viernes, 12 de julio de 2013

LA TERCERA: Conmemoración de los 100 años de fallecimiento de José Nicolás Baltazar Fernández de Piérola y Villena 1913-2013

Andanzas de Federico More, compilador Francisco Igartua
No es posible hacer la historia de los partidos políticos del Perú, sin detenerse largamente ante la figura de Piérola. Con el mismo respeto hay que contemplar a Manuel Pardo. Ahora ya estamos en aptitud de intentar hacer historia. Piérola es lo más importante que tiene el Perú semidemocrático. En el Perú predemocrático, lo de más altorrelieve es el Gran Mariscal Don Ramón Castilla; pero este viejo socarrón nada tiene que ver con los partidos políticos. Su apasionante figura de conductor, es completamente predemocrática. Liberta a los esclavos, porque su espíritu sutil y sensible se da cuenta de las ansias igualitarias que agitan al mundo. Pero ignora la democracia como función política, como manera de ser de un Estado. Manuel Pardo mismo, espíritu cultivado y de evidente distinción, no ve muy claro en la democracia. Pero como es un político, comprende que es necesario impedir que las facciones militares sigan haciendo de las suyas. Y, ensayando, sin quererlo, sistemas democráticos, funda el Partido Civil.

El primer político democrático del Perú es Piérola. Su partido es la expresión entusiasta y bravía del pueblo. Llega un momento en que ser pierolista es la mejor forma de ser peruano.

El Partido Demócrata murió con su jefe. Todo lo que se ha hecho y se hace para galvanizarlo, carece de sentido. Es un negocio con el cadáver del ínclito ciudadano que lo fundó.

La endeblez de nuestra vida democrática se demuestra con la muerte del Partido Demócrata al morir quien lo fundó. Y se demuestra con la supervivencia del civilismo. Quiere decir que aún no estamos en situaciones de vivir con sólo fórmulas democráticas y que, en cambio, no podemos vivir sin la oligarquía. El sueño de Piérola fue vencer a la oligarquía. Tuvo que terminar transigiendo con ella. He aquí la mejor prueba de que el Perú sigue en estado predemocrático. Piérola, expresión de la democracia, tuvo que apo­yarse en la oligarquía. No hay que lamentarse de todo esto. Es el proceso natural. Mañana ya seremos una democracia y hoy somos menos oligarquía que ayer. En esta obra de conseguir el triunfo de la Democracia, el Perú le debe mucho a Piérola.

Dice Rainer María Rilke, el insigne poeta alemán, que el verso brota del fondo de nuestro espíritu sólo cuando nuestro espíritu es un mundo nuevo; cuando hemos abolido la memoria; cuando se ha disuelto el recuerdo; cuando las cosas que nos ocurrieron ya no son recónditamente nuestras. Olvidados de todo, limpios de pasiones, sentimos que, de pronto surge, en lo profundo de nuestra personalidad, la expresión de algo que fue nuestro. No es la evocación. Es algo más puro y más denso. Es el mundo interior que se sublima.

En ese momento, cuando ya ni el calor ni el orgullo, ni la voluptuosidad, ni la ambición pueden cegarnos, brota el verso, irreprochable, nítido y casto.

Para que en el fondo de la conciencia peruana brote la figura de Piérola será necesario que nuestro espíritu se purifique de pasiones. Piérola es la forma artística que, en cierto modo propició, adquirió la nacionalidad.

Todavía no conocemos a Piérola. Las masas, con su instinto infalible, lo intuyeron; la palabra retórica y oracular del caudillo, su desprecio a la vida, su cabeza novelesca, apasionaron a la multitud. Algunos hombres escogidos -aquellos de quienes es el Reino de los Cielos- reconocieron en Piérola la virtud y la pureza, el patriotismo y la abnegación. Pero en ese reconocimiento pusieron pasiones huma­nas.

Los hombres jóvenes, aquellos que todavía han oído hablar mal de Piérola o han oído hablar demasiado bien, no están capacita­dos para juzgarlo. Para juzgar a Piérola se requiere ese frío desdén que es el fondo de la edad madura. Sólo quienes se han acostumbra­do un poco a manejar hombres y despreciarlos, pueden aprehender la totalidad de la figura de Piérola.

Piérola no es hombre, es un hecho. Cesáreo hasta en sus defectos, su vida es un vasto drama, un drama antiguo en el que la fatalidad y el sino asumen papeles poderosos y se hacen visibles. En las vidas vulgares, la fatalidad y el sino se cumplen como una ley general y nadie los percibe singularmente. En las grandes vidas, en las tocadas por el signo glorioso de la Excepción, la Fatalidad y el Sino son claros y netos y se perfilan, en torno a esas vidas, como en el filo de las cumbres se precisa la luz del alba cuando todavía los llanos duermen en la sombra.

A Piérola hay que sacarlo del fondo de la Historia del Perú como se saca del pozo mitológico a la Verdad. Entonces lo veremos, desnudo y esplendoroso, y nos dirá la palabra amarga y violenta que siempre vive en los labios augustos y lacerados de la verdad.

Como todos los grandes hombres, Piérola fue superior a su tiempo y a su medio, en el sentido de que comprendió mejor que sus contemporáneos y sus connacionales la realidad política de su país. No vulgarizaremos nuestro elogio diciendo que fue superior a su tiempo y a su medio en el sentido que supo cosas que nadie sabía y dijo cosas que nadie entendió.

Piérola dijo, en el Perú, las cosas que todos los peruanos anhelaban expresar y que unos no acertaban a expresar y otros tenían miedo de exponer. Su inteligencia iluminó a los medianos y dio una lección a los cobardes.

Poco antes de surgir a la vida política vio, acongojado, a los que no sabían hacer patria y no ignoraban el arte de disolver lo que como patria teníamos. Poco antes de concluir su vida física, vio a los que se apresuraban ciegos, a destruir, so pretexto de innovación, lo que él había creado con su genio, con su fe, con su entusiasmo.

Al Piérola público, a aquel que condujo multitudes, nadie le conoció jamás dolores. Nunca se le vio sufrir. Sólo se le vio luchar. Muchas veces el éxito le fue desleal. La gloria no le desamparó nunca. Y Piérola fue siempre, ante todo y por encima de todo, un hombre público. Careció de vida íntima. Toda su existencia fue un suceso político. Hasta para sus veleidades de hombre, sus adversarios tuvieron encarnizamiento de adversarios políticos y sus amigos de fanatismo de prosélitos.

Con su testa romántica y patricia, con su voz dramática, con su literatura aparatosa y un poco barroca, Piérola surge ante la multitud como una figura depurada y exquisita. Y a pesar de eso, alza la voz para pregonar un evangelio democrático y el pueblo le cree. Sus maneras, su vestir, sus normas de vida, su abolengo, hacen de él un aristócrata. Lo es, por su nacimiento, por su amor a la conducta, por la magnitud y la delicadeza de su esperanza. Y, sin embargo, se inclina al pueblo, lucha por él, se sacrifica y expone mil veces la tranquilidad y la vida.

Es pobre y no anhela riquezas. Es de inteligencia excepcional y no anhela honores. Se siente apto para hacerle bien a su país y no anhela convertirse en el regenerador obligado. Sólo quiere llevar la honra del sacrificio. Ministro de Hacienda, procede a sanear las finanzas públicas y ello le cuesta calumnias y ultrajes sin cuento. Dictador en las horas terribles de la derrota, no ansía la plenitud del mando supremo, sino que busca la ocasión de reemplazar a los ineptos, de sustituir a los cobardes y de suplir a los tontos. Presidente Constitucional, gobierna constitucionalmente, oyendo todos los consejos, respetando todas las opiniones y acogiendo todas las iniciativas. A la hora de entregar el poder, lo entrega con democrática pulcritud.

Vivió pobre y murió pobre. Su suerte personal no le importó nunca. La de sus amigos, tampoco. Excomulga y fulmina a los apóstatas y no tiene piedad para los indiferentes. A los fieles, apenas les promete el Reino de los Cielos, es decir, la felicidad de la Patria.

No les ofrece grandezas materiales, fortuna, honores. Nada para ellos.

Su insigne figura de insurrecto y de enamorado de la libertad, conmoverá siempre a los que se le acerquen. En sus manos, la bandera de la revolución es algo místico y que apasiona profunda­mente. La necesidad de que su patria y sus conciudadanos sean libres, es, en él, algo tan hondo y tan vivo, que se comunica eléctricamente a todos. Su fe irradia, como la de los mártires y la de los apóstoles.

Habría merecido ser cristiano del tiempo de las catacumbas o ruso socialista del tiempo del zarismo. Conspiraba con acrisolada finura intelectual, con gracia de artista y trascendencia de filósofo. Sus palabras y sus hechos se anexaban con la robusta lógica de los tomistas o la de los agustinianos. Era la sabiduría de su época.

No obstante la orientación de sus estudios, en sus últimos años -ya en su presidencia constitucional- entreabrió las inquietas agitaciones materiales de nuestro tiempo y se embarcó en graves meditaciones financieras y en la solución de intrincados problemas de vialidad, de navegación y de obras públicas.

Su espíritu bravíamente activo no reposó un instante. Ahora mismo, cuando ya su cuerpo es tierra, su espíritu sigue actuando sobre la nacionalidad y la inquieta y la espolea. Todavía, si, en las calles de cualquier ciudad del Perú, sonara el ¡viva Piérola! que enloqueció a nuestros padres, quién sabe cuántos hombres saldrían de sus casas y abandonarían negocios y familias para ir en pos de una cautivadora quimera política.


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