En nuestros días han muerto los partidos de turno -han muerto y bien harían los partidarios sobrevivientes en darles apacible sepultura para que no hiedan los cadáveres-, van dando el último suspiro de la misma manera como murieron los partidos Demócrata, Liberal y Constitucionalista cuando, al terminar la segunda década de este siglo, emergió la figura enérgica y solitaria de don Augusto B. Leguía, el nuevo y electrizante caudillo que ofrecía, con su mirada de ave de rapiña, una Patria Nueva esplendorosa, basada en el pragmatismo, la modernidad y la esperanza. Junto a aquellas organizaciones políticas, con las que por algún tiempo jugó Leguía como con etiquetas de circo, también arrió banderas el Partido Civil, pero el civilismo no murió, quedó agazapado en las dependencias públicas y en los salones de los saraos leguiístas, mientras sus figuras históricas fueron languideciendo en el destierro. El espíritu de la vieja Lima virreynal, que eso es el civilismo, sobrevivió a esa catástrofe y fiel a ese espíritu, siempre acomodado a las circunstancias y cambiando sin remilgos de personajes -no necesariamente limeños de nacimiento-, estuvo presente en los círculos próximos a Sánchez Cerro y Benavides; retornó al poder con Prado y Odría; merodeó Palacio con los “carlistas” en época de Belaúnde y con los “Doce Apóstoles” en el quinquenio de Alan García; y hoy aplaude al presidente Fujimori. Es el partido que, después de muerto, sigue reinando. Las demás tiendas políticas, igual las de hoy que las de ayer, dejaron en un momento de sincronizar con la sensibilidad de las mayorías y finiquitaron.
El Partido Civil sobrevivió a su muerte porque no representa las ideas, el ánimo, la imagen carismática de un hombre, sino el espíritu conservador. Los civilistas peruanos son los conservadores de otros países, que aquí han preferido la sibilina infiltración en todos los gobiernos a mantener viva la organización de un partido político, sujeto a los vaivenes del humor electoral.
El Apra ha muerto porque nunca llegó a ser la social-democracia con la que se etiquetó en los ambientes internacionales. Fue el pensamiento un tanto errático de Haya de la Torre. Un poco marxista, otro poco fascista y un tanto tahuantinsuyano. En resumen: el Apra fue la persona de Haya de la Torre con su inmenso magnetismo verbal, sus poses heroicas y el martirologio de sus seguidores. Un gran caudal político, pero ligado a la personalidad del líder como la piel al cuerpo. Muerto Haya era difícil que sus ingeniosas y contradictorias ideas siguieran encandilando a las multitudes.
Alan García quiso reorientar a su partido por la senda de la social democracia, pero su conducta lo perdió. No sus errores, porque los errores se corrigen. Y no ha habido ni hay otro líder que pueda resucitar al difunto.
Ha muerto Acción Popular porque el peso de los años ha retirado de la actividad política a su jefe y fundador, el presidente Belaúnde; cuyas ideas, enraizadas en la emoción telúrica del país, se entremezclan con sentimientos socialdemócratas y socialcristianos y son indesligables de su liderazgo, más apegado a la construcción de infraestructura en el país desde el gobierno que a la prédica doctrinal desde el llano.
La muerte del Partido Popular Cristiano es particularmente triste, porque no es que se haya extinguido el pensamiento socialcristiano y no es que Luis Bedoya Reyes no sea un alto, lúcido y muy embebido exponente de esta tendencia ideológica, sino que la praxis del partido, su irrefrenable afán pactista, lo ha llevado al suicidio. También porque Luis Bedoya no halló reemplazo a su liderazgo.
¿Explica, sin embargo, la defunción de los partidos la resonante victoria electoral del presidente Fujimori y su rutilante ascenso al estrellato de la popularidad en el Perú?
En parte sí. El declive de los partidos -que no se hacía demasiado evidente por los resultados de las elecciones municipales y por el éxito del NO en el referéndum- permitió, sin duda, que Fujimori se fuera afianzando en el liderazgo nacional. Pero el mayor e innegable mérito del actual y ya legitimado presidente ha sido el saber captar el humor del país -aparte de estar identificado, por su origen, con las necesidades populares- y el haber tenido habilidad para ganarse el aliento civilista y el apoyo de los círculos financieros internacionales.
Los partidos políticos, base esencial de la democracia, nacen, se constituyen, cuando un grupo más o menos numeroso de ciudadanos concuerda con unas cuantas ideas básicas o en una serie de postulados; y, luego de discutir y de rumiar lo planteado, decide organizarse, nominando a un líder, sea por la confianza depositada en el elegido o por el carisma que éste haya irradiado. Estos son los partidos doctrinarios -basados en ideas universales y en postulados específicos locales-, son los partidos tradicionales de las naciones civilizadas, adscritas a la cultura occidental.
Pero como las ideas siempre son varias -si no fuese así el mundo sería un espantoso y monocorde funeral- el partido único viene a resultar una aberración. De allí que no haya democracia sin pluralidad partidaria. Como tampoco habrá democracia sin división de poderes -cuya antítesis es el fascista contacto directo del líder con la masa, y sin instituciones sólidas, sin controles reales, sin Estado de derecho o sea sin que impere la ley sobre gobernantes y gobernados.
Esta concepción de la democracia, que es por la que ha levantado banderas en estos días Javier Pérez de Cuéllar y por la que lucharon a contracorriente en las últimas décadas Bustamante y Rivero, Basadre, Belaúnde y otros, no se parece mucho al sistema escogido por el presidente Fujimori para dirigir al país. Por lo menos esto es lo que se desprende de sus declaraciones, actitudes y disposiciones de gobierno –“si alguno de mis parlamentarios sufre alguna metamorfosis, lo mocho”–; esto es lo que se deduce de la “democracia directa” pregonada por Fujimori, más cercana al modo de gobernar de las autocracias orientales que a los ideales democráticos de occidente. “Democracia directa” también próxima al fascismo, sistema en el cual, como desea el presidente Fujimori, el pueblo se comunica con el líder sin intermediación de nadie.
Y aquí viene la gran pregunta: ¿Puede adaptarse al Perú la concepción autocrática de los gobiernos orientales, que es en el fondo fascismo puro, ya que nada hay absolutamente original bajo el sol? ¿Será cierto que alguna vez en este país se gritó ¡vivan las cadenas!? O, más bien, ¿no han sido frecuentes los alzamientos populares reclamando libertad? ¿Y no dicen las encuestas que las mayorías reclaman democracia?
Con paciencia seguiré esperando que el presidente Fujimori comprenda que la democracia que él anhela no es democracia sino autoritarismo oriental o fascismo. Esperaré un nuevo amanecer, aún cuando jamás en el Perú hayamos podido gozar un solo día pleno de democracia. Sólo hemos tenido unos pocos amaneceres y muchas, muchas patrias nuevas, restauraciones, reconstrucciones y manos duras. Demasiadas. ¡Viva, pues, la democracia!, un sistema lleno de errores, pero, hasta ahora, el mejor de los ideados por el hombre.