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DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

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«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

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martes, 12 de octubre de 2010

Francisco Igartua - Siempre un Extraño

A la hora del aseo diario, en algún momento, sea en la ducha, frente al espejo o sentado en el wáter, a Francisco siempre le asaltan imágenes, ideas, recuerdos, saudales, proyectos en el aire. En su hora de divagar sin ataduras, a pesar, en los últimos meses, de la insistencia autoritaria de Gustavo:

“Tienes que escribir un libro que sea historia de los últimos cincuenta años vividos por ti”.

“No fuiste objetivo con Alan García. A él no lo trataste tan finamente como a Prado. No le distes el beneficio de la duda. Lo atacaste desde el comienzo. Antes de su primer mensaje al país. Antes de asumir la presidencia el 28 de julio de mil novecientos ochenta y cinco”.

Lo que pasa –replica en sus divagaciones Francisco – es que detrás de lo escrito, de todo lo documentado, de lo que se llama historia, hay una superficie más íntima, un otro lado escondido, muchas veces más esclarecedor que el documento escrito, algo que se quedo sin escribir.

No fue arbitraria la oposición que mantuvo Francisco –desde el arranque– contra el presidente Alan García. No fue producto de su pésima opinión sobre el APRA, que venía de años atrás. Fue por un hecho muy objetivo, mejor dicho por una expresión sumamente reveladora, que Francisco tomó partido, desde el inicio, contra Alan García. Lo hizo como director de Oiga, el semanario que refundó al dejar Caretas. Ocurrió en un desayuno, en casa del poderoso empresario pesquero Isaac Galsky, a pedido –según cree Francisco- de Alan García, en esos momentos presidente electo, o sea poco antes de asumir el mando, de cruzarse la banda presidencial en el pecho y recibir el titulo de Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, cargo que daba la impresión de subyugarlo tanto como la presidencia. Fue un desayuno íntimo, al que asistió, además del esplendido y bondadoso anfitrión, el doctor Jorge Pastor, eficaz consejero legal de Galsky. Fue un desayuno con manjares tan especiales que sólo al acaudalado y solícito Isaac Galsky se le ocurre ofrecer. También fue largo ese desayuno. Se habló de todo y Francisco aprovechó la ocasión para insistir en dos puntos: en señalar que el problema número uno en el Perú era el terrorismo, principalmente el de Sendero y en la necesidad de licenciar a toda la policía para crear otra nueva, totalmente distinta, con asesoramiento extranjero y con una moral remozada. –Lo que no quiere decir que vayas a aprovechar la ocasión para hacerla aprista. Alan García era muy aficionado al tú—, por eso te insisto en que la nueva organización sea conducida por una misión extranjera, la que evaluaría al personal con limpia foja de servicios, los únicos que tendrían opción para reintegrarse a la nueva institución. La mayoría de la actual policía esta corrompida hasta el tuétano y no sirve para nada, ni siquiera para ser reformada. Y es la policía, con su servicio de inteligencia, la que debe combatir al terrorismo.

Alan García le dio la razón a Francisco, aunque le hizo un chiste sobre la apristización de la policía, por lo que Francisco interpreto que eso –aprovechar a la policía para su partido– era lo que pensaba hacer. Sobre el terrorismo García fue tajante y lanzó una frase tremenda: –Los voy a liquidar como sea. No voy a tener piedad. Francisco no se imagino las masacres en las cárceles que ocurrían no mucho después. Matanzas que alegraron las estrechas mentes de mucha gente de derecha, porque tontamente creyeron que con esos asesinatos quedarían aniquilados los comandos de Sendero. (Todavía no había caído el muro de Berlín y el marxismo estaba vivo en las universidades, canteras de nuevos cuadros senderistas).

No sólo se habló de política. Alan García es hombre ameno, de simpatía desbordante, conversador ágil, amigo de hacer bromas. Por ejemplo, de pronto se volteó y le dijo a Galsky: – Si te llaman, no contestes el teléfono. No quiero cadáveres en la mesa. Se refería a la tarea que cumple en la comunidad judía el audaz pesquero. Galsky estaba encargado de una misión nobilísima, aunque nada agradable: se ocupa de lavar a los muertos. Apenas muere un miembro de la comunidad judía, sea rico, pobre ó mendigo, Galsky sale como bombero al recibir el aviso. Abandona cualquier reunión, por importante que sea, y acude a la casa del fallecido para cumplir con el rito del lavado. Un gesto que muestra los afanes espirituales, el alma delicada, de un hombre que se apasiona haciendo negocios: -yo soy industrial por las circunstancias. Mi vocación es comprar y vender, es el comercio. Alega también no ser político. Su política, dice, es “ayudar a los gobiernos para que los peruanos podamos hacer buenos negocios”.

La conversación que era cordial y distendida, cambió de un momento a otro gracias a Alan. Bruscamente se enfrentó a Francisco: – Ustedes los periodistas están acostumbrados a calumniar y que no les pase nada. Ahora las cosas van a cambiar. Tú, por ejemplo, has dicho e insistido en Oiga que Corea del Norte me dio dos millones de dólares en una caja de zapatos. ¡Eso es una calumnia! Por lo pronto, allí no entran dos millones de dólares. ¿Sabes qué venia en esa caja? – ¿Sólo cien mil?– Alan García se puso más colérico: -Había una paloma de cerámica y se ve en las fotos que tomaron dentro de la embajada. (En esos momentos Corea del Norte no tenia embajada sino una delegación comercial, que se convirtió en embajada durante el gobierno aprista). –Bueno, seria paloma, pero los rumores hablaban de dólares y nosotros recogimos esos rumores… de fuentes muy confiables, que nos merece fe. Y aquí, alzando la voz, Alan García replico con una frase que dejo frio a Francisco y desconcertó a Galsky y a Pastor. – ¡Tú crees que con dos millones de dólares yo me iba a quedar aquí!

Era una confesión que lo desnudo. En aquellos momentos era presidente electo y se pronunciaba como el estudiante bohemio que había sido en Europa y nunca dejaría de serlo en sus entretelas íntimas. Francisco nada le contestó. Se quedó mudo unos minutos, anonadado por lo que acababa de escuchar. Fue Alan el que reanudó la charla en torno amable, sin tomar en cuenta ni sospechar lo que había dicho. Volvió la cordialidad en la misma forma exabrupta con la que inició sus violentas quejas por el rumor hecho público de la caja de zapatos, “con una paloma de cerámica dentro, no con dos millones de dólares”. Cuando acabo el desayuno y se despidió Alan, amigable y palomilla como le gustaba ser, Francisco le comentó a Galsky:

-¿Cómo se puede apoyar a un irresponsable, que ha dicho lo que ha dicho? ¡Que con dos millones de dólares no se queda en el Perú! Y ya Alan es nada menos que el presidente de este país. Galsky le rogó a Francisco que no fuera a escribir sobre el tema. El hecho había ocurrido en su casa y él había invitado al amigo a una reunión informal, no al periodista. Naturalmente que Francisco no reveló la frase de Alan García, pero su opinión sobre el flamante presidente ya la tenía formada. Con esas pocas palabras Alan García se había desnudado moralmente ante él.

Por ello el primer editorial sobre prado, aunque escéptico, no tenía la dureza con la que Francisco trató al presidente García desde el mismo 28 de julio de mil novecientos ochenta y cinco. Sin dejar de añadir excesivos elogios a su elocuencia indiscutible.

Había diferencia entre los dos presidentes, aunque en algo se parecían. En la frivolidades. También se parecían en la afición de los disfraces militares, pero en dirección inversa. Alan García, que venía de abajo, prefería el titulo y las insignias del jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, mientras que don Manuel Prado, que venía de arriba y le encantaban las condecoraciones en el frac, prefería el uniforme de teniente del ejército, sin una sola medalla. Teniente era el grado que se entregaba a los universitarios al acabar sus estudios. Y es seguro que a Prado le debió fascinar el apodo que la chispa limeña le coloco: el de “Teniente Seductor”.

Archivo Revista Oiga

domingo, 10 de octubre de 2010

Francisco Igartua - Huellas de un destierro

La presencia de Clemen trajo la paz

Sin embargo, no todo fue lecho de rosas en esos primeros tiempos de la familia en México. Aparte de la soledad, que afectó a todos, hubo algunos contratiempos graves. Y los peores los sufrió la pequeña Maite. Para ella fueron muy difíciles sus primeros pasos en la escuela, una escuela que correspondía a la misma organización inglesa del colegio San Silvestre de Lima, donde había comenzado sus estudios. Lo que parecía en teoría un simple cambio de salón de clases resultó siendo un trasplante muy desagradable. Fueron problemas colegiales verdaderamente serios, que fueron agravados por el carácter reservado de Maite, tan tremendamente introvertido que no le permitía explicar en casa las dificultades a las que se enfrentaba con sus flamantes compañeras y compañeros de estudios. Tanto Clemen como yo, la veíamos deprimida, con una inmensa tristeza en la mirada, pero no atinábamos a descubrir el motivo.

–Aquí la gente es distinta y Maite debe extrañar a sus amigas... Habrá que esperar...

El colegio estaba ubicado en San Ángel, lo que había obligado poco después al traslado de la familia de Polanco al moderno y acogedor departamento arrullado por las campanas del convento carmelita de San Ángel, con la taquería El Lobo Bobo a la puerta, y cercanísimo al Sanborns de las tertulias del mediodía. Allí permaneceríamos hasta el retorno al Perú, previo largo paseo por Europa, donde fracasó mi intento de convencer a Clemen para que radicáramos en Euskadi, el País Vasco.

Fue un error, una torpe equivocación, eso de esperar a que los problemas de Maite en el colegio se resolvieran solos, pues no se trataba de simple añoranza por Lima y sus amiguitas limeñas –añoranza que fue cierta un momento– sino de algo muy grave que sólo advertimos cuando la tristeza de Maite se fue acentuando. Solamente entonces comenzamos a sospechar –lo que era verdad– que la niña sufría malos tratos de sus compañeras de clase. Así era: un grupo de perversas criaturas –la maldad de la infancia es maldita– había tomado de yunque a la recién llegada y Maite no sabía cómo defenderse ni atinaba a buscar ayuda, ya que encontró en el colegio un único mirar afectuoso, el del “Cholo” García Márquez, el hijo del Gabo.

Se trataba de un hecho muy serio sin duda, pero que nada tenía de sorprendente. Es frecuente en las escuelas esa reacción en contra de los novatos. Pero ¿cómo hacerle frente al problema? ¿Cambiarla de colegio como ella insinuaba?... Eso no era fácil y más por la época, a mitad del año escolar... ¡Y los trajines que había costado inscribirla en esa escuela!

Lo que de primer momento no sospechamos era que teníamos en José Luis Cuevas –el gran pintor mexicano– y su mujer, Berta, dos ángeles de la guarda. Ellos eran los que habían ayudado en los trámites para la matrícula de Maite y fueron ellos, sobre todo la practicidad de Berta, los que prontamente solucionaron los pesares de Maite. El remedio fue simple: supieron por sus hijos, que estaban entre los malvados, lo que ocurría con Maite y de inmediato los cabecillas del complot contra la recién llegada recibieron tremenda reprimenda y la amenaza de severísimos castigos si no componían su incivilizada y estúpida conducta... Pronto se encontró Maite con amigas que estarían entre las mejores de su vida. Mucho lloró por ellas cuando dejó México y muchos años tardó para dejar de escribirse con ellas.

Hice buena y rápida amistad con José Luis Cuevas, a quien había conocido en Lima, años atrás, en una visita al Perú del pintor mexicano; hecho que Cuevas me recordó y que a mí se me había borrado. Y fueron las circunstancias de aquella visita, según Cuevas, el motivo de que se sintiera obligado a devolverme las atenciones que recibió de los limeños. Fue muy amable José Luis conmigo y mi familia, y creo haber conocido bien a aquel niño caprichoso y bueno que es Cuevas. Eximio y cruel dibujante, José Luis ha retratado con perversa minuciosidad el ambiente lúgubre y desgarrado de su ciudad, sobre todo a los personajes de la periferia marginada. Pero en el trato personal la crueldad del pintor desaparece por completo y sale a relucir el enfermizo egocéntrico, el infantil y bondadoso caballero que es ese señor mayor con cara y modales de encantador hombre joven...

Se reunía con cierta frecuencia conmigo, sobre todo en el restaurante San Angel Inn, una vieja casona donde acampó Pancho Villa antes de tomar la capital mexicana, la ciudad entonces lejana, que se agrupaba alrededor del imponente Zócalo. Allí, en el San Angel Inn, me encontré con las curiosas dificultades que hay que pasar en el ambiente intelectual y político de México, donde las enemistades son enemistades. Hasta en dos oportunidades, por ejemplo, estando con Cuevas, me encontré con el cariñoso Rufino Tamayo, el genial pintor a quien había conocido a través de Gody Szyszlo y a quien Cuevas no quería “por su entrometida mujer, no por él”... Pero yo ya había aprendido a ser gentil con el amigo Tamayo cuidando de que Cuevas no sintiera el afecto de mi saludo... Bueno, así es México. Y también allí, como en todos los rincones del mundo, no deja de haber algún interés en las relaciones humanas. Mi atractivo era ser director del Suplemento. Situación que me permitió en más de una oportunidad pagarle a Cuevas sus amables atenciones dándole cabida en el periódico para que soltara al público sus angustiados y personalísimos desahogos de niño travieso y en una oportunidad de hijo doliente por la muerte de su madre.

José Luis Cuevas y Berta nos abrieron generosamente las puertas de su casa y allí tratamos con frecuencia en comidas y recepciones a las estrellas de la intelectualidad y la política de México. Reuniones puntillosamente reservadas a quienes no tuvieran fricciones de ninguna especie con los dueños de casa. En este punto, de no tropezar con enemigos, el cuidado es tan extremo que muchos piden la relación de los invitados para excusarse si alguno de éstos está registrado en su lista de indeseables. Lo que ocurrió en una oportunidad, por ejemplo, con Octavio Paz. Vio en la relación de invitados a una recepción en casa de los Cuevas a Gabriel García Márquez y se excusó.

–¿Por qué?– preguntó extrañada Clemen.

–Porque él es amigo de Mario Vargas Llosa –respondió Cuevas, a quien el gesto de Octavio Paz le pareció excesivo, pues era tomar partido en pleito ajeno.

Pero así es México, complicado y querido... Tan complicado, que dejó estupefacto a Pablo Neruda cuando advirtió que: “las artes y las letras se producían en círculos rivales, pero ¡ay! de aquel que desde afuera tomara partido en pro o en contra de algún personaje o de un grupo: unos y otros le caían encima”. De esto fue testigo muy directo Mario Vargas Llosa cuando tuvo un desentendimiento con su amigo Octavio Paz. Todos los intelectuales mexicanos, enemigos y amigos de Paz, se sintieron agraviados por Mario Vargas.

En esas fechas se había producido el escándalo del puñete que le propinó Mario al Gabo, noqueándolo, lo que desató un escándalo periodístico y la guerra entre los dos divos de la narrativa latinoamericana.

Yo fui testigo excepcional de aquel célebre match de box de un solo golpe y muchos bemoles...

Ocurrió un día en que se estrenaba en México una película con guión de Mario Vargas Llosa. Era un film que relataba un accidente de aviación ocurrido años atrás en los Andes. Accidente muy difundido por la prensa cuando ocurrió y extremadamente truculento: los sobrevivientes al impacto con la montaña, un grupo de muchachos uruguayos, lograron mantenerse vivos hasta que llegó el rescate gracias a que se alimentaron con la carne de los viajeros muertos. Este acto de canibalismo lo lograban disimular haciendo pequeñas bolas con carne y nieve que luego tragaban cerrando los ojos y procurando no recordar a los amigos desaparecidos... Los bloques gigantes del hielo andino hacían de congeladora... y el “alimento” duraba sin término en buenas condiciones. Argumento semejante explicaba por qué Patricia, la mujer de Mario, no estaba al lado de su marido entre los asistentes a la función. Le hubiera sido imposible soportar el filme. Su hermana había muerto en una tragedia aérea.

Por culpa del endemoniado tránsito de la ciudad, llegaba yo tarde a la función y me bajé del taxi frente al cine, pero en el lado opuesto de la ancha y arbolada avenida donde éste se alzaba. Crucé los jardines corriendo y, antes de llegar a la puerta, me pareció ver a un grupo de gente conocida –Elena Poniatowska y la China Guzmán entre otros– atendiendo a alguien postrado en una banca del parque. Pero pasé sin detenerme, pensando que ya no encontraría en el cine a los que me sentía obligado a saludar. Sabía que allí no podía faltar Benjamín Wong y con esa perspectiva no debía estar ausente en un acto cultural al que asistirían Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez y todo México intelectual...

Al entrar me di con el hall vacío y la sala de proyección ventilándose con las puertas abiertas... ¡Llegaba tarde, ya todo había concluido! Sin embargo, al voltear la cara a la derecha, en un salón de espera, con bar, vi gente... Me acerqué y me di con el siguiente cuadro: al centro del lugar, en silencio absoluto, colocados como en fila de actores saludando frente al público, diversas figuras de las artes y las letras mexicanas miraban al vacío, entre ellos Mario, en medio, con Benjamín Wong a su lado. No vi a nadie más que a los dos. Y de primer momento creí, por el natural egocentrismo humano, que el silencio sepulcral lo había producido mi presencia... Pero me animé a avanzar y saludé con un corto abrazo a Mario, que estaba hierático, y al darle la mano a Wong éste me jaló suavemente y me dijo al oído:

–Hace dos minutos ha estado tendido en el suelo que está usted pisando Gabriel García Márquez... Mario le dio un solo golpe y lo noqueó, diciéndole: “esto por lo que le hiciste a Patricia en Barcelona”.

Me quedé petrificado y me añadí a la fila entre Mario y Wong. El silencio siguió cortando el aire. Hasta que Wong, siempre al oído me preguntó:

–¿Sabe usted quién es esa persona de rasgos orientales sentado en un taburete del bar?

Yo sonreí para mis adentros y le informé al chinísimo Wong:

–Es Kasuya Sakay. Trabaja en Plural con Octavio Paz. (Todavía no había dejado Paz la revista de Excelsior y fundado Vuelta).

–¡ Ah!

Sakay, un oriental como Wong, pero japonés, estaba junto a una de las Pecanins, la que saludó con un tímido gesto de la mano.

El fúnebre silencio continuaba y entendí que el grupo de afuera, en la banca, atendía a García Márquez. Luego supe que lo trataron con un trozo de carne, un grueso bistec, que adquirieron en una carnicería vecina y se lo aplicaron al ojo como compota.

Nadie se movía. Parecía un acto teatral en el que la escena se inmoviliza y queda en silencio. El primero en reaccionar fue Wong. Y otra vez a mi oído:

–Creo que lo más prudente es que usted se lleve a Mario.

–Yo no tengo movilidad.

–Los llevo yo. Mi auto espera en la puerta.

Cogí a Mario del brazo y, en compañía de Wong, partiendo el silencio de los inmóviles ahí congregados, salimos los tres del cine y abordamos el auto que nos abrió el chofer de Wong.

–Al hotel Génova– ordené.

(Ese encantador hotel, el Geneve, al que no se sabe por qué razón se le llamaba Génova –¿sería por la cercanía de la calle con ese nombre?–, hoy ha sido fagocitado por una de esas cadenas para las cuáles no existen personas sino tarjetas).

Recién unos minutos después de partir hacia el hotel habló Mario. Estaba preocupado por lo que diría la prensa. Wong se comprometió a tratar de reducir al máximo la publicidad del escándalo.

–Porque será imposible callarlo por completo. Ha habido demasiada gente relacionada con el periodismo a la hora de su gancho de derecha, mi estimado Mario...

Los tres reímos, pero conteniéndonos. El asunto no estaba para bromas...

–Yo creo, Mario, que estás ofuscado por la reciente posición del Gabo y has querido disimular tu enojo político con eso de “por lo que le hiciste a Patricia en Barcelona”... Pero así has agravado tu desborde boxístico... Aunque no es hora de lamentar sino de lograr que los periódicos sean discretos y eso queda en las buenas manos del señor Wong.

Al poco rato, gracias a la habilidad del chofer, estuvimos en la puerta del hotel, en la Zona Rosa. Wong se despidió y los dos bajamos del auto y directamente fuimos al cuarto. Patricia esperaba a Mario con los cañones listos para disparar y disparó. Estaba enterada de todo.

–¡Imbécil! ¡Creeetino!... ¿Qué te has creído?... Me has puesto a mí de hazmereír público.

Y voló una lámpara por el aire en dirección a la cabeza de Mario.

–Me ha llamado la Gaba, medio mundo... ¡Eres un imbécil! ¡Creeetino!...

El fuego de Patricia iba creciendo y las lámparas volaban por los aires en búsqueda de la cabeza de Mario, quien, hierático, no abría la boca... Me deslicé al teléfono y llamé a Clemen. Era la única que podía apagar el incendio. Yo no me atrevía a soltar una palabra.

A pesar de la distancia y del tránsito, Clemen llegó en pocos minutos y su presencia tuvo la virtud de que se aquietaran las llamas. Se acercó a Patricia, le habló y la hizo reflexionar... Hubo un largo y quieto silencio, que yo me atreví a romper:

–Lo prudente, me parece, es que salgamos a cenar –y así fue.

A pie nos dirigimos los cuatro a un restaurante cercano, creo recordar que era de comida alemana, y durante la cena no se volvió a tocar el tema como no fuera para hacer unos chistes medidos, muy mesurados, hasta insulsos. La presencia de Clemen había traído la paz.

Al día siguiente los periódicos no fueron un modelo de discreción, aunque sin exageraciones. Y el ambiente que rodeó al “suceso de la semana”, que amenazó un momento con volverse una riña de dimes y diretes de barrio bajo –”mi marido no se acuesta con feas”–, por fortuna, en pocos días se esfumó.

Archivo Revista Oiga

jueves, 7 de octubre de 2010

Oiga - Manuel Vicente Villarán

Manuel Vicente Villarán

Por: Enrique Moncloa Diez Canseco

Mañana, hace un año falleció el doctor Manuel Vicente Villarán. La congoja que ahogó nuestros corazones por la muerte del incomparable maestro, por acción inexorable del tiempo va disminuyendo lentamente; en cambio, se agudiza y acrecienta cada vez más, el silencioso, íntimo y profundo homenaje de la admiración y del recuerdo permanente. Pasado un año todavía laten en nosotros, las palabras que el doctor Basadre, pronunció más a nombre del Gobierno, como su sincero admirador y con las que, principalmente, destacó la fecunda labor que realizó Villarán, en beneficio de la educación nacional. No olvidamos la semblanza que el doctor León Barandiarán, a nombre de San Marcos, hizo del doctor Villarán, como talentoso alumno, como catedrático ejemplar y como sabio rector. Recordarnos las be­llas y emotivas palabras de Víc­tor Andrés Belaúnde, sobre las extraordinarias virtudes del maes­tro, del ciudadano, del abogado y del hombre sensible y bueno, así como la hermosa y sentida oración que escribió José Quesada; y, la magnífica nota de Caretas, con motivo de su muerte.

Villarán fue admirado y respe­tado por sus profesores, colegas, discípulos, colaboradores, amigos y hasta por sus enemigos políti­cos. No puedo dejar de referir en este breve escrito, algunas de las muchas ratificaciones de esta aseveración. Generaciones enteras de San Marquinos, recuerdan su calidad como alumno, su extra­ordinaria capacidad como Cate­drático, el inconfundible sello de su rectorado y principalmente, su amor por la Universidad. Sin em­bargo, como admirador de Villa­rán no puedo dejar de lamentar que San Marcos, al momento de la muerte del hombre cuya vida, formaba parte de la tradicional, de la vieja casa, no le brindara las aulas en donde él, fue brillan­te y generoso en la enseñanza; ni los alumnos, ni los ex-alumnos de la antigua Universidad, prestaran sus hombros, sobre los que debió haber sido llevado el maestro, hasta el sagrado recinto de su úl­tima morada. Los hombres de antaño y los jóvenes de ahora de San Marcos, olvidaron el ejemplo de la Universidad Católica con José de la Riva. Agüero.

En el año 1906; Villarán introdujo en el Perú el estudio de la Filosofía del Derecho y revolucionaba la enseñanza del Derecho Natural en inolvidables lecciones, que convertían sus clases en conferencias magistrales. A pesar de su poca edad, el joven Catedrático, era ya admirado por su sabiduría, su talento y su severi­dad.

El alto aprecio que los colegas tenían por Villarán se palpaba a cada instante. En otra oportuni­dad, cuando los jóvenes Abogados, enterados de que el doctor Villa­rán después de mucho tiempo de no haber informado en la Corte Suprema, iba a hacerlo, nos apresuramos a escucharlo por primera vez. Allí estábamos apretujados a en las bancas de la Sala, para escuchar el que fue último infor­me del egregio defensor.

Fue muy grato escuchar cómo el colega que llevaba el recurso, antes de iniciar la defensa de su cliente, elogiaba la presencia del insigne Abogado. Después, en su turno, y ante la expectativa gene­ral, el maestro Villarán, con elegante sobriedad, inició su informe. Allí pudimos comprobar cómo era cierto que la figura del maestro, se agigantaba cuando defendía la vida y pedía justicia. Allí tuvimos; los jóvenes Abogados, la oportunidad de apreciar aquella asombrosa claridad -que era leyenda en el Foro- con que el doctor Villarán exponía sus ideas y argumentos y aprendimos esa día, más que nunca, que la solidez de la doctrina unida a la luminosa exposición, resultaban, en el insigne maestro, de una contundencia incontrastable. Al día siguiente un notable abogado, decía que el doctor Villarán, además de sus grandes virtudes, había si­do el mejor expositor.

La admiración general, que constituye un extraño caso de unidad, en este país tan complejo y des­concertante la ganó sin desearlo el doctor Villarán, con su propio esfuerzo, con su vida ejemplar, con aquella línea moral, que cons­tituyó su mejor patrimonio y que hizo que su nombre sin mácula, signifique en el Perú, “leyenda de honestidad”.

Antes de su sepelio, ví llegar hasta su capilla ardiente, algunos personajes ignorados que contritos y consternados balbuceaban fra­ses entrecortadas: “Yo fui alum­no del maestro”. A otro eminente abogado le oí decir: que “Villarán es el hombre que más he admira­do en el Perú”.

El doctor Villarán además, fue admirado por aquellos hombres, abogados brillantes que lo acompañaron y sirvieron con devoción hasta que murieron. Don Carlos Arana Santamaría, aquél gran se­ñor y jurisconsulto, hizo un culto de su amistad con Villarán. Pa­ra ellos la amistad estaba por encima de la inteligencia, la sa­biduría, el poder o la riqueza. El doctor Manuel C. Gallagher, con su estilo peculiar, logró de la severa prestancia del maestro, muchas de sus claras sonrisas; y el doctor Marisca, eminente abogado de cuya muerte Villarán nunca tuvo noticia, se esforzó toda su vida por marchar en el sendero ejemplar de su maestro.

Todos en su Estudio, pudimos gozar, durante los últimos años de su vida, cuando perdía la vi­sión y era más débil su andar, de su cariñosa generosidad, de su amable sencillez, de su incompa­rable modestia, de la severidad con que apreciaba los hechos que tenían relación con la con­ducta y de la profunda seriedad con que consideraba todos los problemas. Era placentero verlo cómo, durante sus últimos días en el Estudio, gozaba callado e íntimamente, en el viejo sillón de su escritorio, cuando tenía algo que enseñar; parecía que revivían en su espíritu, los inolvidables días del joven y ardoroso maes­tro, enamorado de su cátedra. Le satisfacía y nos deleitaba, con la narración de sus viajes, con sus anécdotas viejas; nos hablaba de su afición a la pintura y sus flores; empero, nunca nos habló de sus triunfos o de sus glorias. Cuan­do alguien, respetuosamente, le sugería que hiciera el viaje de descanso que su salud precisaba, respondía que tenía que trabajar para vivir. Decía que a pesar de su larga vida, no había aprendido a valorizar su trabajo. Estas frases, eran la égida de su generosidad. Siempre sonreía de su timidez para tratar asuntos pecuniarios. Hasta el fin de su ad­mirable vida ejerció dentro de la noble tradición del abogado que sólo vive del honorario profesio­nal.

Cuando alguien escribió en un diario que el Dr. Villarán había percibido un honorario descomu­nal, él sabiendo que la afirmación era inexacta, por tratarse de un asunto estrictamente personal, no desmintió la información que fal­samente lo hacía aparecer en una opulencia que no tuvo, pero que mereció como el que más.

Villarán escolar brillante en Guadalupe, demostró un talento extraordinario en la Facultad de Derecho de San Marcos; fue maestro ejemplar y sabio rector de la Universidad; fue quien ha­ce más de 50 años planteó, valien­temente, la necesidad de una revolución de la educación en el Perú; que sobre la base de una educación moderna y una sana cultura, anhelaba un país culto, rico y progresista. Luchó siempre por dar a su patria el respaldo de una instrucción técnica que fuera la columna fundamental de una economía sólida y libre. Fue notable jurista, amante del dere­cho de las gentes y preclaro es­tudiante permanente de los Pro­blemas del país; fue un ciudada­no intachable, de silencioso coraje que enseñó con el ejemplo sien­do casi un niño el 95 y ya de Ministro en 1909 que “el deber está por encima de la vida”. Gran patriota y maestro incomparable de la vida sin egoísmos ni ambiciones, era por todas las virtu­des referidas el hombre más capacitado para gobernar el Perú. Parecía imposible que siendo Villarán candidato, no fuera Presi­dente. Es por ello que es inolvidable el imperdonable agravio de 1936. En esa oportunidad, la cultura del país no estuvo a las alturas del maestro. Sólo el amor de su muy amada esposa, la ternura familiar, el cariño de sus amigos y la admiración de sus discípulos, con la generosidad inmensa de su noble y bien tem­plado corazón, pudieron doblegar ese dolor. El doctor Villarán no permitió jamás que el rencor y la envidia, salpicaran, siquiera, el límpido sendero de su tranqui­lidad espiritual y silencioso co­bo el paso breve de su caminar, se retiró de la vida política, en paz con su conciencia y con la íntima satisfacción de no haber descendido jamás, al campo de la demagogia, ni haber pecado de engañar al pueblo, con hipócri­tas, halagos o falsas promesas, ni haber bebido en oscuras fuentes de contubernios denigrantes. En cambio, mantuvo siempre inflexi­ble el maravilloso pendón de su gallarda honestidad.

El ejemplo del doctor Villarán, la pureza de su conducta, su vi­da ejemplar, deben conocerla, estudiarla y recordarla siempre con patriótica admiración, las futuras generaciones del Perú, para que, cuando la Providencia, quiera concedernos el privilegio excepcional de que nazca en el Perú, otro hombre como Manuel Vicente Villarán, se le haga jus­ticia y se le aproveche.

Sólo nos queda el consuelo, de sentir que el muy querido e in­comparable maestro, marcha triunfal pero siempre sencillo y silencioso desde hace un año por el sendero de la historia, bañado de luces inmortales, al lado de los grandes hombres del Perú.

Lima, 20 de febrero de 1959.

Fuente: Archivo Revista Oiga – Epistolario Doctor Manuel Vicente Villarán

Oiga - Manuel Vicente Villarán

MANUEL VICENTE VILLARÁN

Por: Jorge Basadre


Discurso pronunciado por el Ministro de Educación, Dr. Jorge Basadre, en el sepelio del Dr. Manuel A. Villarán.

Señores: El Gobierno de la República cumple un acto de justicia estricta al dar la solemnidad de duelo nacional al sepelio del doctor Manuel Vicen­te Villarán y al rendirle altísimos honores, seguro de que, con ellos, se adelanta al veredicto insobor­nable de la historia.

Villarán empezó muy temprano su carrera de abogado y, casi al mismo tiempo, ingresó a la docencia universitaria. Su talento se delineó desde la primera juventud con los rasgos seguros de una ponderada madurez. Era el cuarto de una dinastía jurídica. Al lado de su padre, Rector de San Mar­cos, catedrático ilustre, y después de él, supo llevar con elegante sencillez el peso abrumador de aquella gerencia destacándose por méritos propios, avan­zando por su ruta serenamente sin arrogancias y sin estridencias, sin temor y sin sorpresa, subiendo sin embriagarse, no dejando nunca las señales delatoras de los encumbramientos inmerecidos y prematuros y ejerciendo, más bien, pronto, sobre sus colegas, sin pretenderla, una hegemonía de maestro.

Tenía 24 años cuando pronunció en la apertura del año universitario de 1900 su discurso sobre las profesiones liberales en el Perú. Lejos de la erudición decorativa y del alarde retórico, hizo allí el planteamiento concreto de la desviación de las clases medias en nuestro país, orientadas hacia la inflación de grados y de títulos; e hizo el análisis franco del sentido decorativo, intelectualista y aristocrático de la enseñanza, postulando, en cambio, ella necesidad de crear riqueza conseguida por el tra­bajo útil y el dominio y la explotación de nuestro potencial, única base posible para la efectividad de la democracia. Pocos años más tarde, en las tesis para sus grados en la Facultad de Ciencias Políti­cas desarrolló Villarán estas ideas, propugnando una orientación realista, técnica y económica en la educación nacional. Parece hoy como si hubiera visto entonces los tiempos distintos que llegaban, la necesidad de crear otro estado de cultura, para la creciente riqueza que debía extenderse a nuevas capas. Su actitud no implicaba, por cierto, una profesión de fe materialista como lo demuestra su memorable discurso sobre “La Misión de la Universi­dad” pronunciado en 1912 en el que, si de un lado pintó las deficiencias tradicionales de esa multisecular institución, al mismo tiempo formuló un ponderado programa de reforma para ella, dentro del cual debían estar incluidos los estudios de cultura auténticamente desinteresada y humana.

Tal fue el ideario educativo de Villarán, enseñanza realista apropiada al ambiente que llegue hasta las clases medias y populares capacitándolas para la lucha económica, superación de la arrai­gada tendencia a convertir el colegio en antesala de la Universidad, facilitación de las carreras prác­ticas y técnicas de acuerdo con la situación y las necesidades del país; enseñanza teórica y especiali­zada para los hombres selectos cualesquiera fuese su origen social; y, en ambos casos, contacto con el medio, sentido de la historia, amor a la tierra importando del extranjero únicamente, como lo di­jo en ocasión solemne, lo que en ella se puede sembrar, incitación a la vida simple y honrada, apre­cio de las tareas sencillas y útiles, culto al trabajo sin precipitaciones ni concupiscencias y al pensamiento metódico, claro, concreto y directo.

Lo que Villarán predicó, en suma, fue un credo educativo genuina y sobriamente democrático, frente a las oligarquías preocupadas ciega y egoístamente por conservar o incrementar sus privilegios, frente a los reaccionarios con nostalgias coloniales, frente a las crudas teorías o a las vacías fórmulas surgidas por las importaciones ciegas de recetas extranjeras y frente a la negación violenta de los radicalismos iconoclastas. Fue el suyo un programa para una burguesía progresista, y emprendedora con raíces y savia populares, que debía tener la mirada crítica o analítica ante el pasado sin renegar de la tradición liberal, social y humana que en él alienta y debía conjugarlo con la esperanza de un porvenir mejor que era menester encarar únicamente por medio del esfuerzo y la perseverancia.

Ministro de Justicia, Culto e Instrucción en 1908, echó las bases del perfeccionamiento de maestros peruanos en el extranjero y de la venida de técnicos extranjeros en funciones de asesoría y colabo­ración, a la vez que propició el régimen de las ins­pecciones en los establecimientos de enseñanza así como la reforma educativa. Su gestión quedó interrumpida poco después de empezada, al estallar el movimiento revolucionario del 29 de mayo de 1909 durante el cual expuso voluntaria y audazmente su vida al acompañar por las calles al Presidente de la República secuestrado y vilipendiado, dando hermosa lección de valor físico, altivez cívi­ca y lealtad personal.

Si fue así brevísima su trayectoria como Minis­tro, dedicó, en cambio, largos años de su vida a la abogacía, Para el ejercicio de ella tuvo la voca­ción, lo que los libros no enseñan. Estudiantes y profesionales jóvenes de muchas generaciones, a­cudieron a escucharle cuando informaba en el Pa­lacio de Justicia. Orador de límpido razonamiento, sin relámpagos, de fácil elocución, parecía que más que la defensa de su clientela, ejercía una magis­tratura. Habiendo podido enriquecerse, mantuvo esa fuente de vieja honradez de la raza que ni la frivolidad ni el aturdimiento crecientes de los dé­biles o de los vanos han llegado a extirpar. Cola­boró de modo principal en la reforma procesal ci­vil, espontáneamente iniciada a principios del pre­sente siglo, en gesto ejemplar, por un grupo de profesionales y magistrados; y evitó los desbordes pe­ligrosos en la posterior reforma procesal penal sos­teniendo con altura y vigor una notable polémica periodística como Decano del Colegio de Abogados. Fue, como pasa en países de mentalidad volcánica o sísmica donde es fácil hallar políticos, oradores o poetas, esa planta rara, el jurista que fue abo­gado con unción de juez y dialéctica de legislador. Riqueza del subsuelo sin el abono de calores multi­tudinarios ni alarde ornamental.

La tarea profesional afortunada bien pudo acaparar todas sus horas de trabajo. Pero, al lado del Derecho, su gran devoción fue, mientras lo de­jaron, la Universidad. Renovó en su tiempo la enseñanza de la filosofía jurídica dándole una orientación sociológica para luego consagrarse a la del Derecho Constitucional. En esa cátedra, que situó el nivel de los grandes maestros universitarios anglosajones, estudió con amor a las grandes demo­cracias aun en los tiempos en que su moda pareció superada por la ilusión falaz de los autoritarismos. Al relacionar por vez primera el proceso de las Cartas Políticas del Perú con nuestra estruc­tura social y nuestra sicología colectiva, abrió un camino de anchos horizontes no sólo en sus clases sino también en sus estudios sobre las Constitu­ciones de 1823, 1826, 1828 y 1834, las costumbres electorales y la posición de los Ministros y que debieron integrar un libro nunca terminado.

Cuando en 1921 fue hollado el Poder Judicial e invadido el recinto universitario, encabezó gallardamente al grupo de catedráticos que optó por el receso de San Marcos. Al año siguiente una votación honrosa, sin sorpresa ni disentimiento de nadie, lo llevó al Rectorado. De su gestión truncada que­ con la preocupación por la biblioteca, que él tuvo desde años antes y prolongó muchos años después, por el museo de arqueología, por la extensión cul­tural, por la Ciudad Universitaria que con detalle proyectó en los terrenos de la avenida Arenales por él obtenidos, a lo cual se agregaron memorias y discursos perdurables. La política con sus durezas y sus vulgaridades no lo dejó proseguir; se vio obligado a renunciar y emprendió entonces, como catedrático de Derecho Constitucional y como ciu­dadano, solitaria campaña principista contra la reelección presidencial y cuyo único premio fue el Destierro.

En el anteproyecto de Ley de Educación de 1928 y en el anteproyecto de Constitución de 1931 fijó específicamente sus ideas, caudal de aguas límpidas que en gran parte se per­dió en las arenas. Pero la exposición de motivos de 1931 será un documento clásico de nuestra realidad política pese a su concisión precisa y urgente, pues tuvo el don raro de ver las cosas desde arriba en sus líneas esenciales. Abierto su espíritu a los más vitales problemas del país, nunca se confundió, sin embar­go, con la multitud ni tuvo con­tacto directo con el pueblo, ni se cubrió con el polvo de los cami­nos criollos. Por ello quizás, y so­bre todo, porque fue tardía su candidatura presidencial de 1936, no logró éxito. El entonces, silen­ciosamente como otras veces, de­jó sangrar sus heridas sólo para adentro.

Estudiando su personalidad de hombre que jamás dio la impre­sión de que se sentía frente a un micrófono o a un fotógrafo, al­gunos podrían pensar que no ca­bría llamar descomunales virtu­des a calidades tan espontáneas y que sus materiales anímicos eran sencillos, pero estaban ellos combinados de modo tan singu­lar que, en conjunto, no lo eran. Porque conoció desde temprano la parte seria de la vida, practi­có sin sacrificios las abstenciones. Se dijo que era frío; pero quie­nes lo conocimos bien sabemos que en el fondo de su alma chispoteaban, dando calor y abrigo los troncos añosos de la bondad. In­capaz de simular la sonrisa lison­jera o el abrazo fácil, sabía ser irrevocable en el afecto y cordial sin familiaridad. Algunos de sus mejores escritos son discursos en homenaje de amigos fallecidos, co­mo Javier Prado o César Antonio Ugarte. Bello es en la vida haber sido el huésped de un gran cora­zón; después de esa experiencia uno se siente alentado permanen­temente por un estímulo invisible. Y eso es lo que ocurrió con mu­chos de los que tuvimos la suer­te de tratarlo: Tenía el difícil don de inspirar en quienes lo com­prendían, confianza sin reserva y respeto sin temor. Carente de jac­tancias, se podía confiar en sus promesas. Era grave sin ser adusto, reflexivo sin ser solemne. Hom­bre de principios, carecía, de prejuicios. Modesto, no llegaba a ser humilde, porque se respetaba a sí mismo. Si sufría, era en su dignidad; no en su vanidad. Ante la mala acción, la intriga, la male­dicencia, reaccionaba con alergia orgánica, radical. Los gestos de a­critud o destemplanzas, los juicios acerbos o sarcásticos, no hallaban en él el clima favorable. Se sen­tía a gusto, en cambio, dentro de los conceptos serenos y justos y las calificaciones moderadas y equitativas. Poseía esa reserva in­teresante que es el recato de los hombres y duplica su atracción. La afición por la pintura, en la que reveló condiciones que asombraron a Bacaflor, así como para los libros, los viajes, la historia y las charlas íntimas, evidenciaron la riqueza de su mundo interior. Se comprende ante espíritu de tanto refinamiento y delicadeza que la acción pública en general y, sobre todo, la vida política, de­bieran infundirle disgusto y hasta rechazo; y que sólo pudieron lle­varlo a ellas eventualmente razo­nes de puro patriotismo amparadas por un sentido estoico y en­marcadas dentro de un profundo, desinterés.

Los embates de la vida le rati­ficaron en el retiro de sus últi­mos años esa alta condecoración que ni el decreto ni el diploma ni el sufragio pueden jamás con­ferir ese blasón de nobleza que es muy difícil conservar intacto y que consiste tan sólo en la paz moral. Fue apagándose lentamen­te dejando la indecible tristeza de una hermosa vida que terminaba en inexorable anochecer. Quizás, pensó en esa etapa que hallábase acompañado nada más que por quienes a su lado o muy cerca de él estaban. Hoy el Perú lo acom­paña y lo honra en homenaje espontáneo en el que están ausen­tes significativamente las presio­nes de la política, la adulación ante el poder económico, la fuer­za de los sectarismos, el ajetreo de las camarillas o el exhibicio­nismo de las demagogias; y en el que no caben tampoco las vacuas palabras de los panteoneros de nuestros burocráticos olimpos. Al honrar a Villarán, y de ello dejo constancia solemnemente como Ministro de Educación, el Perú se honra.

Fuente: Archivo Revista Oiga – Epistolario Doctor Manuel Vicente Villarán