PIEDRA DE TOQUE
Entre los escombros
Los radicales de Hamás salen fortalecidos tras los ataques de
Israel gracias al rencor, el odio y la sed de venganza que la población de Gaza
sentirá después de esta lluvia de muerte y destrucción
MARIO VARGAS LLOSA 10 AGO 2014 - 00:00 CEST
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Fernando Vicente
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Escribo este artículo al segundo día del alto el fuego en
Gaza. Los tanques israelíes se han retirado de la Franja, han cesado los
bombardeos y el lanzamiento de cohetes, y ambas partes negocian en El Cairo una
extensión de la tregua y un acuerdo de largo alcance que asegure la paz entre
los adversarios. Lo primero es posible, sin duda, sobre todo ahora que Benjamín
Netanyahu se ha declarado satisfecho –"misión cumplida", ha dicho–
con los resultados del mes de guerra contra los gazatíes, pero lo segundo –una
paz definitiva entre Israel y Palestina– es por el momento una pura quimera.
El balance de esta guerra de cuatro semanas es (hasta ahora)
el siguiente: 1.867 palestinos muertos (entre ellos 427 niños) y 9.563 heridos,
medio millón de desplazados y unas 5.000 viviendas arrasadas. Israel perdió 64
militares y 3 civiles y los terroristas de Hamás lanzaron sobre su territorio
3.356 cohetes, de los cuales 578 fueron interceptados por su sistema de defensa
y los demás causaron solo daños materiales.
Nadie puede negarle a Israel el derecho de defensa contra una
organización terrorista que amenaza su existencia, pero sí cabe preguntarse si
una carnicería semejante contra una población civil, y la voladura de escuelas,
hospitales, mezquitas, locales donde la ONU acogía a refugiados, es tolerable
dentro de límites civilizados. Semejante matanza y destrucción indiscriminada,
además, se abate contra la población de un rectángulo de 360 kilómetros
cuadrados al que Israel, desde que le impuso, en 2006, un bloqueo por mar, aire
y tierra tiene ya sometido a una lenta asfixia, impidiéndole importar y
exportar, pescar, recibir ayuda y, en resumidas cuentas, privándola cada día de
las más elementales condiciones de supervivencia. No hablo de oídas; he estado
dos veces en Gaza y he visto con mis propios ojos el hacinamiento, la miseria
indescriptible y la desesperación con que se vive dentro de esa ratonera.
El conflicto puede extenderse a todo el Oriente Próximo y
provocar un cataclismo
La razón de ser oficial de la invasión de Gaza era proteger a
la sociedad israelí destruyendo a Hamás. ¿Se ha conseguido con la eliminación
de los 32 túneles que el Tsahal capturó y deshizo? Netanyahu dice que sí pero
él sabe muy bien que miente y que, por el contrario, en vez de apartar
definitivamente a la sociedad civil de Gaza de la organización terrorista, esta
guerra va a devolverle el apoyo de los gazatíes que Hamás estaba perdiendo a
pasos agigantados por su fracaso en el gobierno de la Franja y su fanatismo
demencial, lo que lo llevó a unirse a Al Fatah, su enemigo mortal, aceptando no
tener un solo representante en los Gobiernos de Palestina y de Gaza e incluso
admitiendo el principio del reconocimiento de Israel que le había exigido
Mahmud Abbas, el Presidente de la Autoridad Nacional Palestina. Por desgracia,
el desfalleciente Hamás sale revigorizado de esta tragedia, con el rencor, el
odio y la sed de venganza que la diezmada población de Gaza sentirá luego de
esta lluvia de muerte y destrucción que ha padecido durante estas últimas
cuatro semanas. El espectáculo de los niños despanzurrados y las madres enloquecidas
de dolor escarbando las ruinas, así como el de las escuelas y las clínicas
voladas en pedazos –"Un ultraje moral y un acto criminal", según el
Secretario General de la ONU, Ban Ki-Moon– no van a reducir sino multiplicar el
número de fanáticos que quieren desaparecer a Israel.
Lo más terrible de esta guerra es que no resuelve sino agrava
el conflicto palestino-israelí y es solo una secuencia más en una cadena
interminable de actos terroristas y enfrentamientos armados que, a la corta o a
la larga, pueden extenderse a todo el Oriente Medio y provocar un verdadero
cataclismo.
El Gobierno israelí, desde los tiempos de Ariel Sharon, está
convencido de que no hay negociación posible con los palestinos y que, por lo
tanto, la única paz alcanzable es la que impondrá Israel por medio de la
fuerza. Por eso, aunque haga rituales declaraciones a favor del principio de
los dos Estados, Netanyahu ha saboteado sistemáticamente todos los intentos de
negociación, como ocurrió con las conversaciones que se empeñaron en auspiciar
el Presidente Obama y el Secretario de Estado John Kerry apenas este asumió su
ministerio, en abril del año pasado. Y por eso apoya, a veces con sigilo, y a
veces con matonería, la multiplicación de los asentamientos ilegales que han
convertido a Cisjordania, el territorio que en teoría ocuparía el Estado
Palestino, en un queso gruyère.
Esta política tiene, por desgracia, un apoyo muy grande entre
el electorado israelí, en el que aquel sector moderado, pragmático y
profundamente democrático (el de Peace Now, Paz Ahora) que defendía la
resolución pacífica del conflicto mediante unas negociaciones auténticas se ha
ido encogiendo hasta convertirse en una minoría casi sin influencia en las
políticas del Estado. Es verdad que allí están, todavía, haciendo oír sus
voces, gentes como David Grossman, Amos Oz, A. B. Yehoshúa, Gideon Levy, Etgar
Keret y muchos otros, salvando el honor de Israel con sus tomas de posición y
sus protestas, pero lo cierto es que cada vez son menos y que cada vez tienen
menos eco en una opinión pública que se ha ido volviendo cada vez más
extremista y autoritaria. (Es sabido que en su propio Gobierno, Netanyahu tiene
ministros como Avigdor Lieberman, que lo consideran un blando y amenazan con
retirarle el apoyo de sus partidos si no castiga con más dureza al enemigo).
Cegados por la indiscutible superioridad militar de Israel sobre todos sus
vecinos, y en especial Palestina, han llegado a creer que salvajismos como el
de Gaza garantizan la seguridad de Israel.
Los bombardeos contra la población civil de Gaza han tenido
en el mundo entero un efecto terrible
La verdad es exactamente la contraria. Aunque gane todas las
guerras, Israel es cada vez más débil, porque ha perdido toda aquella
credencial de país heroico y democrático, que convirtió los desiertos en
vergeles y fue capaz de asimilar en un sistema libre y multicultural a gentes
venidas de todas las regiones, lenguas y costumbres, y asumido cada vez más la
imagen de un Estado dominador y prepotente, colonialista, insensible a las
exhortaciones y llamados de las organizaciones internacionales y confiado solo
en el apoyo automático de los Estados Unidos y en su propia potencia militar.
La sociedad israelí no puede imaginar, en su ensimismamiento político, el
terrible efecto que han tenido en el mundo entero las imágenes de los
bombardeos contra la población civil de Gaza, la de los niños despedazados y la
de las ciudades convertidas en escombros y cómo todo ello va convirtiéndolo de
país víctima en país victimario.
La solución del conflicto Israel-Palestina no vendrá de
acciones militares sino de una negociación política. Lo ha dicho, con
argumentos muy lúcidos, Shlomo Ben Ami, que fue ministro de Asuntos Exteriores
de Israel precisamente cuando las negociaciones con Palestina –en Washington y
Taba en los años 2000 y 2001– estuvieron a punto de dar frutos. (Lo impidió la
insensata negativa de Arafat de aceptar las grandes concesiones que había hecho
Israel). En su artículo La trampa de Gaza (El País, 30 de julio del 2014)
afirma que "La continuidad del conflicto palestino debilita las bases
morales de Israel y su posición internacional" y que "el desafío para
Israel es vincular su táctica militar y su diplomacia con una meta política
claramente definida".
Ojalá voces sensatas y lúcidas como las de Shlomo Ben Ami
terminen por ser escuchadas en Israel. Y ojalá la comunidad internacional actúe
con más energía en el futuro para impedir atrocidades como la que acaba de
sufrir Gaza. Para Occidente lo ocurrido con el Holocausto judío en el siglo XX
fue una mancha de horror y de vergüenza. Que no lo sea en el siglo XXI la
agonía del pueblo palestino.
Marbella, 7 de agosto del 2014
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