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DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

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«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

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UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

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lunes, 17 de febrero de 2014

Oiga

Francisco Igartua y una pasión quijotesca

Francisco Igartua y una pasión quijotesca

Francisco Igartua y una pasión quijotesca
Francisco Igartua y una pasión quijotesca

Francisco Igartua y una pasión quijotesca

Francisco Igartua y una pasión quijotesca

Francisco Igartua y una pasión quijotesca

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Francisco Igartua y una pasión quijotesca

Francisco Igartua y una pasión quijotesca

Francisco Igartua y una pasión quijotesca

Francisco Igartua y una pasión quijotesca

martes, 9 de julio de 2013

LA TERCERA

¿Cuándo fue que se jodió el Perú?
Por Francisco Igartua

EN estos días efervescentes -de resurgimiento económico- que vive la República, en los que se observa, por un lado, voluntad y empeño del gobierno por realizar sus planes y cumplir las recomendaciones del FMI y del Banco Mundial, y en los que, por otro lado, se advierte un claro estilo fascista, con una desmedida arrogancia que muchas veces cae en el abuso y el atropello, bueno es mirar hacia atrás, a releer lo ya escrito. En estos días en que la economía nacional va abriendo posibilidades insospechadas de desarrollo, a la vez que va creciendo el hambre y la desocupación -la miseria en sus distintas tonalidades- y se comprueba cómo va el Estado fagocitándose a todas las instituciones, llevando al país a un centralismo agobiante, que la mayoría acepta por inercia o por ignorancia de lo que éste significó en nuestra historia y en la de otros pueblos; en estos días tan contradictorios y tan difíciles de analizar con sosiego, no hay mejor manera de hallar algo de luz que mirando al pasado, hurgando en las lecciones del ayer alguna explicación a los desconcertantes hechos de la palpitante actualidad.
No me ocuparé, pues, en esta edición del adiós, de destacar acongojado el comportamiento atropellador de la mayoría parlamentaria, que se niega a investigar las cuentas de los últimos años del Parlamento y decide hacer cera y pabilo con los congresistas del 80 al 90, insistiendo en tergiversar la visión histórica de la ciudadanía recordando tiempos cercanos de ingrata memoria colectiva para que el presente -al que no le faltan raterías y le sobran arrogancias napoleónicas- sólo sea comparado con el desastroso paso de Alan García por el gobierno.

Para ofrecer una visión lo más clara posible de lo que ocurre hoy ante nuestros ojos nada mejor que volver la vista atrás; para el caso, repetir –actualizándolo- el artículo que escribí hace algunos años bajo el título de “Cuándo fue que se jodió el Perú”.

Esta dramática pregunta -¿Cuándo fue que se jodió el Perú?-, recogida de memoria de un texto de nuestra reciente literatura, refleja con dolorosa precisión la inquietud actual de la inteligencia peruana, que no halla en el paso de Alan García por el gobierno un episodio crucial sino apenas una desgraciada anécdota. Es una pregunta que revela la clarividente sensibilidad de quien puso por escrito esta gran interrogante nacional, que se ha hecho persistente en demanda de respuesta, de aclaración sobre nuestra existencia como país, en no pocos círculos intelectuales del Perú. Es una interrogación que se ha transformado en angustiosa necesidad de hurgar en los recovecos del pasado y del presente en busca de una explicación al espectáculo de descomposición que nos rodea, a pesar de los pasos positivos que en muchos campos se están dando en el gobierno del presidente Alberto Fujimori.
¿Cuándo fue que se jodió el Perú? No fue en el Incario, porque entonces estas tierras eran apenas embrión de un país no nacido. Tampoco fue en la Colonia. Eran tiempos en que la historia no existía fuera de los mares europeos –que abarcaban las aguas del mundo- y cualquier país de la periferia europea, cercano o lejano a aquella historia, estaba en el limbo, no tenía un porvenir señalado (aunque no sería ocioso apuntar de paso que los virreinatos de México y el Perú eran entonces los territorios más desarrollados de toda América).

¿Fue con la República que se jodió el Perú?

Aquí ya se trata de nuestros días y de nuestras responsabilidades. Sin embargo, los primeros decenios de vida independiente transcurren por igual, con similares rivalidades entre caudillos, en toda América Latina; sin que Lima dejara de ser en esos años la capital más importante de América del Sur. Hasta esa etapa, las posibilidades de desarrollo para la incipiente nación peruana eran iguales o mayores que las de Colombia, Chile o Argentina.

Nuestro primer gran contratiempo recién llega a mediados del siglo pasado y es obra de peruanos. Son los peruanos desterrados en Chile, con el futuro mariscal Castilla a la cabeza, los que alientan la expedición chilena que en Yungay derrota y destruye a la Confederación Perú-boliviana, creada por Santa Cruz con la visionaria intención de corregir el despechado despropósito de Bolívar y rehacer el territorio histórico del Perú.

Es imposible desde hoy, desde nuestro trágico presente, vislumbrar lo que hubiera sido la reunificación peruana, esa república que soñaron algunos espíritus visionarios, ese Perú que pudo ser y no fue. De todos modos, si hubiera sido un territorio más grande y más rico, con una Sierra más potente frente a la lánguida y amodorrada Lima -ciudad cuyo nombre tiene fragancia de fruta asexuada-; y quién sabe si de ahí, de un diálogo vital entre la Costa y los Andes, hubiera surgido la nación que aún no logramos forjar.

Pero la historia no se hace con lo que pudo haber sido y no fue. No podemos, por ejemplo, adivinar siquiera el Perú que hubiéramos heredado de las rebeldías de Gonzalo Pizarro o de la enloquecida correría de Lope de Aguirre por selvas, cordilleras, ríos y mares en búsqueda del reino de la libertad, que él quiso ubicar en tierras del Pirú. La historia es hija de los hechos, de lo ocurrido y constatado. No es de la imaginación ni de los deseos. Puede sí serla de los olvidos.

Es historia, por ejemplo, la glorificación en el Perú del mariscal Castilla y también es historia la canción que a diario se escucha cantar a los niños en las escuelas de Chile:

“Cantemos la gloria
del triunfo marcial
que el pueblo chileno
obtuvo en Yungay…”

Son, en realidad, la misma historia. Pero mientras que en un lado -en Chile- se tiene memoria correcta de lo que fue un hito importante en la formación de su país como nación, en la otra parte -en el Perú- ni siquiera se recuerda que fue Castilla quien capitaneó esas huestes chilenas, destructoras de la Confederación que reunificaba al Perú que Bolívar dividió por vengarse de los desprecios de Lima.

Como vemos, no hay siquiera memoria de nuestro primer gran contratiempo, prolegómeno del segundo, del descalabro militar de 1879.

La pérdida de la guerra postró al Perú. Lo hizo caer en el abismo de la ruina económica y moral. Y, en este caso, la humillación nos abrumó hasta tal punto que se ha hecho obsesión nacional su recuerdo. Lo que tampoco es sano ni fecundo.

Sin embargo, a pesar de esos dos tremendos desastres, no fue entonces que el Perú se jodió. Con tenacidad, con esfuerzos propios, con confianza en el destino patrio, el Perú se recuperó y, a finales del siglo pasado y comienzos del novecientos, floreció nuestra agricultura y la minería peruana respaldaba una moneda que iba “a la par con Londres”. Todavía no eran los tiempos del dólar, reinaba en aquella época la libra esterlina.

Nos hallábamos, es cierto, lejos de la posición privilegiada del virreinato, pero no teníamos el porvenir perdido, el futuro nos podía sonreír en cualquier momento y había modo de contrarrestar la ventaja que nos llevaban los países hermanos bañados por el Atlántico, eje entonces del comercio y las relaciones internacionales.

Lima era una fiesta en aquellos años de la República Aristocrática -la de Piérola y Pardo- y en las provincias las injusticias ancestrales se sentían menos; ilusión del porvenir, construyó Leguía su Patria Nueva con carnavales populares, carreteras, avenidas, puertos y derroche de ilusiones financieras y juegos eléctricos. El Perú, por muy grandes que fueran sus problemas escondidos bajo las alfombras o entre los pliegues andinos, podía hacer el esfuerzo de ponerse “a la par con Londres” en cuestiones sociales, políticas y económicas. A pesar de la dictadura y el centralismo leguiísta, no había llegado la hora en que se jodió el Perú. Sí quedó sembrada con Leguía una semilla perniciosa que contribuyó con el tiempo al desastre nacional: Leguía hizo irrisión de nuestra institucionalidad. El presidente lo fue todo.

El “crac” del 29 remeció al mundo y tumbó a Leguía. Un legendario comandante, Sánchez Cerro, “el Mocho”, se alzó en Arequipa y entró triunfante a Lima. Se desató la barbarie, pero el Perú siguió andando a pesar de la demagogia, del crimen político, de los petardos y de la anarquía que el APRA inauguró, introduciendo en el país los métodos violentos que el fascismo y el comunismo habían patentado en Europa. Y a pesar también de la violenta reacción del gobierno sanchecerrista.

Tras el asesinato de Sánchez Cerro, el general Óscar R. Benavides interviene para pacificar los ánimos e impedir que el país se paralice. Lo logra usando viejos sistemas policíacos y deja como sucesor a Manuel Prado, un personaje que no haría mover al país en ninguna dirección y no cometería imprudencias en la guerra mundial que ya estallaba. Pero, al parecer, Benavides comprendía que para el desarrollo de un país es necesaria la continuidad de acción en los gobiernos; y también parecía entender que la actividad ciudadana requiere seguridad, la que sólo puede emanar de normas legales estables. Será por esto que, en 1945, el ya mariscal Benavides propicia el Frente Democrático y la candidatura del doctor Bustamante y Rivero, quien plantea como condición irrevocable que su régimen sea de transición, de primer paso a una democracia basada en la seguridad jurídica.

La impaciencia del APRA y la torpeza militar echan por tierra este inteligente camino hacia la modernización del Perú. Vamos de tumbo en tumbo, pero vamos como esas canoas que se hunden y reaparecen en los rápidos del Colca.

En 1956 aparece rutilante la figura de Belaúnde, el arquitecto del nuevo Perú, y vuelven las ilusiones que Leguía, con habilidad de prestidigitador, supo usar para encandilar a las multitudes. Pero el vencedor de las elecciones fue Prado, el pasado que persistía. Y que persistió luego en el siguiente sexenio, a pesar de los buenos deseos y de importantes logros del presidente Belaúnde.

El Perú no resiste más y en 1968, al no decidirse Belaúnde -acorralado por el APRA y Odría- a cumplir sus promesas de cambio social, estalla la revolución militar.

Y aquí sí es cuando se jodió el Perú. No porque fuera innecesario enterrar el pasado. Era necesario hacerlo y bien enterrado debiera estar. Era necesario abrir la sociedad peruana. Al Perú lo ahogaba una argolla medieval, una oligarquía despiadada en los negocios y cerrada, ciega, en lo social; sin aliento patrio, sin visión de futuro, ignorante de las nuevas ideas que se iban imponiendo por el mundo, huérfana de respuestas a las exigencias de la hora. Sin darse cuenta de cómo ni cuándo la clase dirigente peruana se había convertido en cadáver que caminaba, hablaba y hacía dinero explotando a otros, no por habilidad propia, sino gracias a una especie de quinto real, de monopolio concedido a ella por gracia divina.

La revolución se había hecho necesaria.

Pero entonces, ¿cómo fue que se jodió el Perú?

No fue por borrar el pasado; el Perú se jodió porque la revolución militar no supo escoger el camino para modernizar al país. Destruyó el ayer, no creó el mañana y no supo mantener el presente. No tenía ideas y se dejó desbordar por las corrientes socialistas que la revolución militar apañó y engordó; pero no por las corrientes modernas, actuales, de ese signo, sino por las más vulgares, las menos inteligentes, las afectas al resentimiento y a la destrucción. No se dejó llevar por principios que hubieran desembocado en el socialismo de Felipe Gonzales o Mitterrand, sino por planteamientos que han tenido que ser revisados en China y la Unión Soviética para evitar que el desastre las arrase.

El Perú se jodió cuando, obnubilada por los resplandores de las ideas de los cafés europeos y de la Iglesia “progresista”, la revolución militar escoge equivocadamente el camino estatista, el del Ogro Filantrópico en dimensión marxista.

La reforma agraria era necesaria. Pero fue una insensatez que afectara a los agricultores que mejor producían y que no tenían tierras ociosas. Otro disparate fue imponer por la fuerza un sistema cooperativo -que no lo era- en las grandes haciendas azucareras.

También era necesaria la reforma de la empresa y todas las otras reformas “revolucionarias”. Pero hubo equivocación -y grande- cuando se creó la comunidad laboral y se introdujo la estabilidad en los puestos de trabajo; hubo torpeza cuando se estatizó no sólo la pesca sino hasta a los pescadores; y hubo delirio cuando el Estado reemplazó a los particulares y se convirtió en el gran empresario. Todas ellas, medidas que dañaron al país y no favorecieron, a pesar de sus buenas intenciones, a los trabajadores.

El Perú se jodió cuando la revolución militar optó por el estatismo en lugar de tomar el camino que el país requería: modernizarse, producir y competir en el mundo alentando la imaginación de los individuos, crear riqueza para que la justicia alcance a todos. El Perú se jodió cuando la revolución militar escogió el colectivismo y este terrible mal –productor de miseria sin quererlo y sembrador de desdichas sin saberlo- se enraizó en el país con el apoyo de todas las tendencias marxistas -que iban creciendo como espuma en medio del desconcierto general- y de todos los políticos que sólo ven votos en sus decisiones de gobierno.

Quien escribe estas líneas recuerda un encuentro callejero con Eudocio Ravines en el destierro de ambos, en México. Era el año 78 y el camino de regreso se nos abría a los deportados, aun para aquellos que teníamos proceso abierto “por haber intentado desestabilizar a la República”. De esto hablábamos cuando, de pronto, tajante, el célebre removedor de inquietudes políticas, muerto trágicamente hace unos años en esa misma calle, exclamó: “No vuelvas. Ya te has abierto camino fuera y tú, en el fondo, eres un liberal. A estos militares estatistas, con absoluta seguridad, los reemplazará el APRA, que es mucho más estatista que los militares”. Luego, al notar que no tenía acogida su consejo, con voz triste, quién sabe si adivinando que nunca volvería a la patria, que moriría atropellado en el cemento muy lejos de sus verdes valles cajamarquinos, añadió: “A mí me tienen que firmar doce generales un permiso expreso de regreso al Perú, porque once firmaron el decreto que me deportó y me quitó la nacionalidad”.

Eudocio Ravines no se equivocó. A los militares colectivistas los sucedió el APRA, luego de un paréntesis en el que, como antaño, no hubo suficiente decisión de cambio.

La tragedia del Perú continuó en manos del APRA, hundiéndonos en el barro de un estatismo torpe, inmaduro, al que podríamos llamar de juguete si no hubiera producido tantos destrozos.

Dije y repito que el Perú se jodió con el gobierno militar en los años setenta; porque fue en esa época que, a la vez que se impulsó la necesaria integración nacional, se escogió como instrumento de desarrollo el colectivismo estatista, modelo que ya la experiencia mundial desaconsejaba y que ha resultado más catastrófico, castrante y negativo que cualquier otro experimento del pasado para la evolución moral, económica y jurídica del Perú. O sea que, justo en el momento en que se iniciaban los pasos para la solución al más hondo problema nacional desde el inicio de República -al problema de la integración humana del Perú-, el gobierno tomó el desastroso camino del colectivismo. De este modo, la inevitable crisis económica estalló en conflicto social y el problema del indio, aunque sufriera algunos cambios, más aparentes que reales, quedó en lo mismo: siguió siendo la gran traba al desarrollo social del Perú. Fue así como se jodió el Perú.

El hecho no ocurrió en un día equis del año 68 o del 70. Los militares que acompañaron a Velasco, igual que éste, no tenían una idea clara de lo que iban a hacer en el gobierno el día que irrumpieron en Palacio y tampoco la tuvieron en los años siguientes. Tardó un tiempo para que fueran dándose cuenta de lo que hacían, aunque nunca llegaron a ponerse de acuerdo en cuanto a las metas finales. No hay, pues, fecha para recordar y lamentar el infortunio.

Tampoco carecía de antecedentes el proceso de integración nacional que la revolución militar puso en marcha. El más reciente había sido justamente la prédica electoral del arquitecto Belaúnde y las primeras jornadas de Cooperación Popular al inicio de su régimen. Bellos instantes de diálogo fecundo, de abrazo fraterno entre peruanos de la ciudad y el campo, que desgraciadamente quedaron truncos, como cometas inconclusas que soñaron inútilmente con volar.

El Perú se jodió con la revolución militar del sesentaiocho porque, ilusamente, creímos encontrar la fuente de la felicidad en el modelo socialista. No se jodió porque en esos años se dieron pasos firmes hacia la integración peruana. No. Acelerar el paso en esa dirección era necesario para que el país fuera adquiriendo, por fin, conciencia de nación, para que los peruanos entendiéramos qué es sentido nacional. Ya que no es posible hablar de nación peruana mientras el indio, el indígena de estas tierras, no se halle incorporado, junto con los demás peruanos, a la actividad del hombre moderno; mientras no lleguemos a entender que la rabulesca eliminación de la palabra indio en el diccionario peruano no elimina -ni siquiera esconde- el problema del indio. Un problema que nos ronda desde comienzos de la República y que siempre se ha pretendido soslayar, enmascarar, olvidar. Por lo pronto, son escasos, se les podría contar con los dedos de una mano, los políticos y pensadores peruanos que han tocado sin temor el problema del indio. Entre esos pocos uno de los más lúcidos, descarnados, es José Carlos Mariátegui, quien no tiembla al hundir el dedo en la llaga cuando dice: “En el Perú, el problema de la unidad es más hondo porque no hay aquí que resolver una pluralidad de tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla ni absorberla”.

He aquí el problema magistralmente expuesto. Pero ¿cuál será la solución?, ¿cuál será el destino de estas tierras? Y la respuesta es un dilema: o nos fusionamos civilizadamente, inteligentemente, corrigiendo los desatinos del siglo y medio, o Sendero eliminará salvajemente a medio Perú para levantar sobre los escombros su patria, la de los vencedores. Esta es la hora aterradora que vive el Perú.

Pero ya dije que por mirarle el rostro al problema del indio no se jodió el Perú. Al revés, por no mirarlo, o por despreciar al indio, fue que nos ocurrieron grandes desastres -como la derrota de Yungay-; pero no sigamos con el tema por ahora. Ya habrá espacio más adelante para hablar de la arrogancia, la mezquindad y la estrecha visión limeñas contra el indio Santa Cruz, contra quien planteó establecer un diálogo vital entre la Costa y la Sierra, y así llegar a la fusión, a la integración humana de los distintos Perúes.

El Perú se jodió, repito, cuando optó, en la época de la revolución militar, por el estatismo. Cuando, en lugar de insistir en la unión nacional y ajustar los instrumentos de desarrollo a esa meta superior, optó por el enfrentamiento de clases, por el odio de razas. Se jodió cuando, sin comprensión de la realidad peruana, sin captar las corrientes modernas y sin advertir los desastres que el colectivismo había ya producido en el mundo, los militares revolucionarios, instigados por un grupo de inexpertos intelectuales marxistas, escogieron como modelo el socialista. Sí, socialista, tal como está escrito; aunque en verdad se trató de un sistema ajeno al Perú y desconocedor de sus problemas, nacido de libros y de aventuras juveniles europeas, un socialismo chato, poco inteligente, muy distante de las ideas humanistas, samaritanas, generosas, que dieron origen a esa corriente social. Un socialismo parecidísimo al que, junto a un tenso enfrentamiento racial, quiso imponer el presidente Alan García. Como si sus principales consejeros fueran los mismos jóvenes marxistas que inspiraron los traspiés militares de los años setenta.

Porque los dioses se compadecieron de nosotros en aquellos años de la “revolución militar”, el Perú no llegó a caer en el abismo cubano, aunque sí estuvimos cerca de ello. En el Perú de esos días sólo se pensó en repartir, distribuir, arrebatar. Nadie habló a las masas de producción, de rendimiento, de efectividad, de eficacia, de capacidad; y si alguien lo hacía, nadie daba un centavo por su futuro político. Menos todavía si asociaba la efectividad empresarial a la creatividad, a la imaginación del individuo, a la tenacidad, dedicación y sacrificio del propietario. Aquello tan antiguo que decía: “El ojo del amo engorda al caballo”, que muy bien conocían y aplicaban nuestros abuelos.

Esas ideas desastrosas, basadas en hacer daño al que acumuló ganancias legítimas con trabajo y perseverancia, enraizaron en el Perú y se consagraron como las mejores opciones a seguir.

Todo comenzó con la Reforma Agraria.

No porque no hubiera que hacerla -como que hay que borrar y seguir borrando todo tipo de explotación e injusticia donde éstas se encuentren- sino porque esa reforma se hizo mal y sirvió para no acrecentar el rendimiento del agro sino para activar enconos y revanchas, abusos y tropelías. Los latifundios de la Sierra eran una vergüenza, porque explotaban al campesino y porque eran, además, improductivos. Hoy, la situación en la Sierra no ha variado en cuanto a productividad -los reformistas no se ocuparon de alentar y orientar al campesino- y, si bien han desaparecido los latifundistas, no faltan otros explotadores en su reemplazo.

En la Costa era inaceptable el monopolio del algodón y el azúcar, controlado por tres o cuatro familias. Pero en lugar de dejar la industria en manos privadas y de promover auténticas cooperativas agrarias responsables de su gestión, integradas por trabajadores y técnicos, se optó por el colectivismo; y los frutos de la irresponsabilidad están a la vista. Tampoco se hizo justicia a los medianos y pequeños empresarios del campo -por lo general, ingenieros agrónomos- que habían logrado alcanzar, manteniendo buenas relaciones con sus trabajadores, grandes rendimientos en fundos de cincuenta, cien y ciento cincuenta hectáreas. A éstos jamás debió alcanzarles la reforma. Eran el motor y el futuro de nuestra agricultura.

En pocas palabras, la Reforma Agraria, desgraciadamente, significó no modernización del campo sino repartija de tierras. También hubo despojo de herramientas, maquinarias y casas- habitación. Significó la parálisis de la propiedad agrícola, porque la tierra dejó de ser un bien útil para financiar la actividad agrícola para crecer y prosperar. La tierra sólo sirvió para vegetar en ella.

Con la Reforma Agraria no aumentó la producción; al contrario, bajó y siguió bajando, porque nadie o casi nadie se atrevió a cometer el sacrilegio de ir a contrapelo de los sacrosantos mitos de esos días, como el de la Reforma Agraria, y hasta hoy hay resistencia a corregir los errores que la hacen contraproducente a los intereses del país, empobrecedora de los pobres.

(No faltará quien, al leer estas líneas, se pregunte ¿por qué Oiga no apoyó en todo momento a Fujimori?... Y la interrupción vale para aclarar que esta revista se ha cansado de puntualizar que está de acuerdo con el lineamiento general de la política económica del actual régimen, pero que también, permanentemente, ha rechazado el sectarismo liberal con la misma convicción con que repudia todo fundamentalismo. Para Oiga, las reglas del mercado deben tener excepciones, de acuerdo a la naturaleza de los pueblos y a las circunstancias del momento. Y también Oiga está en desacuerdo con las exageraciones ayatolistas, como la de hacer ilimitada la propiedad de la tierra, ya que esta disposición abre las puertas al latifundismo -que siempre será nefasto- y hará posible, aunque sea en teoría, en extravagante hipótesis, que un jefe árabe despistado o borracho, o un Midas cualquiera, se haga propietario del Perú entero. ¿Por qué no fijar extensiones tan amplias como lo recomienda la técnica y dejar abierta la posibilidad de ampliar esos límites cuando el interés nacional -igual que en las expropiaciones- amerite un acuerdo de ministros para el caso; y evitar así el otro disparate que es poner impuesto a las extensiones mayores, porque eso sería castigar a la eficiencia? ¿Por qué en Europa, que algo nos aventaja en experiencia, muchas cosas no se venden sino se conceden por 99 años?... Y, para completar el paréntesis, para que quede constancia de que la abierta oposición de Oiga al gobierno no es gratuita: Oiga cree que un gobierno no deja de ser dictadura por tener mayoría de votos -ahí están los ejemplos de Hitler y Mussolini- y estima que todo autoritarismo es negación del civilizado estado de derecho al que aspiran todos los pueblos anhelantes de un desarrollo sostenido).

Otro de los instrumentos revolucionarios que con ilusión y sano entusiasmo puso en marcha el gobierno militar fue la Comunidad Laboral. Idea alentada, sin duda, por nobilísimos propósitos y basada en impecable teoría sobre la armonización del hombre con su trabajo. Pero una cosa son los cálculos en el papel y otra la realidad. De allí que lo que se pensó como impulso a la productividad, como sustituto del sindicato, resultó constituyéndose en un añadido a las trabas que desalientan la producción.

Lo mismo podría decirse de la estabilidad laboral. Otra ley con esas buenas intenciones que empiedran el infierno, ya que en lugar de aumentar los puestos de trabajo -que era lo que se pretendía-, éstos fueron disminuyendo. Y, peor aún, esa disposición sirvió para destruir con suma eficacia la disciplina en los centros de trabajo.

Cuando se hicieron “irreversibles” estas disposiciones, muchas de ellas inspiradas en ideas saludables, pero todas contagiadas de resentimiento y mediocridad, a la vez que administradas por holgazanes, fue que se jodió el Perú. Fue entonces que el país comienza a desintegrarse, justo cuando la repartija se hace norma y el socialismo rampante de los cafés latinoamericanos en Europa se hace meta.

Fue un cúmulo de errores que explosionaron de pronto; errores que habíamos ido almacenando desde muy antiguo, desde aquel gran descalabro de Yungay. Porque -hay que decirlo de una vez- lo que se enseña en las escuelas, lo que opina don Jorge Basadre y lo que nos escribe un lector amable sobre Santa Cruz y la Confederación Perú- boliviana es un engaño que encubre, esconde, maquilla la verdad. Una verdad que, por ser muy amarga, no es agradable reconocer. Pero que es verdad.

Nuestro primer gran contratiempo –repito- fue la destrucción de la Confederación. No porque Castilla o Gamarra hubieran sido traidores a la patria, que no lo fueron. Sólo a los peruanos nos satisface repartirnos como volante de circo el título de traidor. Sí fueron unos despistados que no vieron, ni siquiera olfatearon, lo que ocurría bajo los hechos que ellos vivían apasionadamente. Fueron políticos tan torpes que creyeron posible la anexión del Perú por Bolivia. Tremenda equivocación -imperdonable en quienes se estimaban estadistas-, alentada por Chile, país que sí veía un peligro para él -para su expansión- en la Confederación. De allí que se aplicara en ser asilo grato para los refugiados peruanos. Lo que no niega que Castilla fuera más tarde un excelente y patriótico administrador y que los dos (Castilla y Gamarra) fueran valiosísimos soldados -hasta geniales estrategas si se quiere- a los que les corresponden todos los méritos y honores de la derrota que sufrieron en Yungay los confederados del indio Santa Cruz. Al jefe chileno de la expedición, general Bulnes, sólo le correspondió -para desgracia nuestra- la victoria política. Con ello cumplió los planes trazados por Diego Portales, el gran estadista chileno que halagó y amparó a los deportados peruanos que encabezaron, bajo mando chileno, las dos expediciones restauradoras que culminaron en Yungay. Planes y estrategia detalladamente explicados en la carta de Portales, que reproduce Jorge Basadre, y que en un párrafo dice exactamente: “Va usted, en realidad -le escribe Portales a Blanco Encalada, jefe de la primera expedición-, a conseguir con el triunfo de sus armas la segunda independencia de Chile…. La posición de Chile frente a la Confederación Perú- boliviana es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el gobierno porque ello equivaldría a su suicidio. No podemos mirar sin inquietud y mayor alarma la existencia de dos pueblos confederados y que, a la larga, por la comunidad de origen, lengua, hábitos, religión, ideas, costumbres, formarán, como es natural, un solo núcleo”.

Lo que Portales veía con clarísima precisión -también así lo veía desde el campo opuesto Santa Cruz- no lo vieron los díscolos caudillos peruanos, con Castilla a la cabeza; pero, sobre todo, no lo veía la virreinal y engreída Lima, la amodorrada ciudad de la mazamorra y el arroz con leche. Tampoco lo ven nuestros historiadores y algunos de los lectores de Oiga que me han escrito sobre el tema. Sí lo vio Bolívar, quien no quiso un Perú fuerte e hizo del Alto Perú una nación independiente. Y, muchas páginas atrás en la historia, así también lo vio el virrey Manuel Guirior, quien escribió en 1778 cuando se comenzó a hablar de la Audiencia de Charcas y de hacerla -como se hizo- dependencia del virreinato de Buenos Aires: “El reino del Perú, Bajo y Alto, no admite división perpetua”.

Portales, con larga y aguda visión de estadista –él es el padre de la nación chilena-, advierte que es natural la unión de los dos Perúes, que el idioma –el quechua y el aimara- los unifica, que habrá con el tiempo una ligazón inseparable con Lima capital, que la Sierra y la Costa -con paridad en el diálogo- unirán capacidades y recursos. Adivina él, chileno, lo que pudo ser este país y no fue -por obra de él, en parte-, mientras que los peruanos seguimos sin captar, sin sentir el problema del indio, queriéndolo eliminar, borrando la palabra indio del diccionario. O entendiéndolo mal, soberbiamente, con desprecio, como lo entendía la frívola Lima de los años de la Confederación; la Lima que se rendía a los pies de Salaverry y Vivanco porque eran blancos, altaneros y poco sagaces; la Lima que detestó en Santa Cruz al indio. Así lo decían sus coplas:

“Que este Alejandro huanaco
extienda hasta el Juanambú
sus aspiraciones viejas.
¿Por quí, humbre, el Bolivia dejas?
¿Por quí boscas la Pirú?.”

Fuente:
Entre Molinos de Viento
Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca,
Archivo Editorial Periodística Oiga
Archivo Francisco Igartua Rovira
Archivo Ilustre Hermandad Vascongada de Nuestra Señora de Aranzazu de Lima
Archivo Ilustre Cofradía de Nuestra Señora de Aranzazu de Perú

viernes, 22 de febrero de 2013

Una inteligencia despierta, vivaz, a la vez que desbordante, indisciplinada y bohemia, aunque muy bien cultivada, como fue la de Federico More, no es de extrañar que, inútilmente, hubiera intentado muchas veces sistematizar su pensamiento en una obra orgánica, en un libro cumbre, en una suma que redondeara sus ideas, siempre un tanto atrevidas, sobre la vida, el mundo, el hombre peruano y su porvenir, sobre el buen ordenamiento de la sociedad, sobre la poesía del atardecer y la suciedad de la política. No lo logró, porque sistematizarse hubiera sido negarse a él mismo: un anarquista del pensamiento. Pero hombre de trabajo, dentro del desorden de su azarosa existencia, escribió y escribió angustiosamente, con apuro, dejando impreso un reguero desparramado de artículos, folletos, libros, ensayos, prólogos... Con algunos de ellos, que son los más representativos de su obra, en un resumen que, como toda tarea humana, es cien por cien subjetiva, he formado estas Andanzas de Federico More. Son las Andanzas por las tierras del Perú, de América y de la literatura universal de un espíritu excepcionalmente dotado para pensar y juzgar, para exhibir inteligencia, para jugar con las palabras y entregarse al devaneo de las ideas, para coger la lanza y lanzarse locamente, desbocadamente, al campo abierto de la polémica sin cuartel.

Las Andanzas de Federico More están llenas de pasión y desbordes como su espíritu; y su obra es variada, muchas veces luminosa como el sol de mediodía y, otras, embellecida por ocasos y auroras con reminiscencias paganas. Enceguecido por la luz de la diosa actualidad, More no pudo aquietar el potro desbocado que llevaba dentro y no dejó -repito- un trabajo orgánico, meditado, hecho con el sosiego de los que ven pasar el tiempo pensando en el mañana.

Federico More vivió escribió, apasionadamente, al día. Fue ante todo y sobre todo periodista, aunque pienso que nunca dejó de amar a las musas de su juventud, que jamás perdió el regusto por la poesía, esa diosa que le hizo captar su cuna puneña, el Ande, con singularísima sensibilidad. Esas alturas cercanas a las estrellas a las que les dedicó esta frase precisa y bellísima -cito de memoria-: «Aquí nació el silencio, aquí se siente el olor de un cuerpo en celo». No recuerdo los versos anteriores ni los que siguen y me ha sido imposible hallar la poesía completa en la selva de periódicos donde he estado siguiendo la huella de Federico More, periodista insigne de quien, sin embargo, los peruanos de menos de cuarenta años poco o nada conocen. La obra del periodista, como él lo dijo, «tiene fama frágil y dura apenas horas»... Salvo excepciones. Naturalmente. Una de ellas resonante, singular y variada es la de Federico More. Y aquí está justamente este libro para confirmar la excepción.

En uno de los capítulos que siguen hallará el lector un ensayo de More que sonará algo extraño y que años atrás pocos habrán entendido: es la visión premonitoria de lo que sería el periodismo del futuro, el de hoy, ese periodismo chato, sin aliento orientador, sin calidad ni ánimo literario, algo similar a la comida masticada, a las píldoras alimenticias de los astronautas. More lo describe como un inmenso archivo donde se puede hallar la tarjeta correspondiente a una boda fastuosa, a un robo al escape, a una intervención parlamentaria sobre educación física o sobre defensa ecológica de un río o de la ciudad capital. Todo estará allí ya redactado. Sólo quedará por hacer el trabajo de colocar los nombres de las personas y lugares del hecho recién ocurrido.

En otras palabras, Federico More prevé la muerte pronta del periodismo que él amó y realizó con extrema calidad, ese arte y oficio íntimamente relacionado con la literatura y con la política entendida como sacerdocio cívico —esa prensa que brilló como lucero esplendente en el siglo pasado y la primera mitad de éste—, vislumbrando a la vez el periodismo de nuestros días: transformado en un negocio que puede confundirse con la fabricación de salchichas o zapatillas, si no fuera porque los medios de comunicación masiva —ya no se dice simplemente «prensa»— dan cierto lustre político y son instrumentos de poder que pueden auxiliar a otros negocios; sin perder su propio valor cotizado en bolsa. El periodismo en sí, aquel del bien decir, defensor de valores morales y cívicos, importa menos o nada. Por lo que si hay interés es por las «primicias», porque ellas significan mayor «rating», aumento, en el precio bursátil de las acciones de la empresa. Y esas primicias hay que conseguirlas por encima de todo, hasta de la propia honra o del prestigio patrio. El resto de la edición sale de los anaqueles que describe More, aunque anaqueles cada vez más sofisticados por la computación y la apabullarte tecnología electrónica, siempre con una novedad en la mano.

Me parece que el periodismo escrito, en el que pasó su vida More y nos sigue interesando a unos pocos periodistas —cada vez menos—, tendrá un mañana distinto, quién sabe salvador de ese arte y oficio que hoy está desapareciendo. Creo que en cada una de las ciudades de la geografía mundial sobrevivirá un diario, un periódico de servicios, de información local, de especializaciones. Por lo general, aquellos que han sabido sobrevivir amparados en una tradición familiar. Y me parece que el antiguo oficio de hacer arte con la actualidad, la tribuna de los comentarios agudos, orientadores, placer de los lectores, el periodismo de a verdad independiente, encontrará boya de salvataje en periódicos bisemanales, de pocas páginas y bajo costo, sin los lujos de las revistas y sin la carga de los servicios que debe ofrecer el diarismo moderno.

¿Será ilusión lo que escribo, será nostalgia de los años que acompañé a Federico More en esas pequeñas imprentas que eran refugio de bohemios? ¿Estaré hablando de un futuro cierto?

Aquí queda la idea, la propuesta, para la reanimación de un pasado en agonía —no en el sentido de la agonía unamuniana— que algunos quisiéramos reviviera.

More, como ya he dicho, fue poeta, literato de altísimo nivel, ensayista luminoso. Fue, según César Vallejo, el prosista de su generación. Usó con fiabilidad extrema el robusto idioma de Cervantes y Quevedo y no dejó de ser admirado, como crítico literario, por José Carlos Mariátegui, el más respetado de sus amigos de la «generación Infortunada» como tituló More a su generación. «La generación que se abre, cronológicamente, con hombres de la edad de Leónidas Yerovi y se cierra con hombres de la edad de José Carlos Mariátegui... Basta escribir o pronunciar estos dos nombres para comprender el inmenso infortunio, el signo adverso que pesa sobre aquella generación, la más brillante que ha producido el Perú, la más literaria, la de más completa sensibilidad; y la única que no ha logrado, ni a medias, decir su secreto de cultura, de emoción y de inquietud... Si juntos los nombres de Leónidas Yerovi y de José Carlos Mariátegui escribimos el de Abraham Valdelomar, la evocación dolorosa se completa»... Son éstos, párrafos del artículo escrito por More a la muerte de Mariátegui, quien había descalificado a More para la política llamándola «aristócrata de la inteligencia», distante de las multitudes. Definición acertada, que a More no le mortificó, porque se sentía tan ajeno a los honores y glorias oficiales como a las inquietudes de las masas. Aunque sí le preocupó -y muchísimo- la política; de la que fue apasionado seguidor, aunque no como aspirante a presidente, ministro o diputado, sino como observador comprometido, como orientador de la opinión pública, como periodista, y no como conductor de multitudes, a las que, sin duda, detestó y a las que diferenció magistralmente del pueblo en su libro «Una multitud contra un pueblo». Sus mejores prosas son políticas y políticos son la mayoría de sus ensayos. Sus inquietudes están trazadas precisamente en ese bello artículo de adiós a Mariátegui. «En el entierro va a hablar Ezequiel Balarezo Pinillos, Gastón Roger, que es uno de los pocos sobrevivientes de esa generación, la generación infortunada, la que expresa, mejor que cualquiera otra de las formas de la vida nacional, el hondo y grave fracaso de nuestro espíritu en la marcha hacia la cultura y en el sacrificio por una norma de puro y eficaz idealismo. Estoy seguro que Balarezo sabrá evocar, ante la tumba precoz de Mariátegui, el dolor de todos nosotros, el dolor de él mismo, el vasto dolor de cuantos sabemos todo lo que pudimos realizar y todo lo que una sociedad inerte e injusta no nos permitió cumplir».
Discípulo ferviente de Manuel González Piada -con quien mantuvo estrecha relación durante años-, fue en su juventud un iconoclasta, casi un incendiario; y lo siguió siendo en la mocedad, cuando no se le llamaba señor More o don Federico, sino el «Loco More», según cuenta Adán Felipe Mejía, «El Corregidor», en una sabrosa crónica de recuerdo sobre los encuentros bohemios de Yerovi y Moro, cuando éste, junto a Valdelomar, era portandarte de los colónidos, aquellos hombres que soñaron con cambiar al Perú modernizando el pensamiento de su clase intelectual. Su devoción por González Prada llegó en un momento al delirio, pero fue asordinándose con el tiempo hasta llegar a afirmar que el ídolo de su niñez y juventud no pasó, ideológicamente, de ser un ingenuo comecuras. Siempre, sin embargo, lo siguió admirando como literato.

Con esa afirmación y sólo una parte de su antigua devoción a González Prada, además de un odio concentrado a la Lima voluptuosa y virreynal, sede de una plutocracia sensualizada e inepta, incapaz de dirigir al país, sale More al destierro en época de Pardo. Son doce años de peregrinación por América Latina, haciendo periodismo, escribiendo ensayos, viviendo de su pluma. Nueve de esos años los pasó en Buenos Aires, donde logró una expectable situación en la prensa argentina. Dejó allí, sobre todo en «La Razón» y en la «Crítica» de Natalio Botana, muy en alto el nombre de Federico More.

Allí también lo siguió su pasión más persistente, la que, cosa curiosa, nunca lo abandonó, a pesar de su sobresaltada vida periodística: la poesía. En Buenos Aires, entre 1922 y 1923, Federico More dedica buena parte de su tiempo a poner en contacto a los lectores hispanos con la poesía alemana que va de Vogelweide a Rilke. Este trabajo lo realiza con la ayuda del doctor Alberto Haas, quien le entregaba unas traducciones muy literales, a las que More les daba «versión rítmica española». Algunas de las traducciones de Rilke no llegan a publicarse en Buenos Aires y la «Canción del amor y de la muerte del corneta Cristóbal Rilke» recién aparece en «La Revista Semanal», en Lima, en 1931. El artículo de More titulado «Noticias críticas sobre poesía germánica -Meyes y Storm, dos poemas terminales anunciadores», publicado en «La Razón», en julio de 1923, es considerado según Estuardo Núñez como uno de los mejores comentarios hechos en lengua castellano sobre dichos escritores y poetas.

Pero la atracción de la patria, de «La única tierra cuyo contacto nos fortalece», no lo abandona. Y pasa a Bolivia para estar más cerca del retorno al Perú. En esa época aparece un libro, «El tirano en la jaula», cuyo prólogo lleva la firma de Federico More. Un prólogo que, sin duda, es uno de los panfletos mejor escritos y más virulentos de la turbulenta historia política peruana. Pero el leguiísmo ve la mano de More no sólo en las tremebundas imprecaciones del prólogo. También le achaca -posiblemente sin equivocarse- el título del libro y algunas acciones conspirativas. El hecho retarda su regreso a la tierra patria.

Estamos en La Paz, ciudad a la que Federico More siente como suya, tan próxima a su Puno natal como a su sensibilidad humana. Allí, presentado por el gran novelista boliviano Alcides Arguedas, More, triunfador de los Juegos Florales, tuvo la satisfacción de leer ante una multitud su «Canto al Illimani», el monte tutelar de la capital boliviana:

En una mañana de rosas, transparente,
le nacieron orillas al Mar... y fue la Tierra
y en el temblor violeta de las arenas grises…
Viento y Luz, nupcialmente,
dieron vida a la Nieve y a la Sierra,
árbitros de fantásticos países.

Su retorno al Perú es apenas anterior al huracán que irrumpe con la revolución victoriosa de Arequipa (agosto de 1930). More llega a Lima en noviembre de 1929 y en «Mundial», la revista que junto a «Variedades» acapara la lectura de los peruanos, deja estampada su personalidad periodística. Es el (colónido), que vuelve lanza en ristre, luego de doce años de exilio, aunque con el ánimo político un tanto apaciguado:

«Excesiva cortesía la de «Mundial» cuando, olvidando mi condición de periodista militante, quiso hacerme un reportaje Un periodista no es un ser periodístico y, por lo tanto, no es sujeto entrevistable. Como que el creador no puede resignarse a convertirse en su propia criatura.

-Pero -me dice, con fina amabilidad de antiguo camarada, Andresito Aramburú- es preciso que sepamos qué opina usted de su patria después de tan larga ausencia, después de estos doce años en los cuales han pasado tantas cosas.

-Está bien -le respondo-. Haré algo así como un auto reportaje. Siempre, para decir mis propias cosas, yo mismo he de resultar más eficaz y exacto que el más agudo de los reporteros. Escribiré un artículo que sea un conjunto de respuestas. Después de todo, en un reportaje, la pregunta es lo que menos vale, porque, cuando vale algo, se queda sin respuesta. ¿Acepta usted mi fórmula?

La fórmula es aceptada y aquí está el artículo. Cuando vengo a entregarlo, encuentro que, en la casa de «Mundial» aún vaga, por fortuna, la sombra gentil y sonriente, sagaz y benévola de don Andrés Avelino Aramburu que enseñó a tantos escritores a ser periodistas y a tantos periodistas a ser escritores. Aún subsiste aquel ambiente que supo crear don Andrés Avelino, aquel ambiente en que la charla y el trabajo, una laboriosa negligencia y una holgazana actividad se juntaban con rara elegancia, Aquel ambiente que era obra tanto del dandy como del escritor. Aquel ambiente que aún se perfuma con el epigrama y el ramo de violetas, los dos signos con los cuales el maestro dio discreta expresión a su ingenio y a su persona irreprochable. Pero ¿Y el Perú que he hallado al cabo de doce años de accidentada ausencia?»

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«Todo aquel que, al cabo de una larga ausencia -más larga cuanto más dolida- pisa tierra de su tierra, siente que dentro de su personalidad nace un nuevo mundo, tanto más encantado cuanto más se parece al mundo antiguo, a ese que, a cierta altura de la vida, expresamos en estas dos maravillosas e indefinibles palabras: infancia, juventud. Después de todo, la vida está fabricada con tela de nuestro propio sueño. Cuando se ha vivido un poco, el sueño se asemeja mucho al recuerdo.

En realidad, doce años no son no los que quiere que sean su coeficiente de intensidad. Para un tuberculoso, doce años no valen lo mismo que para un artrítico. El político no tiene sobre el tema el mismo concepto que el comerciante.

En estos últimos doce años, no sé si el Perú ha vivido doce o cien: no importa el caso saberlo. Lo que sé es que ha vivido mucho. Hace tiempo que vengo trabajando en un libro que me parece será lo fundamental de todo mi obra literaria y se titula «Historia Política del Perú». Lamento no tener aquí mis apuntes y los capítulos ya escritos, a fin de releerlos y terminar de comprender hasta qué punto nos hemos transformado. A pesar de todo, voy a intentar una exposición rápida y sintética de mis impresiones sobre la actualidad. Debo decir que no guardo ni un rencor ni un odio. Ni siquiera un resentimiento. Casi no conozco a las personas y estoy fuera del mundo de los intereses. Procedo con objetividad intachable».

Su análisis, no siempre objetivo -nunca la pasión deja de desbordarse en More-, luego de puntualizar lúcidamente que «es incuestionable que la era preconstitucional del Perú no ha terminado, es decir que aún no hemos encontrado la forma de gobierno y el institucionaje que quedan convenirnos exactamente» y luego de historiar en apretada síntesis los períodos civiles y militares, se lanza furibundo, como en sus vehementes años juveniles, contra el civilismo: «Cuando se dice que Manuel Pardo fundó el civilismo y le dio vida, se dice algo pueril: Manuel Pardo lo único que hizo fue producir la guerra del Pacífico y dejarle la sucesión a un militar: dos hechos perfectamente anticiviles». Para More, no sin razón, «el civilismo se levanta, se funda y se engrandece gracias a la oligarquía». Esos oligarcas «miopes y vanidosos, mataron a Manuel González Prado y a Abraham Valdelomar; inmolaron a José Balta y esterilizaron a Nicolás de Piérola; entristecieron la juventud de Germán Leguía y Martínez y de Abelardo Gamarra; y se encogieron de hombros ante el singular ingenio de Florentino Alcorta, que tuvo que penalizarse —yo conocí el dolor de aquella vida— para no perecer. Mi generación, la generación infortunada por antonomasia, fue íntegramente disuelta en las hogueras inquisitoriales de la oligarquía».

Dice More en ese artículo o autoentrevista -de noviembre de 1929- que ha venido a la patria por pocos días. «No pasaré en Lima, quizás ni en otro sitio del Perú, la próxima semana. Ignoro cuando volveré». Lo cierto es que su anunció no se cumplió y se quedó aquí, en un país que ya vivía la agonía del oncenio leguiísta. Muy pronto el Comandante Luís M. Sánchez Cerro entraría victorioso a Lima, sin que muchos advirtieran, muy cerca del militar revolucionario, la presencia de José Luís Bustamante y Rivero, años atrás compañero de More en las tertulia literarias de Arequipa, aquellas que siguieron a la expulsión de More, embrión de periodista, de la Escuela Militar de Chorrillos, donde fundó un periódico para criticar al alto mando de la Escuela. Pero Bustamante no logró que el periodista se acercara al rebelde de Arequipa ni pudo él mismo mantenerse en la proximidad del poder. Fue un ministro fugaz, que regreso a su provincia espantado por lo que vio venir; mientras que More terminó por calificar a la época que siguió al triunfo revolucionario de «Zoocracia y Canibalismo», de ambiente incompatible con la inteligencia. Fueron tiempos revueltos, de disolución y oprobio, y él volvió a probar el amargo pan del exilio.

Federico More se sumergió en la vorágine nacional de aquellos años. Luego de su deportación a Chile, nunca más salió del Perú, como no fuera una visita accidental, como delegado de prensa, a Santiago o Buenos Aires. Aquí, en la Lima sensualizada que ayer odió y que entonces comenzó a adorar, se prodigó escribiendo contra esto y aquello. Pero ya estamos en los comienzos de la historia de nuestros días, agudamente vi seccionada por More en memorables notas editoriales y afilados ensayos, citados más de una vez por Jorge Basadre en su «Historia de la República».

Son escritos que van apareciendo en «El hombre de la calle», en «El Universal», en «La Revista Semanal», y en otras publicaciones de la época. Pero, sobre todo, en «Cascabel», su semanario, su aventura empresarial. Su «casa propia», que administró con el desorden bohemio en el que siempre vivió. Cuando sobraba dinero había que gastarlo en una gran farra, que se iniciaba con un almuerzo de mantel largo y servilletas grandes, de tela fina, que podía concluir dos o tres días después; y, cuando no había sino centavos, también alcanzaba algo para gastar, para vivir alocadamente sin pensar en el mañana. Era como si More advirtiera el futuro peruano con claridad de profeta y, desesperado, se entregara a vaticinarlo en sus fatigosas horas de trabajo en la redacción y a destruir su vida en los descansos: para no sufrir lo que vendrá, para rehuir de ese mañana sin honesta discrepancia ni pacífica convivencia, aspiración por la que bregó cada día con menos esperanza.

Es en esos años que aparece, juvenil y arrogante, el Apra de Haya de la Torre. Pronto advierte More el percal de engaño que hay en el Partido «de los asnitos» y se convierte, para siempre, en abanderado contra la mediocridad aprista. Cambia la dirección de sus dardos, aunque jamás olvida a su viejo enemigo: «En el Perú hay dos fuerzas que se oponen a la cristalización de las corrientes modernas y universales: el Civilismo y el Apra. El primero, carente de técnica y de espíritu de empresa, es un obstáculo en la marcha hacia el capitalismo. El segundo, imbricación rara de fascismo y de marxismo, es una rémora para el espíritu revolucionario. Vivimos dos etapas distintas y alejadas. Unos se encuentran como se encontraban los nobles, antes de la Revolución Francesa, sin reconocer los derechos del hombre; otros consideran que están en un estado comunista, sin percatarse que no hay aquí nada que revolucionar, sino mucho que organizar. Estamos entre dos fuerzas opuestas y, probablemente, iguales: la prueba de ello es que no caminamos».

¿Pueden ser más actuales las frases anteriores? Pero adentrémonos en More, leyendo a More en las diversas etapas de su vida y en las distintas facetas de su obra; sigamos en sus textos los pasos del siempre renovado pensamiento de More, hombre al que conocí y traté íntimamente en las postrimerías de su existencia terrenal. Personaje que dejó en mí una imborrable impresión por su inteligencia, su agudeza mental, sus conocimientos más íntimos vericuetos de la vida, por su amor a todo lo humano y a lo que fue más que su arte y oficio, su razón de ser, el periodismo.

Así despedí los restos mortales del maestro, del eximio orfebre en las artes de manejar el idioma, de captar la actualidad, de juguetear con las andanzas de la vida. Hoy no cambiaría una palabra de lo que ese día dije en el cementerio de Lima:

«Nada más doloroso que renunciar a alguien. Y henos aquí devolviéndole a la tierra el cuerpo del ingenioso y agresivo prosista que llenara, desde su mocedad hasta ayer, el lugar más destacado y bullicioso del periodismo peruano. Sólo para el mañana -señalando por campo toda América Hispana- ha dejado Federico More la tarea, demasiado ambiciosa, de poderlo igualar. Le gustó ser primero. Y lo fue siempre. Nadie usó de la pluma con la habilidad de él, nadie supo hacerse odiar y temer como él y ninguno habrá que haya gozado de la amistad más que él. Caballo desbocado, tuvo ideas demasiado emotivas sobre la realidad social y política; pero, asumió con desenfreno lo que creyó justo. Pasó la vida entreteniéndose en decir que lo que más amaba era un crepúsculo frente al mar, o el silencio infinito de su puna. Lo que siempre hizo fue vivir apasionadamente, buscando sin cesar una trinchera de combate, queriendo -en el mundo de las ideas- unir la luna con la tierra. Fue poeta, en lucha constante por hacer vivir a los hombres dentro de una libre y divertida discrepancia. Y por poeta, quiso ser político. Lo vencieron la poesía y el humorismo. Ese sutilísimo humorismo sajón que permite llorar bajo la risa. Vivió entre sueños encantados y chispeantes; que no le impidieron, sin embargo, que muy a menudo coincidiera, en su trágica angustia por su pueblo, con las multitudes, a las que detestó con convicción de aristócrata de la inteligencia. More no entendió la vida sin pelea... y ha caído peleando. Honra a la revista que fundé y dirijo el haber sido su última trinchera. Los que hemos estado hasta el fin a su lado, sabemos que no lo mató la muerte. Federico se dejó morir. En un país donde cada día es menos valorada la inteligencia; en momentos en que se han perdido hasta las buenas maneras -de las que él gustó tanto-; y cuando las posibilidades de rehacer la fe de su pueblo, a base del respeto a la discrepancia, se transforman en seguro temor de tener que continuar en obligada con vivencia, no creyó adecuado encontrar otro camino que el de dejarse morir. ¿Qué hacía él, eterno discrepante, en un mundo de silencio? Como sus amigos, los viejos griegos, se fue sonriéndole a la vida. Junto a Federico enterramos otra esperanza maltratada».

Pero los hombres que crearon belleza, que sembraron ideas, sobreviven a su envoltura terrena. Son como los gatos -animal al que More adoraba-; tienen varias vidas, las vidas que nacen de las lecturas que dejan.

Los invito a leer a Federico More.


FRANCISCO IGARTUA
ANDANZAS DE FEDERICO MORE
Prologo y Recopilación
págs. 5 al 14.

viernes, 11 de mayo de 2012

COFRADIA DE NUESTRA SEÑORA DE ARANZAZU DE LIMA 1612-2012

Euskonews

Kosmopolita

Fernando Belaunde Terry, un hombre superior

Francisco IGARTUA

Introducción de Jhon Bazán

El próximo 7 de octubre se cumplirá el primer centenario del nacimiento de Fernando Belaunde Terry, descendiente de una antigua familia de origen vasco en el Perú. Su muerte, ocurrida el 4 de junio de 2002, no sólo conmovió a la ciudadanía sino que hoy, once años después, su ausencia nos sigue doliendo. Este señorial político que supo ubicarse en su tiempo y situar al Perú en un escenario mundial dominado por la guerra fría y la lucha ideológica entre el capitalismo y comunismo, por el pensamiento cepaliano y la crisis de la deuda externa, brilló por su honradez y agudo olfato, por la prudencia y capacidad creativa, como lo demuestra la enorme obra pública diseminada en todo el territorio nacional, y por su respeto escrupuloso a la libertad de expresión y la tolerancia.

Pocos dignatarios como él han dejado huellas tan profundamente marcadas en la conciencia nacional. Pocos hombres como él se empinaron desde una brillante carrera profesional y la cátedra universitaria hasta una diputación por Lima, y desde el elevado cargo de Presidente de la República (1963-1968 y 1980-1985) hasta la de Senador vitalicio (1985-1992). Este último cargo, creado por la Constitución Política de 1979, fue abolido por la Constitución Política de 1992, impuesta por la dictadura fujimorista.

Su vida es un ejemplo para todos los peruanos, su obra un libro abierto para maestros universitarios y gobernantes, y para todo aquel que decida incursionar en la vida política.

Quizá ha llegado el momento de estudiar y analizar su obra, con la claridad y el desapasionamiento que da el paso de los años, su pensamiento político y el por qué de su entrañable amor al Perú. Fernando Belaunde es, probablemente, uno de los hombres que más y mejor conoció al Perú. Desde las áridas costas hasta los valles y cumbres nevadas de la sierra, desde el inmenso mar de Miguel Grau hasta la ubérrima región selvática con la cual mantuvo un enamoramiento de más de medio siglo.

De no ser por su partida inexorable, su visión de estadista seguiría siendo una luz que ayudase a encontrar el camino correcto en medio de la confusión en la que muchas veces suelen ingresar nuestros débiles gobiernos democráticos.

Hoy que numerosos jóvenes expresan su desazón por la política y los políticos, deberían saber que existieron y existen políticos que trascienden su época, como Fernando Belaunde Terry, uno de los actores más relevantes de la historia política del Perú de las últimas seis décadas, a la que ingresó a los 32 años al salir elegido, en 1945, miembro del Congreso al que se presentó como independiente. Luego, tras el golpe de Estado de Manuel A. Odría, en 1948, se alejó de la política para abrazar la docencia universitaria y en 1956 asumió el liderazgo del Frente Nacional de la Juventud Democrática, movimiento que dio origen al partido Acción Popular que lo llevó dos veces a la primera magistratura del país.

Como homenaje a su memoria, recojo el artículo del periodista de origen vasco Francisco Igartua, titulado “Belaunde y una esperanza traicionada” publicado en el diario “Correo”, de la ciudad de Lima, tras el sensible fallecimiento del ilustre estadista:

Belaunde y una esperanza traicionada

Por Francisco Igartua

Qué podré añadir yo al torrente de elogios que se le han rendido en estos días a Fernando Belaunde Terry? Por lo pronto, añadir que el “arquitecto del nuevo Perú” (que así era anunciado por Miguel Cruchaga en los mítines de los años 50) fue un encendido conductor de multitudes a las que nunca empujó al desborde, porque repugnaba la anarquía y porque, a la vez, era un estadista de gran talla, con aguda visión de futuro y maneras respetuosas y elegantes de gran señor. Nunca insultó a sus adversarios, a quienes jamás trató como enemigos, a lo más los instó a no cometer “el acto impío del suicidio”, consciente de que los excesos políticos conducen a la destrucción de la democracia. Tampoco se le escapaba un exabrupto (creo que ni siquiera en privado), sabiendo que una palabra inconveniente puede desatar tempestades. Sabía escuchar como si no oyera y luego insinuar su parecer con un gesto en la mirada. Gesto que podía ser deseo a cumplirse.

Desde las épocas de Bustamante y Rivero

No seguiré, sin embargo, enumerando sus virtudes porque, repito, muchos lo han hecho antes con mayor autoridad que yo, apenas un testigo (sin compromiso partidario) de la vida política de Fernando Belaunde, desde los tiempos del “Frente Democrático” que llevó a la presidencia a don José Luis Bustamante y Rivero, quien (con Piérola y Fernando Belaunde) completa el trío de abanderados de la democracia, de la moderación y del afán político unitario en el Perú del siglo XX. Me había iniciado yo como periodista en Jornada, el periódico que sería luego vocero del “Frente” que llevaría a Fernando Belaunde al Parlamento. En esas circunstancias lo conocí y me sorprendió la fuerte inquietud social que lo había conducido, escandalizando a la reaccionaria sociedad limeña, a acercarse a los “apestosos” apristas. Sin embargo, el carácter sectario del partido de Haya hizo que Belaunde organizara un grupo independiente dentro del “Frente”. Tiempo después, en el largo batallar contra la dictadura de Odría (batallas en las que Caretas fue adalid), siempre vi a Belaúnde en primera fila, alentando un Perú unido, en el que los partidos no se excluyeran unos a otros (la derecha acusaba a Haya del asesinato de Pancho Graña) y, más bien, manteniendo sus diferencias, contribuyeran unidos a la modernización económica y social del país. O sea, reclamando una democracia real.

Esta idea central y persistente es el gran legado de Fernando Belaunde, quien no se nos ha ido. Ha habido un simple tránsito de su vida corporal a la vida espiritual del Perú, desde donde nos exige esa unidad (dentro de normales discrepancias democráticas) que él quiso lograr y no se lo permitieron las menudas rencillas personales, los fanáticos dogmatismos y los odios irracionales que en estos días, igual que siempre, impiden que se puedan pactar entre todos los partidos, sin exclusiones ni insultos, metas concertadas de gobernabilidad. Las discriminaciones de hoy, más del gobierno que de la oposición, traicionan el mensaje de Belaunde y hacen que los elogios que se le rinden resulten fariseos.

Una anécdota reveladora

Para explicar cuál era el pensamiento de Femando Belaunde sobre la necesaria concertación para lograr que el Perú crezca y se desarrolle, valga el relato de un hecho histórico: En 1963, oficializados los resultados electorales, era evidente que Acción Popular tendría dificultades para gobernar, pues no contaría con mayoría parlamentaria. Esto hizo que algunos dirigentes belaundistas creyeran descubrir la solución en una vieja varita mágica política, ya que entre los elegidos por el odriísmo no faltaban diputados y senadores dispuestos a pasarse al lado gubernamental, a cambio de algunas gollerías. Por ejemplo, había quien se contentaba con que su negocio de juguetes fuera considerado en las compras oficiales de Navidad... La pesca estuvo hecha... Pero Belaunde puso su indignación en el cielo: él había llegado a la presidencia para corregir las corruptelas del pasado y no para perpetuadas. Más bien, lo que se propuso el presidente electo fue plantearles a Odría y Haya la necesidad de que el país ingresara a una etapa civilizada y moderna, con un partido conservador (el Odriísmo), otro de izquierda (el APRA) y uno de centro (AP), sin quitar espacios a las minorías en esa gran concertación. Su propósito era lograr lo que en el 63 el Perú necesitaba y ahora requiere con urgencia: un concreto acuerdo de gobernabilidad.

Yo estuve el día de la respuesta odriísta en Inca Ripac 100, la entonces hermosa residencia de Belaunde, y descubrí allí el extraordinario temple político del arquitecto. Mi curiosidad de periodista, aprovechando la amistad de la casa, me llevó hasta la puerta de la sala donde se desarrollaba la reunión. Asomé la nariz y vi a Belaunde saliendo abatido, desencajado, derrotado. Me hice a un lado. Y salió al corredor radiante, victorioso, muy aplomado. Evidentemente había naufragado su propuesta, pero no podía desalentar el ánimo de sus partidarios que lo esperaban en el jardín.

No faltan quienes lo detestan

Así era en su vida terrena Femando Belaunde Terry, el presidente que modernizó el Estado peruano, dio impulso a la clase media (pilar del desarrollo integral), designó en los años sesenta el 20% del presupuesto para la educación y tuvo la visionaria idea continental de la Marginal, integrada a vías terrestres y fluviales que son “pan para el pueblo”.

No le faltan, sin embargo, detractores, gente que lo detesta y sólo le encuentra defectos. Tienen éstos derecho a pensar así y otros (sin negar que muchas veces se equivocó) tenemos el derecho de recordar con cariño al presidente que ingresó a la política con una gran residencia y terminó en un modesto departamento de una zona populosa de San Isidro, pero no por fracasado sino por haber logrado ser erigido en limpio guía patriarcal del Perú que él soñó y todos anhelamos, aunque sin el amor, la convicción y la tenacidad que él tuvo para despertar esa esperanza de unidad siempre traicionada.

Archivo revista Oiga: Diario “Correo” de Lima, columna “Canta Claro”, del 5 de junio de 2002

miércoles, 18 de abril de 2012

COFRADIA DE NUESTRA SEÑORA DE ARANZAZU DE LIMA 1612-2012

Euskonews

Kosmopolita

Francisco Igartua y una pasión quijotesca

Jhon BAZÁN AGUILAR

Prólogo inédito del libro Francisco Igartua Rovira y una pasión quijotesca

Como señalan quienes lo conocieron, Francisco Igartua fue un espíritu que sorprendió a amigos y enemigos por la lucidez —a veces cercana a la premonición— de su visión política, por su impecable conducta moral —que en él tuvo como consecuencia manifiesta el compromiso cívico— y por su pasión por el arte del periodismo. Nada de lo anterior impidió que fuera también un hombre elegante, un gourmet y, cosa rara hoy en el periodismo, un apasionado lector. Un hombre que amaba el buen vivir y la buena amistad y, por qué no, una buena pelea en nombre de sus ideales, de su compromiso con sus lectores. Fue asimismo un cálido conversador que de manera natural llevaba a que uno rápidamente pasara de llamarlo Francisco al más familiar uso de Paco.

Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca

En las páginas que siguen el lector tendrá oportunidad de acceder directamente a una muestra —fatalmente parcial, como toda selección— de la obra de Paco Igartua y al recuerdo que de él tienen algunos de sus colaboradores y amigos. Los ensayos de Igartua sobre el periodismo, entendido “como arte y como oficio” (al decir de su maestro Federico More), jamás como profesión burocrática o comercio vil, son manifiestos de validez permanente, material de enseñanza imprescindible en cualquier moderna facultad de comunicaciones. De su posición política y su lectura de la historia nacional dan cuenta los escritos reunidos en la sección siguiente, que muestran a un caballero de la vieja escuela, un seguidor del demócrata Bustamante y un defensor de las reivindicaciones de los más débiles. Lo extraño, lo asombroso, es que, como verá el lector, Igartua acierta, se equivoca, se corrige y asume las consecuencias, pero una y otra vez —al retorno de la cárcel, de los destierros, de las clausuras de OIGA— vuelve siempre con la nítida voluntad de construir una nación y de eludir, como a Escila y Caribdis, los extremismos preconizados por sus enemigos, aquellos que falsamente lo acusaron de comunista y de fascista. Igartua, cosa excepcional en la política, jamás se resignó al uso de la demagogia.

Para este periodista cuya prosa era una invitación a un diálogo, si bien apasionado, inteligente, la conversación era una práctica natural y centrada; aquí presentamos tres entrevistas elocuentes. Sus interlocutores más próximos lo retratan en vida o lo recuerdan luego de su muerte en otra sección, y siendo OIGA la obra mayor de Paco Igartua hemos recogido opiniones, testimonios y textos varios —como la dramática carta, lo último que escribió, que le dirige Arguedas justo antes del fin— vinculados a esta revista que ya hace mucho pertenece a la historia del periodismo peruano.

Cuatro anexos ofrecemos como complemento acaso necesario y por cierto pertinente: el ensayo sobre la naturaleza del quehacer periodístico de Federico More, mentor de Paco; el rescate de los números de la primera etapa de OIGA (1948), por primera vez publicados en versión facsimilar; una muestra de las columnas publicadas por Igartua luego de que OIGA le fuera arrebatada inicuamente; y el célebre informe sobre el Plan Verde, joya del periodismo de investigación, que haría de Francisco Igartua uno de los enemigos más peligrosos y temidos del régimen de entonces.

Francisco Igartua, el periodista

Discípulo dilecto de Federico More, Paco se formó como periodista en la doble convicción de que este oficio es un género literario y su ejercicio supone una posición privilegiada del ciudadano que ama y protege su “polis”. Porque la política, desde Aristóteles y aun antes, no es más que la dimensión social de la persona ética. Esta visión del periodismo exige una libertad irrestricta. Por eso Paco abomina de la colegiatura, por eso se separa del proceso velasquista, por eso fue ejemplo viviente —demasiado incómodo para algunos— de que para publicar un diario o una revista se precisa un coraje viril.

No menos importante es su interés profesional en la elaboración del producto a ofrecer. Paco nos habla en sus textos de formatos, tamaños, uso de fotografías, principios de diseño gráfico, tipografía y otros elementos vitales para la producción de un medio escrito. Este cuidado profesional nunca rebajó la labor de Paco a la de un mercader de entretenimiento o un artífice de complacencias. Y no lo amedrentó el surgimiento de la tecnología digital. Previó, con justicia, que la rapidez y la variedad de la información devolvería al lector al espacio mental propicio para las revistas semanales, su manera pausada de ponderar la noticia y los artículos de profundidad, escritos con pretensiones literarias, es decir, un periodismo destinado a la biblioteca y no al desecho inmediato. Hoy, en pleno imperio de la informática, vemos el cumplimiento de esta previsión, por ejemplo, en el éxito de las crónicas y perfiles de Jon Lee Anderson en The New Yorker.

Dirigir un semanario es fungir de capitán de un navío cuya tripulación, aunque consciente de los riesgos del viaje, debe ser protegida. Paco, en ese sentido, fue un ejemplo de responsabilidad empresarial; ante la inminencia del destierro o del cierre forzado, este hombre que se jactaba de ser mal administrador jamás abandonó a sus empleados y veló por que fuesen tratados con justicia y recibieran las compensaciones que les correspondían. En retribución, sus trabajadores le profesaron una lealtad que llegó a hacer de OIGA una cofradía del periodismo. Un día de 1995, luego de pagarles la indemnización debida, el periodista empresario se encontraba en su oficina y se preguntaba con angustia cómo podría subvencionar las liquidaciones en caso de que lo acusen de despedir a sus trabajadores. De pronto lo sacó de sus cavilaciones un golpe en la puerta y apareció un empleado con su carta de renuncia. Luego llegó otro y otro y otro. Setenta empleados entregaron por iniciativa propia setenta cartas de renuncias.

Francisco Igartua, el Quijote de Unamuno

Paco, que fue peruanísimo, fue también un buen vasco. Figuras simbólicas como la de Don Quijote rondarán su destino. Estudiante de teología y luego de derecho en la Universidad Católica, rápidamente Paco se une a jóvenes intelectuales como Blanca Varela y Fernando de Szyszlo con quienes comparte inquietudes, pero no será hasta su ingreso al semanario Jornada cuando le será revelada su vocación. El trabajo con Federico More será decisivo en su formación como periodista y en la voluntad de tener voz en la política nacional.

Más tarde, con Doris Gibson, fundará OIGA, conocerá la cárcel y reincidirá con la fundación de Caretas para finalmente volver a lanzar OIGA en 1962 y que a través de dictaduras y regímenes más o menos democráticos sobrevivirá a cierres tiránicos hasta 1995, año de su cierre definitivo por la dictadura fujimorista. Nada, sin embargo, hará callar al ya viejo columnista y, recibido con hospitalidad por Correo y Expreso, seguirá haciéndose escuchar en su columna “Canta Claro”, durante una etapa final de su vida que mi amigo Carlos Sotomayor ha llamado con acierto “Oiga después de Oiga”.

Muchos se han preguntado a qué tienda política pertenecía Paco Igartua. Antes que nada se consideró un discípulo de don José Luis Bustamante y Rivero, pero cuando las circunstancias internacionales llevaron a que el mundo tomara partido por una u otra potencia durante la Guerra Fría esa definición parecía insuficiente. Con humor pero también con firme claridad, él mismo recordaba una anécdota familiar: sus primos y él debatían una vez cuál era la posición más justa, la derecha o la izquierda; consultado sobre el tema de la disputa, el tío más viejo y respetado del clan respondió, como Jesús, con una parábola: “Con la mano derecha trabajo, pero trabajo mejor con las dos manos”. Paco apoyó al general Velasco en la nacionalización del petróleo, lo cual era parte de la agenda generacional compartida, entonces, por todas las tendencias, y cabe recordar que incluso Acción Popular le retiró su apoyo al presidente Belaunde por su mal manejo del tema. Paco combatió al general Velasco cuando este confiscó la prensa. ¿Era el director de OIGA un izquierdista que se volvió de derecha cuando su propia gente estaba en el poder? Absurdo. Simplemente —incomprensiblemente, para muchos— era un hombre honesto. Y no le faltaron riñones para oponerse a los delirios de sus propios amigos cuando fue necesario.

Paco repudió el dogmatismo infantil y asesino de la extrema izquierda. (Cabe sospechar que esa opción no sólo le resultó repugnante a su ideología demócrata, a su fe en las instituciones y a su respeto por la vida humana, sino también a su buen gusto.) Paco repudió las mezquinas ambiciones de la oligarquía civilista y sus herederos. (Ya don José de la Riva Aguero había deplorado que en el Perú no hubiese derecha, sólo había fenicios.) Paco repudió, naturalmente, la mediocre voluntad acomodaticia de los que, como en la canción de Los Prisioneros, nunca quedan mal con nadie.

Advirtió la necesidad urgente de hacer en democracia las transformaciones sociales que el general Velasco realizó en su gobierno de facto. Advirtió a los ingenuos voluntarios —¡qué pesado este Igartua, ave de mal aguero!— el desastre al que había de llevarnos la demagogia aprista que triunfó en 1985. Advirtió el miserable despotismo —nada ilustrado— que impusieron los violadores de la Constitución un negro 5 de abril. Sería un facilismo pesimista comparar aquí a Paco Igartua con Casandra, la princesa troyana condenada a ver las catástrofes del futuro y a no ser oída por quienes serían sus víctimas. Por el contrario, consideramos que la palabra apasionada y elegante de Paco no fue voz que predica en el desierto. En la vida social como en la privada —y esto lo entendió cabalmente el psicoanálisis— verbalizar algo es en sí mismo un acto valioso por sí mismo, necesario, testimonio y luz para la historia del presente y la posible nación del futuro.

Pensador de horizontes amplios, se interesó en la historia latinoamericana y entendió, como Octavio Paz en El laberinto de la soledad, que Perú y Bolivia eran por naturaleza y tradición una unidad nacional, escindida por el resentimiento de Bolívar, y que la derrota de la Confederación fue un claro triunfo para Chile. De acuerdo con esta lectura, Ramón Castilla le hizo un flaco favor a la nación cuando, ayudado por el gobierno chileno, destruyó el sueño de unir los Andes y la Costa. El intelectual aséptico no existe, de allí que las preferencias literarias de Paco lo hayan llevado al extremo (por una vez) de agarrarse a puñetazos con Sebastián Salazar Bondy, luego uno de sus más entrañables amigos y colaboradores. La ya mencionada carta de despedida de José María Arguedas es otra prueba de esa fraternidad con el mundo de los artistas, así como su amistad con Fernando de Szyszlo, con Alfredo Bryce Echenique, con Blanca Varela... Los ejemplos de este tipo podrían continuar sin fin.

Hemos dicho que Paco se hizo conocer como un buen vasco y un buen lector. Acaso por ambas vocaciones don Miguel de Unamuno se convirtió en su ideal literario, ético y filosófico —¿cuántos periodistas tienen hoy un ideal filosófico, ya sea en el Perú o en el extranjero?—, tal como Bustamante y Rivero lo fue en lo político. Buenas muestras de esto son los sendos ensayos dedicados a ambos personajes que recogemos en este libro.

Como a Cervantes, a Paco le tocó la amargura de ser testigo de una falsa versión de su obra: así como, luego de la primera parte publicada en 1605, apareció el Quijote apócrifo de Avellaneda, los enemigos de Paco lanzaron un OIGA igualmente apócrifo que desató la indignación de su creador y como testimonio de ello publicó la carta que aquí reeditamos. A Paco le gustaba recordar la idea de Unamuno de que los procesos son círculos que en algún momento deben cerrarse de modo definitivo. Para tranquilidad de Paco y de quienes construyeron y mantuvieron viva su revista, hoy podemos asegurar que, en su memoria y como propietarios legítimos del logotipo, cerramos el ultimo circulo de la azarosa historia de OIGA y de su fundador.

Como en el Caballero de la Triste Figura, podríamos ver en la voluntad de Paco por defender la sensatez y la honestidad en la política un fracaso honroso, una inútil lucha contra molinos de viento. Es cierto que la suya fue una pasión quijotesca. Pero sería injusto proponer su imagen como la de un romántico perdido en un mundo que no comprendió. Paco fue, a su manera, un campeador, un hombre de acción y reflexión que participó directamente, por más de medio siglo, en la historia nacional, para desesperación de tiranos y demagogos, y allí reconocemos la figura triunfante del Cid. Y como la imagen del Cid a través de la historia hispana, las páginas que este volumen ofrece son una presencia viva y significante, pensamiento actual, una interpelación cuando no un cordial aviso, memoria de otras voces y voz de la memoria, y esperamos que así las reciban los lectores.

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