¿Un castillo de
naipes?
PIEDRA DE TOQUE. El
grupo El Comercio se ha hecho con el control del 80% de la prensa escrita del
Perú, lo que es una seria amenaza para la libertad de opinión sin la cual
cualquier democracia se desmorona
MARIO VARGAS LLOSA 12 ENE 2014 -
00:00 CET
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Fernando Vicente |
Cuando, en julio de 1974, la
dictadura del general Juan Velasco Alvarado estatizó todos los diarios y
canales de televisión en el Perú, explicó que hasta entonces en el país sólo
había habido libertad de empresa y que a partir de ahora, al pasar los medios
de comunicación de sociedades capitalistas al “pueblo organizado”, comenzaría a
existir la verdadera libertad de prensa. La realidad fue distinta. Los diarios,
radios y canales expropiados se dedicaron a ensalzar todas las iniciativas del
régimen, a difamar y silenciar a sus críticos y, además de desaparecer toda
libertad de información, el periodismo peruano alcanzó aquellos años unos
extraordinarios niveles de mediocridad y envilecimiento. Por eso, cuando, seis
años después, al ser elegido presidente, Fernando Belaunde Terry devolvió los
diarios y demás medios estatizados a sus dueños, una gran mayoría de peruanos
celebró la medida.
Creo que a partir de entonces
buena parte de la opinión pública en el país aceptó —algunos con alborozo y
otros a regañadientes— que la libertad de prensa era inseparable de la libertad
de empresa y de la propiedad privada, pues, cuando estas desaparecían, con
ellas se esfumaba la información independiente así como toda posibilidad de
criticar al poder. Por eso, la dictadura de Fujimori y Montesinos utilizó una
manera menos burda que la estatización para asegurarse una prensa adicta: la
intimidación o repartir bolsas de dólares entre periodistas y dueños de medios
de comunicación.
Ahora bien, que haya una economía
de mercado y se respete la propiedad privada no bastan, por sí solas, para
garantizar la libertad de prensa en un país. Esta se ve amenazada, también, si
un grupo económico pasa a controlar de manera significativamente mayoritaria
los medios de comunicación escritos o audiovisuales. Es lo que acaba de ocurrir
en el Perú con la compra, por el grupo El Comercio, de los diarios de Epensa,
operación que le asegura el control de poco menos que el 80% de la prensa
escrita en el país. (El Comercio posee también un canal de cable y el más
importante canal de televisión de señal abierta del Perú). Esto ha generado un
intenso debate sobre la libertad de información y de crítica, algo, me parece,
sumamente útil porque el tema desborda el ámbito nacional y afecta a buena
parte de los países latinoamericanos.
Ocho periodistas han presentado
una acción de amparo al Poder Judicial pidiendo que anule aquella compra, pues,
alegan, transgrede el principio constitucional prohibiendo que los medios sean
“objeto de exclusividad, monopolio ni acaparamiento”. Por su parte, El Comercio
sostiene que el modelo de compra que ha efectuado con los diarios de Epensa
sólo concierne a su impresión y distribución, y preserva su línea editorial.
Sin embargo, según precisó Enrique Zileri Gibson, uno de aquellos ocho
periodistas, ni uno solo de los diarios de El Comercio y de Epensa informó que
el Poder Judicial había dado trámite a la acción de amparo en contra de la
fusión. ¿Esta unanimidad en el silenciamiento era puramente casual?
Elaborar una ley de medios para evitar el monopolio es un
remedio peor que la enfermedad
Ningún país democrático admite
que un órgano de prensa acapare porcentajes elevados del mercado de la
información, porque, si lo admitiera, la libertad de prensa y el derecho de
crítica se verían tan radicalmente amenazados como cuando el poder político se
apropia de los medios para “liberarlos de la explotación capitalista”. La
pregunta clave es: ¿cuál es la mejor manera de impedir el monopolio, privado o
estatal, de la información? ¿Una ley de medios, discutida y aprobada en el
Parlamento? Es lo que ha anunciado que presentará un congresista, Manuel
Dammert, proyecto que contaría con el apoyo de dos de los partidos que
sostienen al Gobierno del Presidente Humala.
Este sería, en mi opinión, un
remedio peor que la enfermedad. En vez de garantizar la diversificación
informativa, pondría en manos del poder político un arma que le permitiría
recortar la libertad de prensa y hasta abolirla. Es verdad que en varias
democracias avanzadas hay leyes específicas contra el monopolio y organismos de
Estado que verifican su cumplimiento, como la española Comisión Nacional de la
Competencia. Son organismos de Estado, no de Gobierno. Esta distinción sólo es
real en las sociedades desarrolladas. En el mundo del subdesarrollo la
diferencia entre Estado y Gobierno es retórica, pues, en la práctica éste
último coloniza el Estado y lo pone a su servicio. Por eso, todas las leyes de
medios que se han dado en los últimos años en América Latina, en Venezuela, en
Argentina, en Bolivia, en Ecuador, han servido a gobiernos populistas o
autoritarios para recortar drásticamente la libertad de información y de
opinión y hacer pender, como una Espada de Damocles, la amenaza del cierre, la
censura o la expropiación, a los órganos de prensa indóciles y críticos de su
gestión.
¿Cuál es, entonces, la salida?
¿Aceptar, como mal menor, que un órgano de prensa controle más de tres cuartas
partes de la información y creer los sofismas de los valedores de El Comercio
sosteniendo que la fusión carece de connotaciones políticas y resulta
únicamente de la eficacia y talento con que han sabido vender su “producto” en
el mercado informativo? Para semejante razonamiento, no hay diferencia entre un
órgano de prensa y “productos” como las cacerolas o los jugos de fruta. La
realidad es que cuando una cacerola derrota a sus competidores y se queda dueña
del mercado lo peor que puede pasar es que el precio de las cacerolas suba o
que “el producto” empiece a deteriorarse, porque el monopolio suele producir
ineficiencia y corrupción. En cambio, cuando un órgano de prensa anula a los
competidores y se convierte en amo y señor de la información, ésta pasa a ser
un monólogo tan cacofónico como el de una prensa estatizada y con ella no sólo
la libertad de información y de crítica se deterioran, también la libertad a secas
se halla en peligro de eclipsarse.
Que el caso llegara a la Corte Interamericana es una buena
cosa porque es independiente y capaz
La manera más sensata de conjurar
este peligro es, creo, la que han elegido los ocho valientes periodistas que se
han enfrentado al gigante: recurrir al Poder Judicial a fin de que determine si
la fusión transgrede el principio constitucional contra el monopolio y el
acaparamiento, como creemos muchos demócratas peruanos, o es lícita. Este
proceso, con las inevitables apelaciones, puede llegar hasta las más altas
instancias judiciales, desde luego, e, incluso al Tribunal Constitucional o a
la Corte Interamericana de Derechos Humanos, de San José. A mí me gustaría que
llegara hasta allí, porque ésta es una institución verdaderamente independiente
y capaz, de modo que su fallo tiene más posibilidades de obtener el
asentimiento de la opinión pública peruana.
Nada semejante ocurriría si llega
a prosperar la iniciativa —inoportuna y profundamente perjudicial para un
Gobierno que, hasta ahora, ha respetado las instituciones democráticas— del
congresista Manuel Dammert. Por desgracia, el Congreso tiene muy poca autoridad
moral e intelectual en el país —en todas las encuestas es una de las
instituciones peor valoradas— y no hay posibilidad de que este debate
fundamental sobre la libertad de prensa se lleve a cabo allí de la manera
serena y alturada que requiere un asunto esencialmente vinculado a la
supervivencia de la democracia.
Una ley de prensa sólo es
aceptable si ella nace del consenso de todas las fuerzas democráticas de un
país, como ocurre en Estados Unidos, el Reino Unido, España o Francia, algo
que, en las actuales circunstancias, en el Perú, donde la vida política está
fracturada y enconada hasta extremos absurdos —precisamente en el momento en
que su economía marcha mejor, la democracia funciona, crece la clase media,
progresa la lucha contra la pobreza y la imagen exterior del país es muy
positiva—, jamás se produciría y la fractura y el encono aumentarían en un
debate donde los argumentos legales y principistas serían arrasados en la
incandescencia del debate político.
Pero, aún si se produjera aquel
consenso, yo creo que una ley de medios es innecesaria cuando existe un
dispositivo constitucional tan claro respecto a la necesidad de mantener el
carácter plural y diverso de la prensa, a fin de que los distintos puntos de
vista encuentren cómo expresarse. Es mejor que cuando se susciten casos como el
que nos ocupa, se recurra al Poder Judicial, de manera específica, en busca de
una solución concreta al asunto materia de controversia. Es un procedimiento
más lento, sin duda, pero con menos riesgos en lo que concierne al objetivo
primordial: preservar una libertad de opinión y de crítica sin la cual la
democracia se desmorona como un castillo de naipes.
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