Unamuno: "Justo es que España pierda Cataluña"
Cultura recibe la donación de unas cartas inéditas del
filósofo a Azaña en las que revela la inminente independencia catalana
PEIO H. RIAÑO MADRID 12/12/2011 08:00
Miguel de Unamuno, en su despacho de la casa rectoral de
Salamanca en los años treinta.-EFE
“Me preparé por lo menos las bases de la reunión de la nación
española y la catalana ya que Cataluña [sic] ha de acabar, y muy pronto, por
separarse del todo del Reino de España y constituirse en Estado absolutamente
independiente”, se lee en veloz caligrafía que Miguel de Unamuno (1864-1936)
tiró sobre las cuartillas amarillentas la Nochebuena de 1918, destinadas a su amigo
Manuel Azaña (1880-1940).
En la primera de una suculenta colección de cartas, que recorren
las paradas políticas de España durante la primera mitad del siglo XX, que ha
llegado hasta la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del
Ministerio de Cultura por donación del coleccionista Santiago Vivanco, Unamuno
pide a Azaña la suplencia de una conferencia en el Ateneo de Madrid. Por esas
fechas el prestigio de Unamuno y el volumen de sus ensayos hacen que la
Residencia de Estudiantes culmine la edición de sus Ensayos en siete volúmenes.
Después de navegar por las explicaciones sobre su ausencia, le apunta que su
conferencia “cursaría sobre la soberanía catalana” y el uso “de la lengua con
consideraciones sobre el conflicto de dos culturas”. “La fórmula, como dicen
los políticos, es sencillísima y en pocas palabras la expondría yo”, continúa
sin ningún amago.
"No puede haber dos
ciudadanías", dijo Unamuno en el Congreso en 1931
Su explicación “sencillísima”:
“En tiempos de Felipe IV se perdió Portugal conservando Cataluña, en tiempo de
nuestro Habsburgo de hoy, Alfonso XIII, siendo su canciller Canalejas, se pensó
en conquistar Portugal y del triunfo, descontado en el Palacio de Oriente, de
Alemania se esperaba la anexión de Portugal y la formación del Imperio Ibérico,
vulgarizándose España; justo es, pues, que al ser ésta derrotada con Alemania
–la mentalidad neutral que dijo Romanones (el político que ve más claro y obra
más turbio) era una alianza clandestina con aquel a quien se creía vencedor
futuro– justo es, pues, que España pierda ahora Cataluña. Y la perderá, no me
cabe la menor duda que la perderá. La federación no es más que una hoja de
parra. ¡Cuánto me gustaría hablar de todo esto ahí!”.
Conocíamos a ese Unamuno dueño de
una prosa resuelta, en la que cabe el símil y el barniz irónico, el juego de
palabras y el cultismo, capaz de derribar, también en oratoria ante la bancada,
a los diputados de la República. El diario de sesiones del Congreso de los
Diputados, del 22 de octubre de 1931, recoge una de las más famosas alocuciones
del autor de La agonía del cristianismo (1925) y San Manuel Bueno, mártir
(1933), sobre el uso del catalán y el castellano en las escuelas de Catalunya:
“Para mí todo ciudadano español radicado en Cataluña, donde trabaja, donde
vive, donde cría su familia, es no sólo ciudadano español, sino ciudadano catalán,
tan catalanes como los otros. No hay dos ciudadanías, no puede haber dos
ciudadanías”. En su discurso defiende la oficialidad del castellano y reniega
de la imposición del catalán a todos sus ciudadanos.
Un cristiano rebelde
Unamuno, fiel al ideario liberal,
inquisitivo, polémico y opinante a contrapelo, que se declaraba cristiano pero
abominaba de la teología católica o protestante, era un defensor de la lengua
catalana y reconocía en Juan Maragall a uno de los hombres que “más profunda
huella” dejaron en él. Sin embargo, se desconocía esta vehemencia en sus
argumentos y conclusiones. Estas cartas se han conservado gracias al impulso
coleccionista de Vivanco (Logroño, 1973), director general de Bodegas Dinastía
Vivanco y director de la Fundación Vivanco, que reconocía a este periódico
desconocer el contenido de la misiva debido a la urgente caligrafía con la que
escribía Unamuno.
El 16 de marzo de 1922, Unamuno
vuelve a escribir a Azaña, con toda confianza, más breve y más sarcástico:
“Ahora ando ocupado en inventar una careta protectora contra la nube de los
gases de aspirantes de la marea jesuítico-episcopal –y palaciega– con la que
nos amargan. La estupidez –no otra cosa– borbónico-habsburgiana va en aumento”.
Escribe un año y medio antes del levantamiento militar de Miguel Primo de
Rivera, el 13 de septiembre de 1923.
La referencia en la carta a la
figura de Alfonso XIII es premonitoria del papel decisivo que ocupó el monarca
en la gestación del golpe de Estado. La mayoría de los historiadores considera
al rey como un obstáculo para la posible conversión del régimen en una
democracia representativa. Desde el comienzo de su reinado contribuyó
decididamente, recuerda la historiadora Carolyn Boyd, “a propiciar la debilidad
del poder civil y la predisposición militar a intervenir en la política”.
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"No puede haber dos
ciudadanías"
Unamuno en el Congreso en 1931
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Desde luego, no había imaginado
que la dictadura militar que inauguraba no era la salvaguarda de la Corona,
sino el principio de la liquidación de la monarquía constitucional. De ahí que,
meses más tarde del golpe, Unamuno escribiese que más que un golpe, Primo de
Rivera había dado un “soplo” de Estado, dada la escasa resistencia que tuvo su
acción, a la que no se enfrentó ni el resto del Ejército, que el rey apoyó
inmediatamente y ante la que los partidos reaccionaron de forma pasiva.
Como escribió Arturo Barea
(1897-1957), autor de La forja de un rebelde (1941): “El hombre de la calle se
quedó mirando atónito lo que pasaba, como la gallina hipnotizada se queda
mirando el trozo de tiza; y cuando trató de recobrar su equilibrio, los
acontecimientos le habían sobrepasado: el Gobierno había dimitido, algunos de
sus miembros habían huido al extranjero, el rey había dado su aprobación al
hecho consumado y España tenía un nuevo Gobierno llamado El Directorio”.
La rabia de Valle-Inclán
Precisamente, entre las cartas
donadas aparece también una que Ramón María del Valle-Inclán (1866-1936)
escribe a Manuel Azaña, el 16 de noviembre de 1923, desde la Puebla de
Caramiñal, entrando a definir con saña a los ocho generales y un contralmirante
encargados del Directorio… y algo más: “En la cuestión política estoy muy
desorientado. A mí estos del Directorio me parecen unos sargentos avinados. La
contestación a los presidentes de las cámaras es una flor del más puro
rufianismo. Pero la prensa de la calle de Larra está tocando al último extremo
de la idiotez canalla. Creo que ha llegado el momento de negarle el saludo a
esos sacristanes. Todas sus adulaciones son a cuento de que el Directorio falle
el pleito que se traen con ABC. Han resultado más cínicos y más idiotas que Don
Torcuato. Porque muy idiota hay que ser para no alcanzar que esta gente militar
–¿gente?– son unos asnos con piel de león. Es tan ridículo todo lo que está
pasando. Indudablemente los presidentes de las cámaras, no esperaban que el
Chulo de Palacio tornase en cuenta su escrito, y acaso sólo buscaban acentuar
el perjurio con vistas al extranjero, donde no ha de mirarse con buenos ojos un
poder irresponsable. Ya me canso. Mis recuerdos a todos los amigos”.
Desterrado pero no silenciado
En 1924, la dictadura respondía a
las críticas de Unamuno mandándolo al destierro, en Fuerteventura, y cesándolo
como catedrático y vicerrector de la Universidad de Salamanca. El filósofo
había denunciado que el Directorio militar ya no era un “interregno” o una
“tregua”. Veía Unamuno muy claro el objetivo del “pronunciamiento de generales
camineros”: “No se trataba de llevar a cabo una revolución saneadora desde el
poder, se trataba de evitar la revolución que se veía venir desde abajo”.