Francisco Igartua |
Pero el que no se politice el tema no quiere decir que la prensa de opinión, como es OIGA, se calle y no haga el análisis de lo ocurrido. El público debe estar bien informado sobre nuestra política de fronteras para entender por qué las relaciones exteriores de un país no deben politizarse, no deben ser usadas en beneficio de ningún gobierno en particular -menos en beneficio personal de nadie- y deben ser concretadas con conocimiento de la ciudadanía y con el mayor consenso nacional posible.
Hagamos un poco de historia. Cuando el señor Alberto Fujimori, presidente constitucional en esos momentos, anunció su disposición a solucionar los diferendos con Ecuador, Chile, entredichos subsistentes por negarse estas dos naciones a cumplir tratados aprobados a plenitud por las partes, uno en Río en 1942 y el otro en Lima en 1929.
Fue una obligación aplaudir esa iniciativa e incorporarla a la lista de los aciertos de su régimen. Al contrario mereció ser rechiflado cuando; por capricho, dejó largo tiempo sin embajador a nuestra representación en Brasil. Esa frontera es demasiado importante para que ese país fuera desairado, a causa del disgusto que tuvo Fujimori porque el Congreso baloteó el nombramiento de un amigo suyo, ministro de Alan García, para la embajada en Brasilia. La importancia del asunto era obvia: tanto por la línea fronteriza misma, que es enorme, como por la condición de país garante del Tratado de Río que tiene Brasil.
Resolver las tensiones con Quito y' Santiago era un objetivo casi tan importante como enfrentar con decisión lo que era el problema número uno del país -el terrorismo- y la reincorporación del Perú al mundo financiero internacional. Pero si al decidir esta orientación a nuestra política exterior, que es tarea presidencial, estuvo en lo justo, cometió gravísimo error cuando, con arrogancia y autosuficiencia, puso de lado a los expertos de Torre Tagle y pretendió él, personalmente, realizar las tratativas, con ánimo de lograr en exclusiva la cosecha de los triunfos, que le parecieron tener al alcance de la mano. Viajó tres veces a Ecuador, cayó en el tremendo yerro de aplaudir y abrazar al presidente Durán Ballén que acababa de hablar de diferendo territorial con el Perú. Y peor aún, en un paseo pesquero, se puso a revisar mapas, trazando cambios fronterizos, con su colega ecuatoriano. Toda una serie de idas y venidas en el aire y en falso, que no han servido para nada. Durán BaIlén no ha visitado el Perú y se crearon desmesuradas esperanzas en Quito, con lo que las diferencias con Ecuador se han agravado en lugar de haberse resuelto. Todo por querer el señor Fujimori reemplazar, él solo, a todo el servicio diplomático peruano, que algo conoce del oficio. Quiso dar lecciones de diplomacia a los diplomáticos y salió trasquilado, como está a la vista.
Todo esto lo debe saber la ciudadanía para poder juzgar cuando se ponga a debate nacional -no político- este tema. Le servirá para formarse una opinión ilustrada de los hechos.
Y en cuanto al problema creado por la resistencia chilena a cumplir el Tratado de 1929, hay que decir que ocurrió lo mismo. Unas negociaciones que venían desarrollándose profesionalmente, dirigidas por la Cancillería, desde el gobierno anterior, Fujimori las quiso continuar a su estilo, asumiendo él el comando de la operación. De nuevo puso de lado a Torre Tagle y con un embajador obsecuente y un abogado muy distinguido del foro limeño, especialista en cuestiones tributarias y dilettante en derecho internacional -ignorante, además, de los detalles del conflicto-, quiso resolver el diferendo en secreto, sin informar nada a nadie, ni siquiera a la Comisión Consultiva de Relaciones Exteriores. Prepotentemente, sin debate nacional alguno, creyendo que era fácil rematar el trabajo adelantado por el canciller Allan Wagner, Fujimori hizo concluir las negociaciones y con gran pompa, en uno de los salones más cargados de arañas de cristal de Palacio, con su presencia; para darle mayor seriedad y solemnidad al acto, los ministros de Relaciones Exteriores de Chile y el Perú firmaron las Convenciones de Lima. Para Fujimori se había resuelto el viejo problema de Tacna y Arica y él se coronaba de gloria.
Pero ocurrió que los entendidos en materia de Tratados, los historiadores, los periódicos, las damas de Tacna... encontraron que el Tratado de 1929 había sido saltado a la garrocha por las Convenciones. Estas protestas llegaron al Congreso y ahí se congeló la victoria de Fujimori.
En esos momentos, el Congreso -o sea el propio Fujimori- debió retornar los documentos a Palacio para, por intermedio de Torre Tagle, reiniciar las negociaciones con la Cancillería chilena. Era lo correcto, lo profesional, frente a la mayoritaria oposición ciudadana a las Convenciones. Pero Fujimori insistió en dejar los documentos en el Congreso con ánimo no de convencer al país de las bondades del arreglo sino de esperar el momento oportuno para que su Congreso lo aprobara prepotentemente, entre gallos y medianoche, e imponer al país hechos consumados.
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