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DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

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«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

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jueves, 9 de abril de 2009

FRANCISCO IGARTUA – EDITORIAL - De gansadas y basuras – Revista Oiga 9/05/1994


Semana cargada de cu­riosas novedades y ne­gros nubarrones ha sido la que acaba de pasar. Por un lado, el Congreso da muestras -aunque equí­vocas- de sentirse anima­do a sintonizar con las ideas del buen orden democrático y plantea la 'bajada al llano' del presidente que postule a la reelección y habla de distrito electoral múltiple; mientras que por otros lados se acrecienta gratuitamente la tirantez en las relaciones con Estados Unidos y se Intensifica la división interna en las Fuer­zas Armadas.

Curiosa novedad la que nos ofrece el CCD con la renuncia presidencial seis meses antes de la reelección. Primero, porque de novedoso nada tiene. Es co­pia vulgar de la ‘bajada al llano’ de Ma­nuel Apolinario Odría, el dictador que se presentó a la contienda electoral del 50 con su compadre Zenón Noriega en Palacio y su opositor, Ernesto Montagne, en la cárcel. Naturalmente que peleando solo, teniendo a su sombra por contrin­cante, el triunfo de Odría fue abrumador. En esta oportunidad, el Congreso apo­dado Democrático nos ofrece un candi­dato presidencial -Alberto Fujimori- con una renuncia de seis meses al cargo, pero con Santiago Fujimori y las hermanitas Fujimori en Palacio y Nicola di Bari Hermoza, el socio mayor de la empresa gubernamental Fujimori Fujimori S.A., en la Comandancia mejor armada y al mando del Comando Conjunto. Eleccio­nes al más puro estilo Odría no se pue­den dar. También en esa época se argu­mentó que era injusto pedirle la renuncia a funcionarios de segunda y quinta cate­goría que quisieran postular y no hacer lo mismo con el presidente de la Repúbli­ca. Una grotesca falacia usada, igual ayer que hoy, para disimular u ocultar la verdadera razón del porqué de esa cons­tante exigencia en las legislaciones elec­torales de toda América Latina, salvo raras excepciones, obligando a los fun­cionarios públicos a renunciar a sus car­gos antes de postular a una elección: los legisladores siempre han entendido que en estos lares no es posible haya imparcialidad en una elección en la que parti­cipen los que son gobierno. Y mucho menos si el postulante es presidente de la República. De allí que, en consecuencia con la realidad sociológica de estos estados, con sus usos, costumbres y tra­diciones, sus legislaciones no conside­ren la renuncia presidencial -porque se­ría una mascarada- sino que prohíban terminantemente la reelección de los je­fes de gobierno.

La prohibición, tanto en el Perú como en otros países latinoamericanos, para que los presidentes postulen a la reelec­ción no es un capricho legislativo. Es resultado del estudio de nuestras idiosin­crasias y de nuestros pasados históricos, demasiados cargados de aterradores ejemplos reeleccionistas: Díaz, en Méxi­co, Gómez en Venezuela, Leguía en el Perú, Perón en Argentina... Todos ellos reelegidos de acuerdo a las normas dictadas por ellos mismos desde el poder. Igual que Fujimori, elegido de acuerdo a dis­posiciones constitucionales -que él juró respetar- que prohibían y prohíben has­ta hoy su reelección.

En cuanto al distrito electoral múltiple es otra gansada del CCD. Asamblea única de 120 curules de origen comarcano es hundir al Parlamento en el provincia­lismo, en la chatura aldeana, en los plei­tos de comadres. Dividir los 120 asien­tos en nacionales y distritales sería otro disparate, pues la diferencia de origen de los congresistas, dentro de una misma asamblea, crearía una irritante división y pugnas colegiales, que distraerían los debates. Con su novísima apertura, el CCD vuelve a recordarnos que no hay mejor Parlamento que el bicameral. Con una Cámara reflexiva -el Senado- elegi­da en distrito electoral único, nacional, con postulantes ya maduros y represen­tativos de los hombres que han llegado a tener resonancia en todo el territorio nacional. Y una Cámara baja, de diputa­dos, representativa de las regiones y las provincias, con elementos más jóvenes, más vigorosos, más comprometidos con la voluntad popular y los intereses provincianos. Eso es Parlamento y no la Asamblea unicameral de distrito único -como la diseñada en la Constitución del CCD-, que significa el control de las elecciones desde Lima, desde las cúpulas partidarias. Mientras que la de distrito electoral múltiple seria lo que hemos dicho más arriba: transformar el Parla­mento en una olla de grillos comarcanos.

Pero otros han sido los hechos que han puesto en tensión a la opinión públi­ca. El menos, sonado, pero no por soterrado de poca intensidad, ha sido la cada vez más tensa fricción en las rela­ciones peruano-norteamericanas, con­cretada en las agresivas reacciones del ministro de Justicia y en las suspicacias norteamericanas -al parecer basadas en pruebas documentales- sobre lo que está ocurriendo en el Huallaga, zona donde más que reales operativos militares se estaría desarrollando una gran maniobra sicológica para aparentar una 'victoria' que levante la figura electoral de Fujimo­ri. Es claro que la maniobra es real, con tiros y con rockets, con tropa invadiendo la zona, lo que habría causado no pocos crímenes horrendos, de los que no faltan testimonios muy verosímiles, recogidos por periodistas, cecedistas y por alguien que no puede ser tildado de extremista ni de enemigo del régimen, como Francisco Diez Canseco Távara, presidente de la Comisión de Paz.

Pareciera que al ver desvanecerse el proyecto reeleccionista de Fujimori fren­te a la candidatura de Javier Pérez de Cuéllar, el gobierno pierde los papeles y se desborda desesperadamente, sin me­dir las graves consecuencias de un enfrentamiento con Estados Unidos.

Pero donde Fujimori y su guardia pre­toriana se han dejado arrastrar por el odio y la sinrazón es en el juicio que le abrieron a los generales en retiro que, con frecuencia, opinan en diarios, revis­tas, radios y televisoras. Son todos ellos oficiales brillantes, con juicios claros y de interés, que por eso son solicitados por la prensa para que se expresen pública­mente. Todos han sido condenados por opinar, por hacer uso de un derecho consagrado por la Constitución en favor de todos los ciudadanos. Y ellos lo son. Aunque no ciudadanos del común, sino de la elite pensante del país.

Grave injusticia se ha cometido con­tra los generales Cisneros, Pastor Vives, Jarama y Parra. Pero contra el general Salinas Sedó se está llegando al delirio de la sevicia. A él se piensa condenarlo a cuatro años por hacer uso de su libertad de expresión y en un expediente de la Caja Militar, en la que aparecía como testigo, se le ha transformado en acusa­do. Contra viento y marea, contra los más elementales dictados de la ecuani­midad política se le quiere mantener encarcelado al general que tuvo el gesto altivo de cumplir el mandato constitucional de sublevarse ante la violación militar de la Carta Magna. Al verse obligados, por la presión internacional, a ponerlo en libertad por el delito de obedecer a la Constitución, Fujimori y su guardia pretoriana, los golpistas del 5 de abril del 92, han decidido endilgarle otros juicios y otros castigos. Lo que quieren es do­blegar moralmente, con la cárcel, al ge­neral Jaime Salinas Sedó. Lo que no saben los pretorianos de Fujimori es que los hombres de a verdad mueren de pie, con la frente alta, mirando al cie­lo, no a la basura. Aunque ¿por qué decir que Salinas Sedó no obtendrá justicia y pronto?

FRANCISCO IGARTUA – EDITORIAL – En el reino de la amoralidad – Oiga 2/05/1994


Hace, años ya, cuando se hacía visible que el manda­tario de entonces no sólo era un joven irresponsa­ble, de verbo florido, sino también un desaprensivo acumulador de residencias y otros bienes, OIGA logró demostrar que eran ciertas esas alarmantes aprecia­ciones. Los documentos cantaban la ver­dad: las minuciosas y públicas cuentas del mandatario no cuadraban. Había quedado fuera de su exhaustiva contabi­lidad, por lo menos, una residencia en la playa. En resguardo de la moral pública, cumpliendo lo que creía era su deber y no en gesto de animadversión política, igual que lo había hecho en mil otras oportunidades en el curso de su larga historia, OIGA alzó la voz y persistió en su denun­cia. Ya no había argumentos ni cifras para responder. Ya no hubo cartas alti­sonantes del mandatario, leídas en el Senado, contra el que estas líneas, escri­be. Esa vez, como otras veces en otros tiempos y, sobre todo, en los actuales, se dio con éxito la callada por respuesta. Y peor aún: nadie acompañó a OIGA en la denuncia. En ese entonces Alan García estaba en el apogeo del poder y dispen­saba sus favores a lo doce apóstoles, los mismos que luego lo satanizaron -cuan­do les tocó el bolsillo- y que hoy han vuelto a la mesa de los repartos, teniendo a Fujimori de redentor de sus tribulacio­nes. Nadie se quiso alzar contra el poder. Los apóstoles por satisfechos y sus ami­gos por comodones. Esa loca democra­cia le estaba haciendo daño a la demo­cracia y al país, pero les iba bien con ella y ellos, según se dice sin que protesten, “no son políticos sino negociantes". Otros -muchísimos- callaron por temor. El poder era Alan. Nos quedamos solos. Y la callada por respuesta resultó triun­fante.

Valgan estos recuerdos no como can­sado repaso del pasado sino como advertencia de que OIGA está acostumbrada a quedarse sola y no le importa que ahora le vuelva a ocurrir lo mismo en el caso Vittor. También sirva el recuerdo como referencia a la preocupación constante de OIGA por ser fiel a una conducta principista, no de circunstancias. No es, pues, ánimo político contra el régimen del señor Fujimori, desenfreno ciego y gratuito contra el ‘enemigo’, lo que nos lleva en estos días a señalar la incapaci­dad del señor Raúl Vittor para ser minis­tro. Es preocupación moral lo que nos alienta a actuar como actuamos, es in­quietud porque el país mejore, en sus relaciones humanas, en el respeto a los derechos del vecino, en la adecuación de las conductas cívicas a normas superiores a los apetitos personales. Y es cierto lo que dice el ministro Vittor: que nadie se ocuparía de él ni de sus fechorías santiaguinas si no fuera porque hoy es ministro de Estado. Es cierto, las acusaciones que se le hacen son políticas: ¡Qué tal descubrimiento señor Vittor! Claro que nos ocupamos de él no porque sea el constructor Vittor sino el ministro Vittor y más todavía por ser ministro de la Presidencia, por ser el agente promotor de la candidatura a la presidencia del actual jefe de Estado, Alberto Fujimori. Sí, es verdad lo que dice. Si no fuera político, de Vittor nadie se ocuparía, a nadie le importaría sus negocios y encubrimientos, fuera del grupo de sus ami­gos y, sobre todo, de sus damnificados, porque también hay damnificados en esta historia santiaguina. (Ver nota).

Cuando se mete uno a político, señor Vittor, se pone uno en candelero para, desde esa situación expectante, ser ejemplo de discreción, cordura, efectividad, o ser piedra de escándalo. El político actúa para la colectividad, señor Vittor, y es juzgado por ella, por el público, no por su círculo amical. Ese es el riesgo de meterse a político señor Vittor. No es tarea fácil y, menos, cuando se es piedra de escándalo y eso, piedra de escándalo, es el actual ministro de la Presidencia, gracias a su escandalosa relación con un prófugo de la justicia y a las acusaciones judiciales que se le hacen en Santiago de Chile. Para sortear los escollos que estas situaciones presentan se requiere el respaldo de los tanques militares -el señor Fujimori, el de las construcciones con evasión de impuestos, le puede explicar a Vittor cómo se hace para lograrlo- o vivir en un país como el Perú de hoy, donde las nociones de la moral han desaparecido, donde la ética ha entrado en desuso, donde saciar apetitos personales es la meta de las minorías dirigentes y dónde los egoísmos, las ruindades útiles, el afán de lucro vuelan como buitres satisfechos sobre famélicas multitudes. Vittor, el de la doble t, está salvado. Lo ha salvado hallarse en el reino de la amoralidad.

Y en este punto es imposible pasar por alto recientes declaraciones del decano del Colegio de Abogados sobre la reelección de los miembros del CCD. Chocan con tal violencia en cualquier sensibilidad con un mínimo de sentido moral, que callar sería un crimen de en­cubrimiento. Y no callaremos; agregan­do, eso sí, nuestra sospecha de que la versión periodística ha podido suprimir matices que en algo podrían haber mori­gerado el desagradable impacto de esas declaraciones.

No somos abogados y no es en el terreno estrictamente legal que plantea­remos nuestro horrorizado rechazo a la tesis de que “no hay prohibición alguna para que los congresistas (del CCD) sean reelegidos”. ¿Cómo que no hay prohibi­ción alguna? ¿Es justo, puede ser válido ante la justicia, ante la verdad, ante el orden moral, que quienes se presentaron a una elección con el compromiso a firme, escrito y solemne de que no inten­tarían ser reelectos, redacten una Cons­titución que deje sin esclarecer el punto y después se consideren con derecho a la reelección? Sin entrar en consideracio­nes en torno a los alcances legales de las obligaciones contraídas entre electores y elegidos -sobre lo que los juristas mucho podrían decir- ¿es posible que puedan ser olímpicamente saltados a la garrocha por los abogados los mandatos de la moral, del compromiso ético admitido no sólo en conciencia -que ya es bastan­te- sino cumplido de acuerdo a normas publicadas, conocidas por los votantes y tomadas como obligatorias por los candidatos? ¿Qué cosa es la ley, entonces? ¿Qué cosa es la justicia?

Sólo en un país sin moral, en el reino de la amoralidad, puede darse lo que estamos viendo, viviendo y sufriendo en el Perú.

FRANCISCO IGARTUA – EDITORIAL - De Brecht a la modernidad – Revista Oiga 28/03/1994


Como en la archiconocida y millones de veces citada conseja de Bertolt Brecht -también siempre olvidada en el momento oportuno-, el alcalde de Lima, Ricardo Belmont, acaba de descubrir que el gobierno de Fujimori es una autocracia, una dictadura, que ha disuelto, con violencia y con engaños, las instituciones nacionales; encade­nando a los municipios -que son el em­brión de la vida democrática- al capri­cho del Poder Ejecutivo.

Olvida Belmont que el 5 de abril de 1992, el día del golpe militar con Fujimori de mascarón de proa, él se negó a condenar lo que ese día ocurrió. No atinó a convocar al pueblo, no se alzó en representación de sus votantes, no quiso sentir los calores de la indignación en defensa de la democracia y de la volun­tad ciudadana expresada en las urnas. Se negó a considerar que el Poder Le­gislativo, aparte de la cuestión adjetiva de los sueldos, no puede corromper ni ser corrompido por nadie si no es en complicidad con el Ejecutivo. Tampoco quiso admitir que no es despachando a sus casas a los jueces, con una bayoneta en la espalda, como se podía corregir las corruptelas de la Justicia. “El golpe -pensó como los personajes de Brecht- va contra el Parlamento y el Poder Ju­dicial. No vendrán por mí”. Y se calló. Calló durante muchos días. Hasta el 23 de abril, fecha en la que ya todas las instituciones con un poco de rubor en la cara habían protestado por la violenta, inconsulta, inexplicable e innecesaria in­terrupción del orden democrático y constitucional. Ese día, cuando hasta ‘Expreso’ -el vocero más descarado del régimen de la ‘reconstrucción nacional’- había expresado su repudio formal al golpe de Estado, también Belmont pu­blicó su propio y débil comunicado de rechazo a la ruptura del orden constitu­cional. El 23 de abril estaba probado que no era peligroso hacerlo, pero –‘por siaca, hermanón’- no dejó de añadir esperanzas de que pronto se restablece­ría el orden conculcado, bajo la sabia dirección, claro está, del señor Fujimori; “creyendo, como miles de peruanos, que el gobierno buscaba el bienestar del Perú”.

No se -dio cuenta Belmont, igual que los personajes de Brecht, que el Parla­mento era una institución, como los municipios, con el mismo respaldo electoral que él y que Fujimori; y que las democracias dejan de ser lo que son, mueren, cuando se rompe el equilibrio entre las instituciones libremente elegi­das. No quiso entender Belmont que, aceptando el empleo de la fuerza militar contra una de ellas, daba permiso para que todas fueran violadas.

Hoy, Belmont llora porque la viola­ción ya lo alcanzó. Llora y llora... pero es tarde. No tiene quien lo ampare. Y lo triste es que le asiste toda la razón en sus lamentaciones. Es verdad, es cierto, que los municipios, como instituciones representativas de las comunidades ciuda­danas, han sido atropellados tanto por la constitución fujimorista -que no fija, como la anterior, lo que son bienes y rentas de las alcaldías-, como por la autocracia fujimorista. El decreto legis­lativo Nº 776, con el pretexto de repartir equitativamente los fondos municipales, establece una inaceptable dependencia de todas las alcaldías del Perú al Poder Ejecutivo, amén de dejar en la inopia al municipio de Lima. Es el retomo al centralismo, quién sabe el mayor de los males que ha sufrido este país, centrali­zado por los Incas, por los virreyes y por los presidentes, muchos de ellos prede­cesores autocráticos de Fujimori. Se trata de un cáncer casi congénito del que, con gran dificultad, íbamos salien­do poco a poco. El decreto legislativo 776 significa, en asuntos municipales, volver a hacer de Lima, del Palacio de Pizarro, la Corte de un Virreinato. Esta vez no con virreyes en lo alto sino con un jefe de Estado que, al parecer, quisiera aproximarse al modelo cultural que Asia está oponiendo a la democracia europea que los Estados Unidos tratan de impo­ner en el mundo. El premier japonés, Morihiro Hosokawa, ha dicho con descamada claridad, frente a las tiranteces entre China y Corea del Norte con Esta­dos Unidos, que el concepto occidental de derechos humanos no debe ser apli­cado ciegamente a todas las naciones. “No es correcto imponerle una demo­cracia de tipo occidental, o europeo, a los demás”, precisó Hosokawa en Bei­jing. ¿Cómo será la democracia asiática? Se parecerá a la idea suche de Kim II Sung o al régimen de ‘reconstrucción nacional’ de Fujimori? Peor aún: ¿por qué los derechos humanos no pueden ser iguales para todos los hombres?

Hace muy bien Ricardo Belmont, aunque tarde, en alzar la voz, haciendo ver las entrañas autocráticas del régimen surgido del golpe militar del 5 de abril de 1992 y del celestinaje de la OEA.

Pero Belmont no está solo. Lo acom­paña en descubrir, recién hoy, que el gobierno de Fujimori es una dictadura, el ex ministro de Economía, el 'preferido' de Fujimori: el vehemente Carlos Boloña. Aunque no son iguales las reacciones de Belmont y Boloña. En éste, el resen­timiento es mayor. Estuvo mucho más cerca de Fujimori. Y sus desahogos son en público y en la intimidad. Se duele -y se duele mucho- por no haber seguido el consejo de los amigos que lo instaban a renunciar el 5 de abril del 92. Pero su mujer le dijo: Fujimori te quiere.

FRANCISCO IGARTUA – EDITORIAL – Un huaico contra la libertad de prensa – Revista Oiga 28/03/1994


En los últimos meses la atención de todas las administraciones de las empresas periodísticas -todas, salvo excepciones contadísimas que confirman la situación general- han estado y están obsesionadas con el IGV, impuesto a las ventas que, en el caso de la prensa escrita, tiene como intermediarios con el público -que es al que va dirigido el IGV- a los canillitas, a los puesteros, a los más informales de los trabajadores informales, en realidad vendedores volátiles, nómadas de la ciudad, a los que es imposible trasladarles, el cobro del impuesto y que, además, por su trabajo, cobran un porcentaje so­bre el precio de tapa, no sobre la factura -que no hay ni pueda haberla- de la empresa.

Como se ve, no hay impuesto más antitécnico que el IGV a la venta de dia­rios y revistas. Son el único producto que llega al público no por medio de un tendero sino por la mágica y nada técni­ca alfombra de los canillitas. ¿Cómo ha­cer para introducir en el mundo de la facturación a estas mágicas alfombras sin cara conocida, de padres imprecisos, pero con la fuerza suficiente para hacer valer su contrato (no escrito) de porcen­taje sobre el precio de tapa? Sin canilli­tas no hay venta de periódicos ni revis­tas. (En los países muy desarrollados las máquinas los reemplazan y sus sistemas de producción le han quitado encanto a este arte y oficio que es el periodismo, transformándolo en fábrica de noticias y comentarios. Nosotros, por fortuna en estos casos, todavía no somos desarro­llados y aún pueblan nuestras calles esos simpáticos personajes trashumantes que llamamos canillitas).

Pero no sólo antitécnico es el IGV a la venta de periódicos, también es una aberración, porque contra lo que pien­san los ortodoxos, los fanáticos, los poseídos por el liberalismo, todas las reglas hechas por el hombre -y la ciencia eco­nómica es humana, además de inexac­ta- tiene excepciones que, precisamente, confirman la regla. En este paso, la regla de que no debe haber excepciones en materia de impuestos. Regla correcta, justa, ordenadora. Sin embargo, siendo el IGV un impuesto que va dirigido al consumidor y que, por lo tanto, aumen­ta directamente el precio de los produc­tos ¿por qué no será posible, como mí­nimo gesto de solidaridad humana y más cuando el IGV es del 18% como en el Perú, que se haga excepción con las medicinas? Dirán los fanáticos, los pose­sos, que así también se beneficia a los ricos. Pero ¿cuántos son los ricos y en cuánto se benefician con un descuento del 18% en las medicinas? Porcentaje que sí muchísimos pobres no pueden cubrir y por lo que no podrán tomar la medicina que los libre de la enfermedad y de la muerte.

Pero no quiero hacer de esta nota un lamento fúnebre. Volveré, pues, al ini­cio de estas líneas y aclararé que las circunstancias me obligan en estos días a ocuparme de los menesteres adminis­trativos de la empresa, a pesar de lo que muchas veces he dicho: que a mí me administran, que siempre me han administrado. Lo que es cierto. Aunque sin que haya podido librarme de ingresar algunas veces a estos enredosos terre­nos.

Fue esta la razón por la que la sema­na pasada tuve que asistir a una reunión con el señor Alfredo Jalille, el hombre del Tesoro, en la que estuvieron presen­tes y participaron los representantes de todos los medios de prensa de Lima, salvo dos o tres excepciones que uno de los asistentes explicó puntualizando que esos diarios, igual que la TV, reciben de la Sunat suficientes avisos pagados para luego cubrir sus cargas tributarias, sin verse, como todos los demás, en situa­ción de quiebra.

Para que no hubiera malentendidos en la reunión y para que estos asuntos sean transparentes, escribí unos apuntes que ahí, en el ministerio de Economía, leí y que aquí reproduzco:

Para que no se me escape la len­gua, para no caer en desatinos y exabruptos por mi torpeza para ha­blar, voy a leer estas notas, escritas a vuela lápiz:

Por lo que parece -aparte de una anterior a la que asistió nuestra geren­ta- ha habido reuniones previas en otros lugares que no es éste, para lle­gar a acuerdos que no conozco, por­que a esas reuniones OIGA no fue invitada.

Me veo obligado, por lo tanto, a señalar, en primer lugar, que el im­puesto del IGV es injusto, antitécnico, absurdo. Ya esto lo habrán planteado todos mis colegas.

Si el Estado quiere contribuir a la enseñanza popular -se habla de que editemos libros escolares-, si desea formar ciudadanos con educación cívi­ca, lo primero que debe hacer es pro­piciar y no entorpecer con impuestos la difusión de la lectura, de los perió­dicos, que son los libros elementales de la actualidad y más en países em­brionarios como el nuestro.

Por algo la Unión Mundial de la Prensa ha declarado, en setiembre, en Berlín, que “el actual mayor acoso contra la libertad de expresión son los impuestos, que elevan el precio de los periódicos a niveles que los aleja del público”.

El tema no es, pues, local. Es más amplio. Sin embargo, en Alemania el IGV o IVA para la prensa es 6%, en España 3%, algo parecido ocurre en Italia... Mientras que en Francia, Holan­da, Dinamarca y otros países nórdicos el IGV no sólo no existe sino que los perió­dicos tienen subvención estatal.

Ningún otro país en el mundo, a excepción del Chile de Pinochet, se carga con 18% la venta de periódicos y revistas; o sea la difusión de la lectu­ra. (Un reciente intento de hacer lo mismo en Bulgaria ha concluido con el rechazo en pleno de la prensa búl­gara). Por algo están comenzando las protestas en Chile democrático. A pe­sar que los periódicos en Chile, como en la generalidad de los países europeos y en los de América del Norte, están libres -repito- están libres de impuestos de aduana, que aquí son altos y en un momento fueron mayores sólo para las revistas. Chile -hay que recordarlo- es productor de papel periódico. En el Perú el papel nacional es de caña. Un asesino de las rotati­vas. Eso lo sabe bien el presidente del Congreso, el señor Yoshiyama.

El 18% de IGV es una carga más que injusta, es discriminatoria si nos comparamos con la televisión o la ra­dio, que difunden sus mensajes y sus informaciones sin pagar IGV. ¿Por qué ocurre tamaño despropósito? ¿Por qué esa misma difusión, libre de impues­tos en la TV, ha de pagar 18% de IGV cuando se hace por escrito y alienta la lectura del pueblo?

Al estar aquí presente quiero, sin quejarme de nada ni de nadie, puntua­lizar que la situación de OIGA, al te­ner una deuda bastante más pequeña que la de otros, ya que sus atrasos en los pagos son muchos menores, no le permite asociarse al entusiasmo por imprimir separatas y menos libros que -lo digo de paso- serán distribuidos como donación personal por el candi­dato del gobierno. OIGA está limitada a pagar su deuda -deuda injusta y ab­surda, repito- por medio de avisaje que, por lo que parece, es una de las opciones que se habrían acordado en reuniones a las que no he sido invita­do.

Y, algo más: Esa deuda debe ser cancelada a la firma del contrato pu­blicitario, porque, de no ser así, las multas y las moras podrían aplastar­nos como bola de nieve... la bola de nieve o, mejor dicho, en peruano, el huaico de piedras y barro que es el IGV contra la libertad de prensa.

La buena voluntad expresada por el señor Jalilie y otros representantes del gobierno, hacen pensar que habrá solu­ción a esta injustísima situación.

FRANCISCO IGARTUA – EDITORIAL – Está a la vista – Revista Oiga 14/03/1994


Pobre, muy pobre es la explicación que dan los miembros de la oposición en el CCD para justificar su presencia en ese Parlamento, adorno democrático del régimen. Alegan que no se ganaría nada si ellos se retiran del Congreso, dejando a Fujimori solo en la cancha, con la pelo­ta en los pies, sin juego, porque los accesitarios están alertas para reempla­zar a cualquier renunciante. Dicen que los accesitarios no duermen a la espera de cualquier renuncia, listos a ocupar la curul que no alcanzaron por unos pocos votos de diferencia. ¡Pobre Perú es el que nos muestran estos opositores sin talento y sin coraje! ¡No se atreven a dar, con audacia, el gran paso -a la vez que el único, eficaz- para dejar sin más­cara democrática al fujimorismo, por­que detrás de cada hombre hay –dicen- un reemplazo, un accesitario, más infe­liz que ellos!

No responden al fondo del asunto. Esquivan el golpe escudándose en que hay la posibilidad de que las cosas em­peoren por culpa de unos desconocidos que ellos describen como voraces por el puesto y por los emolumentos que lo acompañan. (Emolumentos mucho, muchísimo más copiosos que los del Parlamento disuelto por el golpe mili­tar). E insisten en no explicar, racional­mente, por qué permanecen en el CCD a sabiendas de que allí sirven al gobierno y no a la oposición. Los miembros de la oposición en el CCD saben que su pre­sencia y participación en los debates parlamentarios es hacerle el juego al gobierno; es darle vida al disfraz demo­crático del régimen; es convalidar todos y cada uno de los atropellos que allí se consagran; y, sobre todo, es darle una máscara para engañar a quienes lo observan desde el exterior.

Los cecedistas de la oposición, por ejemplo, nada tienen que hacer en el debate electoral. No está en sus manos nada que signifique garantía de eleccio­nes limpias para el próximo año. Sea cual sea él estatuto electoral que salga del CCD, el gobierno no lo cumplirá en lo que no sea de su conveniencia; como no cumplió, en el referido y en la elección del CCD, ninguna de las nor­mas que no le agradaban de la ley electoral vigente en esas fechas. Será inútil cualquier estatuto -hecho por Siura o por la oposición-, porque será acatado sólo en lo que al gobierno se le antoje cumplir. También, igual que ayer, la Fuerza Armada -controlada por la cúpula que gobierna- seguirá actuando como partido político del ré­gimen, escudada esta vez en "la guerra contra la pobreza", que es, coincidentemente, la bandera electoral de Fuji­mori. Y no igual, sino más que ayer, las arcas fiscales estarán al servicio de los intereses electorales del gobierno.

Sin embargo, y aquí llegamos al tema de fondo y al fondo del problema, el gobierno no sólo no es ganador antici­pado sino que no ganará las elecciones. Esto, a pesar del apoyo militar, del saqueo de los presupuestos del Estado -destinado a comprar votos- y de la imagen democrática que el inútil debate electoral le está obsequiando. El gobier­no podrá reírse y se reirá de todas las normas y leyes electorales, pero lo que no podrá es evitar las elecciones. Tampoco podrá postergarlas. El gobierno está condenado a realizar elecciones y a realizarlas en la fecha señalada. No tiene escapatoria. Hay compromisos internacionales que lo tienen atado, que lo obligan. Y en los procesos electora­les se pueden hacer muchas trampas, menos una: alterar el resultado del conteo de los votos cuando ese conteo se hace en mesa, ante los personeros de los candidatos, con copia del acta para cada uno de los participantes. A lo que hay que añadir tinta indeleble y depuración de padrones. Esto es lo único que hay que vigilar. Y la vigilancia se puede hacer desde la calle. El resto del debate es puro engaño, fuegos fa­tuos, éter, adormidera y, sobre todo, obsequio que la oposición le hace al régimen de un disfraz democrático.

De todos modos habrá, pues, elec­ciones y en esas elecciones el gobierno hará todas las trampas ya señaladas. Pero no ganará. Porque lo que no po­drá hacer, repito, es manipular los resultados. Ya que si se llegara al impensado extremo de variar las reglas del recuento en mesa, habría que dejar que Fujimori compitiera con su sombra, sin contrincantes, igual que Odría. Y eso, democráticamente, también es perder.

Si algo puede hacer la oposición cecedista para colaborar en la derrota electoral de la dictadura encubierta que nos impuso el golpe militar del 92 y que el 95 intenta perpetuarse con la reelec­ción, no es permaneciendo en el he­miciclo sino, al revés, saliéndose de él y dejando a los gobiernistas sin juego: correteando solos por la cancha, bus­cando competidores, peleando contra el viento, desesperándose con los exabruptos que le soplan desde lo alto a Martha Chávez. (Por último, no necesi­tarían los opositores del CCD renunciar a la curul, ni siquiera a la tesorería, si es que saben montar una huelga inteli­gente; aunque así quedarían a la altura en que ellos ponen a los accesitarios)

-Pero ¿y el candidato?

Preguntarán algunos pragmáticos de este bando, que quieren saber si hay agua en la piscina.

-¿Qué, están ciegos? Acaso no está ya a la vista.

FRANCISCO IGARTUA - EDITORIAL - Cuando la irracionalidad impera – Revista Oiga 7/03/1994


ROSTROS alegres, pal­moteos, risotadas. Hay olor y sabor a triunfo en el ambiente. Y no es pa­ra menos.

—¡Dos mil dos millo­nes de dólares, con ya­pa de algunos miles!

Todo el oro del mundo, el cuarto del rescate de Atahualpa, dos tercios de las exportaciones peruanas van a ingresar en un día a las arcas nacionales. Cómo no va a haber caras de fiesta si los españoles han saldado su cuenta de cinco siglos, sin pestañar, sin mostrar el entre­cejo. ¡Dos mil dos millones de dólares! que aunque sirvan sólo para ayudar a la reelección de Fujimori con caminos, con agua y desagüe, con puestos de trabajo en las barriadas y en los pueblos perdi­dos del Perú deben ser bienvenidos. ¿Por qué nos ha de preocupar que a la Telefónica Española se le haya roto la máquina de calcular y termine pagándo­nos el oro y la plata que otros y no los conquistadores se llevaron, ya que todos ellos —casi todos— en estas tierras deja­ron sus huesos y sus escasas fortunas?

Sin embargo, entre el regocijo tam­bién se escucha:

—Ahora sí, se acabó la cantaleta de La Cantuta...

Y la irracionalidad, que se siente vic­toriosa, da rienda suelta a sus bárbaros instintos. Los muertos bien muertos están “porque eran senderistas”.

—¿Quién te lo dijo?

Pronto se hace inútil el diálogo. No hay argumento que valga frente a los dos mil millones de dólares. A punta de billetes quedan derrotadas las razones de los que, festejando el éxito económi­co de una licitación limpiamente condu­cida, siguen entendiendo que el caso de La Cantuta acusa al régimen de encubri­dor y cómplice en los crímenes cometi­dos por las fuerzas del orden contra los derechos humanos. Así como el caso `Vaticano' acusa al gobierno de querer ocultar los enlaces del narcotráfico con los altos mandos de las Fuerzas Arma­das; con los capos de esas Fuerzas, ya que a capitanes y coroneles les sería imposible silenciar a ‘Vaticano’. Y a ‘Vaticano’ lo han callado y sepultado en prisión con la misma prepotencia con que se dictó la ley Cantuta, humillando al llamado Poder Judicial y dejando esta­blecido que en el Perú de hoy no hay seguridad jurídica, que el Perú de hoy está sometido a la voluntad de una cú­pula militar coludida con Fujimori y tam­bién, al parecer, con algunos empresa­rios que entienden buen gobierno con buenos negocios y creen que Pinochet es el modelo a seguir, desconociendo, por un lado, las realidades de Chile y el Perú y, por otro, ignorando que orden significa acatamiento a la ley de gober­nantes y gobernados y no imposición de los primeros, como si fueran capataces de forzados.

Este es el hecho político que vive la República, un hecho bochornoso que nos descalifica moral y jurídicamente ante el mundo; y que, si usamos la razón y no los instintos cavernarios que todo hombre lleva dentro, no puede ser bo­rrado por el hecho económico del mo­mento: el feliz resultado de una ‘privati­zación’ impecable, a la que se añadió un impensado sobreprecio que nos hará sentirnos ricos por un tiempo, que ojalá sea largo y de siembra y no de despilfa­rro. Que el viento no se lleve a los dóla­res telefónicos como a aquellos “¡Ay! mis cabellicos, maire, que uno a uno se los lleva el aire" o como a los ingresos del guano, del caucho...

Pero el desorden argumental —don­de los millones de dólares pesan más que la razón— no sólo se da en el debate entre el gobierno y sus adversarios. Parecido desorden se da dentro de las filas de la oposición. Y en este punto me permitiré discrepar de las razones ex­puestas en defensa de la presencia opo­sitora en el Congreso ‘Democrático’ por un hombre de intachable conducta cívi­ca, Henry Pease.

Dice Pease, con mucha razón, que el CCD ha perdido legitimidad porque ha roto sus propias reglas, pero añade, sin razón alguna, que él y sus colegas oposi­tores se quedan en ese ilegítimo Parla­mento para pelear y demostrarle al país “lo que este gobierno es, lo que este Congreso es”.

No, amigo Pease, no hay sensatez ni realismo en su argumento. Permítame que le diga, con muchísimo respeto a su persistente honorabilidad, que usted está profundamente equivocado. Para lo único que sirve la presencia de la oposición en el CCD es para darle una máscara de legitimidad al gobierno. Sin embargo, si de ese Congreso se salieran los miembros más significativos de la oposición, entonces sí quedaría al des­cubierto lo que es el régimen cívico-militar impuesto al país el año 92 por una cúpula militar. Fujimori se quedaría sin máscara y veríamos en su rostro el ros­tro de Nicola di Bari.

Acepto que pudo haber sido discutible el que la oposición participara en las elecciones de la Constituyente, a pesar de que, según lo indicaba la experiencia, era insensato —en el orden práctico—pretender competir con el golpismo re­cién triunfante y dueño del ánimo públi­co, del aparato de propaganda... y de las armas. Pero hoy, repasando los hechos producidos desde entonces, no hay posi­bilidad de discusión alguna. El CCD fue convocado para engañar a la comunidad internacional y lograr uno de los grandes propósitos del golpe: darle apariencia legal a la reelección del presidente en ejercicio, dispositivo con nefastos antecedentes en nuestra historia. Y el resul­tado ha sido una Constitución que no tiene otra novedad que la reelección. ¿Para qué sirvió, pues, la presencia de la oposición en el debate constitucional sino para darle cierta legalidad a la reelección, el objetivo principal de esa revolución de 20 años de la que se jacta­ba Fujimori el 5 de abril del 92?

Oportunidades para que la oposición se retire del CCD han sobrado. Pudo hacerlo cuando el general Nicola di Bari sacó los tanques a las calles para que el Congreso callara y el Congreso calló, sin dar la cara por sus fueros, probando que su tarea es estar pintado en la pa­red, como decorado democrático del señor Fujimori. Pudo retirarse cuando se avasalló a los municipios anulándoles su autonomía. Y debió retirarse hace pocas semanas cuando, con la ley Can­tuta, quedó probado que, hoy en el Pe­rú, la seguridad jurídica es un hechizo y que el mando de la República está en manos de la cúpula que domina los cuar­teles. Quedándose en el Parlamento, la oposición cumple el triste papel de ava­ladora, de Celestina, de una legitimidad que nunca tuvo este régimen. La oposi­ción en el Parlamento es la máscara ‘democrática’ del señor Fujimori.

FRANCISCO IGARTUA – EDITORIAL – Las bayonetas comenzaron a entrar en las carnes – Revista Oiga 14/02/1994


Ocurrió lo que estaba previsto. De un momen­to a otro el decorado seudodemocrático del régimen fujimorista se vino abajo y ha quedado al descubierto, íntegra, toda la tramoya. En un rincón, los innu­merables disfraces del títere mayor: som­breros huancas, tiaras shipibas, ponchos cusqueños, varas de mando, guirnaldas, espadines, cintas de seda, coronas de laurel, todos los trastos que se pone enci­ma Alberto Fujimori para parecer simpáti­co y cumplir las tareas de relaciones públi­cas que le encomienda el comando mili­tar. Al otro lado; el Comando, con los rostros encapuchados. Sólo uno muestra la cara: Nicola di Bari. Es el Comando sin rostro el que da las órdenes. Alberto Fuji­mori, como un fantoche, se pasea por el desnudo escenario, entre las cuerdas de la tramoya, tropezándose con las cortinas del decorado tiradas por el suelo; mien­tras los ministros, que siempre han actua­do entre el decorado y el público, miran desconcertados el desconocido interior del escenario. Salvo alguno que otro, cómplice de los encapuchados, conoce­dor a fondo de los recovecos de la tramoya. También hay cómplices en la platea y en los palcos, pero nadie los conoce.

En el borde derecho, bajo el telón de boca, está el coro, compuesto por los congresistas de la mayoría, listos a cantar la canción que les ordene la marioneta que mueven los militares sin rostro. Los miembros de la minoría, en repliegue táctico, se han retirado y se fortifican en la tesorería del Congreso.

Este es el cuadro vivo de la actualidad política peruana. Es la realidad puesta al descubierto en momento insospechado y de gran desconcierto para quienes ignoran las lecciones de la historia y creen que los logros económicos todo lo justifican; para quienes no entienden que igual que los edificios, la obra política-social-econó­mica requiere cimientos sólidos, o sea orden jurídico, democracia y no bayone­tas con voz de mando. Las bayonetas no sirven de cimiento y mucho menos de asiento, que es lo que hizo Fujimori al ser elegido: sentarse en ellas. Más temprano que tarde, lo dice la historia, las bayonetas perforan los fundillos y penetran en las carnes. La caída del telón, la quitada de máscara, tenía que ocurrir porque la farsa democrática, montada por Boloña y el empresariado nacional, con el celestinaje de Baena, Gros Espiell y Einaudi, no podía engañar a todos todo el tiempo.

Lo que ahora se ha puesto en evidencia es bastante más que la abusiva decisión de ocultar las responsabilidades castren­ses en los crímenes de La Cantuta y en el narcotráfico. Con la ley que interfiere la contienda de competencias, aprobada a media noche y con la grosera ventaja de una sola cámara, ya nadie sé puede seguir chupando el dedo: el régimen peruano es una dictadura militar y lo viene siendo, abiertamente por lo menos, desde el 5 de abril de 1992. Quienes no admiten esta verdad, o pecan de inocentes o son pillos redomados. Aquí no caben términos me­dios. Se está con la dictadura o contra ella; y los despistados son de verdad o de mentirijilla, no puede haberlos de mitad mitad. También ya se hizo evidente que el llamado presidente Fujimori no pasa de ser un pelele al servicio de ese desconoci­do gobierno militar. Hoy van abundando los que descubren que el ‘presidente’ no gobierna, que su labor principal es de relacionista público, de folclórico candida­to de los cuarteles. Por eso es que vaga por toda la República como un Papá Noel, mientras los ministros no logran entender por qué no hay Consejo de Gobierno. No logran entenderlo, pero se lo callan y siguen de ministros.

Visto así el panorama y, más aún, con­vencidos como estamos de que Fujimori, desde que salió elegido, es un prisionero político de los militares, resultaban dándo­nos vergüenza ajena los reclamos que se le estuvieron haciendo para que no pro­mulgara la ley, poniéndolo como árbitro de una situación en la que su papel había sido cumplir la orden de organizar la vota­ción del CCD a favor del reclamo militar. Por algo el ministro de Salud acudió al Congreso con el voto de consigna en el bolsillo. ¿Y qué decir de las candorosas esperanzas de los que soñaron con un gesto altivo de la Corte Suprema?

En esta casa en ningún momento se dudó que Fujimori promulgaría la ley —salvo que el SIN tuviera alguna sibilina jugada bajo la manga— y que la Suprema la acataría sin importarle cubrirse de oprobio. Hoy rige en él Perú la ley de la selva. Les basta a los militares, por inter­medio de Fujimori, instar al Congreso, cómodamente reducido a una sola Asam­blea, para que dicte la ley que les venga en gana y ésta será rápidamente promulgada en Palacio y acatada por la Suprema, aunque se trate de otra aberración jurídi­ca y constitucional. Ahora acaba de pa­sarse el caso de La Cantuta al Tribunal Militar, mañana podrá —como ha dicho el doctor Avendaño— corregirse arbitraria­mente la norma electoral, o declarar nula, por ejemplo, cualquier disposición legal otorgando ventajas de zona franca a una inversión pesquera o minera. Lo pequeño y lo grande, todo lo puede el CCD. El abuso y el capricho, la prepotencia legici­da, han quedado consagrados como el nuevo orden jurídico de la República. La Constitución, aún esa pobre constituta que se ha dado el régimen, para nada sirve. ¿Qué más se necesita para llamar dictadura a este gobierno?

Pero seamos nosotros, no la adminis­tración norteamericana, los que hagamos la crítica y propongamos soluciones. La intromisión yanqui en los asuntos inter­nos del Perú es una impertinencia. Y ese error comete el Departamento de Estado al juzgar públicamente cuestiones inter­nas de nuestra Justicia y al dictamos lo que debemos hacer. Lo que no quiere decir que si los Estados Unidos, en su fuero interno, opinan que la democracia es burlada en nuestro país, no puedan suspender los préstamos y ayudas que tengan programados para el Perú. Estarían en su legítimo derecho. Derecho del que debieran hacer uso para vetar la pre­sencia de un golpista como Fujimori en las reuniones de la OEA posteriores al 5 de abril del 92. De esas reuniones, auspicia­das por los Estados Unidos, es que salió premiado, con la continuación en la presi­dencia, un auténtico burlador de la democracia.

domingo, 5 de abril de 2009

FRANCISCO IGARTUA - ¿Nada se gana, entonces, con buscar la verdad?


¿Nada se gana, entonces, con buscar la verdad?

Se gana por lo pronto el rescate de la propia dignidad, que es ya bastante; y se cumple con el Maestro -Unamuno- quien dijo que «la más miserable de todas las miserias, la más repugnante y apestosa argucia de la cobardía es esa de decir que nada se adelanta con denunciar al ladrón y al majadero».

Francisco Igartua – 23/09/1923 24/03/2004

FRANCISCO IGARTUA - EDITORIAL – “MENSAJE Y ESPERANZA” – Revista Oiga 31/07/90


Lo último que puede perderse en un desastre es la esperanza. No diré, pues, que el mensaje presidencial con el que inauguró su mandato el ingeniero Fujimori haya apagado las ilusiones despertadas por el cambio de gobierno. Primero, porque no carece de méritos lo dicho por el presidente Fujimori ante el Congreso -sobre todo su acertada referencia. a que "sólo el trabajo hace posible sociedades prósperas..."-; segundo, porque todavía no se conocen las medidas concretas que revelarán cuál es el plan de gobierno del presidente Fujimori; y, tercero, porque cualquier gabinete ministerial -y el que preside el ingeniero Hurtado es, sin duda, de muy buena calidad- será mejor que la "troupe" de ineptos que rodeaba a la perversidad de Alan García Pérez, magistral manipulador de apetitos y desastroso gobernador de ciudadanos, quien esa misma tarde se despidió de la presidencia soñando con un país regional izado que aún no ha salido de su imaginación y que ojalá de allí no salga porque su intencionalidad es sabotear el desarrollo normal del Perú.

El mensaje del presidente Fujimori no ha matado la esperanza, pero tampoco es cierto que con él se abre un nuevo capítulo en la historia del Perú. Por lo tanto, con toda cortesía, desde estas columnas de leal y democrática oposición, me veo obligado a puntualizar algunos reparos a un mensaje excesivamente largo para lo poco que dijo y que fue farragosamente leído por una persona que no logra dominar el idioma castellano y aún no puede pronunciar la palabra peruanos (dice "per-uanos").

Fue impresionante y hasta conmovedora su tremolante condena a la inmoralidad y su reclamo a que la ética se asocie a la política. Sin embargo, sus palabras -bastante menos elocuentes que las palabras moralizadoras pronunciadas por Alan García en el mensaje de 1985- no pasaron de eso: de palabras. Cuando concretó la idea cayó en una aberración que corteja a las multitudes pero que las hunde en el peor de los males peruanos: el paternalismo. La creación de un "Comité contra la Corrupción a cargo de un ciudadano de reconocida solvencia moral, con acceso directo al presidente y sólo responsable ante él", no tiene nada de nuevo ni de moderno, es la vuelta y revuelta a las comisiones presidenciales, siempre inútiles, como los tribunales de sanción de los años 30 o las recientes comisiones de Paz propugnadas por Alan García; es caer en el más embrutecedor de los vicios nacionales: colocar al presidente, representación del Estado, por encima del bien y del mal, dispensador de favores y castigos. Es hacer del mandatario -el que recibe mandato- un emperador. Es la negación de la democracia; es la quiebra de la institucionalidad, ese respeto a los organismos legales cuyo funcionamiento armónico hace civilizada la convivencia humana y sin los cuales la democracia no se consolida.

Otro es el camino para una verdadera moralización. Y comienza, simplemente con el cumplimiento de la ley. Para lograr el objetivo moralizador que persigue, al flamante presidente Fujimori le hubiera bastado decir: ¡aquí está, de acuerdo a ley, mi declaración jurada de bienes y la explicación de cómo los logré¡ lo mismo harán todos los funcionarios a mi gobierno y cualquier denuncia privada o pública -para eso existe la libertad de prensa-, naturalmente que cualquier denuncia seriamente hecha, sin demagogia ni trastienda política, será cursada por mí ante la Fiscalía de la Nación, que es la institución que la ley señala como cauce para el enjuiciamiento de la inmoralidad en la administración del Estado. Cursaré las denuncias e instaré a la Fiscalía para que investigue y, si es menester, para que acuse ante el Poder Judicial.

Eso sería abrir esperanzas ciertas de moralización y de fortalecimiento de la institucionalidad. Lo que ha hecho el ingeniero Alberto Fujimori es 'lanzar palabras al viento y proponer un comité con olor y sabor a un paternalismo medioeval que, no por estar sumamente arraigado en los pueblos del Perú, es lícito alentar. En el paternalismo es fácil hallar las raíces de muchas de nuestras mayores postraciones.

En lo que estuvo preciso el mensaje fue en el análisis de lo que nos deja el gobierno de Alan García. Haciendo una larga pausa, con severidad, pronunció estas cuatro palabras: "Heredamos, pues, un desastre". Pero no hubo detalle de las medidas económicas que nos sacarán del atolladero de la inflación y la recesión. La esperanza pasa a manos del premier Hurtado MilIer.

Como seña de esa esperanza que no muere, el presidente Fujimori se limitó a anunciar la derogatoria de la Ley de Expropiación de la Banca. Una seña muy pobre, porque viene a resultar algo así como la partida de defunción de un muerto. El certificado de algo que ya ocurrió.

Extrañamente, sobre todo en un hombre que no tiene condiciones histriónicas para ser un demagogo y cuya formación académica lo obligaría a expresarse con sobriedad, el mensaje estuvo cargado de sentimentalismo; hasta tal punto, que en algún momento parecieron sonar las notas de algún tango. Daba la impresión de estar buscando afanosamente votos, el apoyo fácil de la multitud. Alberto Fujimori parecía no estar suficientemente contento con la victoria del 10 de junio. ¿Querrá seguir, como Alan, en permanente campaña electoral?

Pero el aplauso, logrado con facilidad al embestir sin miramientos al Poder Judicial -un Poder del Estado que sin duda está plagado de malos jueces, pero que, en cuanto institución sin presupuesto ni armas, no merece ser tratada como palo de gallinero-, se fue diluyendo conforme se iba perdiendo el mensaje por los meandros de la artesanía, la prioridad de la mujer, el bienestar del niño -"el adulto de mañana" - y la violencia terrorista, violencia "que no puede justificar, de manera alguna, la violación sistemática o esporádica de los derechos humanos". Al llegar a este punto el enfriamiento llegó hasta las huestes de Cambio 90, mientras algunos acuciosos observadores se preguntaban si nuestras Fuerzas Armadas eran las acusadas por violación sistemática de los derechos humanos.

En fin, un mensaje presidencial que la oposición no ve, claro está, con los ojos de los amigos del ingeniero Fujimori, pero que no destruye esperanzas. Les da prórroga hasta la exposición del premier Hurtado.

FRANCISCO IGARTUA - EDITORIAL – “ADIOS Y BIENVENIDA” - Revista Oiga 30/07/85


Nos toca despedir a un gobernante que ha logrado cumplir el lapso completo de su mandato popular -¡hecho inusitado en nuestro medio- y dar la bienvenida a quien lo reemplaza, también por voluntad del pueblo.

Al primero, a Fernando Belaúnde Terry, nada le debemos en el terreno personal. Ni siquiera logramos recibir, como recibieron otros, alguna reparación por las clausuras y requisas sufridas por OIGA durante la dictadura militar. Tanto el doctor Schwalb como el doctor Alayza Grundy no pudieron hallar un resquicio legal que nos hiciera justicia. Nos cabe también la distinción de ser la única empresa periodística a la que no se le devolvieron sus talleres, asaltados en la primera fase de la revolución castrense. Hasta hoy -26 de Julio en que escribimos estas líneas, seguimos entrampados en las redes de los términos judiciales. Tampoco podemos agradecer al gobierno que despedimos alguna ley que favorezca el establecimiento y desarrollo de empresas periodísticas independientes.

Sin embargo, si es de justicia decir que nunca antes se respetó tanto la libertad de los medios de expresión para informar, opinar y hasta injuriar. En este punto, el gobierno del arquitecto Belaúnde llegó al extremo de abdicar a su deber de hacerse respetar conforme a ley.

También se ha dicho, y es cierto, que el presidente Belaúnde no logró imponer orden en el país, que en estos años ha habido desgobierno. Pero en su descargo se podría responder preguntando: ¿Existe a nuestro alrededor, en la integridad de América Latina, un solo gobernante que haya logrado un imponer su autoridad en medio de la crisis económica que agobia a toda la región? ¿O es que alguien en el Perú prefiere un dictador al estilo Pinochet o Fidel Castro, que sí son dos gobernantes que gobiernan, aunque sin resolver tampoco la crisis económica, aplicando el silencio policial, amordazando a la libertad?

Y habría que añadir, luego de las preguntas, que, a pesar de todo, nadie en el Perú ha construido más que el presidente Belaúnde, Es impresionante la obra de infraestructura que deja a su sucesor en carreteras, electricidad, escuelas, centros habitacionales, irrigaciones. Una obra gigantesca que ha repartido millones y millones de salarios, o sea de comida para el pueblo. Y aunque gobernar no sólo es construir muchas veces dijimos que era eso y algo más, menos todavía es hablar y no hacer.

El tiempo, no nosotros, dirá la última palabra sobre el presidente Belaúnde.

También el tiempo -en este caso los próximos meses y años­ nos irán descubriendo si fue fundada o no la esperanza despertada por el doctor Alan García en millones y millones de peruanos. Mientras tanto, a quienes tenemos contacto con el público, sea desde la oposición o él oficialismo, nos corresponde seguir alentando esa esperanza. La posta democrática no debe detenerse, porque sólo por ese derrotero, adaptándolo cada vez más a nuestra realidad chola, lograremos la justicia con dignidad a la que aspiran todos los pueblos.

El doctor Alan García tiene abierto el porvenir y no debe descorazonarse por algunos primeros traspiés. Tampoco indignarse con la crítica. El que desde la oposición se le diga, por ejemplo, que no debe ser apresurado en sus declaraciones, porque ya es presidente de la República y porque lo que diga o calle un presidente puede tener graves consecuencias, no significa otra cosa que advertirle un peligro en el que no debe caer, como cayó cuando dio rienda suelta a sus simpatías por el gobierno de Nicaragua y amenazó con incorporarse al Grupo de Contadora. La tajante respuesta de los cancilleres de ese Grupo -México, Venezuela, Panamá y Colombia- rechazando la injerencia peruana en su labor pacificadora y la consecuente ausencia de los presidentes Monge y Lusinchi a la transmisión de mando en Lima, le habrán servido para apreciar que no eran desestimables las advertencias de prudencia que se le hacían y que no siempre hay mala fe en la crítica opositora.

¡Bienvenido, señor presidente García!

sábado, 4 de abril de 2009

50 AÑOS DE LUCHA POR LA DEMOCRACIA EN EL PERÚ por Francisco Igartua - Oiga 09/11/1992 - (Texto Completo)


Cumplir veinte años de vida, o quince o diecisiete, es disparar la imaginación al futu­ro, a lo que vendrá, es sentirse lanzado hacia adelante, es mirar el porvenir. Cumplir cincuenta años es sentirse en la plenitud de la vida, en lo alto de la montaña, viendo por igual el ascenso y el descenso. Pero al cumplir cincuenta años en una profesión, por más joven que se sienta uno, no hay cómo librarse de la mirada hacia atrás. Más, creo, si esos años han sido de periodista, oficio que, si se entiende co­rrectamente, no puede estar desligado de la actualidad, de esos hechos que hacen vibrar a todos y que luego todos en casas y plazas, discuten, silban o aplauden. Hechos que van haciendo la historia, la pequeña o la gran historia. A los cincuenta años de haber estado pres­tando testimonio de lo ocurrido en la vida palpitante de tu alrededor es impo­sible sustraerte a los recuerdos No hay cómo, a esas alturas del oficio, entregar demasiada curiosidad a lo que vendrá.

Primero, porque la experiencia te hace vislumbrar, aunque con la incierta precisión de los adivinos, los sucesos que se aproximan. El porvenir no tiene, a los cincuenta años de periodista, la emocio­nada inquietud que se tuvo al inicio de este oficio, algunas veces arte de escrutar secretos y otras dura pelea por defender verdades en las que crees e ideales que te impulsan a luchar contra vientos y mareas. Segundo, porque la preocu­pación por la actualidad, la noticia, el seguimiento de los sucesos, se te ha hecho rutina. Porque ha perdido encan­to el descubrimiento de una novedad. Como que las novedades van siendo cada vez menos novedosas según pasan los años del periodista y como que se nos va desvaneciendo la capacidad de asom­bro.

Con este entristecido prolegómeno he querido demorarme en confesar que ya cumplí esos cincuenta años que, no sé por qué, se llaman o se llamaban de oro. Supongo que será porque hay que dar por descontado que después de cincuenta años de trabajo debe estar uno lleno de oro. Suposición, por supuesto, falsa. Más en este oficio, donde recolectar enemigos y sinsabores es mucho más corriente que cosechar amigos y agradecimiento.

¿Qué día comencé a hacer periodismo? No lo sé. Se que en los años cuarenta y dos y cuarenta y tres publiqué algunos artículos en un periodiquito de la Universidad Católica y, sobre todo, escribí en hojas eventuales que iban apareciendo y desapareciendo en esos años, al entreverse el inicio del proceso electoral de mil novecientos cuarenta y cinco. No siempre cobré por ellos, pero sí recibí muy a menudo, buenas propinas. Entré en planilla en Jornada, en mil novecientos cuarenta y cuatro –con Miguel Benavides de director y Luís Bedoya Reyes de gerente– y desde entonces no he tenido otra fuente de ingresos que lo cobrado por escribir en la prensa. No he tenido, pues, otro oficio que el que comencé a ejercitar algún día de ese lejano cuarenta y dos.

Antes había escrito novelas -largas novelas- que nunca vieron la luz, que sólo yo leí; así como algunos versos y un hermoso cuento que conmovió a mis compañeros de la Facultad de Letras y que se perdió entre los buenos recuerdos universitarios de mi amigo Bruno Orlan­dini. También incursioné en el teatro y una pieza de humor satírico llegó hasta las marquesinas, aunque no llegó a representarse porque la temporada fraca­só poco después del primer estreno. Llegué, pues, por las Letras al periodis­mo, como todos los periodistas de mi generación y de las generaciones que la precedieron.

Salazar Bondy, más tarde entrañable colaborador mío en OIGA. No fue larga sin embargo, mi espera para ingresar a la sección política, que era el tema al que estaban dedicados mis primeros escritos, publicados y pagados por los seminarios en los que se iniciaban las preocupaciones electorales que precedieron a la formación del Frente Democrático que llevó a la presidencia de la República al doctor José Luís Bustamante y Rivero.

A este preclaro personaje de la política y las letras peruanas lo conocí en alguna fecha del año cuarenta y, tres, fecha que a los historiadores les será fácil descubrir al leer la anécdota que va a continuación. Lo conocí muy de cerca en casa del doctor don Reynaldo Pastor y la señora Bebin, en La Colmena, don­de los Bustamante eran huéspedes cuando visitaban Lima y donde a menudo estaba yo invitado a almorzar. En uno de esos almuerzos el doctor Bustamante llegó tarde y con cara de enfado. Se sentó, luego del saludo protocolar y amable que él acostumbraba, y con tono amargo dijo algo que me conmovió como pocos otros recuerdos me han conmovido:

-Vengo de Palacio, donde se me ha ofrecido la presidencia de la República en bandeja de plata, como si nos siguiéramos resistiendo a entender que el poder emana de la voluntad popular.

Gobernaba en esos días Manuel Prado, a quien el mariscal Benavides habla legado la presidencia en difíciles momentos internacionales. Pronto se iniciaría la guerra mundial, desatada por Hitler en setiembre de mil novecientos treinta y nueve. Habla sido un gesto de paternalismo político que Benavides juzgó prudente en esa oportunidad. Y Prado intentó copiarlo. Quiso un sucesor obsecuente, a su medida. Se equivocó a creer encontrarlo en el atildado y pulcro, embajador del Perú en Bolivia. No advirtió que detrás de la exquisita cortesía, de los afables modales del doctor Bustamante y Rivero se hallaba un hombre de carácter firme, un político con experiencia y, sobre todo, muy actualizado. Un demócrata, estudioso de la realidad peruana, un convencido de que el país tenía que modernizarse e integrar a la nacionalidad y a la producción a millones de peruanos que se iban consumiendo, abandonados, por todos los rincones de la patria. Y el camino para alcanzar estos nobles fines más tarde los trazaría, magistralmente, en un documento que se llamó Memorándum de La Paz, por haberlo redactado en la capital boliviana. Era muy simple, el Perú debía comenzar, desde los cimientos, a constituirse en una democracia real. Tenía que aprender a vivir democráticamente, porque ésa era la mejor manera de integrar a los peruanos y el mejor cimiento para cualquier futuro desarrollo.

Sin querer me he adelantado al tiempo en esta explicación que hago de aquella lejana anécdota ocurrida en casa de los Pastor-Bebin, en La Colmena, en Lima. En esa ocasión, por casualidad, como he dicho, fui testigo inmediato del rechazo de Bustamante y Rivero a la presidencia que le ofrecía desde Palacio Manuel Prado. Un hecho resonante, porque días después la noticia se filtró a la prensa, lo que le dio notoriedad política al embajador Bustamante e hizo que se recordara que fue él el autor del Manifiesto de Arequipa, la proclama que derrocó a la dictadura de Leguía.

Desde Buenos Aires, el mariscal Óscar Benavides, quien, además de brillante militar, había sido el protector político de la República desde el año catorce, cuando salió en defensa del Parlamento y la Constitución contra la intentona golpista de Billinghurts, observaba preocupado la situación nacional y se sentía obligado a culminar su actuación política encauzando al Perú hacia la democracia. Juzgaba que debía ponerse término al paréntesis de ‘orden, paz y trabajo’ que él impuso, luego de la anarquía que se desató en el país, como secuela de la tiranía leguiísta (el mayor de los pecados de Leguía fue castrar las inquietudes políticas de los peruanos). Benavides sentía que su deber era alentar la forma­ción de un gran frente-democrático, del que no quedara excluido ningún partido. En ese entonces los miembros del Apra y de la Unión Revolucionaria, responsa­bles –más el Apra– de los delirantes años de guerra civil que habíamos vivido hasta el asesinato del presidente Sánchez Ce­rro, se encontraban perseguidos o de­portados.

Había que encontrar a alguien que uniera a todos los peruanos que quisie­ran iniciar una etapa democrática. Y es entonces que Benavides ve en Busta­mante, el hombre que le había rechaza­do a Prado la presidencia puesta en bandeja, a la figura con capacidad de encabezar ese gran movimiento hacia la democracia. Bustamante acepta, aun­que pone sus condiciones en el Memo­rándum de La Paz.

Pero esto es historia, contada a groso modo, sin los matices que rodearon los hechos esenciales que he descrito. Lo que en mis recuerdos de periodista im­porta es que, paralelamente a esas trata­tivas e intrigas políticas, se funda un periódico que haría historia en la prensa nacional: Jornada. Allí fue donde, usando el lenguaje taurino, recibí la al­ternativa de periodista a tiempo comple­to. Aquel humilde periódico –muy bien diseñado– habría de ser, quién sabe, la más bella aventura del periodismo pe­ruano de este medio siglo. Una hoja. Una sola hoja, que eso era Jornada, se alzó como vocero al Frente Democráti­co y se enfrentó a todo el resto de la prensa local, de la gran prensa tradicio­nal, de los diarios que siempre hablan dictado el rumbo de la política peruana. Al comienzo, en una oportunidad, fue asaltada por la policía la imprenta donde se editaba Jornada e incautadas las ‘for­mas’ –vivíamos la época de la tipografía y los linotipos– que estaban listas para imprimirse. Fueron llevadas a la Prefec­tura; que sigue estando donde y cómo estaba y donde, se me ocurre, muy po­cas cosas deben haber cambiado. La clausura fue breve. Y yo me ofrecí, in­consciente, de puro joven a ir para recoger los ‘restos’ de la edición secues­trada. En esas épocas entrar en las zonas policiales era algo parecido a adentrarse en terreno enemigo en tiempos de gue­rra. Podía uno quedar allí preso Y ya había conocido yo el año anterior la horrenda realidad de las cárceles perua­nas. Fue por pegar unos afiches de protesta universitaria.

La hoja creció apenas a cuatro y algu­nas veces a ocho páginas, pero tuvo que imprimirse en varias imprentas a la vez. Se llegó a casi cien mil ejemplares diarios. Y la hoja, Jornada, venció. En esa oportunidad la razón se impuso a la sinrazón, la movilidad al inmovilismo. El Frente Democrático tuvo un triunfo arrollador.

Sin embargo, la unidad democrática duró muy poco. La absurda impaciencia de Haya de la Torre por sentarse en el sillón de Pizarro, el sectarismo aprista, la arrogancia fascista del Jefe Máximo, haciendo que los parlamentarios de su partido le entregaran, ante una multitud vociferante, sus renuncias en blanco a los mandatos que habían recibido en las urnas, fue el inicio de esos ‘Tres años de lucha por la democracia en el Perú’, titulo del libro en el que el doctor José Luis Bustamante y Rivero relata el des­quiciado afán aprista por capturar el poder desde dentro del gobierno, in­cumpliendo el compromiso del Memo­rándum de La Paz, que luego se transfor­ma en conspiración abierta, lanzando a la marinería contra sus oficiales e insti­gando a los soldados contra sus jefes. Destruyendo la esperanza democrática que entusiasmó al Perú, sin estridencias jacobinas, en julio de mil novecientos cuarenta y cinco. Un entusiasmo que, sin embargo, por línea de carrera, tuvo que ser fugaz en tierras afectas al “¡vivan las cadenas!”.

En la primera escaramuza de la insen­satez aprista por dominar el poder, le tocó a la prensa recibir el palo y la bala de la bufalería aprista. Fue el 7 de diciembre del cuarenta y cinco, en el Parque Uni­versitario, donde la ciudadanía demo­crática se había dado cita para protestar contra la ley por medio de la cual el Apra intentaba amordazar a la prensa. Hubo muertos y heridos. Entre éstos el carica­turista de Jornada, Paco Cisneros, a quien le cayó una bala en la pierna. Los redactores de Jornada estuvimos allí en primera fila. Y al día siguiente salió una vigorosa edición de repudio a los méto­dos fascistas del Apra. Tuve en ella acti­vísima participación y poco más tarde fui nombrado jefe de redacción.

Antes de ese nombramiento y de los sucesos del Parque Universitario, ocurrió el episodio de Góngora Perea, un dipu­tado aprista que, en reportaje que le hice, confesó que él estaba contra la ley de la mordaza a la prensa, pero que en el ‘partido’ no habla posibilidad de disentir y que en la Célula Parlamentaria se vivía un ambiente de terror, de amenaza constante. Esa edición de Jornada tuvo una tirada enorme, pero la circulación fue limitadísima, porque los disciplina­rios apristas se dedicaron a comprar los ejemplares apenas saltan a la calle, en Luna Pizarro, en La Victoria. Antes, la bufalería había intentado tomar la im­prenta a balazos y nosotros respondimos también con fuego, dirigidos por el dueño de la imprenta, el eximio tirador César Injoque.

Sin embargo, todos los periódicos se ocuparon del tema y el semanario ‘Vanguardia’ de Eudocio Ravines publicó íntegra mi entrevista a Góngora, mi respuesta a la rectificación que al día siguiente el Apra le obligó a firmar y una nota de Ravines que concluía con esta frase: “Y así nace un periodista y se entierra un diputado. ¡Acta est fábula...!”

Algún tiempo después logré una entrevista con Haya de la Torre. Entrevista que me lanzó a la fama. Esa fama que, como las páginas de los periódicos, dura apenas unas horas o semanas. La diosa actualidad es cruel con nosotros los periodistas, sus adoradores. Siempre tiene a la mano una nueva novedad para hacer olvidar a la anterior.

Aquella entrevista a Haya fue un en­cuentro en el restaurant ‘Chez Víctor’, en la Plaza San Martín; unas preguntas pre­sentadas por escrito en La Tribuna, el diario aprista; y, cuando fui a recoger las respuestas, una tremenda pateadura de los búfalos que me mandó al hospital. (Entre los atacantes estaba Colina, a quien creo apodaban ‘El Carretón’, que fue años después fue mi compañero en el destierro, en Panamá). La situación que este hecho produjo, significó mi retiro de Jornada.

Yo di por hecha la entrevista. Las preguntas habían sido debidamente presentadas, con anuencia del entrevistado, y las respuestas se habían concretado en los cachiporrazos de sus búfalos. La nota periodística estaba completa y yo exigía que se publicara. Miguel Benavides, el director, se negó a hacerlo, alegando que lo habían visitado, para pedirle dis­culpas “por el error”, Manuel Seoane y Andrés Townsend. Yo le repliqué que el pateado no era él sino yo. Y me quedé en la calle.

Pero la nota ya estaba escrita y era una pena desperdiciarla.

La llevé a ‘La Prensa’ y Guillermo Hoyos Osores la acogió con regocijo. Al día siguiente ‘El Comercio’ me pidió si podía variar algo la redacción, para no aparecer reproduciendo una entrevista del diario competidor, a lo que de inmediato me allané. Así también se publicó en ‘El Comercio’, aunque con redacción variada, la misma historia de las pregun­tas a Haya, con la pateadura aprista por respuesta.

En esa ocasión trabé amistad con Guillermo Hoyos. Amistad que se fue estrechando con el tiempo, a pesar de un grueso nubarrón intermedio, y que hasta hoy dura. De más está decir que ingresé como redactor a ‘La Prensa’.

Fue pocos días antes de que cayera asesinado Pancho Graña, su director. Y a mi, fulgurante estrella reporteril, me tocó hacer el seguimiento de ese nuevo crimen aprista. Pero esto ya es una his­toria larga que se puede transformar en una autobiografía -quién sabe muy abu­rrida-, y no en la nota periodística sobre mis cincuenta años en el oficio, que es lo que me he propuesto al iniciarla.

He hablado de mi amistad con Gui­llermo Hoyos Osores, uno de los más lúcidos y más brillantes analistas del acontecer peruano y mundial. Amistad que me honra y me hace recordar que, por piadosa decisión del destino, mi vida periodística ha estado ligada a las cum­bres del periodismo peruano de este siglo. Soy amigo estrecho, repito, de Guillermo Hoyos; tuve amistad casi de padre a hijo con Federico More, “el pro­sista de mi generación’’, como dijo César Vallejo, y el más grande periodista que he conocido; me concedió cariñosa y decidida amistad don Luis Miró Quesa­da, patriarca de la prensa nacional; fui amigo y después agrio enemigo de Eudocio Ravines, otro de nuestros grandes de la prensa, con quien terminé reconci­liado en el destierro, en México, donde admiré su agudísima inteligencia -pre­vió lo que ocurriría en el Perú y me aconsejó no volver-, aunque no me con­venciera su posición extremadamente reaccionaria, más que por convicción por necesidad y por dolido resentimien­to con quienes le arrebataron algo que nadie puede quitar: la nacionali­dad. Todos ellos, en una u otra forma, fueron mis maestros. Todos mucho mayores que yo y todos eximios domina­dores del oficio, además de escritores de nota y hombres de inusual talento. En eso el Destino ha sido pródigo con quien hoy recuerda sus cincuenta años de pe­riodista.

También la providencia fue bon­dadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo aparte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódi­cos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dic­tadas por mi conciencia y en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y OIGA, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de mil novecientos cua­renta y ocho, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año cincuenta. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril, que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras.

En los años que pasé desterrado en México, tampoco el destino fue esquivo conmigo y me permitió hacer periodis­mo con amplísima libertad, aunque limi­tado al área cultural. Fui director del Suplemento de la cadena del Sol. Algo así como un millón de ejemplares distri­buidos en los diarios de la cadena. Entre ellos El Sol de México y el Occidental de Guadalajara, En esa aventura mexi­cana no dejé de escribir sobre política, aunque anónimamente en los editoria­les de El Sol de México (el diario del DF) y, por lo tanto, sujeto a los temas dicta­dos por la dirección del periódico. Lo que me dejaba un cierto amargo sabor interior, ya que me había acostumbrado a estar siempre al otro lado del escrito­rio. Sobre asuntos internacionales y cul­turales publicaba artículos firmados en la página editorial. También hice de co­rresponsal viajero cuando, en vida de Franco. México rompió relaciones hasta de correo con España. Yo viajé con mi pasaporte peruano y un carnet de OIGA, falsificado en la imprenta de El Sol, a París y, desde Biarritz, ingresé a España en taxi. Mi primera visita en San Sebas­tián fue a Enrique Mujica, quien no era bien visto por la policía en aquella época y quien no hace mucho fue ministro de Justicia de Felipe González. Se rió con burla al verme desterrado por los milita­res... Pero ésta ya es otra historia, que me lleva a la autobiografía. Fue bueno “aquel destierro mexicano. Guardo muy gratos recuerdos de él.

Toda la vida he escrito, y con desbor­dada fogosidad, de política. Pero nunca he tomado parte, por muy personales escrúpulos, en la pugna por alcanzar una posición o cargo político. Políticos han sido todos mis editoriales, desde aquel con el que apareció OIGA en mil novecientos cuarenta y ocho y que hoy vuelvo a repetir en esta edición y tam­bién el primero de Caretas, en el que explicaba por qué le había puesto ese nombre a la revista: porque “no se po­día tocar las caras de los aconteci­mientos” debido a la dictadura impuesta por Odría.

Han sido cincuenta años de duro ba­tallar en la política y no siempre estuve acertado en mis juicios. Algunas veces me dejé llevar por el arrebato y la pasión. Me equivoqué con cierta frecuencia y cometí errores, unos que avergüenzan y otros que dan pena. He estado y estoy lejos de la aburrida perfección -¡qué duda cabe!-, pero jamás hice algo con­trario a mi modo de ser, al carácter que heredé de mis mayores. Hoy, en el terre­no de las ideas, no soy el mismo de mis años mozos y, en el curso del tiempo, he variado de opinión en distintas oportuni­dades. En lo que si no he cambiado es en mi lucha intima por llegar a más moral­mente, en mi persistente, en mi terco afán de ser leal a lo que yo creo es verdad, prefiriendo, como quería el Qui­jote, doblegar mi juicio a favor de los pobres, de los menesterosos, de los per­seguidos y endurecerlo frente a la arbi­trariedad del poder.

Como ejemplo de estas variaciones de posición política puedo recordar que, como la mayoría de la juventud latinoa­mericana, me sacudí de emoción al ver a Fidel Castro entrar victorioso a La Haba­na y me sentí orgulloso de su revolución. Visité Cuba e hice buena amistad con Fidel. Sin embargo, ya en diciembre del sesenta y uno escribí en Caretas, bajo el titulo de ‘Castro, el derrotado’: “Un circulo vicioso en espiral ha llevado a la revolución, de claudicación en claudicación, a los pies del Kremlin’. Pronto, mucho más pronto que otros, advertí que “Fidel Castro habla sido el gran derrotado de la revolución cubana... que por distintas razones se dejó vencer y quedó dentro de una revolución que ya no era la suya”. Es un análisis adolorido del proceso cubano que me gustaría se pudiera reproducir en esta edición.

Muchos son los amigos y compañe­ros con los que he compartido el pan y el agua de las inquietudes que nos conmo­vieron en las distintas épocas pasadas. No debería mencionarlos, porque mu­chos serán los olvidos injustos y grandes los vacíos en los recuerdos. Pero ¿cómo callar, qué puedo hacer si ahora mismo estoy viendo a Paco Miró Quesada, con quien compartí intensamente las preocupaciones juveniles de los años cua­renta y dos y cuarenta y tres? Y al otro Paco, al amigo íntimo, intimísimo, con entreactos de riñas violentas: a Paco Moncloa. Mi aguerrido colaborador, junto con la espigada y macilenta figura de Sebastián Salazar Bondy, en los mo­mentos de más intensa lucha en OIGA, mi compañero de aventuras desde los claustros de la Católica, en la Plaza Fran­cia; hermanos casi siameses frente a la máquina de escribir, como si diéramos concierto de piano a cuatro manos. Distanciados antes de su muerte por diferencias ideológicas que siempre ha­bíamos tenido, pero que la dictadura militar hizo insalvables. ¿Cómo no mencionar a José Diez Canseco, Mario He­rrera y Alzamora, mis primeros maes­tros de periodismo en Jornada? La Jor­nada de Miguel, Jorge y Guillermito Be­navides. También de Mario Belaunde. Cómo olvidar a Juan Juarve y Juarve, el puertorriqueño empecinado en la ilusión independentista de su isla. Y al poeta Augusto Tamayo, a Luis Durand, a Julio del Prado (hermano de Jorge) y a Luis Bedoya Reyes, el gerente de Jornada, que terminó siendo un excelente edito­rialista, y con quien guardo hasta hoy -a pesar de muchas diferencias- una fir­me y sincera amistad.

Hago estas menciones, no sólo por el vivo recuerdo de ellos, sino también para subsanar mi silencio, aunque involunta­rio, a la muerte de Esteban Pavletich, camarada de bohemia, hermano mayor en surrealistas actividades literario-periodísticas, despilfarrador de energía y salud -dolorosamente sentado en silla de ruedas, sin piernas, durante sus últi­mos años-, hombre que supo saborear la vida y me enseñó a saborearla. A él va este recuerdo especial, y no tardío por­que en el más allá el tiempo no cuenta. No tanta amistad me unió con otro hom­bre de la izquierda marxista, aunque nuestra relación fue más larga y más vinculada con el oficio periodístico: el ‘cuate’ Genaro Camero Checa, el más hábil de mis rivales en la pugna revisteril y caluroso amigo en las horas de bohe­mia y en el trotar por el mundo. Coinci­dimos un tiempo en su México querido.

Ninguno de estos amigos era del agrado de Juan Ríos, el poeta que ejerció el periodismo desde su ‘Tierra de Nadie’. Lo recuerdo vivamente. Fue la presencia de la moral laica en la mayor parte de mi vida en Caretas, el consejero cansino pero certero que me siguió al refundar OIGA en mil novecientos se­senta y dos y con quien compartí angustias y reflexiones, en estrecha amistad, hasta mi destierro del año setenta y cuatro. A Juan le debo muchos aciertos, el aliento ético en mis momentos más difíciles -en las horas de mayor descon­cierto- y también amargos desencuen­tros, grandes desentendimientos. No fuimos almas gemelas, pero nos quisi­mos mucho, nos acompañamos intensamente durante un largo recorrido.

Sin embargo, mi vida periodística no la puedo entender si no la veo acompa­ñada de los hermanos Reyes, de Alfonso y de Jesús. Sobre todo de este último, a quien todo le debo en lealtad, colaboración en similitud de ideas, en igualdad de reacciones en este complejo y siempre cambiante oficio. ¡Quien sabe si OIGA fuera otra cosa sin los hermanos Reyes!

Y ahora, a estas alturas de esta nota que, como toda obra periodística es volandera, ‘‘hecha al pie del linotipo” -como decíamos ayer-, me viene la an­gustia de los olvidos y veo a amigos que, aunque no fueron periodistas, tuvieron mucho que ver con Caretas y OIGA: a Guillermo Ugaz, el mellizo Silva, a Al­berto Vascones, a Herless Buzzio, a Jor­ge Aubry, a Juan Sardá -buen colabora­dor, además en la sección Economía-, y a tantos más, como Pepe Durand y los otros dos Pacos, Paco Bendezú y Paco Belaunde, que compartieron conmigo estos cincuenta años de oficio periodístico y de combate por hacer de este país una patria habitable, donde, como decía don Federico More, pudiéramos enten­demos en libre discrepancia y en hones­ta convivencia.

Muchas veces he escrito que en cues­tiones de dinero, a mí siempre me han administrado. Y es verdad. Jamás me interesé mucho por los asuntos econó­micos de mis empresas. Y poco después de mi retorno al Perú, luego del destierro mexicano, este hecho se hizo absoluta realidad, gracias a la aparición en OIGA de Carolina Arias, cayado y pastor de las finanzas de la revista. Mujer bíblica por lo fuerte y por su atinado manejo de las arcas, muchas veces escuálidas, de OIGA. Cuando digo que a mí me admi­nistran, ya saben quién lo hace hoy, desde hace mucho tiempo. ¿Qué sería de OIGA sin nuestra hada madrina?

En estos cincuenta años he conocido y tratado a todos los presidentes y dictadores del Perú de ese lapso, desde Ma­nuel Prado -primer gobierno- hasta Alan García. Nunca he visto de cerca ni le he estrechado la mano a Alberto Fujimori. No he tenido ocasión de hacerlo. Con Manuel Prado, como ya relaté, conocí por primera vez los horrores de las cárceles del Perú, aunque fue fugaz mi paso por esas mazmorras. Del doctor José Luis Bustamante y Rivero guardo el recuero del caballero amabilísimo, pero firme en sus convicciones, con profunda preocupación por el destino patrio, por integrar a la nación, dentro del imperio de la ley y comprendiendo el desamparo de los peruanos sufrientes. Lo recuerdo, hace pocos años, ya en la ancianidad, subir la escalerilla de caracol en las oficinas de OIGA en la calle Chinchón en San Isidro, para saludarme no sé por qué motivo y, sobre todo, para instarme a seguir combatiendo por el respeto a la ley y a la democracia, por un orden jurídico que no margine a ciudadano alguno y no permita el abuso contra nadie.

A Manuel Odría, general y dictador, a quien le debo duras prisiones -la prime­ra, apenas fundada OIGA, en mil nove­cientos cuarenta y ocho-, despiadadas persecuciones y una deportación a Pa­namá, como director de Caretas, lo traté en varias ocasiones y lo describí con sus pequeños y vivaces ojillos, como diminu­tos puñales, en una crónica donde daba cuenta del enfrentamiento que tuvo Caretas con él, el día en que invitó a la prensa para ‘conversar’ sobre las elecciones que el país exigía en mil novecientos cincuenta y cinco. Allí, en los salones de la casa presidencial de La Perla, Carlos Enrique Ferreyros, con Doris Gibson y yo a su lado, leyó en la cara de Odría el texto redactado por mí para la ocasión. Fue la primera vez que en voz alta se le reclamaba al dictador la ‘derogatoria de la ley de Seguridad Interior de la República, reforma sustancial del Estatuto Electoral y amnistía general’, como condiciones esenciales para “alcanzar la etapa democrática a la que aspiramos. Esa presión, iniciada con ese texto mío leído por Ferreyros, fue creciendo hasta que se hizo posible la elección del cincuenta y seis y, antes, las jornadas cívicas que hicieron de Fernando Be­launde el líder del futuro partido Acción Popular.

Con Fernando Belaunde Terry mis relaciones han sido siempre amables, dentro de la distancia que él guarda en su trato personal aun con sus amigos, salvo sus pocos íntimos amigos. Lo he tratado mucho. Más en sus campañas electora­les que en la presidencia. Y lo conozco desde los primeros pasos de Caretas, cuando él dirigía la revista El Arquitecto Peruano. Creo que su conducta perso­nal y cívica ha sido siempre irreprocha­ble y fue bueno su primer gobierno, al que en sus últimos tramos combatí con la irresponsabilidad de que son capaces los jóvenes, alentado por irreflexivas ansie­dades de ir más aprisa en los cambios sociales. Esa violenta actitud mía nos alejó, más todavía cuando se produce el golpe militar de Velasco, pronuncia­miento castrense con el que nada tuve que ver.

Conocí al general Juan Velasco mu­cho tiempo después. En Playa Hermo­sa, en casa de uno de mis pocos amigos militares, el ‘machote’ Rodríguez. Al in­gresar al salón, Velasco me estrechó la mano y me dijo:

-Lo conocí apenas se abrió la puerta y me pregunté: ¿cómo será este perio­dista que tanto nos apoya y yo no lo conozco?

Ya he explicado mil veces que estuve al lado de la ‘revolución’ militar porque comenzó haciendo la reforma agraria y recuperó la Brea y Pariñas -banderas de lucha de mi generación-... Fue una enorme equivocación. Los militares, por buena voluntad que tengan, no están hechos para gobernar y nunca entendie­ron eso del socialismo en libertad. Me equivoqué, pero nunca cedí ni me aga­ché. Y bien caro pagué mi error con tres años de destierro y el despojo de Ital Perú, los talleres de OIGA. No me quedó nada, absolutamente nada y debí trotar muchas calles antes de lograr la direc­ción del Suplemento de El Sol de Méxi­co, lo que me permitió trasladar a mi familia a ese hermoso país y hacer que me fuera liviano el exilio. En propor­ción, no creo que haya muchos que se puedan ufanar de haber sido saqueados más que yo por la ‘revolución’ militar. Y. repito, no me quejo. Como tampoco me quejo de que, en el siguiente gobierno de Fernando Belaunde, fuera OIGA la úni­ca empresa a la que no le fueron devuel­tos sus talleres.

Antes de que concluyera el segundo mandato de Belaunde, me di cuenta de que, por distintas circunstancias que no es del caso analizar en esta nota, nuestro sistema democrático había quedado muy debilitado, no sólo debido a la incierta situación económica por la que se había ido deslizando toda América Lati­na -acrecentada en el Perú por culpa del cataclismo del Niño y el conflicto militar en la frontera norte-, sino también por­que el gobierno no había logrado captar los aires de modernidad que comenza­ban ya a soplar en aquellos años y no logró entender que los tiempos habían cambiado, que el Perú ya no era el mis­mo que los acciopopulistas habían deja­do al partir al exilio. Tampoco se supo, a inicios del régimen, hacer frente el fenómeno terrorista. Un gravísimo problema que los militares no habían querido tocar y que OIGA, mucho antes que cualquier otro medio de información, destacó como problema número uno de la República. En setiembre de 1980, con ocasión de unos petardos hechos esta­llar en un desfile escolar en Ayacucho, exclamábamos en grandes titulares. ‘¡Así comenzó en otras partes!’.

Esa debilidad del sistema democrático anunciaba la seguridad de una catástrofe si lograba tener éxito Alan García Pérez, el atolondrado nuevo líder del Apra, y ganaba las elecciones del ochenta y cinco. Frente a semejante riesgo, quienes conocíamos y habíamos sufrido lo que llamé la ‘tentación totalitaria’ del aprismo, agravada y no amenguada -como muchos creyeron- por la desbocada juventud del candidato García, teníamos la obligación de prevenir al país del riesgo que corría y también de proponer un dique a la avalancha aprista. Lancé la idea de un Frente Democrático, pero esta vez contra el Apra, y me atreví a llamar a Javier Pérez de Cuellar, a la ONU para proponerle fuera el candidato de esa concertación. Con diplomacia me respondió, dándome a entender que la idea debía madurar más y no dejar a nadie fuera de ese frente. No se negó. Pero no obtuve respaldo a mi gestión. Los candidatos a la presidencia, ciegos a la realidad, surgían como hongos des­pués de la lluvia. Y alzaban de inmediato bandera de absurda intransigencia. En­tonces me atrevía más; acudí a las ofici­nas del general Francisco Morales Ber­múdez y le planteé que él podía y debía ser el abanderado de una coalición po­lítica contra el Apra. Era figura conocida en toda la República, era el autor del retomo a la democracia y no se había creado anticuerpos insalvables con los partidos. El general comprendió la pro­puesta y aceptó el reto... Sin embargo, la ceguera de las docenas de aspirantes al sueño imposible de llegar a la presi­dencia, no permitió que la idea prospe­rara, a pesar de que el propio presidente Belaunde insinuó hábilmente el nombre de Morales en una ocasión. Y, peor todavía, el general Morales Bermúdez cayó en la misma ceguera de los otros hongos con falsas ilusiones y sacrificó su futuro político insistiendo en su inviable candidatura personal. De no haber co­metido ese torpe error, Morales Bermú­dez hubiera sido en los años siguientes un árbitro de la política nacional al estilo del mariscal Benavides. ¡Pareciera que no hay modo de desafiar al destino y el destino en aquellos días arrullaba, para desgracia del Perú, al impetuoso joven líder del Apra!

Con Alan García el trato se pasó de cordial desde el inicio de su gobierno, pero también desde el inicio fui de los pocos periodistas -quién sabe el único- que estaba seguro de que Alan nos lleva­rla a un desaforado desastre. Me habla bastado cruzar dos palabras con él para confirmar que detrás del oropel de su lenguaje, se escondía un hábil e irres­ponsable demagogo. La inicial cordiali­dad que me brindó se fue tomando en abierta repulsa a OIGA. Pero hoy, en las desgraciadas circunstancias de facto que vive la República no es valiente ni es hora de echar lodo sobre el perseguido Alan García.

A Fujimori, como he dicho, ni siquie­ra lo he visto de cerca. Es el primer jefe de Estado, durante estos cincuenta años, con el que no he cruzado ni una palabra ni un saludo.

Así corren los dados en este apasio­nado y apasionante oficio en el que, por distintas casualidades, me ví envuelto hace cincuenta años, y en el que, a pesar de todo lo sufrido, de todo lo perdido, de todas las injurias recibidas, de todos los sinsabores pasados, me siento tan a gus­to que no cambiarla mi vida por otra. Descubrí, sin quererlo, mi vocación y no hay mayor benevolencia del destino que el poder desarrollarse libremente en lo que uno siente es su vocación. Por qué no darle gracias a Dios por favor tan singular? Pocos son los hombres que logran lo que yo he logrado trabajar en lo que me place, sirviendo a los demás.