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SEBASTIAN SALAZAR BONDY
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EN LA CULTURA
El día 4 de julio –primer aniversario de la desaparición de nuestro inolvidable colaborador Sebastián Salazar Bondy– se efectuó una romería a su tumba del cementerio El Ángel. Numeroso público acudió a ese acto de homenaje y recordación, que testimonia la huella honda que a su breve paso por esta vida dejó el autor de tantas obras en vías de convertirse en clásicas de nuestras letras. Familiares, periodistas, escritores, amigos y admiradores de Sebastián formaron el compacto grupo que visitó su última morada.
El mismo día, a las 7 de la noche, en nuestras oficinas de redacción se descubrieron dos magníficas ampliaciones –una de Sebastián Salazar Bondy y otra de Juan Sardá–, las cuales presidirán los afanes cotidianos, las alegrías y tristezas, las inquietudes y nerviosas búsquedas que a todos los miembros de esta casa –gran familia cívica– nos cuesta la semanal y puntual aparición de OIGA.
Familiares de Sebastián Salazar Bondy y de don Juan Sardá estuvieron presentes, y a la esposa y al hijo de los extintos –respectivamente– correspondió el descubrir las fotografías que perpetúan y mantienen vivo el recuerdo de nuestros dos grandes desaparecidos.
Palabras de nuestro director y de José Alvarado Sánchez –finísimo poeta y diplomático sin tacha– precedieron la realización del emotivo y simbólico acto.
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DIOS Y SEBASTIÁN
por H. GRIFFITHS ESCARDO
LO casé con Irma y bauticé a Ximena. Estos fueron los contactos oficiales a través de la Iglesia con Sebastián. Nuestros contactos humanos fueron numerosos y relativamente frecuentes. Nunca en ellos logré encontrar el hondo ateísmo que muchos le atribuyeron a Sebastián. Nunca incluso en nuestras conversaciones tuvo alguna frase desagradable y dura contra las cosas en que yo creo fuertemente. Eso era indigno de él. Estaba hecho siempre de un profundo respeto por la dignidad de los demás y cultivaba fervorosamente el amor a la libertad de los otros. Mucho conversamos con Sebastián de cosas, personas e instituciones. Coincidimos frecuentemente en las críticas, incluso de hechos y personas adjetivas de la Iglesia, pero siempre se mantuvo afectuosamente asomado a lo esencial. Recuerdo su interés y su afán –los afanes de Sebastián– de tener en la cabecera de su cama al “Taitacha”, Señor de los Temblores cuzqueño. Y lo consiguió.
En su vida, y en su actuación, Sebastián fue, para mí, profundamente cristiano –en que el cristianismo tiene y posee de culto a la verdad y de vivir en lo auténtico. Su sensibilidad por los demás, unida a un cariño fraternal por ayudar, lo muestra íntegramente identificado con los valores esenciales de la doctrina de Cristo.
Sebastián combatió siempre –y se le llamó amargado–, la hipocresía, la falta de línea, la venta a intereses y situaciones. No dudó –y lo realizó plenamente– en exponerse, incluso, al hambre antes de prostituir su verdad y sus convicciones. Muchas veces podíamos y debíamos estar en desacuerdo con él. Pero todo quedaba mitigado por su desprendimiento, por su entrega a sus ideas, y porque en medio del cambio de opiniones estaba su exacto sentido humano, su auscultar la sensibilidad ajena y su comprensión sonriente y cálida.
Días antes de morir, me entregó su fotografía con esta dedicatoria, que me sirve como lema y estímulo en mi mesa de trabajo: “A Harold que sirve a Dios porque sirve al Hombre”, Dios y Hombre con mayúscula.
¿Se puede entonces presumir de los ateismos o las amarguras de Sebastián?
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SEBASTIÁN RECHAZO EL PACTO
por FRANCISCO MONCLOA
SEBASTIAN era implacable. Y tenía razón. Muchas veces nos deteníamos en las calles limeñas y me mostraba conmovido el cuadro de un mendigo habituado a su miseria en medio de la despreocupación egoísta de las gentes que transitaban a su lado. Casi gritaba: “ni siquiera ven el horror que ellos mismos producen”. Y extendía los brazos para acusar a todos.
Otra noche, ante la pregunta con que lo emplazó un antropólogo extranjero, reconoció: -sí, los intelectuales vivimos en un medio burgués. Y esa es nuestra contradicción. Yo trato de resolverla afirmando mi posición en cada instante, para que la burguesía que nos acosa con sus halagos y amenazas y mi propia necesidad de subsistencia, sepan que no me doblegaré. Cada afirmación mía es respondida por una agresión, por un asedio que reclama la capitulación. Al final quedaré al margen.
Sí, Sebastián rechazó el pacto impuesto. Aquel pacto que permite sobrevivir a otro a cambio de su silencio o complicidad. Antes de cumplir sus 30 años había sido un escritor exilado, como califica Vargas Llosa a aquellos que encuentran en la fuga, intelectual o física, la salida frente al reto de su realidad. Pero justamente a la edad en que los hombres del Perú comienzan a doblegarse ante la presión del medio corruptor que sitia blanda pero insistentemente la esperanza y la angustia de los rebeldes, Sebastián comprendió al Perú, se incorporó a él, se identificó con él, tomó partido. Dejó de ser el escritor exquisito para enclavar sus largas piernas en medio de la plaza céntrica y acusar a los bárbaros, a los tímidos, a los egoístas, a los que se inclinan y detienen en la batalla, a los que perdonan a los amos para ser perdonados por los amos.
Se unía a las columnas que emergían en la lucha, pero seguía su camino cuando sus momentáneos compañeros titubeaban y miraban hacia atrás. Y en cada oportunidad, como si la frustración de los otros reclamase de él una actitud más tajante, Sebastián radicalizaba su mensaje. La única forma de mantenerse enhiesto en medio de la tibieza.
Sebastián quería creer en los hombres que cantaban la esperanza. Lo necesita porque el Perú necesita de la esperanza. Y por creerlo, erré alguna vez: el canto que entonaban esos hombres no era auténtico. Entonces levantó el arma y golpeó violentamente.
Amó a Cuba e hizo suya su epopeya, no sólo porque amaba a la Revolución Cubana, sino porque sabía que era la antítesis del acomodo limeño. Cuba comprometía y Sebastián no admitía la componenda. Cuando semanas antes de su muerte hubo quien lo convocó a colaborar con una institución disfrazada de liberal y progresista, Sebastián le respondió: “publíquenme un libro. Se llamará “Por qué creo en la Revolución Cubana”. Era demasiada condición para el invitante. Había sido medido con la regla de Sebastián con aquella medida que rechazaba los matices encubridores de debilidades y oportunismos.
Llegó al socialismo por amor a la solidaridad humana. Llegó por amor al hombre y por ocio a la injusticia, llegó con la alegre decisión de otear mundos mejores. Y después de creer, hurgó en las páginas el sustento intelectual.
Nunca admitió el sectarismo. Recuerdo su indignación cuando alguien le acusó de participar en un encuentro internacional de escritores en el que también se habían sentado representantes de los Estados Unidos. “No permito a la policía que indague sobre mis decisiones. Tampoco se lo permitiré a ustedes”. Sebastián era muy superior a la consigna. Y de su actitud no había derecho a dudar.
Sí, Sebastián rechazó el pacto. A él no lo derrotaron ni lo ablandaron. De él no lograron hacer un silencioso. Y tal vez cuando la muerte lo arrancó del combate, sus enemigos, los claros y los emboscados, los que crean la miseria y la injusticia y aquellos otros que criticándola se adhieren o tratan de justificar su conformismo y debilidad con razones tácticas, los que sonríen y abren los brazos para atraer a los que denuncian y aquellos que no resisten la tentación del abrazo que silencia, todos, uno; otros, tal vez sintieron un alivio. Pudieron, entonces acogerlo en la fama.
Pero por sobre su prestigio de escritor y poeta, Sebastián es un símbolo. Un símbolo de la intransigencia contra la blandura y el temor, de la valentía contra la cobardía, del sacrificio contra el cómodo allanamiento de la palabra entera frente a la media palabra, de la protesta frente al silencio cómplice. Y su actitud es la mejor de sus obras.