SEMANARIO JORNADA
Marginalia
Los niños terribles
Salían de la escuela y se diseminaban pro las calles,
vocingleros y alegres, discurriendo a su modo sobre las incidencias del día.
Fluctuaban entre la niñez y la adolescencia. Matizaban, a todo pulmón su
coloquio diciéndose de “zamba canuta” para arribe lo que es bastante decir. Era
una jerigonza de epítetos, lo más procaces, puestos como motes a sus maestros.
Los seguí de cerca. Pensé en la “escuela nueva” que es un sistema educativo de
lo más cómodo e interesante. El maestro, según las normas que la disponen, es
pasivo; el alumno es lo dinámico de la clase. El hace y deshace. El maestro
orienta, encauza, dirige, vigila. Nada de malos tratos. Nada de castigos. Nada
de reproches duros.
Pero estos niños gritábanse, empujábanse, maldecíanse y
maldecían, empujaban y gritaban a los demás: a los transeúntes y a sus
maestros, a sus padres y a sus parientes. La patria cifra en ellos su porvenir.
El dómine de la palmeta y el látigo pasó a la historia. Pasó a la historia con
todos los sistemas que recurrían a la
sanción dura e intolerante. Ya no se puede aceptar la existencia de un Clérigo
Cerbatana –como aquel de Quevedo– que
mataba de hambre a los alumnos y dejaba caer su rigor sobre el seco pellejo de
sus amojamados educandos. Ahora se usa de la palabra convincente, de la lección
bondadosa, del amor, sí, del amor sobre todo.
Pero, a pesar de esto, todos los niños, como aquellos de que
comencé a escribir, andan por las calles —¡y me imagino que en el aula
también!— con la más incorrecta de las urbanidades — urbanidad, de urbe sin
duda. — No es que quiera que los dichos infantes se estén calladitos como
piezas de ajedrez y sin una sonrisa y sin una pizca de holgorio. Que sean
retozones y simpáticos, que sean avispados y simples; que sean holgazanes,
cretinos, estudiosos o memoristas. Pero que sean urbanos, que tengan urbanidad.
Que no lancen interjecciones en el tranvía, ni que se jalen de los pelos en la
calle, ni que se líen a puñadas en plena vía. Esto yo no sé si lo contempla la
nueva educación, pero si estoy seguro que los viejos magisters de antaño lo
tenían como primerísima e importantísima función: enseñarles que se debe
restar al prójimo y que el prójimo es el próximo, el vecino, el que está al
lado; enseñarles a mirar las canas y las faldas con respeto: Que no le digan
piropos procaces a las niñas, ni a las mozas, ni a las ancianas.
Yo sé que ya no se les debe meter en la cabeza cuál es el
pluscuam perfecto del verbo yacer, ni cómo se diferencia una cláusula rítmica
trocaica de una yámbica.
Nada de esto. Formación del estilo. Sé, también, que, no se
les debe obligar a aprender quién fué Bamba o Gudemundo; ni porqué causa
secreta y desconocida Childerico III no se razuraba el pelo: Pero a andar con
compostura, con corrección, eso sí se debe enseñar. Porque si la nueva
educación va a descuidar tan importante asunto creo que ante uno de esos
desafueros infantiles, ante una de esas mataperradas de muy mal gusto,
tendremos –parodiando a El Murciélago cuando sufría a los libertos– que
decir: iViva la Libertad! iViva la
escuela nueva!
E.S.E
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