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DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

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«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

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UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

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miércoles, 12 de noviembre de 2014

PACO IGARTUA

Paco Igartua

noviembre 7, 2014 por opotesta

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Revista Nexos
Es primero de octubre y leo en las redes sociales miles de saludos y halagos al periodismo. Veo la esperanza de los nuevos colegas y la “felicidad” de los viejos, que en privado sí se atreven a denostar contra sus malos jefes y a lamentar la trastocada ética que se aplica en la prensa. No cuestionan a los empresarios que han dejado de colocar a gente honesta en las pantallas, para preferir a psicópatas que matan (o facilitan el crimen) por el rating. Los broadcasters podrían limpiar la prensa de un plumazo, pero eso no les interesa: los medios de comunicación son un negocio en una selva empresarial. Y allí gana el más salvaje.

En las redes sociales no existe la historia, sino el menudo interés del presente. Nadie ‘cuelga’ las legendarias entrevistas de César Hildebrandt en Caretas ni las soberbias disquisiciones de Federico More en Oiga, pese a ser señalado como el periodista peruano más completo de todos los tiempos.

En 1995 ingresé como practicante a Oiga, revista dirigida por Paco Igartua, tozuda opositora de Fujimori y Montesinos. Tenía 21 años y cursaba el noveno ciclo de periodismo. Paco había sido el discípulo predilecto de More y deseaba aprender de él. Lamentablemente, ese mismo año, Oiga, la predecesora de Caretas, cerró por la tenaza tributaria de la Sunat y me quedé en la calle: desolado y con dos notas por diseñar.

La noticia del cierre de Oiga fue comunicada a los periodistas una soleada mañana de setiembre. No estuve allí, pues había decidido escribir de amanecida en mi casa, tecleando la vieja Remington familiar. Uno de los guachimanes lloraba y un diagramador se encontraba tirado en la mesa de diseño, acompañado por dos botellas de ron que en vano trataba de ocultar. La cancelación de la histórica revista había sido un bombazo.

A Paco lo busqué un año después en su casa de San Isidro, justo un primero de octubre de 1996. Estaba desanimado como un boxeador al que han sacado del ring antes de tiempo, pero jamás lo iba a confesar. Esa tarde le hice una entrevista que aún conservo en un microcassette. Aquí algunos extractos:

En el número de Oiga que conmemoró en 1992 sus 50 años como periodista, Mario Belaunde, viejo amigo suyo, hizo un artículo sobre Usted que tuvo un sugestivo titular: “Nacido para joder”. ¿Cómo recibió esa peculiar calificación?

Más que nada fue por la rebeldía que siempre me acompañó.

Aunque pueda pecar de obvio… ¿Cuál debe ser la misión de un periodista?

La misión del periodista siempre será informar, orientar y educar. El periodismo que se convierte en fábrica de embutidos tira su esencia al tacho de basura. Por desgracia, los medios de comunicación le han dado a la noticia la categoría de producto lácteo al venderse de forma irresponsable.

¿Qué se privilegia?

Se privilegia el negocio, cosa que antes no sucedía. Muchos coinciden en que la prensa escrita desaparecerá con el avance de las nuevas tecnologías…

[Paco nos pide una pausa para buscar unos apuntes. Parece ser el texto de un discurso] Afina la voz y dice:

La prensa escrita, letra por letra, sufrirá algunos cambios pero no morirá. La magia y el embriagante estilo de la letra de molde no desaparecerá por obra de las palabras radiales –que se las lleva el viento– o de la imagen que no nos permite centrar nuestra atención en el significado del discurso. La palabra volandera jamás nos dará la seguridad que nos brinda la letra escrita: ese texto que podemos leer y releer por placer o para rectificar lo que no estuvimos seguros de entender.

¿En qué son diferentes los periodistas de los medios escritos y los de la televisión?

Hay que considerar que la televisión no la hacen los periodistas. La hacen los empresarios.


Feliz día del periodista, querido Paco.

domingo, 15 de diciembre de 2013

Oiga:


TRISTE ES LA MUERTE Y ES MUY TRISTE CUANDO MUERE LA INTELIGENCIA

Nada más doloroso que renunciar a alguien. Y hemos venido a devolverle a la tierra el cuerpo del ingenioso y agresivo prosista que llenara, desde su mocedad hasta ayer, el lugar más destacados y bullicioso del periodismo peruano. Solo para el mañana –señalando por campo toda América Hispana– ha dejado Federico More la tarea, demasiado ambiciosa, de poderlo igualar. Le gusto ser primero. Y lo fue siempre. Nadie uso de la pluma con la habilidad de él, nadie supo hacerse odiar y temer como él y ninguno habrá que haya gozado de la amistad más que el. Caballo desbocado, tuvo ideas demasiada emotivas sobre la realidad social y política; pero, adoro con desenfreno lo que creyó justo. Paso la vida entreteniéndose en decir que lo que más amaba era un crepúsculo, frente al mar, o el silencio infinito de su puna. Lo que siempre hizo fue vivir apasionadamente, buscando sin cesar una trinchera de combate, queriendo- en el mundo de las ideas –unir la luna con la tierra. Fue poeta, en lucha constante por hacer vivir a los hombres dentro de una libre y divertida  discrepancia. Y por poeta, quiso ser político. Lo vencieron la poesía y el humorismo. Ese sutilísimo humorismo   sajón que permite llorar bajo la risa. Vivió entre sueños encantados y chispeantes; que no impidieron, sin embargo, que muy a menudo coincidiera en su trágica angustia por su pueblo con las multitudes, a las que detesto con convicción de aristócrata de la inteligencia. More no entendió de la vida sin pelea…. Y ha caído peleando. Honra a CARETAS el haber sido su última trinchera. Los que hemos estado hasta su fin a su lado, sabemos que no lo mato la muerte. Federico se dejo morir. En un país donde cada día es menos valorada la inteligencia; en momentos en que se han perdido hasta las buenas maneras -de las que el gusto tanto- ; y cuando las posibilidades de rehacer la fe de su pueblo, a base del respeto a la discrepancia, se transforman en seguro temor de tener que continuar en obligada convivencia, no creyó encontrar otro camino que el de dejarse  morir ¿Qué hacia él, eterno discrepante, en un mundo de  silencio?  Como sus amigos, los viejos griegos, se fue sonriéndole a la vida. Junto a Federico enterramos otra esperanza maltratada.

Discurso pronunciado por Don Francisco Igartua, director de Caretas en el Cementerio de Baquijano del Callao, con ocasión del sepelio de Don Federico More. En esta ocasión también hicieron uso de la palabra los señores Oscar Miro Quesada, Emilio Armaza, José Antonio Encinas, Esteban Pavletich y el Dr. De la Puente.

La segunda edición del libro FRANCISCO IGARTUA, OIGA Y una pasión quijotesca, no estaría completa sin la publicación de este memorable discurso.

Fuente:
Caretas, Año V,  28 de Febrero al 14 de marzo, 1955 – N° 60.


viernes, 22 de febrero de 2013

Una inteligencia despierta, vivaz, a la vez que desbordante, indisciplinada y bohemia, aunque muy bien cultivada, como fue la de Federico More, no es de extrañar que, inútilmente, hubiera intentado muchas veces sistematizar su pensamiento en una obra orgánica, en un libro cumbre, en una suma que redondeara sus ideas, siempre un tanto atrevidas, sobre la vida, el mundo, el hombre peruano y su porvenir, sobre el buen ordenamiento de la sociedad, sobre la poesía del atardecer y la suciedad de la política. No lo logró, porque sistematizarse hubiera sido negarse a él mismo: un anarquista del pensamiento. Pero hombre de trabajo, dentro del desorden de su azarosa existencia, escribió y escribió angustiosamente, con apuro, dejando impreso un reguero desparramado de artículos, folletos, libros, ensayos, prólogos... Con algunos de ellos, que son los más representativos de su obra, en un resumen que, como toda tarea humana, es cien por cien subjetiva, he formado estas Andanzas de Federico More. Son las Andanzas por las tierras del Perú, de América y de la literatura universal de un espíritu excepcionalmente dotado para pensar y juzgar, para exhibir inteligencia, para jugar con las palabras y entregarse al devaneo de las ideas, para coger la lanza y lanzarse locamente, desbocadamente, al campo abierto de la polémica sin cuartel.

Las Andanzas de Federico More están llenas de pasión y desbordes como su espíritu; y su obra es variada, muchas veces luminosa como el sol de mediodía y, otras, embellecida por ocasos y auroras con reminiscencias paganas. Enceguecido por la luz de la diosa actualidad, More no pudo aquietar el potro desbocado que llevaba dentro y no dejó -repito- un trabajo orgánico, meditado, hecho con el sosiego de los que ven pasar el tiempo pensando en el mañana.

Federico More vivió escribió, apasionadamente, al día. Fue ante todo y sobre todo periodista, aunque pienso que nunca dejó de amar a las musas de su juventud, que jamás perdió el regusto por la poesía, esa diosa que le hizo captar su cuna puneña, el Ande, con singularísima sensibilidad. Esas alturas cercanas a las estrellas a las que les dedicó esta frase precisa y bellísima -cito de memoria-: «Aquí nació el silencio, aquí se siente el olor de un cuerpo en celo». No recuerdo los versos anteriores ni los que siguen y me ha sido imposible hallar la poesía completa en la selva de periódicos donde he estado siguiendo la huella de Federico More, periodista insigne de quien, sin embargo, los peruanos de menos de cuarenta años poco o nada conocen. La obra del periodista, como él lo dijo, «tiene fama frágil y dura apenas horas»... Salvo excepciones. Naturalmente. Una de ellas resonante, singular y variada es la de Federico More. Y aquí está justamente este libro para confirmar la excepción.

En uno de los capítulos que siguen hallará el lector un ensayo de More que sonará algo extraño y que años atrás pocos habrán entendido: es la visión premonitoria de lo que sería el periodismo del futuro, el de hoy, ese periodismo chato, sin aliento orientador, sin calidad ni ánimo literario, algo similar a la comida masticada, a las píldoras alimenticias de los astronautas. More lo describe como un inmenso archivo donde se puede hallar la tarjeta correspondiente a una boda fastuosa, a un robo al escape, a una intervención parlamentaria sobre educación física o sobre defensa ecológica de un río o de la ciudad capital. Todo estará allí ya redactado. Sólo quedará por hacer el trabajo de colocar los nombres de las personas y lugares del hecho recién ocurrido.

En otras palabras, Federico More prevé la muerte pronta del periodismo que él amó y realizó con extrema calidad, ese arte y oficio íntimamente relacionado con la literatura y con la política entendida como sacerdocio cívico —esa prensa que brilló como lucero esplendente en el siglo pasado y la primera mitad de éste—, vislumbrando a la vez el periodismo de nuestros días: transformado en un negocio que puede confundirse con la fabricación de salchichas o zapatillas, si no fuera porque los medios de comunicación masiva —ya no se dice simplemente «prensa»— dan cierto lustre político y son instrumentos de poder que pueden auxiliar a otros negocios; sin perder su propio valor cotizado en bolsa. El periodismo en sí, aquel del bien decir, defensor de valores morales y cívicos, importa menos o nada. Por lo que si hay interés es por las «primicias», porque ellas significan mayor «rating», aumento, en el precio bursátil de las acciones de la empresa. Y esas primicias hay que conseguirlas por encima de todo, hasta de la propia honra o del prestigio patrio. El resto de la edición sale de los anaqueles que describe More, aunque anaqueles cada vez más sofisticados por la computación y la apabullarte tecnología electrónica, siempre con una novedad en la mano.

Me parece que el periodismo escrito, en el que pasó su vida More y nos sigue interesando a unos pocos periodistas —cada vez menos—, tendrá un mañana distinto, quién sabe salvador de ese arte y oficio que hoy está desapareciendo. Creo que en cada una de las ciudades de la geografía mundial sobrevivirá un diario, un periódico de servicios, de información local, de especializaciones. Por lo general, aquellos que han sabido sobrevivir amparados en una tradición familiar. Y me parece que el antiguo oficio de hacer arte con la actualidad, la tribuna de los comentarios agudos, orientadores, placer de los lectores, el periodismo de a verdad independiente, encontrará boya de salvataje en periódicos bisemanales, de pocas páginas y bajo costo, sin los lujos de las revistas y sin la carga de los servicios que debe ofrecer el diarismo moderno.

¿Será ilusión lo que escribo, será nostalgia de los años que acompañé a Federico More en esas pequeñas imprentas que eran refugio de bohemios? ¿Estaré hablando de un futuro cierto?

Aquí queda la idea, la propuesta, para la reanimación de un pasado en agonía —no en el sentido de la agonía unamuniana— que algunos quisiéramos reviviera.

More, como ya he dicho, fue poeta, literato de altísimo nivel, ensayista luminoso. Fue, según César Vallejo, el prosista de su generación. Usó con fiabilidad extrema el robusto idioma de Cervantes y Quevedo y no dejó de ser admirado, como crítico literario, por José Carlos Mariátegui, el más respetado de sus amigos de la «generación Infortunada» como tituló More a su generación. «La generación que se abre, cronológicamente, con hombres de la edad de Leónidas Yerovi y se cierra con hombres de la edad de José Carlos Mariátegui... Basta escribir o pronunciar estos dos nombres para comprender el inmenso infortunio, el signo adverso que pesa sobre aquella generación, la más brillante que ha producido el Perú, la más literaria, la de más completa sensibilidad; y la única que no ha logrado, ni a medias, decir su secreto de cultura, de emoción y de inquietud... Si juntos los nombres de Leónidas Yerovi y de José Carlos Mariátegui escribimos el de Abraham Valdelomar, la evocación dolorosa se completa»... Son éstos, párrafos del artículo escrito por More a la muerte de Mariátegui, quien había descalificado a More para la política llamándola «aristócrata de la inteligencia», distante de las multitudes. Definición acertada, que a More no le mortificó, porque se sentía tan ajeno a los honores y glorias oficiales como a las inquietudes de las masas. Aunque sí le preocupó -y muchísimo- la política; de la que fue apasionado seguidor, aunque no como aspirante a presidente, ministro o diputado, sino como observador comprometido, como orientador de la opinión pública, como periodista, y no como conductor de multitudes, a las que, sin duda, detestó y a las que diferenció magistralmente del pueblo en su libro «Una multitud contra un pueblo». Sus mejores prosas son políticas y políticos son la mayoría de sus ensayos. Sus inquietudes están trazadas precisamente en ese bello artículo de adiós a Mariátegui. «En el entierro va a hablar Ezequiel Balarezo Pinillos, Gastón Roger, que es uno de los pocos sobrevivientes de esa generación, la generación infortunada, la que expresa, mejor que cualquiera otra de las formas de la vida nacional, el hondo y grave fracaso de nuestro espíritu en la marcha hacia la cultura y en el sacrificio por una norma de puro y eficaz idealismo. Estoy seguro que Balarezo sabrá evocar, ante la tumba precoz de Mariátegui, el dolor de todos nosotros, el dolor de él mismo, el vasto dolor de cuantos sabemos todo lo que pudimos realizar y todo lo que una sociedad inerte e injusta no nos permitió cumplir».
Discípulo ferviente de Manuel González Piada -con quien mantuvo estrecha relación durante años-, fue en su juventud un iconoclasta, casi un incendiario; y lo siguió siendo en la mocedad, cuando no se le llamaba señor More o don Federico, sino el «Loco More», según cuenta Adán Felipe Mejía, «El Corregidor», en una sabrosa crónica de recuerdo sobre los encuentros bohemios de Yerovi y Moro, cuando éste, junto a Valdelomar, era portandarte de los colónidos, aquellos hombres que soñaron con cambiar al Perú modernizando el pensamiento de su clase intelectual. Su devoción por González Prada llegó en un momento al delirio, pero fue asordinándose con el tiempo hasta llegar a afirmar que el ídolo de su niñez y juventud no pasó, ideológicamente, de ser un ingenuo comecuras. Siempre, sin embargo, lo siguió admirando como literato.

Con esa afirmación y sólo una parte de su antigua devoción a González Prada, además de un odio concentrado a la Lima voluptuosa y virreynal, sede de una plutocracia sensualizada e inepta, incapaz de dirigir al país, sale More al destierro en época de Pardo. Son doce años de peregrinación por América Latina, haciendo periodismo, escribiendo ensayos, viviendo de su pluma. Nueve de esos años los pasó en Buenos Aires, donde logró una expectable situación en la prensa argentina. Dejó allí, sobre todo en «La Razón» y en la «Crítica» de Natalio Botana, muy en alto el nombre de Federico More.

Allí también lo siguió su pasión más persistente, la que, cosa curiosa, nunca lo abandonó, a pesar de su sobresaltada vida periodística: la poesía. En Buenos Aires, entre 1922 y 1923, Federico More dedica buena parte de su tiempo a poner en contacto a los lectores hispanos con la poesía alemana que va de Vogelweide a Rilke. Este trabajo lo realiza con la ayuda del doctor Alberto Haas, quien le entregaba unas traducciones muy literales, a las que More les daba «versión rítmica española». Algunas de las traducciones de Rilke no llegan a publicarse en Buenos Aires y la «Canción del amor y de la muerte del corneta Cristóbal Rilke» recién aparece en «La Revista Semanal», en Lima, en 1931. El artículo de More titulado «Noticias críticas sobre poesía germánica -Meyes y Storm, dos poemas terminales anunciadores», publicado en «La Razón», en julio de 1923, es considerado según Estuardo Núñez como uno de los mejores comentarios hechos en lengua castellano sobre dichos escritores y poetas.

Pero la atracción de la patria, de «La única tierra cuyo contacto nos fortalece», no lo abandona. Y pasa a Bolivia para estar más cerca del retorno al Perú. En esa época aparece un libro, «El tirano en la jaula», cuyo prólogo lleva la firma de Federico More. Un prólogo que, sin duda, es uno de los panfletos mejor escritos y más virulentos de la turbulenta historia política peruana. Pero el leguiísmo ve la mano de More no sólo en las tremebundas imprecaciones del prólogo. También le achaca -posiblemente sin equivocarse- el título del libro y algunas acciones conspirativas. El hecho retarda su regreso a la tierra patria.

Estamos en La Paz, ciudad a la que Federico More siente como suya, tan próxima a su Puno natal como a su sensibilidad humana. Allí, presentado por el gran novelista boliviano Alcides Arguedas, More, triunfador de los Juegos Florales, tuvo la satisfacción de leer ante una multitud su «Canto al Illimani», el monte tutelar de la capital boliviana:

En una mañana de rosas, transparente,
le nacieron orillas al Mar... y fue la Tierra
y en el temblor violeta de las arenas grises…
Viento y Luz, nupcialmente,
dieron vida a la Nieve y a la Sierra,
árbitros de fantásticos países.

Su retorno al Perú es apenas anterior al huracán que irrumpe con la revolución victoriosa de Arequipa (agosto de 1930). More llega a Lima en noviembre de 1929 y en «Mundial», la revista que junto a «Variedades» acapara la lectura de los peruanos, deja estampada su personalidad periodística. Es el (colónido), que vuelve lanza en ristre, luego de doce años de exilio, aunque con el ánimo político un tanto apaciguado:

«Excesiva cortesía la de «Mundial» cuando, olvidando mi condición de periodista militante, quiso hacerme un reportaje Un periodista no es un ser periodístico y, por lo tanto, no es sujeto entrevistable. Como que el creador no puede resignarse a convertirse en su propia criatura.

-Pero -me dice, con fina amabilidad de antiguo camarada, Andresito Aramburú- es preciso que sepamos qué opina usted de su patria después de tan larga ausencia, después de estos doce años en los cuales han pasado tantas cosas.

-Está bien -le respondo-. Haré algo así como un auto reportaje. Siempre, para decir mis propias cosas, yo mismo he de resultar más eficaz y exacto que el más agudo de los reporteros. Escribiré un artículo que sea un conjunto de respuestas. Después de todo, en un reportaje, la pregunta es lo que menos vale, porque, cuando vale algo, se queda sin respuesta. ¿Acepta usted mi fórmula?

La fórmula es aceptada y aquí está el artículo. Cuando vengo a entregarlo, encuentro que, en la casa de «Mundial» aún vaga, por fortuna, la sombra gentil y sonriente, sagaz y benévola de don Andrés Avelino Aramburu que enseñó a tantos escritores a ser periodistas y a tantos periodistas a ser escritores. Aún subsiste aquel ambiente que supo crear don Andrés Avelino, aquel ambiente en que la charla y el trabajo, una laboriosa negligencia y una holgazana actividad se juntaban con rara elegancia, Aquel ambiente que era obra tanto del dandy como del escritor. Aquel ambiente que aún se perfuma con el epigrama y el ramo de violetas, los dos signos con los cuales el maestro dio discreta expresión a su ingenio y a su persona irreprochable. Pero ¿Y el Perú que he hallado al cabo de doce años de accidentada ausencia?»

……………………………………………………………………………………


«Todo aquel que, al cabo de una larga ausencia -más larga cuanto más dolida- pisa tierra de su tierra, siente que dentro de su personalidad nace un nuevo mundo, tanto más encantado cuanto más se parece al mundo antiguo, a ese que, a cierta altura de la vida, expresamos en estas dos maravillosas e indefinibles palabras: infancia, juventud. Después de todo, la vida está fabricada con tela de nuestro propio sueño. Cuando se ha vivido un poco, el sueño se asemeja mucho al recuerdo.

En realidad, doce años no son no los que quiere que sean su coeficiente de intensidad. Para un tuberculoso, doce años no valen lo mismo que para un artrítico. El político no tiene sobre el tema el mismo concepto que el comerciante.

En estos últimos doce años, no sé si el Perú ha vivido doce o cien: no importa el caso saberlo. Lo que sé es que ha vivido mucho. Hace tiempo que vengo trabajando en un libro que me parece será lo fundamental de todo mi obra literaria y se titula «Historia Política del Perú». Lamento no tener aquí mis apuntes y los capítulos ya escritos, a fin de releerlos y terminar de comprender hasta qué punto nos hemos transformado. A pesar de todo, voy a intentar una exposición rápida y sintética de mis impresiones sobre la actualidad. Debo decir que no guardo ni un rencor ni un odio. Ni siquiera un resentimiento. Casi no conozco a las personas y estoy fuera del mundo de los intereses. Procedo con objetividad intachable».

Su análisis, no siempre objetivo -nunca la pasión deja de desbordarse en More-, luego de puntualizar lúcidamente que «es incuestionable que la era preconstitucional del Perú no ha terminado, es decir que aún no hemos encontrado la forma de gobierno y el institucionaje que quedan convenirnos exactamente» y luego de historiar en apretada síntesis los períodos civiles y militares, se lanza furibundo, como en sus vehementes años juveniles, contra el civilismo: «Cuando se dice que Manuel Pardo fundó el civilismo y le dio vida, se dice algo pueril: Manuel Pardo lo único que hizo fue producir la guerra del Pacífico y dejarle la sucesión a un militar: dos hechos perfectamente anticiviles». Para More, no sin razón, «el civilismo se levanta, se funda y se engrandece gracias a la oligarquía». Esos oligarcas «miopes y vanidosos, mataron a Manuel González Prado y a Abraham Valdelomar; inmolaron a José Balta y esterilizaron a Nicolás de Piérola; entristecieron la juventud de Germán Leguía y Martínez y de Abelardo Gamarra; y se encogieron de hombros ante el singular ingenio de Florentino Alcorta, que tuvo que penalizarse —yo conocí el dolor de aquella vida— para no perecer. Mi generación, la generación infortunada por antonomasia, fue íntegramente disuelta en las hogueras inquisitoriales de la oligarquía».

Dice More en ese artículo o autoentrevista -de noviembre de 1929- que ha venido a la patria por pocos días. «No pasaré en Lima, quizás ni en otro sitio del Perú, la próxima semana. Ignoro cuando volveré». Lo cierto es que su anunció no se cumplió y se quedó aquí, en un país que ya vivía la agonía del oncenio leguiísta. Muy pronto el Comandante Luís M. Sánchez Cerro entraría victorioso a Lima, sin que muchos advirtieran, muy cerca del militar revolucionario, la presencia de José Luís Bustamante y Rivero, años atrás compañero de More en las tertulia literarias de Arequipa, aquellas que siguieron a la expulsión de More, embrión de periodista, de la Escuela Militar de Chorrillos, donde fundó un periódico para criticar al alto mando de la Escuela. Pero Bustamante no logró que el periodista se acercara al rebelde de Arequipa ni pudo él mismo mantenerse en la proximidad del poder. Fue un ministro fugaz, que regreso a su provincia espantado por lo que vio venir; mientras que More terminó por calificar a la época que siguió al triunfo revolucionario de «Zoocracia y Canibalismo», de ambiente incompatible con la inteligencia. Fueron tiempos revueltos, de disolución y oprobio, y él volvió a probar el amargo pan del exilio.

Federico More se sumergió en la vorágine nacional de aquellos años. Luego de su deportación a Chile, nunca más salió del Perú, como no fuera una visita accidental, como delegado de prensa, a Santiago o Buenos Aires. Aquí, en la Lima sensualizada que ayer odió y que entonces comenzó a adorar, se prodigó escribiendo contra esto y aquello. Pero ya estamos en los comienzos de la historia de nuestros días, agudamente vi seccionada por More en memorables notas editoriales y afilados ensayos, citados más de una vez por Jorge Basadre en su «Historia de la República».

Son escritos que van apareciendo en «El hombre de la calle», en «El Universal», en «La Revista Semanal», y en otras publicaciones de la época. Pero, sobre todo, en «Cascabel», su semanario, su aventura empresarial. Su «casa propia», que administró con el desorden bohemio en el que siempre vivió. Cuando sobraba dinero había que gastarlo en una gran farra, que se iniciaba con un almuerzo de mantel largo y servilletas grandes, de tela fina, que podía concluir dos o tres días después; y, cuando no había sino centavos, también alcanzaba algo para gastar, para vivir alocadamente sin pensar en el mañana. Era como si More advirtiera el futuro peruano con claridad de profeta y, desesperado, se entregara a vaticinarlo en sus fatigosas horas de trabajo en la redacción y a destruir su vida en los descansos: para no sufrir lo que vendrá, para rehuir de ese mañana sin honesta discrepancia ni pacífica convivencia, aspiración por la que bregó cada día con menos esperanza.

Es en esos años que aparece, juvenil y arrogante, el Apra de Haya de la Torre. Pronto advierte More el percal de engaño que hay en el Partido «de los asnitos» y se convierte, para siempre, en abanderado contra la mediocridad aprista. Cambia la dirección de sus dardos, aunque jamás olvida a su viejo enemigo: «En el Perú hay dos fuerzas que se oponen a la cristalización de las corrientes modernas y universales: el Civilismo y el Apra. El primero, carente de técnica y de espíritu de empresa, es un obstáculo en la marcha hacia el capitalismo. El segundo, imbricación rara de fascismo y de marxismo, es una rémora para el espíritu revolucionario. Vivimos dos etapas distintas y alejadas. Unos se encuentran como se encontraban los nobles, antes de la Revolución Francesa, sin reconocer los derechos del hombre; otros consideran que están en un estado comunista, sin percatarse que no hay aquí nada que revolucionar, sino mucho que organizar. Estamos entre dos fuerzas opuestas y, probablemente, iguales: la prueba de ello es que no caminamos».

¿Pueden ser más actuales las frases anteriores? Pero adentrémonos en More, leyendo a More en las diversas etapas de su vida y en las distintas facetas de su obra; sigamos en sus textos los pasos del siempre renovado pensamiento de More, hombre al que conocí y traté íntimamente en las postrimerías de su existencia terrenal. Personaje que dejó en mí una imborrable impresión por su inteligencia, su agudeza mental, sus conocimientos más íntimos vericuetos de la vida, por su amor a todo lo humano y a lo que fue más que su arte y oficio, su razón de ser, el periodismo.

Así despedí los restos mortales del maestro, del eximio orfebre en las artes de manejar el idioma, de captar la actualidad, de juguetear con las andanzas de la vida. Hoy no cambiaría una palabra de lo que ese día dije en el cementerio de Lima:

«Nada más doloroso que renunciar a alguien. Y henos aquí devolviéndole a la tierra el cuerpo del ingenioso y agresivo prosista que llenara, desde su mocedad hasta ayer, el lugar más destacado y bullicioso del periodismo peruano. Sólo para el mañana -señalando por campo toda América Hispana- ha dejado Federico More la tarea, demasiado ambiciosa, de poderlo igualar. Le gustó ser primero. Y lo fue siempre. Nadie usó de la pluma con la habilidad de él, nadie supo hacerse odiar y temer como él y ninguno habrá que haya gozado de la amistad más que él. Caballo desbocado, tuvo ideas demasiado emotivas sobre la realidad social y política; pero, asumió con desenfreno lo que creyó justo. Pasó la vida entreteniéndose en decir que lo que más amaba era un crepúsculo frente al mar, o el silencio infinito de su puna. Lo que siempre hizo fue vivir apasionadamente, buscando sin cesar una trinchera de combate, queriendo -en el mundo de las ideas- unir la luna con la tierra. Fue poeta, en lucha constante por hacer vivir a los hombres dentro de una libre y divertida discrepancia. Y por poeta, quiso ser político. Lo vencieron la poesía y el humorismo. Ese sutilísimo humorismo sajón que permite llorar bajo la risa. Vivió entre sueños encantados y chispeantes; que no le impidieron, sin embargo, que muy a menudo coincidiera, en su trágica angustia por su pueblo, con las multitudes, a las que detestó con convicción de aristócrata de la inteligencia. More no entendió la vida sin pelea... y ha caído peleando. Honra a la revista que fundé y dirijo el haber sido su última trinchera. Los que hemos estado hasta el fin a su lado, sabemos que no lo mató la muerte. Federico se dejó morir. En un país donde cada día es menos valorada la inteligencia; en momentos en que se han perdido hasta las buenas maneras -de las que él gustó tanto-; y cuando las posibilidades de rehacer la fe de su pueblo, a base del respeto a la discrepancia, se transforman en seguro temor de tener que continuar en obligada con vivencia, no creyó adecuado encontrar otro camino que el de dejarse morir. ¿Qué hacía él, eterno discrepante, en un mundo de silencio? Como sus amigos, los viejos griegos, se fue sonriéndole a la vida. Junto a Federico enterramos otra esperanza maltratada».

Pero los hombres que crearon belleza, que sembraron ideas, sobreviven a su envoltura terrena. Son como los gatos -animal al que More adoraba-; tienen varias vidas, las vidas que nacen de las lecturas que dejan.

Los invito a leer a Federico More.


FRANCISCO IGARTUA
ANDANZAS DE FEDERICO MORE
Prologo y Recopilación
págs. 5 al 14.

viernes, 13 de enero de 2012

Federico Guillermo More Barrionuevo In Memoriam

Colónida, números. 2 y 3, año 1916.

LA HORA UNDÉCIMA DEL SEÑOR

DON VENTURA GARCÍA CALDERÓN

Alrededor del año mil novecientos siete, publicó don Ventura García Calderón un libro, y quedó de modo oficial incorporado a la literatura. “Frívolamente”, ese primer libro, aunque no siempre llega al plagio, siempre se queda en la imitación. Ya es “el Cementerio de los perros”, casi todo tomado de Willy; ya son las cartas de Santa Teresa, donde hay un batiburrillo de Gauthier, Merimée, Gómez Carrillo y Mendés.

Después de este libro, apareció el segundo de tan discutible autor: era una tentativa de historia crítica y de catalogación. “Del romanticismo al modernismo” se titula tal obra. Todo lo que en ella se contiene estaba dicho por Menéndez y Pelayo, Gonzales de la Rosa, La Biblioteca Internacional de Obras Famosas y el señor doctor don José de la Riva Agüero y Osma. Y no vale la pena acometer una obra de esas, cuando se va a hacer simples trabajos de compilación. Para eso, basta un amanuense. Nada nuevo, nada valioso, nada original nos dio el señor García Calderón en ese libro. No hizo ni siquiera antología. Que si esto hace, se hubiera salvado en nombre de un eminente criterio de selección.

Luego tuvimos “Dolorosa y desnuda realidad”, libro de cuentos. La misma historia de hace cinco años. Sin citar a Manuel Díaz Rodríguez, a Clemente Palma, a Rufino Blanco Bombona, a Abraham Valdelomar y a algunos otros máximos cultivadores del cuento en América, debemos decirle al señor García Calderón que nadie tiene derecho para mortificar al intelectual, al simple lector, al hombre curioso y un periodista, con libros comentadores de vejeces, con libros en los cuales no hay sino parisianismo barato, historias de faubourg, champaña de Moulin Rouge y humo del Quartier. Y a veces ni eso, sino vulgares aspectos de amor, de dolor y de placer. No será por culpa del señor García Calderón que el cerebro o los nervios de hombre alguno adquieran algún desusado valor vibratorio.

Precedido de tan pobres heraldos, hoy aparece el señor don Ventura García Calderón Rey con un libro cuyo título dice, pomposo: “La Literatura Peruana”. Y luego un paréntesis que es la cosa más reveladora y risueña: “(1535-1914)”. El libro –llámese así– tiene noventa páginas. Y es la historia literaria de un país en trescientos sesenta y nueve años de vida. A cada año le corresponden menos de tres décimos de página, es decir, menos de doce renglones, pues treinta y cuatro renglones tiene cada página, promediadamente. Esto es lo que en limeño hablar se llama candelejonada. Cítese, por orden alfabético o cronológico a los autores con sus libros y su fecha de nacimiento y muerte, y fecha de publicación de obras, y será posible llenar doscientas páginas. Teniendo en resultado un apreciable diccionario de la literatura peruana o un buen catálogo de biblioteca nacionalista.

Y como el señor García Calderón escribe desde Europa –cuenta que vivimos en continente de rascacueros – y es empleado del Gobierno del Perú y colabora en revistas escritas en francés, cualesquiera que ellas sean, existe el temor de que América y el Perú tengan por cierta la palabra de este autor de tantos libros abominables. Sólo por esto me he resuelto a pergeñar este artículo rectificatorio. Vuelvo por los fueros de mi patria, de su tradición literaria, de mis maestros de ayer, de mis camaradas de hoy, y del nombre de todos en la posteridad. No es justo que cualquiera venga a decir vulgaridades e insidias. No es noble que haya quien abuse de nuestra indolencia. No es intelectual que siendo el Perú el país que hoy vale más en América, si se le considera como nación productora de inteligencia, esté sometido –por nuestra holgazanería o nuestra mal entendida soberbia– a ser mirado a través del espejo convexo o cóncavo –deformador siempre– del primer audaz o del mejor embustero.

Porque el señor García Calderón representa en París los intereses –intereses digo– de determinado grupo literario que hay en Lima, su palabra carece de imparcialidad. Y esto sería bastante, aunque el señor García Calderón tuviese talento. Y porque el señor García Calderón está enyugado por las conveniencias de su círculo, su palabra carece de libertad, y así, aunque su criterio quiera ser justo, su conveniencia le cohíbe a serlo. Para ser juez hay que ser solitario y rebelde, y sin embargo, desdeñoso y humilde; no es concebible un juez a quien su gobierno emplea, un juez vinculado a mil ambiciones y a diez mil intereses. El champaña del Club Nacional y la justicia literaria, el tango en el Casino de Chorrillos y la independencia moral para decir verdades son cosas y hechos perfectamente incompatibles.

Tanta desigualdad y tanto error se agravan al ver que ni siquiera ha sido apto el señor García Calderón para investir de estilo y gracia armónica al pensamiento ajeno, al yerro propio y al convencionalismo creado. Su estilo no tiene ni las pompas millonarias del viejo cervantismo, ni la amplificación llena de boato que supo cautelar, ni la fina y sutil ronda de melodías que en Francia es de todos, ni la sobriedad robusta y dura del pensador que sólo trabaja en mármoles. Ese estilo es la concreción abigarrada de todos los lugares comunes del modernismo. Nos hemos librado del proceloso piélago, del ardiente frenesí, del corazón de roca, de la nave del estado y de todas las antiguallas románticas, para caer en la vida intensa, el contento de vivir, la alta elegancia espiritual, la edad galante, el cínico abandono y otras mil zarandajas que el modernismo nos ha regalado. A vuelta de recriminaciones, hay que declarar al señor García Calderón incapaz de novaciones y flamantes hallazgos; la originalidad y fuerza del decir no tienen más origen que la fuerza y originalidad del pensar. Y quien, como el señor don Ventura, piensa igual a todos, igual a todos ha de decir.

“La Literatura Peruana” se titula el libro, y en su primer párrafo se contienen estos renglones: “en el Perú, más que literatura hubo literatos”; y, dos líneas más abajo: “preferiremos, pues, a la historia de corrientes literarias el orden cronológico de un paseo entre libros”. Ya se ve que el señor García Calderón sabe poner títulos y ser lógico. Quedamos en que “La Literatura Peruana” no es la historia de la literatura peruana, sino “un paseo entre libros”. Cronológicamente y en noventa páginas. Poco menos que un catálogo.

En la página seis encontramos: “limeña fue exclusivamente la literatura peruana, y Lima no es el Perú: algunos dicen que es lo contrario del Perú”. Y diga el señor García Calderón, ¿por qué no tituló su mamotreto: “la literatura limeña”? Después de despotricar diciendo lo ya dicho, no hay razón a ocuparse de Garcilaso, del Lunarejo, de Concolorcorvo, de José Santos Chocano, todos hijos del Perú y no de Lima.

Quien literatura peruana pretende hacer, obligado está a inquirir en el alma de nuestros más remotos ancestrales. Y esos no son los marquesitos putrefactos y esmirriados y las tapadas niñascholescas del coloniaje. Debe subir el espíritu hasta los remotos milenios de los megalitos incaicos. Debe escudriñar en la tradición, oír de boca del pueblo la rapsodia que, desde la boca de lejanísimo ancestral, viene hoy al último retoño de una raza que entre frío y alcohol aún pimpollece. La Biblia y la Ilíada no son sino la compilación genial y divina de la inquietud espiritual que dos pueblos derramaron en consejas. Cuando el señor García Calderón vaya hasta el más helado y agreste rincón andino y escuche de labios del aborigen una y mil leyendas, verá que hay diferencia entre la literatura peruana, honda, triste, fuerte y sobria, y la literatura colonial hecha por frailes, tahúres y andróginos.

Pero el señor García Calderón sería inepto para instruir y fallar en literatura que fuese más medulosa que la colonial. Por eso en su libro “La Literatura Peruana”, el único capítulo donde hay algo de donaire, de sincera picardía, de buen sentido galante y cínico, es en el referente a la Colonia. Se ve que el señor García Calderón aún es colono de España. No tiene una sola característica de republicano, de hombre libre, de ser político operante dentro de las normas activas de la nacionalidad. Que si así fuera, y amara el señor don Ventura las solicitaciones tradicionales de su patria, sabría que en aquellos lustros lueñes y suntuosos del Imperio, hubo un General Ollanta, enamorado y aventurero, que llenó el alma popular con el suceso risueño y terrible de un imperial amor que costó sangre. Y sabría el señor don Ventura que el recuerdo de aquel Ollanta, dominador y galán, aún vive en la herencia espiritual de la raza, y puede consti-tuir el principio de un maravilloso folclore, exuberante de floridas rapsodias heroicas.

Pero ello es que al señor García Calderón le interesan más los frailes de la Colonia, escribiendo loas a la pirotecnia de los festivales religiosos, y los poetas cortesanos y lacayunos hinojados ante el más ridículo gesto virreinal. Y no hay que negar que la frívola picardía y la sensualidad más o menos simulada de aquellos años hallan en el señor García Calderón a un comprensivo. Cómo no si en toda nuestra época de servidumbre nada tuvimos de intenso, de amplio o de alto. El señor García Calderón, al sumergirse en el lago de la Colonia, está tristemente sometido al principio de Arquímedes. Si su espíritu fuera otro, Newton lo regiría; pero para eso es urgente usar de altura y de lejanía y que la masa de uno sea igual a la de lo visto o evocado. Y bien sabemos que la razón directa no puede existir entre don Ventura y la enormidad de nuestra infancia imperial o entre el mismo don Ventura y el grandor tumultuoso de nuestra orgiástica juventud republicana. La república y el imperio están lejos de nuestros escritores chirles. La Colonia, insulsamente fornicadora, baratera y grandulesca, está cerca de esas almas de tela de araña. Y en literatura, la época atrae al escritor en razón directa de la inmensidad y del cuadrado de las distancias dado que existe la inmensidad. ¿Veis como don Ventura no puede estar sometido a la atracción con los incas o con los caudillos y sí a la atracción con los curas y las beatas?

Tan reñido está don Ventura con todo lo enorme y tan carente vive del sentido de patria, que, después de marcar a Olavide, ese llorón demagógico, católico teatralmente reformador, pasa de frente a Melgar y a la época republicana, sin preocuparse del grande y sonoro don José Joaquín de Olmedo. Ni siquiera cita al autor de “El canto a Junín”. Llega a afirmar que nos falta una “Araucana”. ¿Cree el señor García Calderón que “El canto a Junín” no es bronca y candentemente épico? ¿O cree que Olmedo no es peruano? Ya don José de la Riva Agüero, en bello arranque de leal nacionalismo, defiende la peruanidad de Olmedo. Olmedo es peruano como Napoleón francés. Olmedo es peruano porque nació en territorio del Perú, porque fue diputado en el Congreso del Perú, porque a nombre del Perú saludó a Bolívar en memorable ocasión, porque en el Perú y para el Perú fue la más ardua y honda de sus obras poéticas. Y los peruanos debemos defenderle porque él constituye una de las más brillantes y claras glorias de nuestra política y de nuestra literatura. Y don Ventura no lo cita. Y hace historia. Y dogmatiza. Que su cofradía se lo tenga en cuenta.

Precisa perdonar al autor de “La Literatura Peruana” el que compare Lima con Versalles y a Micaela Villegas con la Pompadour. Precisa perdonarle que al “guá, que lisura”, perfectamente cursi, dulzón y fingido, lo llame “adorable de gracia y picardía”.

Y pasemos a la República. Ya desde Flora Tristán se notaba en Lima lo que Paul Groussac constató más tarde: la superioridad de la mujer con respecto al hombre. De ahí que el romanticismo careciese aquí de lo que el mismo García Calderón llama” continuidad en el delirio, sincera correlación de vida y obra”. Eso no podía existir, porque en el Perú nunca ha habido sinceridad. Moda fue el romanticismo, como otrora lo fuera el gongorismo. La superioridad de la mujer volvió a nuestros poetas llorones y no elegiacos. Les dio de Jeremías y de Boabdil, nunca de Byron y Espronceda. Es que aquí la virilidad reside en la mujer; y el romanticismo es virilidad lírica y no añagaza ecolálica de sentimentalidades claudicantes.

Por eso, aquí, muerto el romanticismo –que fue moda–, no ha quedado sino un cínico desparpajo de hombres incapaces de amor y sacrificio. En otras partes donde hay grandes almas, el romanticismo es eterno, porque él es la ternura, la pasión, la generosidad, el arrojo. Y todo esto no lo nota don Ventura: percibe vagamente que aquí el romanticismo fue fracaso y no sabe por qué. Pues por eso: porque no hay romanticismo donde no hay profundidad; porque el romanticismo no es barquichuelo de papel bogante en tazas de agua, sino buque fantasma suelto en vagancia sobre enormes océanos incógnitos; porque el romanticismo es cosa de hombres, y en la isla de San Balandrán que es el Perú no puede existir sino la degeneración del romántico, que es la mujer meliflua, sensiblera y loca por vivir en novela. Apunto estas ideas para que el señor don Ventura las use, si quiere, en su próximo libro.

Y, entre paréntesis, quisiera saber que Bécquer es ese que influyó a nuestros románticos el año 1830. Gustavo Adolfo no puede ser, que, según entiendo, este poeta nació en 1837.

Extráñanse de que en el Perú tengamos la bancarrota política, cuando en políticos acabaron nuestros mejores ingenios; es extrañarse de que los niños salgan tontos Cuando mujeres son las que les educan: en el Perú la literatura nunca fue sino un medio. Los que la hacían y los que la hacen carecieron siempre de honradez y de limpieza de corazón. Era imposible investir de per-fección política y social a un pueblo donde los directores de ideas fueron siempre arribistas e inescrupulosos. Todo esto no obsta para que a don Ventura le llame profundamente la atención nuestro fracaso político.

Luego, el desfile de románticos, una caterva melenuda y quejumbrosa, sin una reciedumbre, sin un gesto fuerte, sin un amplio ademán. Y el señor García Calderón quema el orobías del más cálido fervor en aras de ese aglutinamiento de poetastros gemidores. Y no cita nombres como el de Manuel Castillo, ese arequipeño cuyas odas al Paraguay y al Dos de Mayo significan el más encumbrado alarde de hombría en medio de la fofa y descarnada contextura de nuestro romanticismo.

Paso al catálogo.

Se marca la hora de transición. No aparecen Samuel Velarde y Renato Morales, esos dos faros ebrios de pura lírica.

En ese campoamoriano Samuel Velarde, halló auspicioso refugio la clara vena del maestro de todas las ironías. Sobrio y pulcro en la forma, nada conoció él de los desmelenamientos románticos, y cada uno de sus versos tiene la castidad joyante de la crisálida en el instante mismo de la metamorfosis. Renato Morales supo, antes que todos sus contemporáneos del Perú, las primeras solicitaciones del movimiento que encabezó en América Rubén Darío. Y cuando aún Chocano se envanecía de sus arrestos de romántico y enarbolaba los airones de un verbo hinchado y crespo, ya Renato Morales amaba por sí misma virtuosa música de la palabra y era preconizados de la síntesis fulgente e irremplazable que en “Los Trofeos” tiene definitivos crisoles de gloria .

El señor García Calderón olvida a estos dos peruanos; y en medio de esos olvidos surge la diatriba contra los pobres románticos que cantaban a la Patria y a la bandera. ¿Por qué? La patria decadente y bizantina que es el Perú de hoy, ya no inspira esos arrebatos que sintieran otrora en nobles días de prosperidad nuestros mejores románticos. La Patria, idea cenital –que diría Víctor Andrés Belaunde– ha palpitado siempre en el fondo de todos los verbos de todas las épocas. Y no sólo la Patria. Hasta la política como instantánea manifestación de la patria. Sin llegar a Homero, habrá que recordarle al señor García Calderón ese panfletario que fue don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas. Luego, Carducci, Quintana, Rudyard Kipling y D’Annunzio, justifican y enaltecen los fueros de la poesía civil. Entre nosotros, Chocano –el más grande– cultiva aún las glorías de la tierra y de la tradición y las lleva a la rotunda magnificencia polifónica de sus mejores versos. El mismo González Prada canta el novísimo aspecto de la patria: la anarquía. Y, ya en prosa, este maestro hizo sonar sus bronces cada vez que se encontró con cosas de la tierra. Pero Chocano y Prada son los escritores de lo que debió ser un gran pueblo, y nada tienen que ver con esta nacioncilla, que apenas es digna de la entomología. De tal pueblo es hijo don Ventura, y no es raro que le dé risa ver a poetas cantores de la patria. Estamos en el tiempo de los escritores que se adormilan entre los trabajos de laboriosas digestiones y que, pagados por el gobierno, se ocupan en desovillar vulgares malabarismos. Ya pasó la época en que nuestros poetas y nuestros pensadores eran hombres de barricada y de guerrilla.

Después de haber contemplado tan desgraciadamente los aspectos sicológicos y sociales de nuestra literatura, el señor García Calderón aborda la época presente. Nada o casi nada nos dice de la época en que transicionamos del romanticismo a la audacia del arte moderno. No cita a Teobaldo Elías Corpancho, el último romántico de aquella grey destemplada en lamentaciones y fecunda en pelos. No cita a Domingo Martínez Luján, ese mulato insigne, ejemplar extraviado de un arte superior, literato de fina sangre eugénica, y que, en la sátira, en el libelo, en la crónica, en la crítica, en el madrigal y en la oda, escondió siempre ricos e imprevistos tesoros de nerviosismo y de mentalidad. Y fue Martínez Luján quien primero, y lleno de briosa inteligencia, rompió con el romanticismo. Fue Martínez Luján el que trajo –cuando aún eran impresentidas las alas de Chocano– el atrevimiento del arte personal, el fervor por la originalidad, el cariño al punto de vista propio, el deseo de enriquecer el léxico, el amor a la palabra que cada uno –dentro de ciertas relatividades se sobreentiende– juzga y usa como quiere. No cita a Julio Santiago Hernández –político, periodista y sabio en verbales orfebrerías, y que dio a nuestra prensa sentido hidalgo de gramática y sindéresis. Y si Hernández pertenece, porque ya murió, al pasado, Luján tiene, vivo aún como está, al doble aspecto de su papel histórico y de su actuación presente: hoy, casi atrofiado e imbécil, gracias al alcohol –dulce enemigo a quien conozco tanto–, aún derrama en tabernas y esquinas los relieves de su antiguo aticismo, y, anulado cual se halla, vale muchísimo más que el laureado señor Gálvez.

En el último capítulo de su obra, don Ventura trata de los que son –y cuenta que si don Ventura se lo calla nadie lo sabría– las tres más altas figuras de la historia literaria del Perú: Manuel González Prada, José Santos Chocano y Ricardo Palma. Empieza el señor Ventura por decir que Prada nació el 44, Chocano el 75 y Palma el 35. Mentira don Ventura: Prada nació el 48, Chocano el 79 y Palma el 33. ¿No recuerda el señor García Calderón esos versos de Chocano:

“Cuando nací, la guerra

llegaba hasta la sierra

más alta de mi tierra”

y no ve en ellos un claro dato biográfico? Porque, después de todo, nuestra guerra anterior a la del Pacífico fue la del 66, la del Dos de Mayo, y esa no llegó hasta la sierra más alta de nuestra tierra.

Soy de los que creen que con respecto a la personalidad de Ricardo Palma ya se ha dicho todo y que muy avisado y zahorí ha de ser quien nuevo decir intentare, si al buscarle nuevo también le busca cierto y bueno. Ricardo Palma está virtualmente muerto. Pertenece a la historia. Y ya su historia está hecha. Sin embargo, don Ventura arriesga a propósito de la personalidad del tradicionista algo relativamente nuevo; y, como es natural, se equivoca. Dice que Palma representa el fin del romanticismo y la iniciación de orientaciones flamantes. Pero no atisba don Ventura que la tradición no es sino hija de la novela romántica, de esa que diversamente cultivaron el de ““Los Tres Mosqueteros” y el de “Ivanhoe”, y que después, y también haciendo tradiciones, amó ese fantaseador genial y presuntuoso de “El Cocinero de Su Majestad” y de “Las cuatro barras de sangre”. Y la tradición de Ricardo Palma –tradición también hicieron Benito Pérez Galeos y Juan Vicente Camacho– es la hija legítima –y donairosísima por cierto– de esa novela que un día se llamó histórica y que es sólo la expresión genuina de la modalidad romántica. De modo, pues, que el señor García Calderón disparata cuando afirma que la aparición de Palma implica la ida del romanticismo. Por lo demás, el valor de Ricardo Palma no lo discute nadie, por mucho que sea menester depurarlo dentro de un criterio al par que admirativo justiciero.

Tampoco será por el señor García Calderón que conozcamos nada nuevo de Chocano. ¿Qué es gran poeta, cantor de las Américas e influenciado por Heredia y acaso por Leconte de Lisie? Pues para decirlo, se reúne uno con cuatro amigos horteras ante los que se pueda pontificar, y no se publica libros que, para desdicha de los autores, suelen caer en manos de quienes no son horteras.

Y veamos a don Ventura juzgando a González Prada, “el menos peruano de nuestros escritores”, según dice el mismo señor García Calderón.

Prada no es ni más ni menos peruano. Sencillamente no es peruano. Es un gran escritor de Francia, de Alemania, de Escandinavia, desrumbado en tierras de Castilla. Es nuestra primera figura, nuestra única gran figura, porque tuvimos la honra de que en suelo nuestro naciera, no porque nosotros le hayamos dado algo de nuestra alma, ni él haya heredado algo a nosotros parecido, ni nosotros hayamos sido capaces de tomar un destello de su espíritu magnífico. Por la ineludible sugestión del medio, Prada hubo de hablar de nosotros; pero ¡cómo habló! Hasta un extranjero que no conoce el Perú y que no está obligado a ser exacto y verídicamente original tratando del Perú –he nombrado a Rufino Blanco Bombona– sabe del no peruanismo de González Prada. Y ahora don Ventura quiere contarnos novedades.

Y cuida si juzgando a Prada se puede decir mucho no dicho ni por otros urdido. A este gigante olvidado aún no se le conoce. Él nada tiene que ver con nuestra literatura, ni nada nos ha enseñado, ni nada hemos aprendido de su musa y de su prosa. Como que si algo le hubiéramos aprendido, no estaríamos viviendo en pleno Bajo Imperio. Cuando Prada escribió ni tuvo propósitos novadores ni innovó nada. No porque su palabra no era nueva, sino porque para nosotros era antipódica. Quizás dentro de cincuenta años, Prada empiece a innovar para el Perú. Se puede otorgar que haya innovado en toda la literatura hispanoamericana, aunque nada tiene de americano o de español; pero es absurdo pensar que tenga que ver algo con el Perú. Concibo yo a Gladstone reformando novadoramente las formas políticas del África Central, pero no concibo a González Prada enseñando arte puro y original a los peruanos. Mejor es, pues, que coloquemos a Prada al margen de nuestra cochinería, y le consideremos en nuestra historia literaria sólo por el hecho de su nacimiento.

Federico More

(Segunda parte)

Don Manuel González Prada, “ese gallardo animal de presa”, solo y formidable en la vida y el porvenir de América, no necesitaba, después del arduo, profundo y fulgente juicio de Blanco Bombona, que el señor García Calderón le arrojase quince vulgaridades a la cara. Decir -como ya hace once años lo dijo el señor doctor don José de la Riva Agüero- que Prada imita a Luis Menard, es decir injusticias. Cuarenta y un años tenía González Prada cuando leyó a Menard y ya había escrito buena parte de” Páginas Libres” y quizás de “Minúsculas”. Don Manuel no reconoce más maestros que Quevedo, Gauthier y Espronceda ; prescindiendo de esto, no se ve la similitud entre Menard y Prada.

Acorde pues con el señor García Calderón en el no peruanismo de González Prada, he de detractarle en muchos puntos. Coincidiendo con Bombona -con qué gran escritor no coincide-dice don Ventura que mientras “Minúsculas” es joya de subida valuación, “Exóticas” no pasa de ser un tratado de métrica, como ejemplos. ¿Se da el señor García Calderón cuenta de lo que dice? A Blanco Bombona –siguiera porque en “Pequeña Opera Lírica” probó cualidades de gran poeta-se le puede exculpar de extravíos, pero a don Ventura, que hasta hoy nada ha probado, nada se le puede perdonar. Un libro que, como “Exóticas”, tiene composiciones de la excelencia de “Los caballos blancos”, “Los cuervos”, “Prelusión”, los ritmos “ternarios” de la página 38 y muchas otras, es un libro inmortal, tan inmortal como “Minúsculas”, que, no obstante su infinita delicadeza, me gusta menos que “Exóticas”.

“Exóticas” es a la literatura castellana lo que “La clave bien afinada” de Juan Sebastián Bach a la música: la muestra de una alta inspiración encauzada dentro de un ritmo perfecto, y tersa e impasiblemente olímpica. La serie de reformadores se establece así: Pinciano, Juan de la Encina, Luzán, Masdeu, Sinibaldo de Mas, González Prada. Esa es la alta composición del verso. Muerta la doctrina de que la armonía era ciencia y la melodía inspiración, sentado que la calidad de Wagner es netamente melódica -pese al odio que Strauss tiene a la melodía-, establecido que la armonía no es sino la forma técnica de ordenar los vuelos de la melodía, y proclamado por Camilla Mauclair el valor, puro y preciso, de la palabra como expresión musical, el polirritmo Gonzales pradesco es la última forma de la ciencia de hacer versos. Es una violenta y genial sustitución de métodos. Los polirritmos son música, son armonía, son pautas ordenadas bajo el compás de los acentos. Son la, alas de Pegaso sujetas al inflexible yugo luminoso de los dictados de Minerva.

Al Prada prosista, pensador propagandista, no se le puede juzgar en cuatro líneas; don Ventura ni le percibe, ni se da cuenta de lo que vale. Dice lo que ya hemos dicho todos. Apenas acierta cuando afirma que en eel medio, y esto es viejo.

Yo, que siempre esperé que la justicia llegase para la grande y olvidada maravilla que hay en la vida y en la obra de Gonzáles Prada; yo que, como único orgullo de mi vida literaria, he tenido siempre el de mi profunda reverencia para don Manuel en nombre de cuya grandeza y apostolar impolutez romperé “pueblo cuando no lanzas”, yo agradezco a García Calderón que haya dicho una palabra en el concierto de homenajes que América inicia hacia González Prada. Ya el gobierno del Perú y toda la literatura de América se han unido en la pleitesía que el maestro merece, y todo el que tenga una pluma y un ensueño debe presentarse a reparar los treinta años de intriga, infamia y calumnia que han rodeado esa vida y esa obra incomparables del jefe que hoy, ya viejo, siempre debe consolarse viendo que toda una juventud vuelve hacia él las pupilas filiales y comprensivas.

Pero nunca diga el señor don Ventura que él ha visto a don Manuel haciendo compungidas carantoñas para encubrir el desborde de imperiosas lágrimas. Yo sé que eso es ridículo y estúpido. Lucidos estaríamos viendo a González Prada haciendo pucheritos. Tamaña hombría, tamaña serenidad, tamaño orgullo acabando en lágrimas ante don Ventura García Calderón. ¡Habrase visto!

Y tampoco diga don Ventura que don Manuel, mayor de setenta años –que no lo es–, ya no producirá nada: y no lo diga si, a renglón seguido, va a improvisar loas a la juventud y lozanía del maestro. Es tan fácil percibir la contradicción y ahorrársela.

Pero don Ventura no se critica, y, por eso, al tratar de Ricardo Palma, dice que trajo el ingenio de Francia y de Anatole France, y, dos párrafos más allá, que representa la gracia española. Piense don Ventura en la posibilidad de semejante contubernio. Además, no es probable que Palma, cuando escribió sus tradiciones, conociese a France, quien también hacía palotes y no era padre ni de “Los pozos de Santa Clara” ni de “La Isla de los Pinguinos” ni de sus otras obras maestras de irmia.Y creo que no se pretenderá decirnos que el ingenio de Palma es precursor y guía del de France.

Y vamos a la generación presente.

No es Francisco García Calderón el primer escritor, no es Riva Agüero el que le sigue. Aquél es un vulgarizado docente de ideas circulantes; éste es un buscador hábil de gran biblioteca. Ninguno de los dos tiene originalidad, inquietud, don de sugerencia. Ninguno de los dos es dueño de la virtud suprema de un estilo milagroso. Ninguno de los dos es capaz de atumultar ideas y sensaciones en un cerebro fuerte. Ninguno de los dos conduce a la admiración. Se les aprecia.

José Gálvez, Luis Fernán Cisneros, Leonidas Yerovi. Así no se enfila a las gentes. Yerovi es genial, Cisneros encumbrado, y Gálvez una medianía con marca de fábrica. Con la marca de fábrica de un periódico necesitado de servidumbre. Plagió a Villaespesa, a Jiménez, a Darío; escribió epitalamios cortesanos; explotó al pueblo en horas de patriotismo convencional. El mismo García Calderón dice que es un romántico que da vueltas a su noria. Yo no quiero decir cuál es el ser que da vueltas a la noria. ¿Por qué querer galvanizar a ese cadáver que un momento pareció iluminado bajo el mentido reflejo de una flor natural de similor? ¿Por qué involucrarle con Cisneros y Yerovi? García Calderón le lapida y le encumbra. García Calderón no tiene fibra para decir lo que, sin querer, insinúa. ¿Ya ve el señor García Calderón que el champaña del Club Nacional y la justicia literaria son incompatibles? García Calderón no ha leído bien a Ureta, ese gran lírico de verdad, tan sincero como afectado en el señor Gálvez, tan original como el señor Gálvez, es imitador.

Si el señor García Calderón conociera –que ni siquiera les cita– a Renato Morales de Rivera y a Percy Gibson, sabría quiénes son grandes poetas, honra de la raza.

Y olvida a éstos, para decir a José María de la Jara y Ureta,”gran escritor de silueta agarena”, que es como decir: Emilio Cautelar, gran orador que se lavaba con jabón de Reuter. Nada tienen que ver silueta y talento, como nada jabón y verbo tribunicio.

Y olvida a Francisco Mostajo, rebelde, representativo de un pueblo hirviente de ideales truncos; a López Albújar, diazmironiano pleno de efusiones; a Juan Manuel Osorio, cuentero lleno de sutiles requiebros de observación y estilo; a Augusto Aguirre Morales, novelista, poeta en juncalísima prosa constelada de amor, de lucha y de pena; a José Gabriel Cossío, prosador enamorado del viejo verbo castigado y rico de los padres de la Lengua; a Luis Valcárcel, polígrafo inquieto y solicitado por mil hondos pensamientos diversos; a Ángel Vega Enríquez, ensayista abundoso y candente como hierro fundido en altos hornos. Y esta es la juventud que en provincias levanta la bandera de algo que no es el modernismo como don Ventura cree, sino anhelo intelectual, desinteresado y sobrio.

Tampoco cita don Ventura a Clorinda Matto de Turner, soberbio espécimen femenino de lucha, de verdad y de calor de espíritu.

Tampoco cita a Federico Elguera, profundo y ático continuador de la genealogía de satíricos que empezó en Caviedes y, hasta hoy, parece concluir –broche de oro– en ese estupendo y holgazán Yerovi.

Tampoco cita a Andrés Avelino Aramburú, literato, periodista, viejo condal y florentísimo que ha dado a nuestros diarios gentiles formas de decir elegante.

Y se olvida de José María Eguren, nebulosa preñada de luces que sólo ciertos telescopios saben descubrir.

Y dedica dos líneas a Enrique Bustamante y Ballivián, poeta insigne, artista sumo, padre de esos “Elogios” donde desfila toda la pintura galante, mística y hereje de muchos siglos; padre de “Arias de Silencio”, ese florilegio que Rodembach inspiró en hora mirácula de anunciaciones.

Y llama incipiente a Abraham Valdelomar. Incipiente al que ha escrito “El caballero Carmelo”, cuento que don Ventura no hará jamás, cuento que es orientación de nuestra literatura de mañana; cuento donde vivimos nuestra vida, la de nuestras costas llenas de sol, de mar y de sencillez; cuento hermosísimo por el calor humano de su verbo y la técnica de su expresión artística.

Y es tan injusto don Ventura y tan ignorante, que llega a decir que el señor don Julio Alfonso Hernández se inicia. Error, don Ventura: el señor Hernández no se inicia, no sea usted injusto, el señor Hernández ya concluyó.

Y se olvida don Ventura de Florentino Alcorta, ese compósito del alma aristosa de Rochefort, del verbo sombrío de Drumont, del empuje bilioso y perverso de Bonafoux – de Alcorta, ese panfletario digno de inmortalizarse en letrillas.

Y en cambio nos endiosa a don Antonio G. Garland mi estimable conocido, pero en quien no veo mayores excelencias literarias. Apelo a la maligna veracidad del mismo Alcorta.

Y si lo que quiso don Ventura fue elogiar a un joven, ¿qué le impidió citar a Félix del Valle, muchacho calavera por mil conceptos superior al señor Garland.

ENVÍO

Señor don Ventura García Calderón Rey.

Usted no conoce nuestra literatura; usted ha copiado de todo el mundo; usted va de equivocación en equivocación; usted no sabe nada del Perú; usted no posee originalidad ni estilo; usted no tiene sino el bastardo matiz parisino; usted no debe desprestigiamos ante el extranjero. Yo le ruego que haga usted desnudas y dolorosas...vaciedades y que, frívolamente, se entienda con libros franceses. Y déjenos tranquilos, que ya nosotros solos daremos honra a nuestra pobre patria que únicamente cuenta con nuestra humildad de combatientes bien intencionados.

Nunca elogie usted a Sassone, ese empresario de la pornografía.

Nunca diga usted que don Manuel no deja discípulos.

Nunca dé usted sólo dos renglones a tan grandes poetas como José E. Lora y Lora. Nunca se olvide usted de lo que tiene obligación de recordar.

Nunca diga usted que los escritores acabaremos en diputados.

Nosotros, señor, no queremos diputaciones. Nos contentamos con que nos hagan cancilleres de un buen consulado en Europa. Parece que esto da derecho a ser necio, y nosotros apenas queremos tener derecho a ser justos y a luchar lealmente. Que aquí ni esto nos otorgan.

Y en el artículo –aún no sé si próximo o remoto– le diré a usted quiénes son los que se inician.

Federico More

Sin quererlo y por exigencias tipográficas, he de dejar para el próximo número las notas de este artículo. F.M.

lunes, 21 de noviembre de 2011

OIGA

Lima, 7 de junio de 1935

Señor don Víctor Raúl Haya de la Torre.
Hoy, Día del Ejército, Día de Arica, día de gloria entre los días peruanos más gloriosos, no debiera ser el más indicado para escribirle a usted que no ama nuestras proezas militares y que piensa en el «compañero soldado» sólo para incitarlo a la rebelión. Pero los acontecimientos, la dolorosa ironía de los acontecimientos, han querido que hoy me toque escribirle a usted esta carta.
Se la escribo, para decirle a usted, una vez más -deseo que no sea la última vez- cuán graves daños le ha causado usted al Perú. No se figure usted que voy a hablarle de la sandez doctrinaria del Apra, ni de la inmoralidad de sus dirigentes, ni de la inconsciencia de sus prosélitos multitudinarios. No. Todo eso lo callarnos por sabido.
Le escribo para decirle que sobre la acción pública de usted, tan breve y tan luctuosa, tan efímera y tan infortunada, pesan dos cargos mortales. Ha suprimido usted a los rebeldes y ha creado asesinos. A los grupos de hombres libres y activos los ha reemplaza­do usted con bandas de fascinerosos. La lucha política la ha conver­tido usted en una pavorosa aventura judicial. Ya en el Perú no hay gobiernistas y opositores. Hay delincuentes y víctimas. Ignoro si usted y sus amigos se dan cuenta del horror de este estado de cosas.
Si, por fortuna nuestra, no estuviera, hoy, a la cabeza del gobierno y al frente de los destinos del Perú un hombre sereno y respetable, un hombre honesto y respetuoso, un hombre tranquilo y firme como el presidente Benavides, nos mataríamos en las calles. Todos, compañero, andaríamos o con el puñal al cinto o con la carabina al hombro. Y de esto, es usted el único responsable.
Si hubiese usted logrado corromper a los hombres y convertir en asesinos a varones de treinta años, acaso le perdonásemos su actuación. Es decir, no se la perdonaríamos; pero la comprendería­mos. Por lo menos, se trataría de crímenes de hombres. Pero ha corrompido usted a los niños. Es usted un violador de conciencias adolescentes. Observe usted lo pavoroso que es todo esto.
Para desgracia del Perú, frente a usted surgieron, en época felizmente concluida, otros tan violentos, tan sanguinarios y tan inconscientes como usted. Y el Perú estuvo a punto de convertirse en una batahola de matarifes dentro de un camal. Esto fue muy breve, porque la inmensa mayoría de las conciencias honradas y de los corazones tranquilos, pudo más que la epilepsia creada por usted. Y concluyó la beligerancia que usted produjo.
Pero después de que el presidente Benavides vino a darnos orden y paz, usted y los suyos fueron los primeros en aprovechar los beneficios de la paz y el orden, usted y los suyos insistieron en el asesinato. Es su método político. En usted, la actividad criminal es congénita.
A la cabeza de sus hordas, ha destruido las tradiciones jurídicas del país, ha pisoteado sus recuerdos heroicos, se ha chingado usted en su dignidad civil, ha roto usted su equilibrio político, ha ensuciado usted su nobleza democrática. Nos ha dejado usted, cívica y espiritualmente calatos y sucios.
Si Leguía destruyó el respeto por la función pública y convirtió en portapliegos a los más altos dignatarios del Estado, usted le ha quitado majestad al pueblo, le ha quitado valor a la masa, ha envilecido usted a la multitud.
Y, por reacción inevitable, ha producido usted el encumbramiento de los ricos necios. En el Perú, ya había muerto el becerro de oro, ese animal hediondo y voraz que tanto prosperó con Leguía. Por obra de las artes criminales de usted y de los suyos, el becerro de oro vuelve a lanzar sus balidos mefíticos y otra vez lo vemos en la prensa y en el parlamento, empeñado en asumir la dirección de los espíritus. Dichosamente, oh, compañero, jamás la animalidad se sobrepuso al espíritu.
Por culpa de usted, tenemos que guardar patriótico silencio los que siempre alzamos, bien alta, nuestra voz patriótica. Entre los ricos necios y los asesinos sin hombría, tenemos que quedarnos con los ricos necios. Son cargantes y fastidiosos; pero no atentan contra la vida de nadie. Nos entorpecerán un poco; nos harán un poco grasos y un poco sórdidos; pero no nos envilecerán nunca. Son gentes digestivas a quienes, a la larga, el cerebro les gana la batalla.
A mí, créalo usted, me da mucha pena ver que, por culpa del APRA, es imprescindible que transijamos con la tontería. Pero entre un tonto y un bandido, no duda ningún hombre de bien. Quién sabe si, por culpa de usted, nos sea preciso terminar hasta en algodoneros.
Acaso concluyamos fundando una casa de préstamos. Triste destino para quienes iniciamos nuestra vida pública oyendo voces patricias.
Yo, joven capitán de niños delincuentes, me formé en la política, escuchando al verbo espiritual de Víctor Maúrtua, las leccio­nes de Javier Prado, la obra de Manuel Augusto Olaechea, ese artista del Derecho Civil. Oí la voz de Nicolás de Piérola y le escuché a don Andrés Avelino Cáceres relatar las campañas de la Breña. Yo, joven capitán de niños delincuentes, conversé, durante siete años, casi todos los días, con Manuel González Prada. Los primeros elogios que escuché en mi vida los escribió la pluma magistral y austerísima de Abelardo Gamarra. Mis compañeros de juventud fueron Abraham Valdelomar, Leonidas Yerovi, Julio Málaga Grenet, José Carlos Mariátegui, César Falcón. Conspiré junto a Augusto Durand y fui testigo de las tumultuosas campañas cívicas de Guillermo Billinghurst, ese hombre tan saturado de pueblo. Lo implacable de la política lo aprendí en Germán Leguía y Martínez, la circunspección distinguida la vi en Melitón Porras, el empuje audaz e inteligente en Arturo Osores, la caballerosidad y el dandismo en José Carlos Bernales. Yo lo conocí a don Ricardo Palma cuando torcía un cigarrillo de la marca «Perú». Yo he bebido en la fuente del ingenio profundo, sutil, encantador de ese maestro de estadistas y de pensadores que es José Balta.
En el extranjero traté a muchas gentes de igual alcurnia mental. Y ahora, cuando mi juventud termina, llego a mi patria, joven capataz de niños asesinos, a presenciar el horrendo espectáculo del crimen convertido en costumbre. Nunca le perdonaré a usted todo esto. Cuando Piérola hacía sus revoluciones, las hacía con una gallardía, con un empuje, con un romanticismo, con una virilidad que sus mismos adversarios admiraban. Era el Caballero Andante de nuestra política.
Quizá habría sido preferible que nunca lo tomáramos a usted en serio. Pero como usted es megalómano y quiere que lo tomen en serio, se ha convertido en gangster y lo ha conseguido. Ya lo tomamos en serio. Todo lo que cae dentro de las extremas disposi­ciones del Código Penal, es muy serio.
Por culpa de usted, José de la Riva Agüero, ese historiador tan distinguido y erudito, tan heráldico, es personaje político. Por culpa de usted es personaje político don Carlos Arenas Loayza, ese Mefistófeles sin Fausto y que del infierno sólo tiene el color.
Carece usted de heroicidad y de grandeza. Carece usted de aristocracia mental y sicológica. El problema del orden público, siempre tan grave en el Perú, hoy es, ante el crimen, el único problema grave. Ya no podemos ocuparnos en mejorar las institucio­nes y las leyes, las costumbres públicas y los hábitos privados. Apenas nos deja usted tiempo para evitar que nos asesinen. Por culpa de usted se ha creado el conflicto religioso y ha desaparecido la universidad.
Usted podrá creer que un hombre que ha producido tantas calamidades tiene grandeza. Y esto es mentira. Tiene dramaticidad, como la tienen un incendio, un ciclón o un naufragio. Es usted deplorable y dramático como un terremoto. A usted, el Perú nunca podrá darle el poder. Es imposible, así como es imposible que la naturaleza le conceda al huracán la dirección del mundo.
Por culpa de usted, nuestras gentes le han perdido el respeto al Poder Judicial y quieren que retornemos a los amargos y remotísimos tiempos en que los hombres se hacían justicia por su propia mano. Y los que aún respetarnos, Ilusos, al Poder Judicial nada podemos decir. Quizá, también, nos llegue la hora de hacernos la justicia por nuestra propia mano.
Por culpa de usted, uno de los mandatarios más austeros, más correctos -en el buen inglés de la palabra-, más bien intencio­nados que ha tenido el Perú, pasa por el injusto e incalificable trance de estar sometido a amargas y apasionadas disputas. Por culpa de usted, le hemos perdido el respeto a lo respetable. Nos ha envilecido usted en grado verdaderamente aprista.
Cuando pienso en la obra consumada por el aprismo, casi me alegro de que estén bajo tierra los grandes amigos de mi juventud y que duerman el sueño eterno mis grandes maestros. Y me da pena que vivan Manuel Augusto Olaechea, Víctor Maúrtua, Manuel Vicen­te Villarán, Arturo Osores, Melitón Porras. Ha encenegado usted a los niños, ha pervertido usted a los adolescentes, ha entristecido usted a los jóvenes, ha desconsolado usted a los hombres maduros y ha ensombrecido usted los últimos años de los viejos.
Ha detenido usted el progreso democrático y el avance liberal y ha prostituido usted, con perversidad infantil, el sentido marxista. Es usted un andrógino de la política, un indiferenciado de la vida pública. Es usted responsable de que vayamos perdiendo el amor a la justicia, ese amor que fue base de la grandeza de Roma y es base de la grandeza de Inglaterra.
Lo único que le falta a usted es inficionar los espermatozoides a fin de conseguir que de los hijos de nuestros hijos nazcan unos fascinerosos. A la mujer, la ha embarcado usted en aventuras varoniles de conspiración y de tramoya pública. Quizá llegue usted a destruir los ovarios de las madres peruanas.
Usted tiene la culpa de que no nos haya sido totalmente posible aplicar la patriótica política financiera del Presidente del Perú. La hemos aplicado nada más que en buena parte. Pero si usted y sus muchachos asesinos no actuasen, los ricos necios no habrían alzado, tan insolentemente, sus voces para oponerse a esa política financiera tan justa y tan exacta y para impedir, felizmente nada más que en parte, su feliz aplicación. Por culpa de usted estamos a punto de que desaparezca la justicia común y la clase media, esas dos grandes conquistas de la civilización en dos mil años de marcha. Cuando la justicia se llama común es porque es para el común de las gentes, porque es justicia de la comunidad; justicia en la cual se refunden los viejos conceptos de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa. Cuando la clase se llama media, es porque se ha conseguido el equilibrio de las clases y se ha logrado ese punto fiel donde todos los hombres igualan sus aspiraciones y sus posibilidades. Por culpa de usted, resurgen la plutocracia roñosa y la justicia no igualitaria, es decir, no común.
Mire usted cuantos daños ha producido. Por culpa de usted, yo no puedo decir ahora las tremendas verdades que tanto necesita el Perú. Usted adulteraría esas verdaderas y las convertiría en mentiras. Haría de ellas un vil acto publicitario. Y yo no puedo ni debo ser su colaborador. Mi indignación contra usted llega a este punto: antes que ser su amigo, prefiero ser oligarca. Como no puedo mentir, me callo la boca. Que caigan sobre usted las desdichas provenientes del súbito engreimiento de los tontos y de la repentina prepotencia de los criminales.
Nosotros haremos cuanto esté en nuestras manos para evitar que la tontería y el delito destruyan al Perú. Al Perú, que vale mas que usted, aunque solo sea por la razón de que usted es el Perú con signo negativo. Si es verdad que lo inminente se cumple, morirá usted en manos de un niño.
Federico More