Francisco Igartua |
-Creí que no ibas a llegar a tu casa. Lo que, sin duda, es algo exagerado.
No hemos llegado a los extremos gansteriles de los años treinta. Pero sí es cierto que el país está gobernado por estas dos mafias. Sobre la militar poco o nada podría añadir a las muchas crónicas publicadas en esta y otras revistas sobre los actos de gobierno, con paseo de tanques por las calles, tomadas por la cúpula militar, y sobran los detalles difundidos sobre el asesinato de los estudiantes y el profesor de La Cantuta. También se conocen aunque más soterradamente, la matanza de Barrios Altos y la desaparición de universitarios en Huancayo; así como los altaneros pronunciamientos políticos del alto mando militar en diversas circunstancias. Tampoco son desconocidos los controles sobre las comunicaciones y más de una vez -no todas- los medios de difusión han dado cuenta de diversas 'visitas' -unas veces uniformadas y otras sin dejar rastro- en las que, por ninguna justificación policial o por la falta de indicios de robo, no pueden dejar de ser gestos clarísimos de amedrentamiento político, sólo achacables al Servicio de Inteligencia Militar.
Todo esto es verdad y está al margen de los aciertos del régimen en el campo económico; aunque aciertos no tan sobredimensionados como los quieren ver muchos peruanos y no pocos burócratas internacionales, que se niegan a advertir que, junto a las correcciones inevitables en el campo macroeconómico, se han agigantado los problemas de la deuda externa, igual que el cuadro de extrema pobreza, los índices de desnutrición y la geografía de las enfermedades críticas. También el aterrante poder de la mafia militar es una realidad que convive con los éxitos del gobierno en la lucha antisubversiva, éxitos que no son ajenos a la liquidación del marxismo como base ideológica del terrorismo y a la caída del Muro de Berlín, con su consecuente corte de apoyo logístico, moral y económico a las subversiones de signo comunista. A lo que es necesario añadir: en los indudables logros antiterroristas de los últimos años -como la captura de Guzmán, por ejemplo- en nada influyó el autogolpe militar del señor Fujimori. El operativo Guzmán lo tenía montado la Dincote -e iba por muy buen camino desde mucho antes que se produjera la quiebra del orden constitucional. Esto es historia y no historieta electoral.
Pero en esta oportunidad me toca hablar de la otra mafia que controla al gobierno peruano, de la mafia japonesa, mafia que preside el señor Alberto Fujimori Fujimori.
No hay en esta referencia ningún prejuicio racial. Primero porque, por la información que poseo, la mayoría de japoneses e hijos de japoneses que residen en el Perú no forman una comunidad de mafiosos. Y, segundo, porque mal puede caer en este tipo de xenofobia quien, como yo, igual que ellos, recién estoy echando mis propias raíces en estas tierras.
Y esto de la mafia japonesa tampoco es un cuento, es historia; que ahora acrecienta su verosimilitud, cuando el problema de la corrupción estalla en la cara al propio Fujimori y ya no puede ir dando la callada por respuesta, poniendo cara de palo o abrazando, dándoles credencial de buena conducta, a pícaros comprobados como Raúl Vittor Alfaro, ministro en un reducto del primer mandatario donde, por denuncia que OIGA publica en esta edición, se hace el montaje del modus operandi de la mafia para extorsionar a los desesperados del Perú... y quién sabe a otros ciudadanos no tan desesperados. El hombre de Palacio en estos operativos es el viceministro de la Presidencia Carlos Tsuboyama Matsuda, quien, por lo que se aprecia en los documentos que aparecen más adelante en esta edición, actúa con control remoto sobre otras dependencias estatales.
Aunque es mejor que vayamos al comienzo de la historia, para tener una visión más precisa de los hechos y, a la vez, para que el relato de lo ocurrido sirva para poner algo de luz en el enfrentamiento de la señora Susana Higuchi con el poder de los Fujimori.
Cuando se produjo la denuncia de la señora Higuchi contra sus concuñados por el mal uso que, según ella, se estaba dando a las donaciones japonesas, recibí la visita desesperada de un amigo y de una asistenta de la primera dama. Me venían a pedir protección para la señora Susana.
Yo creí que estaba soñando o que me estaban tomando el pelo. ¿Cómo podría yo, revista de oposición, perseguido económicamente por el régimen, proteger a nadie, si no lo podía hacer conmigo mismo?
-Lo que queremos es que se sepa lo que ha ocurrido y sabemos que usted es capaz de hacerlo. La señora Susana ha sido secuestrada.
-¿Qué?
-Sí. Creemos que está en el Pentagonito.
-Bueno, cuenten conmigo. Aunque, desgraciadamente, la revista está ya impresa. Será para la próxima semana. Estemos en contacto.
Al día siguiente, el amigo de la familia Higuchi llegó a las oficinas de OIGA é invitó a almorzar a su casa a nuestra gerente general, Carolina Arias. Ella aceptó y fue, además, en representación mía.
En el almuerzo se presentó la familia Higuchi, totalmente abatida y apesadumbrada, aunque mostrando un gran fervor religioso y mucho coraje frente a cualquier desastre que les pudiera ocurrir.
-Ustedes -dijo uno de ellos- no tienen idea de lo que son capaces los Fujimori y tememos por lo que le pueda ocurrir a nuestra hermana. A nosotros nos pueden quitar todo, no importa. Basta que nos queden las manos para volver a comenzar a trabajar. Confiamos en Dios. Pero nos preocupa Susana.
Carolina Arias volvió a dar seguridades de que haríamos todo lo que estuviera a nuestro alcance...
Sin embargo, al día siguiente, por medio de una llamada telefónica, pidieron que no dijéramos una palabra sobre el tema.
OIGA cumplió con lo que se le pedía y meses después apareció como una sombra la señora Susana Higuchi. Y así siguió por mucho tiempo.
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