Las ausencias nacen cuando se apagan las existencias.
Podría decirse que con Sebastián Salazar Bondy la amistad empezó a golpes, luego de un primer encuentro en que, como caballeros, se batieron por diferencias en criterios estéticos respeto a una obra de teatro; ambos se convertirían en íntimos amigos. Salazar Bondy, sucumbió a la crisis que lo mataría poco después mientras redactaba en Oiga, y fueron estas las últimas palabras escritas: “Que linda seria la vida si tuviera música de fondo”. El siguiente artículo publicado por Francisco Igartua, en el semanario Jornada de 1944, prendió la mecha que dio comienzo a esta gran amistad.
Marginalia
Los niños terribles
Salían de la escuela y se diseminaban por las calles, vocingleros y alegres, discurriendo a su modo sobre las incidencias del día. Fluctuaban entre la niñez y la adolescencia. Matizaban, a todo pulmón su coloquio diciéndose de “zamba canuta” para arribe lo que es bastante decir. Era una jerigonza de epítetos, lo más procaces, puestos como motes a sus maestros. Los seguí de cerca. Pensé en la “escuela nueva” que es un sistema educativo de lo más cómodo e interesante. El maestro, según las normas que la disponen, es pasivo; el alumno es lo dinámico de la clase. El hace y deshace. El maestro orienta, encauza, dirige, vigila. Nada de malos tratos. Nada de castigos. Nada de reproches duros.
Pero estos niños gritábanse, empujábanse, maldecíanse y maldecían, empujaban y gritaban a los demás: a los transeúntes y a sus maestros, a sus padres y a sus parientes. La patria cifra en ellos su porvenir. El dómine de la palmeta y el látigo pasó a la historia. Pasó a la historia con todos los sistemas que recurrían a la sanción dura e intolerante. Ya no se puede aceptar la existencia de un Clérigo Cerbatana –como aquel de Quevedo– que mataba de hambre a los alumnos y dejaba caer su rigor sobre el seco pellejo de sus amojamados educandos. Ahora se usa de la palabra convincente, de la lección bondadosa, del amor, sí, del amor sobre todo.
Pero, a pesar de esto, todos los niños, como aquellos de que comencé a escribir, andan por las calles —¡y me imagino que en el aula también!—con la más incorrecta de las urbanidades — urbanidad, de urbe sin duda. — No es que quiera que los dichos infantes se estén calladitos como piezas de ajedrez y sin una sonrisa y sin una pizca de holgorio. Que sean retozones y simpáticos, que sean avispados y simples; que sean holgazanes, cretinos, estudiosos o memoristas. Pero que sean urbanos, que tengan urbanidad. Que no lancen interjecciones en el tranvía, ni que se jalen de los pelos en la calle, ni que se líen a puñadas en plena vía. Esto yo no sé si lo contempla la nueva educación, pero si estoy seguro que los viejos magisters de antaño lo tenían como primerísima e importantísima función: enseñarles que se debe respetar al prójimo y que el prójimo es el próximo, el vecino, el que está al lado; enseñarles a mirar las canas y las faldas con respeto: Que no le digan piropos procaces a las niñas, ni a las mozas, ni a las ancianas.
Yo sé que ya no se les debe meter en la cabeza cuál es el pluscuam perfecto del verbo yacer, ni cómo se diferencia una cláusula rítmica trocaica de una yámbica.
Nada de esto. Formación del estilo. Sé, también, que, no se les debe obligar a aprender quién fue Bamba o Gudemundo; ni porqué causa secreta y desconocida Childerico III no se rasuraba el pelo: Pero a andar con compostura, con corrección, eso sí se debe enseñar. Porque si la nueva educación va a descuidar tan importante asunto creo que ante uno de esos desafueros infantiles, ante una de esas mataperradas de muy mal gusto, tendremos –parodiando a El Murciélago cuando sufría a los libertos– que decir: iViva la Libertad! iViva la escuela nueva!
E.S.E.
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