la sierra peruana. Era en realidad un grupo de familias de origen vasco que se embarcaron en un romántico proyecto para hacer agricultura, alenta­dos por los frailes de un convento de la localidad provenientes de Aranzazu. Allí, Paco aprendió el quechua antes que el castellano, aunque lo olvidó con el correr del tiempo.

Años después, retornaron los lgartua a El Callao, donde se radicaron Allí vivían los Rovira, conocidísimos en nuestro pri­mer puerto desde que llegaron de España a comienzos de siglo. Paco y su hermano menor Laco estudiaron en el colegio de los Maristas, frente al castillo del Real Felipe. Ellos y sus dos hermanas hablan pasado por el dolor de perder a su padre, quien murió muy joven, en las serranías de Ancash, como consecuencia de la enfer­medad de Carbón (la verruga), pero con­taba con un grupo familiar muy unido, con su tía Juana y sus primos Vega Rovira, que fueron como hermanos para Paco. Desde entonces, ya él se revelaba como una persona rebelde, alegre pero difícil.

Al comenzar la década del 40, luego de una larga residencia en Chile, ya se encuentra Francisco Igartua en las aulas de la facultad de Letras de la Universidad Cató­lica, ubicada entonces en la plaza Francia. Era un joven espigado, pecoso, de fino bigote negro. Paco tenia ya metido en la sangre el virus del periodismo, ese que, jamás y felizmente, no se cura. Es en el periodismo, su auténtica vocación, donde vuelca su pasión, espíritu agresivo y su cultivada inteligencia. Es una época de lecturas voraces e insomnes, con las obras quechua, de Miguel de Unamuno como libro de cabecera. Paco ejerce la profesión periodismo desde el año 1942. Medio siglo de trayectoria constante, pertinaz.

La bohemia no está ausente del periodismo. Mucho menos, en aquellos años a través de ella y de sus lecturas, Paco desarrolla una sólida cultura, aprende a analizar la vida y sus gentes, le toma el pulso al Perú de sus primeros años de periodista.

Ingresa, en 1944, a formar parte del selecto equipo periodístico de ese célebre semanario que fue “Jornada”.

El Perú vuelve a la normalidad

Corría el año 1946. Paco Igartua continuaba en ‘Jornada’, a pesar de los contratiempos de las entrevistas a Góngora Perea. El mariscal Benavides, gestor del “Frente Democrático”, había muerto a los pocos días del triunfo de Bustamante y Rivero. Un triunfo logrado con el apoyo del APRA. Se pensaba que este partido había evolucionado y entraba a compartir el poder con espíritu democrático y conciliador. No fue así y la historia es conocida.


Lima era entonces una ciudad limpia y agradable. La plaza San Martín casi hermosa. Pero, en las 'peñas' de intelectuales periodistas y artistas que se reunían al anochecer se velan negros nubarrones en el horizonte. Entre rondas de chilcanos, ya sea en Cordano, el bar Zela o Romano, Paco Igartua compartía su mesa con Sérvulo Gutiérrez, Juan Pardo de Zela, Alfon­so Tealdo y a veces Juan Ríos, entre otra gente pensante. AIIí diría algún día el poe­ta Martín Adán, luego del golpe de Odria, que 'el Perú volvió a la normalidad'.

Paco tenía sus manías o, si se quiere, supersticiones. Acostumbraba llevar invariablemente un billete de cien soles -que sí vallan en esa época- escondido en un calcetín. Las bromas menudeaban entre sus contertulios (Ahora lleva unos cuan­tos billetes verdes como cábala en su bille­tera).

El reía con las bromas, pero su mente estaba puesta por entonces en el gran reportaje que le quería hacer a Víctor Raúl Haya de la Torre. Logró comunicarse con Haya y, no sin insistencia, logró que le diera la cita en las oficinas de 'La Tribuna'. Allí acudió acompañado de Sérvulo Gutié­rrez y dejó el pliego de preguntas tal como se lo había indicado Haya, quien disculpó su inasistencia por haberse presentado una crisis ministerial. Al día siguiente lo recibiría personalmente y le daría las res­puestas. Al día siguiente fue lgartua solo a la cita. Volvió a disculparse Haya y a la salida, en el patio, seis búfalos lo atacaron, cobardemente, a mansalva. En esos mo­mentos de trifulca, el providencial ingreso del torero Alejandro Montani, quien gritó 'iQué pasa aquí!', detuvo por un instante a los matones y Paco logró escapar rápida­mente de la manada, abandonando el lo­cal.

El incidente dio pie a que Igartua alega­ra que la entrevista se había realizado, pues la cachiporra habla sido la respuesta a sus preguntas. E insistió en que 'Jornada' publicara lo que él escribió. Se lo negaron. Por lo que Igartua renunció, Pero, 'La Prensa', enterada del hecho, -reclamó el escrito y lo publicó; luego también lo hizo ‘El Comercio’. Igartua estaba ya en la lista negra del PAP. Fue así como Igartua in­gresa a la redacción de ‘La Prensa’, donde completó su formación periodística. Ahí se encontró con un gran amigo mayor, Guillermo Hoyos Osores, excelente co­mentarista político, de sobrio y elegante estilo. lgartua comenzó a dar el gran salto de reportero a editorialista.

Noches inolvidables las del diarismo en Baquíjano. Cuando terminaba su labor acostumbraba dirigirse al 'Grill Bolívar', la más elegante boite’ y restaurante de esos años, centro de reunión de 'todo Lima' en la década del cuarenta. Sabía que allí en­contraría a su gran amigo Paul Grinsten. También recalaban allí Sérvulo Gutiérrez y Esteban Pavletich. No todo era buena charla, escocés y diversión. Cualquier ocasión es buena para hacer periodismo, cualquier ambiente es propicio. Y Paco, en el Grill Bolívar, realizó un sensacional reportaje al canciller argentino Ivanisevi­ch, uno de los hombres de confianza de Perón. Estaba alojado en el hotel y bajó una noche a la boite’. Los tragos menu­dearon e Ivanisevich se fue de boca. Sus revelaciones a lgartua causaron escozor en su Cancillería y mortificaron al propio Perón.

La nueva era
La vida del periodista está siempre ex­puesta a cambios súbitos, queridos o no. Paco -siguiendo a Hoyos- salió de 'La Prensa' cuando Pedro Beltrán y su equipo de jóvenes sanmarquinos tomaron las riendas del diario en 1947. Como eminencia gris habla ingresado Eudocio Ravi­nes.

Paco vivía una ardiente juventud y las cosas no las tomó trágicamente. El dinero de su indemnización lo gastó displicente­mente con amigos y amigas en las playas de La Herradura y Ancón. Hasta la arena llegaban los camareros con almidonados sacos blancos, llevando bandejas con gin y agua tónica, camarones, conchitas, choros... Y luego en las noches del Grill. Pero esto duró sólo dos meses, naturalmente complementados con las inseparables lec­turas.
Había que ‘buscársela’. Ya no quería trabajar para otros y decidió sacar un semanario. Así nació OIGA, en su prime­ra etapa, cuyo primer número apareció en noviembre de 1948. Este primer intento terminó en la cárcel. A los tres meses lo pusieron en libertad en los corredores de Palacio de Gobierno.

Fue así, que llegó la gran alianza de Francisco lgartua y Doris Gibson para publicar una revista, nueva en su estilo, en el medio. Como OIGA, también 'Caretas' se gestó en los cafés de los portales de la plaza San Martín. Se gestó periodística y financieramente con tres mil soles de un crédito del banco Wiese, avalado por Gui­llermo Ugaz. Así se funda la empresa Doris Gibson–Francisco Igartua, Socie­dad Cooperativa Caretas.

Paco aportaba su talento periodístico y Doris, la mejor publicista que haya existi­do en Lima, su valor como mujer de empresa. En 1950 apareció ‘Caretas', que habría de cambiar la forma y el tono de los medios periodísticos.

En esos tiempos de enfrentamiento sin tregua con la dictadura de Odría, Paco habla madurado. Como editor, aprendió todos los secretos para dirigir una publica­ción. Se hizo un experto diagramador. El diseño gráfico lo apasiona hoy tanto como escribir.

La carga de trabajo se hizo cada vez más intensa y la bohemia tuvo que quedar atrás.

Viaje forzoso a Panamá
A Odría no se le podía censurar sin consecuencias. Un día, cuando estaba en el café Romano, agentes de seguridad del Estado lo tomaron preso y lo mantuvieron incomunicado. De la cárcel, lo llevaron directamente a un avión para deportarlo a Panamá. Con la ropa arrugada, sin afeitar cuarenta días y la camisa sucia, subió al avión. Recibió un pasaporte que se negó a firmar con altivez porque salía del país contra su voluntad.

Paco era ya bastante conocido. Una aeromoza amiga lo reconoció en el avión y organizó una colecta entre los pasajeros que mostraron solidaridad. Recibió unos cuantos dólares que le cayeron muy bien: lo habían exiliado sin un céntimo en el bolsillo.

Esta primera deportación hizo estra­gos en su salud, que sufrió quebranto en el trópico. Menos mal que un diplomático peruano, que era su amigo, mostró la grandeza que ocultaba su pequeña estatu­ra y lo alojó en su casa.

Estando en Panamá, recibió una invita­ción para asistir al Congreso Mundial de Periodistas de Chile. Vio una ocasión pin­tada para mostrar a la opinión pública del mundo los abusos de la dictadura de Odría. Cuando pasó por Lima lograron alcanzar­le una maleta con ropa y dinero. La de Santiago fue una experiencia vivificante, que levantó el ánimo decaído por la depor­tación.

Ya repuesto en Santiago, decidió re­tornar y enfrentarse al tirano y desembar­có en Lima. Esparza Zañartu y sus esbirros corrieron tras él. Paco se refugió en ‘El Comercio’. Don Luis Miró Quesada, quien lo apreciaba, le dio asilo e impidió que los investigadores lo sacaran del local. Finalmente, tras largas negociaciones, obtuvo la libertad.

Fue en vísperas del año 1962 que deci­dió seguir con la segunda etapa de OIGA, revista que reapareció ese año. Paco se casó poco después, en 1963, con Clementina Bryce Echenique, con quien tie­ne dos hijos, Maite y Esteban.

Pero, ésta es ya la historia de la revista en su nueva vida, no exenta de riesgos, como que fue deportado a México por el general Velasco en 1974, donde trabajó durante tres años en ‘El Sol’, como direc­tor de un suplemento.

En 1978 retornó a Lima con su familia y se puso otra vez al frente de OIGA. Sigue con pasión en el periodismo. Su obstina­ción vasca muchas veces hiere, pero es, con profunda convicción, un ser al cual ni la persecución, el destierro o el sucio ata­que de algunos adversarios lo han conver­tido en un resentido. Por el contrario, sigue manteniendo su gran calidad humana. Y continúa jodiendo a unos y otros, como se dice en castizo peruano.

DOBLE ANIVERSARIO EN OIGA - OYE PACO ¡Y LOS AÑOS PASARON! por Jorge Luis Recavarren - 09/11/1992


Dos son los aniversarios que alborotan la casa de OIGA en estos días: el año 44 de fundación de la revista y el 50 de Francisco Igartua como periodista. Caben algunas parrafadas sobre ambas fechas. Allá van.

Esos 44 años...
¿Se trata de comentar en estas lí­neas lo que significa OIGA en el perio­dismo político y ensayístico del Perú a lo largo de periodo tan dilatado? Impo­sible. ¿Por qué? Porque esas cuatro décadas son ya un trozo de la historia de este país y mi paso, allá por los años 50 de este silo el doctorado en Historia de San Marcos, me enseña que la Investigación de un periodo, institución o lo que fuere reclama no precisamente prisas de redacción, sino el sosiego indispensable para recordar con otras técnicas el sentido de lo que implica y complica, para el caso pre­sente, la colección de OIGA a través de lapso tan inquieto y proceloso como es el del último medio siglo de vida perua­na.

De manera que no me voy a referir mediante la lupa del análisis a la larga y dramática cadena de episodios que componen la vida de esta publicación, materia que por cierto habrá que abor­dar un día porque si de acudir a hemerotecas se trata, no se puede prescin­dir, entre otras, de aquella en que obre la colección de OIGA.

Algunas constantes
Pero cabe, al lado de unas mencio­nes indispensables, referirse a ciertas características o constantes que con­forman lo que podríamos denominar el estilo dominante en la revista.

Y en primer término no son casua­les ciertas citas que hace lgartua en sus notas editoriales, de don Miguel de Unamuno. Tengo para mí que OIGA es unamuniana, esto es una revista agónica, vale decir de lucha, transitan­do siempre al borde del abismo, desfa­cedora de entuertos a guisa de perderlo todo. ¿No es tal, además, la personalidad de su eficacísimo subdirector, mi viejo amo Jesús Reyes?

En OIGA, en suma, se la juegan. De ahí que en ocasiones los aciertos sean más que redondos, y en oportunidades resalten yerros, pero no por obra de mala voluntad, sino por la pasión pues­ta en el empeño. Y recordemos, sino me falla la memoria, a Ulrico de Hut­ten: "No soy un libro hecho con re­flexión sino un hombre con mi contra­dicción". Unamuno puro. Agonía. Igartua, Reyes, y la mayoría de los que están como Mario Belaunde, o que pasaron por aquí. Incluidos algunos de los más recientes como mi joven amigo Pedro Planas, quien tras su impecable aspecto de catedrático es fuego puro.

Los 50 de Francisco...
Pienso que cuando se cumplen 50 años de actividad en una profesión, actividad, oficio, carrera o como se quiera llamar, es pertinente reconocer que se coronó con éxito una vocación. Es el caso de Francisco Igartua.

Pero, como en todo humano queha­cer, el éxito no sólo se define ponlo que se podría llamar el lado más favorable -aciertos, triunfos, satisfacciones-, sino que se va amasando también en virtud de pruebas dolorosas, de sinsa­bores, yerros y frustraciones que al ser superados no yugulan los afanes de la vida sino los enriquecen.

“Toda vida es, más o menos, una ruina entre cuyos escombros tenernos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido", dijo alguna vez Orte­ga. La frase calza en lo que respecta a número nutrido de seres humanos, pero en el caso de Paco no es necesa­rio escudriñar mucho para concluir que, en lo que atañe a su vocación periodística, salió adelanté sorteando los escombros.

Lo conocí comenzando la déca­da de los 40. Delgado, inquieto, incisivo, pertinaz. Un día de aquellos años se me acercó en los claustros sanmarquinos y del encuentro salió la primera entrevista periodística que me hicieron en mi vida. Fue, recuer­do, para 'Jornada' que ha sido sema­nario, lnterdiario y diario, legendaria publicación, en fin, que fundaron los hermanos Benavides Corbacho: Miguel Jorge y Guillermo, y de la que llegué a ser director en sus postrime­rías.

Era la Lima de entonces, “ciudad jardín” y “Perla del Pacifico” como se la llamaba. Pero bajo su hermosa calma aparente, comenzaban crepitaciones de la política una de cuyas resultan­tes, entre otras, fue la insurgencia de una nueva generación "con ansias de participar, porque la verdad es que el aprismo trataba de imperar sola y exclusivamente. De ahí surgió toda una larga historia que es imposible narrar en el espacio que resta.

Uno de los protagonistas de his­toria tal fue Paco, quien más de una vez se la jugó como el día de su me­morable entrada al local de ‘La Tri­buna’ para entrevistar a Haya de la Torre, hecho que pudo haber con­cluido trágicamente. Pues, la vida de este hombre corrió riesgos más de una ocasión.

El gran Dilthey solía decir que "la vida es una misteriosa trama de azar, destino y carácter". En efecto, con nuestro carácter tratamos de dise­ñamos un destino, sólo que en veces el azar lo abate y derriba. Tampoco eso ha rezado en el caso de mi viejo amigo, quien pese a todo está ahí, en pie, firme. Si. Pese a todos los dolores, a todos los azares, a todos los embates.

(Oye), OIGA. Paco, ¡y los años pasaron!.).

LO MISMO QUE HACE CUARENTA Y CUATRO AÑOS por Francisco Igartua - Oiga 09/11/1992


Hace cuarenta y cuatro años, en el primer número de OIGA, una hoja volandera que salió a luz el lunes 8 de noviembre de 1948, apareció este editorial que hoy vuelvo a sus­cribir sin cambiar una palabra. Es claro que el joven que fui no podía -menos en aquella época- dejar de estampar la palabra revolución. Pero, como ahí se lee, hablo de "una doctrina social revolucionaria", pero añadiendo "que sea realizable". O sea que me refería al cambio radical que, hasta hoy, no se concreta en el Perú, pero sin extremismos, sin cegueras, sin sectarismos. En ese entonces era yo evolucionista, sin decirlo por temor al medio intelectual en el que me desempeñaba, y creía posible el socialismo con libertad, con respeto al individuo y a las realizacio­nes individuales. Por eso hablaba de revolución que "fuera realizable".

Esto dije hace cuarenta y cuatro años y hoy lo repito:

"Aparece este semanario en un momen­to crítico y lleno de incertidumbre e inquietud para la Patria (se acababa de instalar la dictadura de Odría). No creemos venir a salvarla. No somos ilusos. Nos limitaremos a cumplir, en nuestro campo, en el periodismo, con lo que nos parezca justo. Hemos debido haber salido al público algo antes, pero un cambio de gobierno, sorpresivo aunque no ines­perado, ha instalado a una Junta Militar en el poder sino es ha obligado a meditar en la justicia de nuestra posición. Y no la variamos. Seguimos creyendo que sólo la honestidad y el desinterés asentados en una doctrina social revolucionaria, que sea realizable, podrán hacer la felici­dad de nuestro pueblo"...

Como era de esperarse, al cuarto número de OIGA la policía ingresó a los talleres, destrozó las 'formas' de la siguiente edición y yo terminé en la cárcel Varios meses, en los que no enloquecí, al presenciar las horrendas atrocidades que ocurrían -y siguen ocurriendo en las prisiones peruanas-, porque fui trasladado de la gran celda de castigo de los presos comunes al 'Buque', lugar menos tene­broso, junto a los apristas detenidos después del alzamiento de la marinería alentado -por Haya de la Torre el 3 de octubre de ese año.

Desde entonces, pues, conozco y huelo a las dictaduras. En ese ambiente estamos ahora, aunque todavía no haya comenzado el cierre de periódicos.

Pareciera que, por el momento, al gobierno le basta con tener controlada la televisión, la gran distorsionadora de la opinión pública en nuestro tiempo.

lunes, 9 de marzo de 2009

Paco Igartua - por Fernando de Szyszlo

Paco Igartua por Fernando de Szyszlo



Vida de Don Quijote y Sancho (1904) - por Miguel de Unamuno


"...Creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro de Don Quijote del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos que lo tienen ocupado…"


"Defenderán, es natural, su usurpación, y tratarán de probar con muchas y muy estudiadas razones que la guardia y custodia del sepulcro les corresponde. Lo guardan para que el caballero no resucite".

domingo, 1 de marzo de 2009

José Luis Bustamante y Rivero – Patriarca de la democracia – por Francisco Igartua

Jose Luis Bustamante y Rivero

UN día de enero del año 1894 nacía en Arequipa, en el seno de una familia numerosa, un niño que con el tiempo llegaría a ser patriarca de la democracia en el Perú. Hallábase agitada la vida política en aquella época y ya se apreciaban los prolegómenos de la crisis que culminarían poco después con el sangriento '95 con balas', inicio del primer caso firme hacia la institucionalidad democrática en el país; paso que dos décadas después, arbitrariamente, fue detenido por la voluntad de aquel prestidigitador de los apetitos populares que fue Leguía. Al nacer, José Luis Bustamante ni siquiera sospechó que él sería el intelecto en el derrocamiento del tirano y, más tarde, el iniciador, en 1945, en el '95 sin balas', de un segundo paso –desgraciadamente fallido- hacia esa institucionalidad democrática. Paso o empresa que todavía no cesa de entusiasmar a muchos peruanos. Se trata de una lucha, por la libertad y la democracia, en la que resuena con frecuencia el mensaje de don José Luis Bustamante y Rivero. Un mensaje que lo sobrevive, que ha quedado profundamente grabado en la memoria del Perú. El mensaje de un hombre que, al cabo de noventa y cinco años fecundos de existencia, nos dejó como legado su larga, persistente e inconclusa lucha por la democracia y el derecho, por el imperio de la ley y de la tolerancia, por la preeminencia de la razón en un Perú descentralizado, con justicia social y desarrollo basado en el respeto al orden jurídico, en el imperio de la ley y no en la voluntad de un ciudadano.

Hoy, en medio de las pobres ceremonias en su homenaje -¡cómo no han de ser pobres los homenajes al patriarca de la democracia en el Perú dictatorial y chicha que vivimos!-, me vuelve a venir con insistencia al recuerdo y a la vista la figura del doctor Bustamante cuando, con sombrero en mano, elegantemente vestido -con esa verdadera elegancia, la que no se nota-, caminaba por las calles del centro de Lima, luciendo la misma dignidad y sencillez con que cruzaba, años atrás, los portales de Arequipa, sea para acudir a la universidad del gran padre San Agustín, a su estudio de abogado o algún cenáculo literario. Tampoco, en ese entonces, era extraña su presencia en conciliábulos donde, medio a oscuras y cuchicheando, se conspiraba para derrocar al tirano. Iban a comenzar los años treinta y un comandante impaciente y audaz había llegado a Arequipa dispuesto a encabezar la rebelión ciudadana contra la dictadura. Letrado y militar aunaron propósitos.

Bustamante fue la mente y la pluma de esos afanes conspirativos que estallaron en revolución victoriosa, en gesta cívica más que militar; en hecho histórico que lleva impresa su huella de poeta metido a político, de hombre sensible no sólo a las musas sino a las angustias ciudadanas y a los afanes libertarios del pueblo. En el Manifiesto de Arequipa de 1930 está grabado su estilo, galano y severo, y se siente su evangélica preocupación por los humildes y desposeídos. En ese Manifiesto, que no lleva su firma, se descubre al hombre apasionado que se escondía en la atildada presencia física del doctor don José Luis Bustamante y Rivero, el inicial ministro de Justicia del comandante Luis M. Sánchez Cerro, de quien discretamente se apartó cuando la irracionalidad comenzó a hacerse dueña y señora de la política peruana.

Bustamante -don José Luis- fue un hombre digno. Digno en el hablar, digno en el vestir, digno en el actuar, digno en el trato con las gentes, digno al gobernar y, si fuera posible adentrarse en las almas, tendría que añadir: digno en el pensar. Fue un varón ejemplar, un hombre íntegro, y no la persona blanda, débil, sin carácter, que creen algunos y muchos evocan. Dentro de sus modales afables, su exquisita cortesía, su correctísimo hablar, había sí una incomparable sencillez, que no es lo mismo que blandura o humildad. Bustamante era orgulloso y apasionado, pero nada había en él del mezquino orgullo de las gentes sin respeto a su propia dignidad y sus pasiones no escondían bajos apetitos ni ruindades. Era orgulloso como los caballeros medievales; su orgullo le servía de centinela de su honra. Y su pasión era evangélica, término que él acuñó ante la multitud en el estadio Nacional, en 1945, para referirse a las inquietudes sociales de las izquierdas, cuando parecía que el destino ¡por fin! iba a ser bueno con el Perú y olvidaría que nos tiene condenados a los infortunios de la tragedia antigua.

Desde sus alturas de filósofo de la historia, de literato, de jurista, Bustamante tuvo honda preocupación por el pueblo, por los peruanos analfabetos y mal alimentados, condenados a la miseria, aunque jamás cayó en tentación demagógica alguna. Quién sabe fuera Bustamante demasiado tímido. De allí su actitud distante frente a la multitud. Fue político a pesar de que no lo pareciera, y político apasionado. O sea que ponía calor en sus ideas, emoción en sus actos, persistencia en sus actitudes; que otra cosa, ajena a don José Luis, es la alharaca, el escándalo, la estridencia.

Me viene a la mente, por ejemplo, los años setenta y ocho y setenta y nueve, cuando unos cuantos ciudadanos luchábamos por lograr que los medios de expresión confiscados por la dictadura volvieran a ser libres. No eran días fáciles, pero tampoco demasiado riesgosos. Sin embargo, muchas personalidades se negaban a poner su firma en los documentos que, reclamando libertad de prensa, poníamos en circulación con cierta regularidad; por lo que, para disipar temores y alentar vanidades, se estableció la costumbre de comenzar por recabar las firmas de los doctores José Luis Bustamante y Jorge Basadre, personajes que desde años atrás gozaban de altísimo prestigio y se habían convertido en intocables, en los patriarcas de la República. Fue así que, en una de esas ocasiones, me tocó presentarme en casa del doctor Bustamante con un documento que yo había redactado. Como siempre me recibió con suma amabilidad y, luego de las explicaciones de rigor, leyó el escrito y, con esa suprema cortesía que hacía que se le notaran más los bigotes, me respondió:

-Mire usted, amigo Igartua, yo firmaría de inmediato este documento y si usted me insiste lo haré, pero creo que la dureza de algunas palabras no le dan mayor vigor al alegato; sin ellas, me parece, el escrito resultará más eficaz sin perder fuerza.

El doctor Bustamante tenía toda la razón. La estridencia -que sólo puede ser pasable en momentos desesperados, como los de ahora, de extrema abulia en la ciudadanía- no le añadía potencialidad a la protesta, se la restaba. Cumplí, pues, su consejo y el documento resultó ser uno de los mejores y más sonados -también de los más inútiles- alegatos en contra de la persistencia de la dictadura en mantener confiscadas a la prensa diaria, a las radios y a las televisoras. Sólo en 1980, cuando se reeditan las jornadas libertarias del 45, es que el presidente recién electo, Fernando Belaunde, firma la resolución que devuelve los medios de expresión a sus legítimos propietarios (salvo el caso de los talleres de OIGA, hasta ahora en manos de sus usurpadores).

Bustamante no fue un literato metido a jurista y a político, como podría parecer si se admitiera -lo que no es cierto- que tuvo una visión poética de la ley y de la política. Fue las tres cosas al mismo tiempo, en las tres brilló con luz propia, sin demasiadas entremezclas.

La opinión pública en general y también la de muchos comentaristas ha sido y es injusta con Bustamante el político. En buena parte por falta de sensibilidad para captar una personalidad infrecuente en nuestro medio y en nuestro tiempo; y también por ignorancia de lo que el Perú requiere y de lo que el doctor Bustamante y Rivero planteó en sus distintas incursiones en la vida política nacional, no sólo como conspirador en el Manifiesto de Arequipa y como presidente de la República en 1945, sino, como ciudadano, en sus varios y orientadores mensajes al Perú. Bustamante entendió siempre -y entendió muy bien- que el Perú necesitaba y necesita, como cualquier pueblo, estabilidad; pero no la estabilidad forzada, producto de la dictadura -que siempre es pasajera- sino la estabilidad que surge de un sistema legal respetado y respetable, continuado, sin constantes variaciones, además de moderno y acorde con las exigencias de justicia social de la hora.

Bustamante deslumbra políticamente con el Memorándum de La Paz, documento que le sirve de contrato para aceptar la candidatura a la presidencia por el Frente Democrático Nacional de 1945 y para puntualizar lo que su gobierno haría y lo que no estaría dispuesto a hacer. En ese memorándum Bustamante señala con meridiana claridad lo que el Perú reclama y lo que él como presidente puede y debe hacer: sentar las bases, los cimientos de una democracia que nos diera la estabilidad jurídica, social y política que andábamos y andamos buscando desde la fundación de la República. Explícitamente ofrecía un gobierno que fuera etapa de transición hacia esa meta concreta, que era lo realista, lo posible. Y no soñaba con ilusas revoluciones sociales ni planeaba obras públicas faraónicas. Su gobierno debería ser la transición de la anarquía y el autoritarismo infecundo -situación normal en el país- a un orden jurídico estable, democrático, tolerante, punto de partida para un sólido desarrollo económico y social. Nada más y, también, nada menos.

El Perú no entendió a Bustamante presidente de la República. Y menos que nadie, por torpe impaciencia, lo entendió el Apra; que no se dio cuenta que el planteamiento realista del doctor Bustamante y Rivera -propio de un Político con mayúscula- sólo podía tener como inmediato beneficiario al único partido organizado en ese entonces y que, por lo tanto, el seguro continuador del régimen democrático iba a resultar siendo Víctor Raúl Haya de la Torre. Aunque, si los planes de Bustamante tenían éxito, Haya quedaría obligado a ser continuador no de las trágicas y sangrientas disidencias de los años treinta ni del autoritarismo siguiente, sino continuador de un régimen legal bien establecido, democrático, de verdad abierto a todas las modernas tendencias económicas y políticas, muy alejado de "sólo el aprismo salvará al Perú".
El Perú no entendió que le había llegado la hora de civilizarse, de alcanzar seguridad jurídica, de poner las piedras de los cimientos para el desarrollo futuro. Unos quisieron que Bustamante hiciera el papel de mandón -que no era el ofrecido por él ni el que su temperamento podía desempeñar- y otros le exigían ponerse a sus órdenes, como si la presidencia de la República pudiera ser una especie de lacayaje al servicio de los partidos con poder o de los poderosos con grandes intereses. Nadie comprendió que no era hora de enjuagues, de quimbas ni de quiebres de cintura o de látigo. Que por demasiados latigazos dictatoriales y por excesivas criolladas, por tanta politiquería, el país estaba -y está- fatigado, exhausto, caminando al filo del abismo.

Bustamante tenía un alto concepto de la actividad política -para él la política era un apostolado laico- y le era, por lo tanto, repulsivo el teje y maneje de las repartijas electorales, del menudo toma y daca, de la política rebajada al juego de intereses personales. En esta cuestión clave para entender a Bustamante político tuve ocasión de ser testigo de excepción en una de sus ejemplares actitudes.

Corría el año 1944 o comenzaba 1945 -más seguro lo primero que lo segundo- y yo era un joven universitario hacía poco iniciado en el periodismo. Por razones de amistad acudía con frecuencia a la hora del almuerzo a la casa de la familia Pastor Bebin, íntimos de los Bustamante y sus anfitriones cuando el entonces embajador del Perú en Bolivia visitaba Lima.

Una tarde llegó don José Luis con gesto adusto. Horas antes había salido acompañado por el doctor Roberto Mac Lean, amigo y representante del presidente Manuel Prado en gestiones de muy alto nivel.

Sentados a la mesa, al momento de servirse, el doctor Bustamante lanzó, como desahogándose, este brevísimo comentario:


-Es lastimoso que en un país -se refería al Perú, su patria bien amada-, se pueda ofrecer la presidencia de la República en bandeja de plata, como si fuera un manjar que se reparte desde lo alto y no un deber que cumplir requerido por los votos del pueblo.

Bustamante acababa de llegar de Palacio de Gobierno, después de haber declinado -seguramente con irreprochable cortesía, pero también con altiva dignidad y firmeza- la candidatura a la presidencia que le ofrecía Manuel Prado.

Este es el Bustamante político. Hombre íntegro, de firmes convicciones -sin hacer gala de ellas-, que sabía estar con el reloj a la hora, perfectamente enterado de las corrientes emocionales e ideológicas que se producían dentro y fuera del país. Un político dispuesto a hacer patria enseñándonos a emplear la ley, el respeto a la legalidad, como fundamento de la estabilidad económica, moral y política. ¡Y pensar que se le acusó de ser un espíritu demasiado elevado para comprender la realidad! Unas pobres gentes apenas hábiles en las marrullerías de la política de campanario, responsables por lo demás de buena parte de los males nacionales e ignorantes de nuestras necesidades, se atrevieron a referirse a la calidad de jurista y de poeta de Bustamante para apostrofarlo, injuriarlo y negarle título para ser presidente del Perú.

Para OIGA, estos días de centenario, de homenaje al doctor José Luis Bustamante y Rivero, al patriarca de la democracia peruana, son de profunda meditación en su mensaje, continuador del legado de ese otro patriarca de la democracia, el héroe del 95 con balas, don Nicolás de Piérola. De meditación y de recuerdo. ¡Cómo olvidar en esta casa a Bustamante! al político ejemplar y al ser humano de espíritu refinadísimo, increíblemente tierno en confidencias enternecedoras sobre el cariño a los suyos y a su Arequipa ancestral, a la vez que frío y sosegado en sus consejos, atinado en sus advertencias y hasta duro -aunque jamás altisonante- en el momento del enfrentamiento por sus ideas.

Lo veo, siento casi el calor de sus manos en mis manos, cuando hace cuatro o cinco años atrás subió las estrechas escaleras de mis oficinas de San Isidro para saludarme, no recuerdo con qué motivo, y alentarme a seguir en la pelea. A no cejar en el combate. A tener siempre presente que, en cualquier situación de litigio -sea político o laboral-, mientras no se restablezca primero el imperio de la ley, no habrá trato que pueda ser estable ni fecundo. A no olvidar que, al poner de lado a la legalidad, se abren las puertas de la dictadura o de la anarquía, de la disolución nacional.

Huella demasiado honda dejó en esta casa el doctor don José Luis Bustamante y Rivero. Jamás podré olvidar que OIGA nació hace cuarenta y seis años -noviembre de 1948-, en una de las tantas horas luctuosas de esta infortunada patria, con un propósito muy preciso: dejar escuchar un grito de protesta -por eso se llama OIGA esta revista- por un hecho inicuo que acababa de producirse en el Perú. El presidente constitucional, el intachable político, el literato de madrigales y pulquérrimas prosas, el sabio jurista que respondía al nombre ya ilustre de José Luis Bustamante y Rivero, había sido derrocado por la soldadesca -pagada por la misma derecha que hoy, en 'Expreso' reivindica a Odría y a Prado como adelantados de Fujimori-; derrocado bajo la acusación de "no haber reparado el techo de un cuartel en Huancané". Así, como se lee: ¡porque, en Huancané, había un cuartel con el techo dañado! tuvo que salir de Palacio, por la imposición de las armas, el doctor Bustamante, el hombre que le dio al Perú las 200 millas marinas, el renombrado jurista que años después llegaría a la presidencia de la Corte Internacional de La Haya.

Contra esta vergüenza, contra semejante aberración que ofende a la inteligencia y al decoro moral, para reparar en algo el descrédito peruano, es que el juvenil grito de OIGA salió a las calles en 1948.

Más tarde no fueron pocos los momentos de emoción cívica y de comunión de ideales que viví cerca del doctor Bustamante: Notas del destierro, el mensaje al Perú, su retorno triunfal a la patria. En todas esas circunstancias estuve en primera fila, fui testigo directo y protagonista de los acontecimientos. Me tocó ser responsable ante la dictadura por esas publicaciones. No me corrí del puesto de combatiente por la libertad que el destino me fijó al lado de Bustamante, del jurista y poeta que alzó la bandera del 45 y le dio conciencia y nombre a mi generación.

lunes, 9 de febrero de 2009

Vida de Don Quijote y Sancho (1904) - por Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno

"Esto es una miseria, una completa miseria. A nadie le importa nada de nada. Y cuando alguno trata de agitar aisladamente" este o aquel problema, una u otra cuestión, se lo atribuyen o a negocio o a afán de notoriedad y ansia de singularizarse... Si uno denuncia un abuso, persigue la injusticia, fustiga la ramplonería, se preguntan los esclavos: ¿Qué irá buscando en eso? ¿A qué aspira? Unas veces creen y dicen que lo hace para que le tapen la boca con oro; otras, que por ruines sentimientos y bajas pasiones de vengativo o envidioso; otras, que lo hace por divertirse, por pasar el tiempo, por deporte. ¡Lástima grande que a tan pocos les dé por deportes semejantes!".

"Fíjate y observa. Ante un acto cualquiera de generosidad, de heroísmo, de locura, a todos esos estúpidos bachilleres, curas y barberos de hoy no se les ocurre sino preguntarse: ¿Por, qué lo hará? Y en cuanto creen haber descubierto la razón del acto -sea o no lo que ellos suponen- se dicen: ¡Bah!, lo ha hecho por esto o por lo otro. En cuanto una cosa tiene razón de ser y ellos la conocen, perdió todo su valor la cosa. Para eso les sirve la lógica, la cochina lógica".

"Comprender es perdonar, se ha dicho. Y esos miserables necesitan como aprender para perdonar el que se les humille, el que con hechos o palabras se les eche en cara su miseria, sin hablartes de ella".



"...Creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro de Don Quijote del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos que lo tienen ocupado…"

"Defenderán, es natural, su usurpación, y tratarán de probar con muchas y muy estudiadas razones que la guardia y custodia del sepulcro les corresponde. Lo guardan para que el caballero no resucite".

"A estas razones hay que contestar con insultos, con pedradas, con gritos de pasión, con botes de lanza. No hay que razonar con ellos. Si tratas de razonar frente a sus razones, estás perdido".

"Y no me preguntes más... me haces que saque del fondo de mi alma dolorida las visiones sin razón, los conceptos sin lógica, las cosas que ni yo se qué quieren decir, ni menos quiero ponerme a averiguarlo".

"Una vez, ¿te acuerdas?, vimos a ocho o diez mozos reunirse y seguir a uno que les decía ¡Vamos a hacer una barbaridad!'. Y eso es lo que tú y yo anhelamos: que el pueblo se apiñe, y gritando ¡Vamos a hacer una barbaridad!', se pongan en marcha. Y si algún bachiller, algún barbero, algún cura, algún canónigo o algún duque les detuviese para decirles: ¡Hijos míos!', está bien; os veo henchidos de heroísmo, llenos de santa indignación; también yo voy con vosotros; pero antes de ir todos, y yo con vosotros, a hacer esa barbaridad, ¿no os parece que debíamos ponernos de acuerdo respecto a la barbaridad que vamos a hacer? ¡,Qué barbaridad va a ser esa? Y si alguno de esos malandrines que he dicho os detuviese para decirles tal cosa, deberían derribarle al punto y pasar todos sobre él, pisoteándole, y ya empezaba la heroica barbaridad".

"¡Poneos en marcha! ¿Qué adónde vais? La estrella os lo dirá: ¡Al sepulcro!'. ¿Qué vamos a hacer en el camino mientras marchamos? ¿Qué? ¡Luchar! Luchar, y ¿cómo?".


"¿Cómo? ¿Tropezáis con uno que miente? Gritadle a la cara: ¡Mentira!', y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que roba? Gritadle: '¡Ladrón!', y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías a quien oye toda una muchedumbre con la boca abierta? Gritadle: ¡Estúpidos!', y ¡adelante!: ¡Adelante siempre!".