¿Cuándo fue que se jodió el Perú?
Por Francisco Igartua
EN estos días efervescentes -de resurgimiento económico- que
vive la República, en los que se observa, por un lado, voluntad y empeño del
gobierno por realizar sus planes y cumplir las recomendaciones del FMI y del
Banco Mundial, y en los que, por otro lado, se advierte un claro estilo
fascista, con una desmedida arrogancia que muchas veces cae en el abuso y el
atropello, bueno es mirar hacia atrás, a releer lo ya escrito. En estos días en
que la economía nacional va abriendo posibilidades insospechadas de desarrollo,
a la vez que va creciendo el hambre y la desocupación -la miseria en sus
distintas tonalidades- y se comprueba cómo va el Estado fagocitándose a todas
las instituciones, llevando al país a un centralismo agobiante, que la mayoría
acepta por inercia o por ignorancia de lo que éste significó en nuestra
historia y en la de otros pueblos; en estos días tan contradictorios y tan
difíciles de analizar con sosiego, no hay mejor manera de hallar algo de luz
que mirando al pasado, hurgando en las lecciones del ayer alguna explicación a
los desconcertantes hechos de la palpitante actualidad.
No me ocuparé, pues, en esta edición del adiós, de destacar
acongojado el comportamiento atropellador de la mayoría parlamentaria, que se
niega a investigar las cuentas de los últimos años del Parlamento y decide
hacer cera y pabilo con los congresistas del 80 al 90, insistiendo en
tergiversar la visión histórica de la ciudadanía recordando tiempos cercanos de
ingrata memoria colectiva para que el presente -al que no le faltan raterías y
le sobran arrogancias napoleónicas- sólo sea comparado con el desastroso paso
de Alan García por el gobierno.
Para ofrecer una visión lo más clara posible de lo que ocurre
hoy ante nuestros ojos nada mejor que volver la vista atrás; para el caso,
repetir –actualizándolo- el artículo que escribí hace algunos años bajo el
título de “Cuándo fue que se jodió el Perú”.
Esta dramática pregunta -¿Cuándo fue que se jodió el Perú?-,
recogida de memoria de un texto de nuestra reciente literatura, refleja con
dolorosa precisión la inquietud actual de la inteligencia peruana, que no halla
en el paso de Alan García por el gobierno un episodio crucial sino apenas una
desgraciada anécdota. Es una pregunta que revela la clarividente sensibilidad
de quien puso por escrito esta gran interrogante nacional, que se ha hecho
persistente en demanda de respuesta, de aclaración sobre nuestra existencia
como país, en no pocos círculos intelectuales del Perú. Es una interrogación
que se ha transformado en angustiosa necesidad de hurgar en los recovecos del
pasado y del presente en busca de una explicación al espectáculo de
descomposición que nos rodea, a pesar de los pasos positivos que en muchos
campos se están dando en el gobierno del presidente Alberto Fujimori.
¿Cuándo fue que se jodió el Perú? No fue en el Incario,
porque entonces estas tierras eran apenas embrión de un país no nacido. Tampoco
fue en la Colonia. Eran tiempos en que la historia no existía fuera de los
mares europeos –que abarcaban las aguas del mundo- y cualquier país de la
periferia europea, cercano o lejano a aquella historia, estaba en el limbo, no
tenía un porvenir señalado (aunque no sería ocioso apuntar de paso que los
virreinatos de México y el Perú eran entonces los territorios más desarrollados
de toda América).
¿Fue con la República que se jodió el Perú?
Aquí ya se trata de nuestros días y de nuestras
responsabilidades. Sin embargo, los primeros decenios de vida independiente
transcurren por igual, con similares rivalidades entre caudillos, en toda
América Latina; sin que Lima dejara de ser en esos años la capital más
importante de América del Sur. Hasta esa etapa, las posibilidades de desarrollo
para la incipiente nación peruana eran iguales o mayores que las de Colombia,
Chile o Argentina.
Nuestro primer gran contratiempo recién llega a mediados del
siglo pasado y es obra de peruanos. Son los peruanos desterrados en Chile, con
el futuro mariscal Castilla a la cabeza, los que alientan la expedición chilena
que en Yungay derrota y destruye a la Confederación Perú-boliviana, creada por
Santa Cruz con la visionaria intención de corregir el despechado despropósito
de Bolívar y rehacer el territorio histórico del Perú.
Es imposible desde hoy, desde nuestro trágico presente,
vislumbrar lo que hubiera sido la reunificación peruana, esa república que
soñaron algunos espíritus visionarios, ese Perú que pudo ser y no fue. De todos
modos, si hubiera sido un territorio más grande y más rico, con una Sierra más
potente frente a la lánguida y amodorrada Lima -ciudad cuyo nombre tiene
fragancia de fruta asexuada-; y quién sabe si de ahí, de un diálogo vital entre
la Costa y los Andes, hubiera surgido la nación que aún no logramos forjar.
Pero la historia no se hace con lo que pudo haber sido y no
fue. No podemos, por ejemplo, adivinar siquiera el Perú que hubiéramos heredado
de las rebeldías de Gonzalo Pizarro o de la enloquecida correría de Lope de
Aguirre por selvas, cordilleras, ríos y mares en búsqueda del reino de la
libertad, que él quiso ubicar en tierras del Pirú. La historia es hija de los
hechos, de lo ocurrido y constatado. No es de la imaginación ni de los deseos.
Puede sí serla de los olvidos.
Es historia, por ejemplo, la glorificación en el Perú del
mariscal Castilla y también es historia la canción que a diario se escucha
cantar a los niños en las escuelas de Chile:
“Cantemos la gloria
del triunfo marcial
que el pueblo chileno
obtuvo en Yungay…”
Son, en realidad, la misma historia. Pero mientras que en un
lado -en Chile- se tiene memoria correcta de lo que fue un hito importante en
la formación de su país como nación, en la otra parte -en el Perú- ni siquiera
se recuerda que fue Castilla quien capitaneó esas huestes chilenas,
destructoras de la Confederación que reunificaba al Perú que Bolívar dividió
por vengarse de los desprecios de Lima.
Como vemos, no hay siquiera memoria de nuestro primer gran
contratiempo, prolegómeno del segundo, del descalabro militar de 1879.
La pérdida de la guerra postró al Perú. Lo hizo caer en el
abismo de la ruina económica y moral. Y, en este caso, la humillación nos
abrumó hasta tal punto que se ha hecho obsesión nacional su recuerdo. Lo que
tampoco es sano ni fecundo.
Sin embargo, a pesar de esos dos tremendos desastres, no fue
entonces que el Perú se jodió. Con tenacidad, con esfuerzos propios, con
confianza en el destino patrio, el Perú se recuperó y, a finales del siglo
pasado y comienzos del novecientos, floreció nuestra agricultura y la minería
peruana respaldaba una moneda que iba “a la par con Londres”. Todavía no eran
los tiempos del dólar, reinaba en aquella época la libra esterlina.
Nos hallábamos, es cierto, lejos de la posición privilegiada
del virreinato, pero no teníamos el porvenir perdido, el futuro nos podía
sonreír en cualquier momento y había modo de contrarrestar la ventaja que nos
llevaban los países hermanos bañados por el Atlántico, eje entonces del
comercio y las relaciones internacionales.
Lima era una fiesta en aquellos años de la República
Aristocrática -la de Piérola y Pardo- y en las provincias las injusticias
ancestrales se sentían menos; ilusión del porvenir, construyó Leguía su Patria
Nueva con carnavales populares, carreteras, avenidas, puertos y derroche de
ilusiones financieras y juegos eléctricos. El Perú, por muy grandes que fueran
sus problemas escondidos bajo las alfombras o entre los pliegues andinos, podía
hacer el esfuerzo de ponerse “a la par con Londres” en cuestiones sociales,
políticas y económicas. A pesar de la dictadura y el centralismo leguiísta, no
había llegado la hora en que se jodió el Perú. Sí quedó sembrada con Leguía una
semilla perniciosa que contribuyó con el tiempo al desastre nacional: Leguía
hizo irrisión de nuestra institucionalidad. El presidente lo fue todo.
El “crac” del 29 remeció al mundo y tumbó a Leguía. Un
legendario comandante, Sánchez Cerro, “el Mocho”, se alzó en Arequipa y entró
triunfante a Lima. Se desató la barbarie, pero el Perú siguió andando a pesar
de la demagogia, del crimen político, de los petardos y de la anarquía que el
APRA inauguró, introduciendo en el país los métodos violentos que el fascismo y
el comunismo habían patentado en Europa. Y a pesar también de la violenta
reacción del gobierno sanchecerrista.
Tras el asesinato de Sánchez Cerro, el general Óscar R.
Benavides interviene para pacificar los ánimos e impedir que el país se
paralice. Lo logra usando viejos sistemas policíacos y deja como sucesor a
Manuel Prado, un personaje que no haría mover al país en ninguna dirección y no
cometería imprudencias en la guerra mundial que ya estallaba. Pero, al parecer,
Benavides comprendía que para el desarrollo de un país es necesaria la
continuidad de acción en los gobiernos; y también parecía entender que la
actividad ciudadana requiere seguridad, la que sólo puede emanar de normas
legales estables. Será por esto que, en 1945, el ya mariscal Benavides propicia
el Frente Democrático y la candidatura del doctor Bustamante y Rivero, quien plantea
como condición irrevocable que su régimen sea de transición, de primer paso a
una democracia basada en la seguridad jurídica.
La impaciencia del APRA y la torpeza militar echan por tierra
este inteligente camino hacia la modernización del Perú. Vamos de tumbo en
tumbo, pero vamos como esas canoas que se hunden y reaparecen en los rápidos
del Colca.
En 1956 aparece rutilante la figura de Belaúnde, el
arquitecto del nuevo Perú, y vuelven las ilusiones que Leguía, con habilidad de
prestidigitador, supo usar para encandilar a las multitudes. Pero el vencedor
de las elecciones fue Prado, el pasado que persistía. Y que persistió luego en
el siguiente sexenio, a pesar de los buenos deseos y de importantes logros del
presidente Belaúnde.
El Perú no resiste más y en 1968, al no decidirse Belaúnde
-acorralado por el APRA y Odría- a cumplir sus promesas de cambio social,
estalla la revolución militar.
Y aquí sí es cuando se jodió el Perú. No porque fuera
innecesario enterrar el pasado. Era necesario hacerlo y bien enterrado debiera
estar. Era necesario abrir la sociedad peruana. Al Perú lo ahogaba una argolla
medieval, una oligarquía despiadada en los negocios y cerrada, ciega, en lo
social; sin aliento patrio, sin visión de futuro, ignorante de las nuevas ideas
que se iban imponiendo por el mundo, huérfana de respuestas a las exigencias de
la hora. Sin darse cuenta de cómo ni cuándo la clase dirigente peruana se había
convertido en cadáver que caminaba, hablaba y hacía dinero explotando a otros,
no por habilidad propia, sino gracias a una especie de quinto real, de
monopolio concedido a ella por gracia divina.
La revolución se había hecho necesaria.
Pero entonces, ¿cómo fue que se jodió el Perú?
No fue por borrar el pasado; el Perú se jodió porque la
revolución militar no supo escoger el camino para modernizar al país. Destruyó
el ayer, no creó el mañana y no supo mantener el presente. No tenía ideas y se
dejó desbordar por las corrientes socialistas que la revolución militar apañó y
engordó; pero no por las corrientes modernas, actuales, de ese signo, sino por
las más vulgares, las menos inteligentes, las afectas al resentimiento y a la
destrucción. No se dejó llevar por principios que hubieran desembocado en el
socialismo de Felipe Gonzales o Mitterrand, sino por planteamientos que han
tenido que ser revisados en China y la Unión Soviética para evitar que el
desastre las arrase.
El Perú se jodió cuando, obnubilada por los resplandores de
las ideas de los cafés europeos y de la Iglesia “progresista”, la revolución
militar escoge equivocadamente el camino estatista, el del Ogro Filantrópico en
dimensión marxista.
La reforma agraria era necesaria. Pero fue una insensatez que
afectara a los agricultores que mejor producían y que no tenían tierras
ociosas. Otro disparate fue imponer por la fuerza un sistema cooperativo -que
no lo era- en las grandes haciendas azucareras.
También era necesaria la reforma de la empresa y todas las
otras reformas “revolucionarias”. Pero hubo equivocación -y grande- cuando se
creó la comunidad laboral y se introdujo la estabilidad en los puestos de
trabajo; hubo torpeza cuando se estatizó no sólo la pesca sino hasta a los
pescadores; y hubo delirio cuando el Estado reemplazó a los particulares y se
convirtió en el gran empresario. Todas ellas, medidas que dañaron al país y no
favorecieron, a pesar de sus buenas intenciones, a los trabajadores.
El Perú se jodió cuando la revolución militar optó por el
estatismo en lugar de tomar el camino que el país requería: modernizarse,
producir y competir en el mundo alentando la imaginación de los individuos,
crear riqueza para que la justicia alcance a todos. El Perú se jodió cuando la
revolución militar escogió el colectivismo y este terrible mal –productor de
miseria sin quererlo y sembrador de desdichas sin saberlo- se enraizó en el
país con el apoyo de todas las tendencias marxistas -que iban creciendo como
espuma en medio del desconcierto general- y de todos los políticos que sólo ven
votos en sus decisiones de gobierno.
Quien escribe estas líneas recuerda un encuentro callejero
con Eudocio Ravines en el destierro de ambos, en México. Era el año 78 y el
camino de regreso se nos abría a los deportados, aun para aquellos que teníamos
proceso abierto “por haber intentado desestabilizar a la República”. De esto
hablábamos cuando, de pronto, tajante, el célebre removedor de inquietudes
políticas, muerto trágicamente hace unos años en esa misma calle, exclamó: “No
vuelvas. Ya te has abierto camino fuera y tú, en el fondo, eres un liberal. A
estos militares estatistas, con absoluta seguridad, los reemplazará el APRA,
que es mucho más estatista que los militares”. Luego, al notar que no tenía
acogida su consejo, con voz triste, quién sabe si adivinando que nunca volvería
a la patria, que moriría atropellado en el cemento muy lejos de sus verdes
valles cajamarquinos, añadió: “A mí me tienen que firmar doce generales un permiso
expreso de regreso al Perú, porque once firmaron el decreto que me deportó y me
quitó la nacionalidad”.
Eudocio Ravines no se equivocó. A los militares colectivistas
los sucedió el APRA, luego de un paréntesis en el que, como antaño, no hubo
suficiente decisión de cambio.
La tragedia del Perú continuó en manos del APRA, hundiéndonos
en el barro de un estatismo torpe, inmaduro, al que podríamos llamar de juguete
si no hubiera producido tantos destrozos.
Dije y repito que el Perú se jodió con el gobierno militar en
los años setenta; porque fue en esa época que, a la vez que se impulsó la
necesaria integración nacional, se escogió como instrumento de desarrollo el
colectivismo estatista, modelo que ya la experiencia mundial desaconsejaba y
que ha resultado más catastrófico, castrante y negativo que cualquier otro
experimento del pasado para la evolución moral, económica y jurídica del Perú.
O sea que, justo en el momento en que se iniciaban los pasos para la solución
al más hondo problema nacional desde el inicio de República -al problema de la
integración humana del Perú-, el gobierno tomó el desastroso camino del
colectivismo. De este modo, la inevitable crisis económica estalló en conflicto
social y el problema del indio, aunque sufriera algunos cambios, más aparentes
que reales, quedó en lo mismo: siguió siendo la gran traba al desarrollo social
del Perú. Fue así como se jodió el Perú.
El hecho no ocurrió en un día equis del año 68 o del 70. Los
militares que acompañaron a Velasco, igual que éste, no tenían una idea clara
de lo que iban a hacer en el gobierno el día que irrumpieron en Palacio y
tampoco la tuvieron en los años siguientes. Tardó un tiempo para que fueran
dándose cuenta de lo que hacían, aunque nunca llegaron a ponerse de acuerdo en
cuanto a las metas finales. No hay, pues, fecha para recordar y lamentar el
infortunio.
Tampoco carecía de antecedentes el proceso de integración
nacional que la revolución militar puso en marcha. El más reciente había sido
justamente la prédica electoral del arquitecto Belaúnde y las primeras jornadas
de Cooperación Popular al inicio de su régimen. Bellos instantes de diálogo
fecundo, de abrazo fraterno entre peruanos de la ciudad y el campo, que
desgraciadamente quedaron truncos, como cometas inconclusas que soñaron
inútilmente con volar.
El Perú se jodió con la revolución militar del sesentaiocho
porque, ilusamente, creímos encontrar la fuente de la felicidad en el modelo
socialista. No se jodió porque en esos años se dieron pasos firmes hacia la
integración peruana. No. Acelerar el paso en esa dirección era necesario para
que el país fuera adquiriendo, por fin, conciencia de nación, para que los
peruanos entendiéramos qué es sentido nacional. Ya que no es posible hablar de
nación peruana mientras el indio, el indígena de estas tierras, no se halle
incorporado, junto con los demás peruanos, a la actividad del hombre moderno;
mientras no lleguemos a entender que la rabulesca eliminación de la palabra
indio en el diccionario peruano no elimina -ni siquiera esconde- el problema
del indio. Un problema que nos ronda desde comienzos de la República y que
siempre se ha pretendido soslayar, enmascarar, olvidar. Por lo pronto, son
escasos, se les podría contar con los dedos de una mano, los políticos y
pensadores peruanos que han tocado sin temor el problema del indio. Entre esos
pocos uno de los más lúcidos, descarnados, es José Carlos Mariátegui, quien no
tiembla al hundir el dedo en la llaga cuando dice: “En el Perú, el problema de
la unidad es más hondo porque no hay aquí que resolver una pluralidad de
tradiciones locales o regionales sino una dualidad de raza, de lengua y de
sentimiento, nacida de la invasión y conquista del Perú autóctono por una raza
extranjera que no ha conseguido fusionarse con la raza indígena ni eliminarla
ni absorberla”.
He aquí el problema magistralmente expuesto. Pero ¿cuál será
la solución?, ¿cuál será el destino de estas tierras? Y la respuesta es un
dilema: o nos fusionamos civilizadamente, inteligentemente, corrigiendo los
desatinos del siglo y medio, o Sendero eliminará salvajemente a medio Perú para
levantar sobre los escombros su patria, la de los vencedores. Esta es la hora
aterradora que vive el Perú.
Pero ya dije que por mirarle el rostro al problema del indio
no se jodió el Perú. Al revés, por no mirarlo, o por despreciar al indio, fue
que nos ocurrieron grandes desastres -como la derrota de Yungay-; pero no
sigamos con el tema por ahora. Ya habrá espacio más adelante para hablar de la
arrogancia, la mezquindad y la estrecha visión limeñas contra el indio Santa
Cruz, contra quien planteó establecer un diálogo vital entre la Costa y la
Sierra, y así llegar a la fusión, a la integración humana de los distintos
Perúes.
El Perú se jodió, repito, cuando optó, en la época de la
revolución militar, por el estatismo. Cuando, en lugar de insistir en la unión
nacional y ajustar los instrumentos de desarrollo a esa meta superior, optó por
el enfrentamiento de clases, por el odio de razas. Se jodió cuando, sin
comprensión de la realidad peruana, sin captar las corrientes modernas y sin
advertir los desastres que el colectivismo había ya producido en el mundo, los
militares revolucionarios, instigados por un grupo de inexpertos intelectuales
marxistas, escogieron como modelo el socialista. Sí, socialista, tal como está
escrito; aunque en verdad se trató de un sistema ajeno al Perú y desconocedor
de sus problemas, nacido de libros y de aventuras juveniles europeas, un
socialismo chato, poco inteligente, muy distante de las ideas humanistas,
samaritanas, generosas, que dieron origen a esa corriente social. Un socialismo
parecidísimo al que, junto a un tenso enfrentamiento racial, quiso imponer el
presidente Alan García. Como si sus principales consejeros fueran los mismos
jóvenes marxistas que inspiraron los traspiés militares de los años setenta.
Porque los dioses se compadecieron de nosotros en aquellos
años de la “revolución militar”, el Perú no llegó a caer en el abismo cubano,
aunque sí estuvimos cerca de ello. En el Perú de esos días sólo se pensó en
repartir, distribuir, arrebatar. Nadie habló a las masas de producción, de
rendimiento, de efectividad, de eficacia, de capacidad; y si alguien lo hacía,
nadie daba un centavo por su futuro político. Menos todavía si asociaba la
efectividad empresarial a la creatividad, a la imaginación del individuo, a la
tenacidad, dedicación y sacrificio del propietario. Aquello tan antiguo que
decía: “El ojo del amo engorda al caballo”, que muy bien conocían y aplicaban
nuestros abuelos.
Esas ideas desastrosas, basadas en hacer daño al que acumuló
ganancias legítimas con trabajo y perseverancia, enraizaron en el Perú y se
consagraron como las mejores opciones a seguir.
Todo comenzó con la Reforma Agraria.
No porque no hubiera que hacerla -como que hay que borrar y
seguir borrando todo tipo de explotación e injusticia donde éstas se
encuentren- sino porque esa reforma se hizo mal y sirvió para no acrecentar el
rendimiento del agro sino para activar enconos y revanchas, abusos y tropelías.
Los latifundios de la Sierra eran una vergüenza, porque explotaban al campesino
y porque eran, además, improductivos. Hoy, la situación en la Sierra no ha
variado en cuanto a productividad -los reformistas no se ocuparon de alentar y
orientar al campesino- y, si bien han desaparecido los latifundistas, no faltan
otros explotadores en su reemplazo.
En la Costa era inaceptable el monopolio del algodón y el
azúcar, controlado por tres o cuatro familias. Pero en lugar de dejar la
industria en manos privadas y de promover auténticas cooperativas agrarias
responsables de su gestión, integradas por trabajadores y técnicos, se optó por
el colectivismo; y los frutos de la irresponsabilidad están a la vista. Tampoco
se hizo justicia a los medianos y pequeños empresarios del campo -por lo
general, ingenieros agrónomos- que habían logrado alcanzar, manteniendo buenas
relaciones con sus trabajadores, grandes rendimientos en fundos de cincuenta,
cien y ciento cincuenta hectáreas. A éstos jamás debió alcanzarles la reforma.
Eran el motor y el futuro de nuestra agricultura.
En pocas palabras, la Reforma Agraria, desgraciadamente,
significó no modernización del campo sino repartija de tierras. También hubo
despojo de herramientas, maquinarias y casas- habitación. Significó la
parálisis de la propiedad agrícola, porque la tierra dejó de ser un bien útil
para financiar la actividad agrícola para crecer y prosperar. La tierra sólo
sirvió para vegetar en ella.
Con la Reforma Agraria no aumentó la producción; al
contrario, bajó y siguió bajando, porque nadie o casi nadie se atrevió a
cometer el sacrilegio de ir a contrapelo de los sacrosantos mitos de esos días,
como el de la Reforma Agraria, y hasta hoy hay resistencia a corregir los
errores que la hacen contraproducente a los intereses del país, empobrecedora
de los pobres.
(No faltará quien, al leer estas líneas, se pregunte ¿por qué
Oiga no apoyó en todo momento a Fujimori?... Y la interrupción vale para
aclarar que esta revista se ha cansado de puntualizar que está de acuerdo con
el lineamiento general de la política económica del actual régimen, pero que
también, permanentemente, ha rechazado el sectarismo liberal con la misma
convicción con que repudia todo fundamentalismo. Para Oiga, las reglas del
mercado deben tener excepciones, de acuerdo a la naturaleza de los pueblos y a
las circunstancias del momento. Y también Oiga está en desacuerdo con las
exageraciones ayatolistas, como la de hacer ilimitada la propiedad de la
tierra, ya que esta disposición abre las puertas al latifundismo -que siempre
será nefasto- y hará posible, aunque sea en teoría, en extravagante hipótesis,
que un jefe árabe despistado o borracho, o un Midas cualquiera, se haga
propietario del Perú entero. ¿Por qué no fijar extensiones tan amplias como lo
recomienda la técnica y dejar abierta la posibilidad de ampliar esos límites cuando
el interés nacional -igual que en las expropiaciones- amerite un acuerdo de
ministros para el caso; y evitar así el otro disparate que es poner impuesto a
las extensiones mayores, porque eso sería castigar a la eficiencia? ¿Por qué en
Europa, que algo nos aventaja en experiencia, muchas cosas no se venden sino se
conceden por 99 años?... Y, para completar el paréntesis, para que quede
constancia de que la abierta oposición de Oiga al gobierno no es gratuita: Oiga
cree que un gobierno no deja de ser dictadura por tener mayoría de votos -ahí
están los ejemplos de Hitler y Mussolini- y estima que todo autoritarismo es
negación del civilizado estado de derecho al que aspiran todos los pueblos
anhelantes de un desarrollo sostenido).
Otro de los instrumentos revolucionarios que con ilusión y
sano entusiasmo puso en marcha el gobierno militar fue la Comunidad Laboral.
Idea alentada, sin duda, por nobilísimos propósitos y basada en impecable
teoría sobre la armonización del hombre con su trabajo. Pero una cosa son los
cálculos en el papel y otra la realidad. De allí que lo que se pensó como
impulso a la productividad, como sustituto del sindicato, resultó
constituyéndose en un añadido a las trabas que desalientan la producción.
Lo mismo podría decirse de la estabilidad laboral. Otra ley
con esas buenas intenciones que empiedran el infierno, ya que en lugar de
aumentar los puestos de trabajo -que era lo que se pretendía-, éstos fueron
disminuyendo. Y, peor aún, esa disposición sirvió para destruir con suma eficacia
la disciplina en los centros de trabajo.
Cuando se hicieron “irreversibles” estas disposiciones,
muchas de ellas inspiradas en ideas saludables, pero todas contagiadas de
resentimiento y mediocridad, a la vez que administradas por holgazanes, fue que
se jodió el Perú. Fue entonces que el país comienza a desintegrarse, justo
cuando la repartija se hace norma y el socialismo rampante de los cafés
latinoamericanos en Europa se hace meta.
Fue un cúmulo de errores que explosionaron de pronto; errores
que habíamos ido almacenando desde muy antiguo, desde aquel gran descalabro de
Yungay. Porque -hay que decirlo de una vez- lo que se enseña en las escuelas,
lo que opina don Jorge Basadre y lo que nos escribe un lector amable sobre
Santa Cruz y la Confederación Perú- boliviana es un engaño que encubre,
esconde, maquilla la verdad. Una verdad que, por ser muy amarga, no es
agradable reconocer. Pero que es verdad.
Nuestro primer gran contratiempo –repito- fue la destrucción
de la Confederación. No porque Castilla o Gamarra hubieran sido traidores a la
patria, que no lo fueron. Sólo a los peruanos nos satisface repartirnos como
volante de circo el título de traidor. Sí fueron unos despistados que no
vieron, ni siquiera olfatearon, lo que ocurría bajo los hechos que ellos vivían
apasionadamente. Fueron políticos tan torpes que creyeron posible la anexión
del Perú por Bolivia. Tremenda equivocación -imperdonable en quienes se
estimaban estadistas-, alentada por Chile, país que sí veía un peligro para él
-para su expansión- en la Confederación. De allí que se aplicara en ser asilo
grato para los refugiados peruanos. Lo que no niega que Castilla fuera más
tarde un excelente y patriótico administrador y que los dos (Castilla y
Gamarra) fueran valiosísimos soldados -hasta geniales estrategas si se quiere-
a los que les corresponden todos los méritos y honores de la derrota que
sufrieron en Yungay los confederados del indio Santa Cruz. Al jefe chileno de
la expedición, general Bulnes, sólo le correspondió -para desgracia nuestra- la
victoria política. Con ello cumplió los planes trazados por Diego Portales, el
gran estadista chileno que halagó y amparó a los deportados peruanos que
encabezaron, bajo mando chileno, las dos expediciones restauradoras que
culminaron en Yungay. Planes y estrategia detalladamente explicados en la carta
de Portales, que reproduce Jorge Basadre, y que en un párrafo dice exactamente:
“Va usted, en realidad -le escribe Portales a Blanco Encalada, jefe de la
primera expedición-, a conseguir con el triunfo de sus armas la segunda
independencia de Chile…. La posición de Chile frente a la Confederación Perú-
boliviana es insostenible. No puede ser tolerada ni por el pueblo ni por el
gobierno porque ello equivaldría a su suicidio. No podemos mirar sin inquietud
y mayor alarma la existencia de dos pueblos confederados y que, a la larga, por
la comunidad de origen, lengua, hábitos, religión, ideas, costumbres, formarán,
como es natural, un solo núcleo”.
Lo que Portales veía con clarísima precisión -también así lo
veía desde el campo opuesto Santa Cruz- no lo vieron los díscolos caudillos
peruanos, con Castilla a la cabeza; pero, sobre todo, no lo veía la virreinal y
engreída Lima, la amodorrada ciudad de la mazamorra y el arroz con leche.
Tampoco lo ven nuestros historiadores y algunos de los lectores de Oiga que me
han escrito sobre el tema. Sí lo vio Bolívar, quien no quiso un Perú fuerte e
hizo del Alto Perú una nación independiente. Y, muchas páginas atrás en la
historia, así también lo vio el virrey Manuel Guirior, quien escribió en 1778
cuando se comenzó a hablar de la Audiencia de Charcas y de hacerla -como se
hizo- dependencia del virreinato de Buenos Aires: “El reino del Perú, Bajo y
Alto, no admite división perpetua”.
Portales, con larga y aguda visión de estadista –él es el
padre de la nación chilena-, advierte que es natural la unión de los dos
Perúes, que el idioma –el quechua y el aimara- los unifica, que habrá con el
tiempo una ligazón inseparable con Lima capital, que la Sierra y la Costa -con paridad
en el diálogo- unirán capacidades y recursos. Adivina él, chileno, lo que pudo
ser este país y no fue -por obra de él, en parte-, mientras que los peruanos
seguimos sin captar, sin sentir el problema del indio, queriéndolo eliminar,
borrando la palabra indio del diccionario. O entendiéndolo mal, soberbiamente,
con desprecio, como lo entendía la frívola Lima de los años de la
Confederación; la Lima que se rendía a los pies de Salaverry y Vivanco porque
eran blancos, altaneros y poco sagaces; la Lima que detestó en Santa Cruz al
indio. Así lo decían sus coplas:
“Que este Alejandro huanaco
extienda hasta el
Juanambú
sus aspiraciones
viejas.
¿Por quí, humbre, el
Bolivia dejas?
¿Por quí boscas la
Pirú?.”
Fuente:
Entre Molinos de Viento
Francisco Igartua, Oiga y una pasión quijotesca,
Archivo Editorial Periodística Oiga
Archivo Francisco Igartua Rovira
Archivo Ilustre Hermandad Vascongada de Nuestra Señora de Aranzazu de
Lima
Archivo Ilustre Cofradía de Nuestra Señora de Aranzazu de Perú