Francisco Igartua |
Por un lado, voluntarismo, arbitrariedad, prepotencia... y después ya se verá. Un después que nunca ha llegado ni llegará. Porque de la dictadura -que ha sido el sistema más o menos continuado de gobierno en América Latina es imposible que surja un orden legal, un estado de derecho, base de todo desarrollo. Para llegar a él se requiere educación democrática, aprendizaje y paciencia, constituirse en pueblo, lograr -en nuestro caso- que los dos Perús, esas "dos razas que esbozan la vuelta al pasado por caminos opuestos, señalando así su inmenso distanciamiento socio-psicológico" -que decía More-, entiendan que los unos no son tan blancos ni los otros tan indios, que "ambos a dos -según sabio decir de un negro viejo- son cholitos, peruanos. Será ese encuentro que avizoró el colónído "Acaso algún día se encuentren -ambas razas- en un punto y ese punto sea el porvenir". La construcción de una nación no es asunto de chinitos ni entorchados con riñones bien puestos.
En el otro lado, al norte, los caudillos de su independencia no se dedicaron a reemplazar en el poder a los virreyes, sino a establecer un orden legal acorde con la realidad que nacía del nuevo estado de cosas. Orden legal con igualdad de mando sobre gobernantes y gobernados. A lo que se añadió educación y costumbres de respeto a la ley, tanto por parte de los ciudadanos como de las autoridades. Así nace la democracia norteamericana y por eso su fortaleza. Cuando la estupidez humana crea en esa nación la segregación de la raza negra, el conflicto no se soluciona subvirtiendo el orden público, proclamando otra constitución, sino incorporando a los negros al orden establecido, extendiendo el estado de derecho a todos los ciudadanos. La ley reina sobre las diferencias internas de esa democracia y es del respeto a la ley que surge su tremendo desarrollo económico, como lo previó con precisión Tocqueville en la tercera década del siglo XIX.
En nuestros lares, exceptuados Chile y Costa Rica, el irrespeto a la leyes lo más frecuente. Cada 'revolución', cada 'Patria nueva', cada 'Nuevo Perú', dicta sus propias leyes que, además, son incumplidas cada vez que el mandón de turno -vestido de frac, de poncho o con charreteras- considere que le han quedado cortas o no le son convenientes. Aquí no manda la ley sino los riñones de quien esté sentado en Palacio. Y así no se hace patria. Así se convierte más en chacra este 'territorio de desconcertadas gentes'.
Desgraciadamente, la historia nada nos enseña. Mejor dicho, me corrijo, nada aprendemos de las enseñanzas de la historia y cuando alguien la recuerda para rechazar, por ejemplo, la violación constitucional del 92, el denunciante resulta condenado por la 'ley' de los golpistas.
La semana pasada, en una reunión pública con los delegados provinciales del Movimiento 13 de Noviembre, organizada para exigir la libertad del general Salinas Sedó y los militares constitucionalistas presos en el Real Felipe, el general Pastor Vives; al agradecer el trabajo de los comités del Movimiento recordó cómo, al producirse el golpe militar del 5 de abril del 92, le vino a la mente un discurso del general Hoyos Rubio, comandante general del Ejército cuando él -Pastor Vives- era flamante coronel. Recordó la invocación del general Hoyos Rubio, que había sido uno de los conspiradores en el golpe de Velasco, haciéndoles reflexionar a los oficiales para que nunca más se dejaran ilusionar con las salvaciones a la patria. De esos pronunciamientos -decía Hoyos- la patria no se salva y sí queda vulnerada la unidad de los militares.
De allí comenzó, explicó Pastor Vives, nuestra inquietud para que el país volviera al orden constitucional, para que no siguiera el Ejército contribuyendo al desorden de la República y debilitándose como institución...
Esa enseñanza dictada por el general Hoyos Rubio, nacida de una trágica experiencia para el país, vivida muy directamente por él, algún efecto tuvo. Lo comprobé en los labios del general Pastor y lo estoy observando en la entereza moral del general Salinas, encarcelado en el Real Felipe con ocho de los suyos. Sin embargo, pareciera que, por algún malvado designio del destino, estuviéramos condenados a nunca aprender las lecciones de la historia y que la saña se agregue al castigo injusto dado a los que osan escuchar sus mandatos.
Mucho se me queda en el tintero sobre el destino fatal del Perú. No por obra del destino, en verdad, sino de nuestro ancestral desapego a la ley, a nuestro desconocimiento de lo que es el orden y, sobre todo, a la divinización de los riñones. De los riñones de los que están arriba y no de los que se alzan con valor moral contra la subversión del orden legal y moral cometida por los gobernantes. Por algo somos el pueblo más maleducado del mundo. El mal ejemplo viene de arriba.