CARTA A UN MISIONERO
(P. Aquilino Iribertegui +1933)
Leyendo ahora “Misiones Pasionistas en el oriente Peruano”,
Lima, 1943, con palabras sentidas del entonces Prefecto Apostólico, Atanasio
Jáuregui, CP, me dirijo hoy a ti, padre Aquilino.
Las insidiosas
corrientes del Huallaga, en sus insaciables vorágines, han engullido otra vida,
la tuya; tanto más preciada, cuanto más meritoria y promisoria; pues juntabas
al vigor de tus años (36) y de tu mentalidad privilegiada, una brillante hoja
de servicios.
Tu muerte,
lógicamente, sentidas frases de dolor arrancó de los pechos; sorpresiva y
luctuosamente, enlutó nuestra amada Misión, privándola de un factor tan
calificado.
Dos muertes. La de
Eleuterio Fernández y la tuya. Veinte años las separaron. Análogas
circunstancias las rodearon, empero.
A la cabecera de un
moribundo se dirigía Eleuterio con los auxilios espirituales. Debía vadear el
río Sapo, afluente del Huallaga. Entró decidido. El empuje de la violenta
corriente lo arrolló, sin alguien a quien pedir auxilio, porque estaba solo….
Te dirigías tú, asimismo, a un pueblecito de
los que bordean el caudaloso Huallaga. Los recursos de tu sagrado ministerio
llevabas a humildes lugareños. Pero, ¡ay!, atravesando el citado río,
encontraste tu sepultura en las aciagas aguas.
Con el cadáver de
Eleuterio no pudieron dar, aunque lo buscaron en amplia zona. La corriente lo
arrastró y dejó, a kilómetros, en lejana playa. Un pasajero lo encontró
casualmente.
Más codicioso el
Huallaga que el Sapo, no soltó la sacrílega presa. Los desvelos de las
comisiones nombradas por las autoridades quedaron frustradas; como también los
esfuerzos del Hermano Bernabé, acompañado de algunos paisanos.
Te habían
trasladado a Tarapoto, hacía poco, para reemplazar al padre Andrés Asenjo, que
viajaba a España.
De acuerdo con tus
compañeros de hábito, preparaste tu gira apostólica. El día 9 de diciembre
saldrías para SAUCE, pueblecito ribereño del Huallaga, que celebraba su fiesta
patronal.
Después de
solemnizar la Purísima en Tarapoto, según el padre Zósimo, te despediste
contento y alegre. Deseabas conocer, de paso, un lago que hay en dicho pueblo,
muy admirado por los visitantes.
Las siete de la
mañana eran y te pusiste en marcha. Te acompañaban el sacristán, el cantor y
cuatro personas más.
Cabalgando, llegasteis al puerto Shapaja
hacia el mediodía. Saludasteis las autoridades.
Os embarcasteis
luego en una canoa, aguas arriba, hacia el puerto terminal de la navegación,
adonde pensabais arribar por la noche.
Tomaríais luego la
vía terrestre, para ascender, durante dos horas, en el monte en cuya planicie se ubica Sauce y su famoso
lago.
Ganar la margen
opuesta del río. Cuando en eso estabais, la canoa chocó contra un obstáculo
invisible; volcó y os despidió con violencia.
Como ocurre en tales
percances, cada uno trató de salvarse como pudo. Tus acompañantes lograron
ganar tierra. Tú conseguiste subirte a la canoa, volteada como estaba y a
merced de la corriente. Pero ésta chocó de nuevo contra otro palo, y se hundió,
llevándote consigo.
¡Heriberto”,
¡Heriberto!, ¡Heriberto!
Fueron tus últimas
palabras, pidiendo auxilio al sacristán.
Los acompañantes, no repuestos del susto, contemplaron el
triste cuadro. A falta de otra canoa para el auxilio, les faltó valor para
echarse al agua y acudir al SOS del que perecía. Temían perecer ellos también.
En la orilla
opuesta, dos mujeres oyeron tu llamada de socorro. Allá se fueron enseguida en
pequeña embarcación. ¡Pero llegaron tarde!
Benemérito misionero fuiste, sin duda,
Aquilino. Te incorporaste a la Misión en 1927. Con ánimo encomiable afrontaste
las fatigas de tu laboriosa carrera. Simpatizabas perfectamente con el elemento
aborigen; solicitud especial les consagrabas. Dominabas ya el quechua, su
principal idioma, el cual te servía de llave para aprender las otras nueve
lenguas que en la Misión se hablan, y para escribir un CATECISMO y un léxico en
forma políglota. Proyecto que,
realizado, te hubiera conquistado nombre, mas buena utilidad nos hubiera
rendido.
Espíritu tenaz y
dinámico el tuyo, Aquilino; apasionado por el estudio; especializado en música,
versado en idiomas, allegaste buen bagaje de conocimientos que te capacitaron
para una labor fecunda y destacada.
Empero, en la
prematura edad de 36 años, te sorprendió la muerte de la manera que decimos.
Ella cortaba los vuelos de tu espíritu, como también frustraba las grandes
esperanzas que habían cifrado en ti.
La Misión lamentó,
y aún lamenta, la pérdida de tan amado hijo, cuya grata memoria honra las
páginas de sus anales y el martirologio de los abnegados apóstoles que han
ofrecido generosamente su vida por la propagación de la Fe.
A SAUCE no
llegaste, no; por la tragedia en el río.
Pero sí ¡del
Huallaga al Cielo!, como siervo bueno y fiel que fuiste.
Jesús G.
Gómez. La Coruña
Fuente:
Congregación Pasionista del Perú
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