García
Márquez VERSUS Vargas Llosa
fRANCISCO
IGARTUA – HUELLAS DE UN DESTIERRO
La presencia de Clemen trajo la paz
Sin embargo, no todo fue lecho de rosas en esos primeros
tiempos de la familia en México. Aparte de la soledad, que afectó a todos, hubo
algunos contratiempos graves. Y los peores los sufrió la pequeña Maite. Para
ella fueron muy difíciles sus primeros pasos en la escuela, una escuela que
correspondía a la misma organización inglesa del colegio San Silvestre de Lima,
donde había comenzado sus estudios. Lo que parecía en teoría un simple cambio
de salón de clases resultó siendo un trasplante muy desagradable. Fueron
problemas colegiales verdaderamente serios, que fueron agravados por el
carácter reservado de Maite, tan tremendamente introvertido que no le permitía
explicar en casa las dificultades a las que se enfrentaba con sus flamantes
compañeras y compañeros de estudios. Tanto Clemen como yo, la veíamos
deprimida, con una inmensa tristeza en la mirada, pero no atinábamos a
descubrir el motivo.
–Aquí la gente es distinta y Maite debe extrañar a sus
amigas... Habrá que esperar...
El colegio estaba ubicado en San Ángel, lo que había obligado
poco después al traslado de la familia de Polanco al moderno y acogedor
departamento arrullado por las campanas del convento carmelita de San Ángel,
con la taquería El Lobo Bobo a la puerta, y cercanísimo al Sanborns de las
tertulias del mediodía. Allí permaneceríamos hasta el retorno al Perú, previo
largo paseo por Europa, donde fracasó mi intento de convencer a Clemen para que
radicáramos en Euskadi, el País Vasco.
Fue un error, una torpe equivocación, eso de esperar a que
los problemas de Maite en el colegio se resolvieran solos, pues no se trataba
de simple añoranza por Lima y sus amiguitas limeñas –añoranza que fue cierta un
momento– sino de algo muy grave que sólo advertimos cuando la tristeza de Maite
se fue acentuando. Solamente entonces comenzamos a sospechar –lo que era
verdad– que la niña sufría malos tratos de sus compañeras de clase. Así era: un
grupo de perversas criaturas –la maldad de la infancia es maldita– había tomado
de yunque a la recién llegada y Maite no sabía cómo defenderse ni atinaba a
buscar ayuda, ya que encontró en el colegio un único mirar afectuoso, el del
“Cholo” García Márquez, el hijo del Gabo.
Se trataba de un hecho muy serio sin duda, pero que nada
tenía de sorprendente. Es frecuente en las escuelas esa reacción en contra de
los novatos. Pero ¿cómo hacerle frente al problema? ¿Cambiarla de colegio como
ella insinuaba?... Eso no era fácil y más por la época, a mitad del año
escolar... ¡Y los trajines que había costado inscribirla en esa escuela!
Lo que de primer momento no sospechamos era que teníamos en
José Luis Cuevas –el gran pintor mexicano– y su mujer, Berta, dos ángeles de la
guarda. Ellos eran los que habían ayudado en los trámites para la matrícula de
Maite y fueron ellos, sobre todo la practicidad de Berta, los que prontamente
solucionaron los pesares de Maite. El remedio fue simple: supieron por sus
hijos, que estaban entre los malvados, lo que ocurría con Maite y de inmediato
los cabecillas del complot contra la recién llegada recibieron tremenda
reprimenda y la amenaza de severísimos castigos si no componían su incivilizada
y estúpida conducta... Pronto se encontró Maite con amigas que estarían entre
las mejores de su vida. Mucho lloró por ellas cuando dejó México y muchos años
tardó para dejar de escribirse con ellas.
Hice buena y rápida amistad con José Luis Cuevas, a quien
había conocido en Lima, años atrás, en una visita al Perú del pintor mexicano;
hecho que Cuevas me recordó y que a mí se me había borrado. Y fueron las
circunstancias de aquella visita, según Cuevas, el motivo de que se sintiera
obligado a devolverme las atenciones que recibió de los limeños. Fue muy amable
José Luis conmigo y mi familia, y creo haber conocido bien a aquel niño
caprichoso y bueno que es Cuevas. Eximio y cruel dibujante, José Luis ha
retratado con perversa minuciosidad el ambiente lúgubre y desgarrado de su
ciudad, sobre todo a los personajes de la periferia marginada. Pero en el trato
personal la crueldad del pintor desaparece por completo y sale a relucir el
enfermizo egocéntrico, el infantil y bondadoso caballero que es ese señor mayor
con cara y modales de encantador hombre joven...
Se reunía con cierta frecuencia conmigo, sobre todo en el
restaurante San Angel Inn, una vieja casona donde acampó Pancho Villa antes de
tomar la capital mexicana, la ciudad entonces lejana, que se agrupaba alrededor
del imponente Zócalo. Allí, en el San Angel Inn, me encontré con las curiosas
dificultades que hay que pasar en el ambiente intelectual y político de México,
donde las enemistades son enemistades. Hasta en dos oportunidades, por ejemplo,
estando con Cuevas, me encontré con el cariñoso Rufino Tamayo, el genial pintor
a quien había conocido a través de Gody Szyszlo y a quien Cuevas no quería “por
su entrometida mujer, no por él”... Pero yo ya había aprendido a ser gentil con
el amigo Tamayo cuidando de que Cuevas no sintiera el afecto de mi saludo...
Bueno, así es México. Y también allí, como en todos los rincones del mundo, no
deja de haber algún interés en las relaciones humanas. Mi atractivo era ser
director del Suplemento. Situación que me permitió en más de una oportunidad
pagarle a Cuevas sus amables atenciones dándole cabida en el periódico para que
soltara al público sus angustiados y personalísimos desahogos de niño travieso
y en una oportunidad de hijo doliente por la muerte de su madre.
José Luis Cuevas y Berta nos abrieron generosamente las
puertas de su casa y allí tratamos con frecuencia en comidas y recepciones a
las estrellas de la intelectualidad y la política de México. Reuniones
puntillosamente reservadas a quienes no tuvieran fricciones de ninguna especie
con los dueños de casa. En este punto, de no tropezar con enemigos, el cuidado
es tan extremo que muchos piden la relación de los invitados para excusarse si
alguno de éstos está registrado en su lista de indeseables. Lo que ocurrió en
una oportunidad, por ejemplo, con Octavio Paz. Vio en la relación de invitados
a una recepción en casa de los Cuevas a Gabriel García Márquez y se excusó.
–¿Por qué?– preguntó extrañada Clemen.
–Porque él es amigo de Mario Vargas Llosa –respondió Cuevas,
a quien el gesto de Octavio Paz le pareció excesivo, pues era tomar partido en
pleito ajeno.
Pero así es México, complicado y querido... Tan complicado,
que dejó estupefacto a Pablo Neruda cuando advirtió que: “las artes y las
letras se producían en círculos rivales, pero ¡ay! de aquel que desde afuera
tomara partido en pro o en contra de algún personaje o de un grupo: unos y
otros le caían encima”. De esto fue testigo muy directo Mario Vargas Llosa
cuando tuvo un desentendimiento con su amigo Octavio Paz. Todos los
intelectuales mexicanos, enemigos y amigos de Paz, se sintieron agraviados por
Mario Vargas.
En esas fechas se había producido el escándalo del puñete que
le propinó Mario al Gabo, noqueándolo, lo que desató un escándalo periodístico
y la guerra entre los dos divos de la narrativa latinoamericana.
Yo fui testigo excepcional de aquel célebre match de box de
un solo golpe y muchos bemoles...
Ocurrió un día en que se estrenaba en México una película con
guión de Mario Vargas Llosa. Era un film que relataba un accidente de aviación
ocurrido años atrás en los Andes. Accidente muy difundido por la prensa cuando
ocurrió y extremadamente truculento: los sobrevivientes al impacto con la
montaña, un grupo de muchachos uruguayos, lograron mantenerse vivos hasta que
llegó el rescate gracias a que se alimentaron con la carne de los viajeros
muertos. Este acto de canibalismo lo lograban disimular haciendo pequeñas bolas
con carne y nieve que luego tragaban cerrando los ojos y procurando no recordar
a los amigos desaparecidos... Los bloques gigantes del hielo andino hacían de
congeladora... y el “alimento” duraba sin término en buenas condiciones.
Argumento semejante explicaba por qué Patricia, la mujer de Mario, no estaba al
lado de su marido entre los asistentes a la función. Le hubiera sido imposible
soportar el filme. Su hermana había muerto en una tragedia aérea.
Por culpa del endemoniado tránsito de la ciudad, llegaba yo
tarde a la función y me bajé del taxi frente al cine, pero en el lado opuesto
de la ancha y arbolada avenida donde éste se alzaba. Crucé los jardines
corriendo y, antes de llegar a la puerta, me pareció ver a un grupo de gente
conocida –Elena Poniatowska y la China Guzmán entre otros– atendiendo a alguien
postrado en una banca del parque. Pero pasé sin detenerme, pensando que ya no
encontraría en el cine a los que me sentía obligado a saludar. Sabía que allí
no podía faltar Benjamín Wong y con esa perspectiva no debía estar ausente en
un acto cultural al que asistirían Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y
todo México intelectual...
Al entrar me di con el hall vacío y la sala de proyección
ventilándose con las puertas abiertas... ¡Llegaba tarde, ya todo había
concluido! Sin embargo, al voltear la cara a la derecha, en un salón de espera,
con bar, vi gente... Me acerqué y me di con el siguiente cuadro: al centro del
lugar, en silencio absoluto, colocados como en fila de actores saludando frente
al público, diversas figuras de las artes y las letras mexicanas miraban al
vacío, entre ellos Mario, en medio, con Benjamín Wong a su lado. No vi a nadie
más que a los dos. Y de primer momento creí, por el natural egocentrismo
humano, que el silencio sepulcral lo había producido mi presencia... Pero me
animé a avanzar y saludé con un corto abrazo a Mario, que estaba hierático, y
al darle la mano a Wong éste me jaló suavemente y me dijo al oído:
–Hace dos minutos ha estado tendido en el suelo que está
usted pisando Gabriel García Márquez... Mario le dio un solo golpe y lo noqueó,
diciéndole: “esto por lo que le hiciste a Patricia en Barcelona”.
Me quedé petrificado y me añadí a la fila entre Mario y Wong.
El silencio siguió cortando el aire. Hasta que Wong, siempre al oído me
preguntó:
–¿Sabe usted quién es esa persona de rasgos orientales
sentado en un taburete del bar?
Yo sonreí para mis adentros y le informé al chinísimo Wong:
–Es Kasuya Sakay. Trabaja en Plural con Octavio Paz. (Todavía
no había dejado Paz la revista de Excelsior y fundado Vuelta).
–¡ Ah!
Sakay, un oriental como Wong, pero japonés, estaba junto a
una de las Pecanins, la que saludó con un tímido gesto de la mano.
El fúnebre silencio continuaba y entendí que el grupo de
afuera, en la banca, atendía a García Márquez. Luego supe que lo trataron con
un trozo de carne, un grueso bistec, que adquirieron en una carnicería vecina y
se lo aplicaron al ojo como compota.
Nadie se movía. Parecía un acto teatral en el que la escena
se inmoviliza y queda en silencio. El primero en reaccionar fue Wong. Y otra
vez a mi oído:
–Creo que lo más prudente es que usted se lleve a Mario.
–Yo no tengo movilidad.
–Los llevo yo. Mi auto espera en la puerta.
Cogí a Mario del brazo y, en compañía de Wong, partiendo el
silencio de los inmóviles ahí congregados, salimos los tres del cine y
abordamos el auto que nos abrió el chofer de Wong.
–Al hotel Génova– ordené.
(Ese encantador hotel, el Geneve, al que no se sabe por qué
razón se le llamaba Génova –¿sería por la cercanía de la calle con ese
nombre?–, hoy ha sido fagocitado por una de esas cadenas para las cuáles no
existen personas sino tarjetas).
Recién unos minutos después de partir hacia el hotel habló
Mario. Estaba preocupado por lo que diría la prensa. Wong se comprometió a
tratar de reducir al máximo la publicidad del escándalo.
–Porque será imposible callarlo por completo. Ha habido
demasiada gente relacionada con el periodismo a la hora de su gancho de derecha,
mi estimado Mario...
Los tres reímos, pero conteniéndonos. El asunto no estaba
para bromas...
–Yo creo, Mario, que estás ofuscado por la reciente posición
del Gabo y has querido disimular tu enojo político con eso de “por lo que le
hiciste a Patricia en Barcelona”... Pero así has agravado tu desborde
boxístico... Aunque no es hora de lamentar sino de lograr que los periódicos
sean discretos y eso queda en las buenas manos del señor Wong.
Al poco rato, gracias a la habilidad del chofer, estuvimos en
la puerta del hotel, en la Zona Rosa. Wong se despidió y los dos bajamos del
auto y directamente fuimos al cuarto. Patricia esperaba a Mario con los cañones
listos para disparar y disparó. Estaba enterada de todo.
–¡Imbécil! ¡Creeetino!... ¿Qué te has creído?... Me has
puesto a mí de hazmereír público.
Y voló una lámpara por el aire en dirección a la cabeza de
Mario.
–Me ha llamado la Gaba, medio mundo... ¡Eres un imbécil!
¡Creeetino!...
El fuego de Patricia iba creciendo y las lámparas volaban por
los aires en búsqueda de la cabeza de Mario, quien, hierático, no abría la
boca... Me deslicé al teléfono y llamé a Clemen. Era la única que podía apagar
el incendio. Yo no me atrevía a soltar una palabra.
A pesar de la distancia y del tránsito, Clemen llegó en pocos
minutos y su presencia tuvo la virtud de que se aquietaran las llamas. Se
acercó a Patricia, le habló y la hizo reflexionar... Hubo un largo y quieto
silencio, que yo me atreví a romper:
–Lo prudente, me parece, es que salgamos a cenar –y así fue.
A pie nos dirigimos los cuatro a un restaurante cercano, creo
recordar que era de comida alemana, y durante la cena no se volvió a tocar el
tema como no fuera para hacer unos chistes medidos, muy mesurados, hasta
insulsos. La presencia de Clemen había traído la paz.
Al día siguiente los periódicos no fueron un modelo de
discreción, aunque sin exageraciones. Y el ambiente que rodeó al “suceso de la
semana”, que amenazó un momento con volverse una riña de dimes y diretes de
barrio bajo –”mi marido no se acuesta con feas”–, por fortuna, en pocos días se
esfumó.
Fuente: Biblioteca
Francisco Igartua - Archivo Documentario y Fotografico Fondo Editorial Revista
Oiga