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DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

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«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

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UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

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viernes, 19 de julio de 2013

LA TERCERA

San Gabriel de la Dolorosa

I.                   JUVENTUD
Nace San Gabriel de la Dolorosa el primero de marzo del año 1838, en el palacio del gobernador de Asís, su padre, y el mismo día es bautizado en la Catedral, en la pila bautismal donde seis siglos y medio antes lo fuera San Francisco. Se le impusieron los nombres de Francisco, José, Vicente, Pacífico, Rufino. Su padre D. Santos Possenti, y su madre Dña. Inés Frisciotti tuvieron otros trece hijos, entre los que nuestro santo ocupaba el undécimo lugar. En 1841 D. Santos es nombrado gobernador de Poggio Mirteto y se traslada allí con toda su familia, pero a finales del mismo año, se establecen en la ciudad de Spoleto, donde pronto morirán dos de sus hermanitas: Rosa y Adela, y también su madre, profundamente afectada por la muerte de sus hijas y víctima de una meningitis, el 9 de febrero de 1842, a los 38 años de edad.

Con la muerte de su madre, Francisco y todos sus hermanos quedaron al cuidado de su padre, quien se esmeró cuanto pudo para suplir el calor de la madre y formar con toda delicadeza el corazón de sus hijos, a pesar de que su trabajo le mantenía ocupado casi todo el día. Pero al acabar la jornada, ya en casa, reunía a todos en su habitación y rezadas las oraciones de costumbre, se entretenía inculcando a sus hijos los principios cristianos, dándoles útiles y sabios consejos y toda clase de enseñanzas. Así es como Francisco, el más aventajado de los hermanos, adquirió poco a poco un fondo de sólida virtud desde sus primeros años. De aquella época tenemos testimonios que recuerdan, como uno de los rasgos más característicos, la ternura de su corazón para con los desamparados, y una delicadeza especial en su trato con todos. Daba a los pobres cuanto le venía a las manos, incluso su propia comida, y si alguno de los criados lo advertía y le regañaba, solía exclamar: «Papá quiere que se dé limosna a los pobres; no debemos despreciarlos, pues no sabemos lo que algún día será de nosotros». Fue también desde su niñez enemigo de cualquier injuria u ofensa hecha al prójimo; frecuentemente se le veía acalorado, tomando la defensa de los demás, sobre todo si eran reprendidos o acusados injustamente.

No se crea, sin embargo, que nuestro joven careciese de faltas y defectos. Su personalidad de adolescente, estaba tenuemente sombreada por ciertas tintas de espíritu mundano y por una ligereza e inconstancia en la práctica del bien que le hacía entregarse con fervor al estudio y a la oración y al poco tiempo abandonarlo todo. Pero aquella primitiva piedad de Francisco nunca moría por completo; era como la semilla sofocada por las espinas terrenas, que pronto o tarde rebrotaba otra vez en flores y frutos. En las sucesivas fases por las que atravesaba al ir madurando, siempre se transparentaba aquella bondad que anidaba en su corazón. Era también de carácter irascible, pero sus reacciones no duraban más que un fuego fatuo, que se enciende de pronto y al momento se apagaba, pues no tardaba nada en postrarse de rodillas, compungido, llorando y pidiendo humildemente perdón.

En el año 1846, el 1 de enero, apadrinado por el D. José Pacieri, francisco recibe el sacramento de la Confirmación en la iglesia de San Gregorio Mártir, de manos del Arzobispo de Spoleto, Mons. Juan Sabbioni. Los testimonios no nos dicen nada se su primera comunión, que debió velificarse en privado, durante los disturbios que conmovieron a Italia, en el año 1848.

D. Santos Possenti comprendió perfectamente que uno de sus deberes principales era dar a sus hijos una educación verdaderamente religiosa y cristiana, por eso había confiado su querido Francisco al cuidado de los hijos de San Juan Bautista de La Salle, los Hnos. de las Escuelas Cristianas. Bajo su delicadísima dirección adquirió junto con los fundamentos del saber humano, los sólidos e importantísimos principios de la virtud y la santidad cristianas.

En noviembre de 1850, al finalizar sus estudios elementales, es matriculado como alumno externo en el colegio de los PP. Jesuitas. De ésta época se conserva un cuaderno de ensayos escolares en verso y prosa, algunos dedicados ya a la Stísima Virgen. Los rápidos progresos que hizo en todas las asignaturas y los premios que obtuvo, nos lo muestran como uno de los alumnos más aventajados.

Su transparencia y franqueza en las relaciones con profesores y compañeros, su exterior amable y grave a la vez, su conversación amena, sus modales distinguidos, atraían el aprecio y la admiración de cuantos le trataban. Era un joven de delicados sentimientos y profunda interioridad que se fortalecía frecuentando los sacramentos de la Penitencia y la Eucaristía.

Sin embargo manifestaba a veces una inclinación por las vanidades que le hacían preocuparse en exceso de que sus trajes estuviesen confeccionados a la última moda. Amante de las reuniones y los pasatiempos, aprovechaba todas las ocasiones para frecuentar los salones y sobre todo el teatro, por el que sentía una atracción especial.

Entre los años 1848 y 1855, morirían tres de sus hermanos: Pablo, de 21 años, estudiante en la Universidad de Venecia, que se había enrolado en el ejército que defendía la independencia italiana; Lorenzo, de 27 años, valeroso oficial del ejército, y Ma Luisa, la única hermana que le quedaba en casa y a quien amaba entrañablemente, pues era para él una madre. La muerte imprevista de Ma Luisa, a sus 26 años de edad, a finales del mes de mayo de 1855, mientras francisco participaba en la procesión del Corpus Christi por las calles de Spoleto, fue para él un durísimo golpe, y preparó su corazón para el gran cambio que poco a poco se irá produciendo; nunca antes había sentido tanto dolor ante la muerte. Este dolor fue para él un vivísimo rayo de luz que lo despertó del sueño mundano en que yacía. La pérdida de esta hermana le sumió en una profunda melancolía. Su recuerdo se levantaba vivo y penetrante, rasgando aquel velo de seductora apariencia que, hasta entonces, le había hecho contemplar las cosas mundanas sin ninguna sombra de tristeza. Pero dios, que tiene en sus manos las voluntades humanas, y las conduce a sus fines con dulzura y fortaleza, iba llevando a Francisco al cumplimiento de sus designios.

Tras la pérdida de la persona más querida, corta con todo y decide cambiar el rumbo de su vida. Sin embargo no es la primera vez que piensa en ello; se conserva una carta con fecha del 17 de Mayo de 1855, en la que el Padre Tedeschini, jesuita, que además de profesor fue su director espiritual, le aconseja sobre su posible vocación a la vida religiosa. Hacia finales de agosto de ese año habla a su padre de este proyecto; D. Santos Possenti, muy preocupado, le sugiere que no debe dejar sus estudios sin terminar, y que, en cuestión tan importante, es necesario un tiempo prudencial antes de decidirse. Ante la insistencia de su hijo, le pide que espere al menos un año, y si después persiste en su propósito, promete que no se opondrá a su decisión. Francisco accede. En los primeros momentos, parece que había pensado en los jesuitas, pero cambió de parecer, inclinándose por los pasionistas, fundados por S. Pablo de la Cruz.

El viernes, 22 de agosto, octava de la Asunción de María a los cielos, Francisco participa en la solemne procesión en la que el icono de la Santísima Virgen, venerado en la catedral, recorre las calles de Spoleto. Cuando la imagen pasa por delante de él, tiene la impresión, muy viva, de que la Virgen le mira fijamente a los ojos, y oye claramente una voz en su interior: «¡Francisco!, ¿No te das cuenta de que esta vida no es para ti?: sigue tu vocación. ¿A qué esperas?». Desde ese momento se siente completamente transformado. Aunque nadie sabía ni podía sospechar lo que pasaba en el alma de Francisco, pues en su exterior se observaba la misma elegancia en el vestir, los mismos modales distinguidos y la misma alegría, otro muy distinto era el Francisco que se ocultaba ahora en su interior. Más tarde se supo cómo, bajo sus cuidados trajes, se ceñía con un áspero cilicio, y cómo sin que nadie lo observase, abandonaba discretamente el lugar que ocupaba en el teatro o las reuniones, y, sin más compañía que la de su ángel de la guarda, se dirigía a la iglesia catedral, para entregarse a la oración, en la soledad y en el silencio. Y si por lo avanzado de la noche la encontraba cerrada, se arrodillaba en el pórtico, elevando su corazón hacia la Madre de Dios, hasta que salía la gente del teatro.

En efecto, aquella mirada penetrante y aquella voz, fuerte y suave de la Santísima Virgen María, que él sintiera en su interior, habían abierto en el corazón de Francisco un surco tan hondo, que no pudo olvidarlas jamás. Estaba persuadido de que Ella, su amadísima Madre, no sólo le garantizaba la verdad de su vocación, sino que también le prometía la ayuda necesaria para corresponder fielmente a ella. Le sobraba, por tanto, razón, cuando, para poder de relieve la grandeza del beneficio recibido de María, decía en una carta a su padre con sentimientos de profunda humildad: « ¡Oh en qué abismo me hubiera despefiado, si María -compasiva con quienes la invocan- no me hubiera extendido amorosamente su mano en la octava de su Asunción!».

Así fue como, convertida prodigiosamente, toda duda en claridad, y toda vacilación en firmeza, su decisión se hace firme y su opción por los pasionistas definitiva. Desea pedir la admisión cuanto antes, y así se lo confía al Padre Bompiani, jesuita, quien, convencido de la autenticidad de la llamada, le asesora para preparar los expedientes necesarios y solicitar el ingreso: «Un domingo de agosto del año 1856-cuenta el p. Bompiani -Francisco me manifestó su deseo de hablar conmigo en privado. Lo llevé a mi clase, y allí, a solas, me declaró con franqueza su decisión de hacerse religioso pasionista. Examiné detenidamente el caso bajo todos los aspectos, dada su novedad y también el carácter del joven. Tras madura investigación, descubrí en él pruebas tan evidentes de verdadera vocación, que le aconsejé se lo hiciese saber a su padre para preparar todos los documentos necesarios.

II.                 PASIONISTA
A primeros de septiembre, una tarde, después de la cena, Francisco se aproxima a su padre y le susurra que tiene algo que decirle a solas. Con gran valor recuerda a D. Santos cómo ya ha expirado el plazo de un año que le había dado para probar su vocación, y le explica que, después de serias y largas reflexiones, se siente decidido a hacerse religioso pasionista. La sorpresa de D. Santos es grande, sobre todo porque esperaba que, al menos, hubiese escogido la Compañía de Jesús, por eso comenzó a recordarle la simpatía que sentía hacia ellos y, en cambio, las grandes austeridades de la vida pasionista, que le harían imposible perseverar, dada su delicada complexión, junto con otras muchas dificultades. Pero Francisco respondía: «Si Dios me quiere pasionista, me dará la fuerza suficiente para ser fiel a su llamada». Finalmente su padre, sabiendo -como buen cristiano- que no podía oponerse a la voluntad de Dios, con el corazón desgarrado, abrazó a su hijo y le aseguró que aceptaría el sacrificio que le pedía.

Allanado el camino del claustro, Francisco envía los certificados al Provincial de los pasionistas, P. Simón de San José, al Retiro de Recanati. El día 5 participa en el acto académico de la Congregación Mariana; es una velada que se celebra en la iglesia de la Concepción, en honor de Nuestra Señora de la Cuesta, y él es el encargado de la presentación del programa. Lo hace recitando una bellísima poesía. Al terminar se despide de sus compañeros para emprender un viaje al día siguiente, pero sin especificar cuál será realmente su destino. También, en casa, se despide de sus hermanos y su padre. El día 6 muy temprano, mientras la ciudad duerme todavía, sale de Spoleto en compañía de su hermano Luis, dominico. Pronto correrá la noticia de boca en boca: Francisco Possenti se ha ido al noviciado de los pasionistas.
En el viaje estaba previsto el paso por Loreto, donde deseaban visitar la Basílica y la casa de la Virgen, pero al llegar a últimas horas de la tarde, hallaron las puertas cerradas. Francisco entonces se arrodillaba bajo la ventana de la Sta. Casa y permanece largo rato en oración, sin preocuparse de la lluvia que caía, calándole hasta los huesos. Pasan la noche en un albergue cercano, y a la mañana siguiente vuelven a la Basílica, donde el P. Luis celebra la Sta. Misa, y Francisco recibe con gran fervor la Sta. Comunión después de haber hecho una confesión general de toda su vida. Quería así depositar a los pies maternales de María su pasado, y emprender el nuevo camino bajo su protección. Antes de dejar Loreto, visitan el colegio de los P.P. Jesuitas y aun tío suyo, el canónigo Acquacotta, a quien D. Santos había puesto al corriente de todo. Su tío, conocedor de la rigurosa observancia y de las austeridades de la vida pasionista, intenta convencer a Francisco para que reflexione de nuevo y desista de su propósito, pero él después de escucharle, se reafirma en su decisión.

Otra de las paradas del viaje era Civitanova. Era la ciudad natal de su madre y, como es natural, se detuvieron para saludar a la familia. Por fin, el día 9, llegan a Morrovalle, donde comen con los capuchinos. Otro tío suyo, el Padre Juan Bautista Flisciotti, superior de la comunidad, intenta disuadirle, pero se convence de que es inútil y finalmente se encaminan al convento de los pasionistas. Después del primer saludo, Francisco entra en el noviciado acompañado del Vicemaestro, P. Norberto.

Con su ingreso eran en total trece los jóvenes del retiro pasionista de Morrovalle. Entre sus compañeros estaba el que luego sería el Beato Bernardo Ma de Jesús. Voluntariamente renunció Francisco a disfrutar del breve tiempo de prueba que se suele conceder a los aspirantes; al día siguiente se une al grupo de postulantes que comienza una tanda de ejercicios espirituales como preparación a la toma de hábito. Admitido a la vestición, recibe el hábito pasionista el domingo, 21 de septiembre de 1856, de las manos del Maestro de novicios, P. Rafael Ricci, en una emotiva celebración, en la que es revestido de negro, ceñido con el cinturón de cuero, calzado con las austeras sandalias y cubierto con el manteo, mientras se le exhorta a llevar este hábito de penitencia y luto como perpetuo recuerdo de la santísima Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Para expresar que inicia una etapa absolutamente nueva de su vida, cambia su nombre por el de Gabriel de la Virgen Dolorosa. Así se le conocerá en adelante.

Con sus 18 años acababa de abrazar Gabriel un estilo de vida totalmente opuesto al que había llevado hasta entonces en su casa paterna. Una vida que le fascinaba, y en la que su entrega fue total y continuada, sin reserva ni división, a Dios, que le había llamado y concedido la gracia de responder con todas las fuerzas de su joven corazón. Nunca se acobardó ante los sacrificios y renuncias exigidas, y, a pesar de los grandes esfuerzos iniciales para amoldarse en todo al nuevo ambiente que le rodeaba, su carácter se mantuvo siempre jovial y abierto; su voluntad generosa y constante.

Cumplido el año de noviciado, el 22 de septiembre de 1857, hace su profesión religiosa junto con otros dos compañeros. La profesión religiosa pasionista, es un acto solemne, por el que el hombre queda consagrado totalmente a Dios. Es una entrega sin reservas de toda la persona, que unida a Jesús Crucificado, se ofrece a Dios Padre en sacrificio por los pecados del mundo entero. Fácilmente podremos imaginar cual sería la emoción que embargó a Gabriel en aquel día tan importante. Algunos días después de la profesión de los cuatro votos: Pobreza, castidad, obediencia, y hacer continua memoria de la Santísima Pasión y muerte de N. S. Jesucristo, escribe a su querido padre: «Con indecible júbilo de mi alma, todos mis deseos han sido apagados, consagrándome a Dios sin reserva mediante la profesión religiosa. Es esta, querido padre, una gracia tan grande, que jamás la podré apreciar como se merece, y ya que he recibido de Dios un favor tan insigne, es necesario que corresponda fielmente a tanta bondad. Necesito para ello sus oraciones. ¡Que la Santísima Virgen me bendiga con abundantes gracias celestiales!».

Pronto reanuda los estudios, y comienza su dirección espiritual con el P. Norberto Cassinelli, nombrado director y profesor de los estudiantes. Él será el responsable de la formación espiritual e intelectual de Gabriel hasta su muerte.


III.              EN ISOLA DEL GRAN SASSO

Unas semanas más tarde, el 20 de junio de 1858, los estudiantes de Morrovalle, entre ellos Gabriel, con el P. Norberto, se dirigen a Pievetorina, en el territorio de Las Marcas, para concluir los estudios de filosofía y comenzar los de teología. Aquí se resentirá de los efectos del clima húmedo, y en una visita que le hace su hermano Miguel, estudiante de medicina en Roma, le hallará visiblemente desmejorado, pero feliz, y entusiasmado en su nueva vida de oración, estudio, soledad y silencio. Como Gabriel había hecho ya los cursos de Humanidades y parte de la filosofía en el colegio de los P.P. Jesuitas de Spoleto, al año siguiente, 1859, pasó al retiro de Isola del Gran Sasso. Era la tarde del día 9 de julio, cuando junto con otros siete estudiantes, acompañados por el P. Norberto, llegaron a su destino. Durante dos años y medio, continuarán aquí sus estudios de teología, preparándose para el sacerdocio.

El clima de Isola era mejor que el de Pievetorina, y el lugar muy agradable. Gabriel escribe a su padre, D. Santos: «La abundancia de árboles frutales me confinan que es un clima benigno, y gracias a Dios estoy contento. El aire es excelente y los pequeños dolores de cabeza que con frecuencia tenía en Pievetorina son más raros; casi han desaparecido».

En mayo de 1861, juntamente con sus condiscípulos, atravesó las montañas que separan Isola de Penne, para recibir, el 25 del mismo mes, en la catedral y de manos del Sr. Obispo, Mons. Vicente D’ Alfonso, la tonsura y las cuatro órdenes menores. A consecuencia de este viaje, empedrado de grandes dificultades, su salud se resintió palpablemente y se agravó de manera alarmante la enfermedad que le venía minando silenciosamente. Si las circunstancias políticas no lo hubieran dificultando, los Superiores habrían procurado que fuese ordenado sacerdote sin tardar, pero Dios tenía otros planes para Gabriel. En la última carta a su padre le decía: «A estas horas debía estar ordenado sacerdote, pero (…) debo contentarme solo con las ordenes menores, Así lo dispone Dios, así lo quiero yo también».

La tuberculosis latente, iba minando poco a poco su salud, y en la primavera de 1861, el P. Norberto debió de observar algún síntoma en Gabriel, pues según comunicaba por carta a D. Santos, le dispensó de las observancias más pesadas, prohibiéndole, sobre todo, levantarse a maitines, a media noche. Además le cambió de celda, cediéndole la suya, que estaba mejor orientada y era más soleada. También los demás religiosos se alarmaron por su gradual desmejoramiento, y se prodigaron con él en atenciones fraternales, orando para que Dios, por intercesión de la Santísima Virgen, devolviese la salud a su queridísimo Cohermano.

La enfermedad seguía su curso sin que se trasluciera al exterior peligro alguno. Sin embargo ya el mismo año, 1861, tuvo una fuerte hemoptisis (vómito con sangre), que gracias a la pronta intervención de los médicos, no tuvo consecuencias inmediatas. En la Nochebuena de aquel año no se le permitió bajar a la capilla para los oficios solemnes, y tuvo que contentarse con permanecer en la tribuna del coro. El 30 de diciembre envió a su predilecto hermano Miguel una larga carta, el último escrito suyo que conservamos, en la que después de recomendarle que se mantenga siempre fiel a Dios, comienza a hablarle de la Santísima Virgen con particular énfasis:

«… Miguel de mi corazón: ¿Quieres amar? Ama, ¿pero sabes a quién? Ama a María. ¿Quién más hermosa, quien más amable, quién más poderosa que María? No creas que el amar a María, conversar y entretenerse con Ella cause fastidio por no poder verla con los ojos corporales. Los consuelos y alegrías del alma son delicados y distintos, como lo es el alma del cuerpo. Además debes tener en cuenta que nadie en este mundo te podrá hacer feliz, porque las personas del mundo son inconstantes cuando se trata de amar. E incluso cuando encontrases a alguien que te amase de verdad, el solo pensamiento de perderla algún día te entristecería. En cambio no sucede esto a quien escoge a María para dueña y señora de su corazón. María es fiel, es constante, y en el amor no se deja vencer por nadie. Si te ve al borde de algún peligro, correrá a librarte de él; si te ve afligido, te consolará; si enfermo, te aliviará; si necesitado, te socorrerá. María no mira jamás nuestro pasado, no lo tiene en cuenta cuando ve un corazón que desea amarla de verdad. Ella entonces, abre sin tardar el seno de sus misericordias, nos abraza, nos defiende y nos acompaña fielmente en la breve peregrinación que es nuestra vida sobre esta tierra, y luego… ¡Oh querido hermano!, esto es lo más consolador, cuando para los que solo aman a las criaturas del mundo, todo acaba y muere, para los amantes de María llega la infinita alegría de ir a poseer en plenitud la realidad de su Amor, Amor que será su felicidad en una eternidad sin fin…»
IV.              EL CREDO DE MARÍA
La nota característica de la espiritualidad de San Gabriel fue el amor a la Virgen María. Ella estuvo en el origen de su vocación y ella le condujo por el camino de la santidad hasta las cumbres más elevadas. Se puede afirmar que la devoción a María le transformó gradualmente, dándole una fisonomía especial. Su corazón se transfundió de tal manera en María, que vivía más en Ella que en sí mismo. Llevaba al cuello, como precioso tesoro, un hermosísimo himno que él mismo había compuesto en su honor, y al que llamaba «Símbolo de la Virgen» o «Credo de María», como testimonio perenne de su amor. Deseaba escribirlo con su propia sangre y, para obtener permiso, rogó e insistió una y otra vez a su director espiritual, que no se lo permitió. Se trata de una larga serie de enunciados en los que con fe, amor, y ternura, recoge lo más bello que, en los escritos de los Santos y de los Padres de la Iglesia, se lee sobre las excelencias de la Madre de Dios. Con énfasis y entusiasmo indescriptible habla así a María y de María:

«Creo ¡Oh María! Que, como Vos misma revelasteis a Santa Brígida, sois Reina del cielo, Madre de misericordia, alegría de los justos y guía de los pecadores arrepentidos; y que no hay hombre tan perverso que, mientras viva, no tengáis misericordia de él; y que ninguno está tan abandonado de Dios, que, si os invoca no pueda volver a Dios y hallar su perdón, mientras que siempre será desgraciado el que, pudiendo, no recurra a Vos.

Creo que sois la Madre de todos los hombres, a los que recibisteis como hijos, en la personas de Juan, según el deseo de Jesús.

Creo que sois, como declarasteis a Sta. Brígida, la Madre de los pecadores que quieren corregirse, y que intercedéis por toda alma pecadora ante el trono de Dios, diciendo: Tened compasión de mí.

Creo que sois nuestra vida, y uniéndome a S. Agustín, os aclamaré como única esperanza de los pecadores después de Dios.

Creo que estáis, como os veía Sta. Gertrudis, con el manto abierto, y que bajo él se refugian muchas fieras: leones, osos, tigres, etc. Y que Vos, en lugar de espantarlas, las acogéis con piedad y ternura.

Creo que por Vos recibimos nosotros el don de la perseverancia: si os sigo, no me descarriaré; si acudo a Vos, no me desesperaré; si Vos me sostenéis, no caeré; si Vos me protegéis, no temeré; si os sigo a Vos, no me cansaré; si os alcanzo, me recibiréis con amor.

Creo que Vos sois el soplo vivificante de los cristianos, su ayuda y su refugio, en especial a la hora de la muerte, según dijisteis a Sta. Brígida, pues no es vuestra costumbre abandonar a vuestros devotos en la hora de la muerte, como asegurasteis a San Juan de Dios.

Creo que Vos sois la esperanza de todos, máxime de los pecadores; Vos sois la ciudad de refugio, en particular de quienes carecen de toda ayuda y socorro.

Creo que sois la protectora de los condenados, la esperanza de los desesperados, y como oyó Sta. Brígida que Jesús os decía, hasta para el mismo demonio obtendríais misericordia, si humildemente os la pidiera. Vos no rechazáis a ningún pecador, por cargado de culpas que se halle, si recurre a vuestra misericordia. Vos con vuestra mano maternal lo sacaríais del abismo de la desesperación, como dice San Bernardo.

Creo que Vos ayudáis a cuantos os invocan y que más solicita sois para alcanzarnos gracias, que nosotros para pedíroslas.

Creo que, como dijisteis a Sta. Gertrudis, acogéis bajo vuestro manto a cuantos acuden a Vos, y que los Ángeles defienden a vuestros devotos contra los ataques del infierno. Vos salís al encuentro de quien os busca y también, sin ser rogada, dispensáis muchas veces vuestra ayuda y creo que serán salvados los que vos queráis que se salven.

Creo que, como revelasteis a Sta. Brígida, los demonios huyen, al oir vuestro nombre, dejando en paz al alma. Me asocio a San Jerónimo, Epifanio, Antonino y otros, para afirmar que vuestro nombre bajó del cielo, y os fue impuesto por orden de Dios.

Declaro que siento con San Antonio de Padua las mismas dulzuras al pronunciar vuestro nombre que las que San Bernardo sentía al pronunciar el de vuestro Hijo. Vuestro nombre. ¡Oh María!, es melodías para el oído, miel para el paladar, júbilo para el corazón.

Creo que no hay otro nombre, fuera del de Jesús, tan rebosante de gracia, esperanza y suavidad para los que invocan. Estoy convencido con San Buenaventura de que vuestro nombre no se puede pronunciar sin algún fruto espiritual. Tengo por cierto que, como revelasteis a Sta. Brígida, no hay en el mundo alma tan fría en su amor, ni tan alejada de Dios, que no se vea libre del demonio si invoca vuestro santo nombre.

Creo que vuestra intercesión es moralmente necesaria para salvarnos, y que todas las gracias que Dios dispensa a los hombres pasan por vuestras manos, y que todas las misericordias divinas se obran por mediación vuestra, y que nadie puede entrar en el cielo sin pasar por Vos, que sois la puerta. Creo que vuestra intercesión es, no solo útil, sino moralmente necesaria.

Creo que Vos sois la cooperadora de nuestra justificación; la reparadora de los hombres, corredentora de todo el mundo. Creo que cuantos no se acojan con Vos, como arca de salvación, perecerán en el tempestuoso mar de este mundo. Nadie se salvará sin vuestra ayuda.

Creo que Dios ha establecido no conceder gracia alguna sino es por vuestro conducto; que nuestra salivación está en vuestras mano y que quien pretende obtener gracia de Dios sin recurrir a Vos, pretende volar sin alas. Creo que quien no es socorrido de Vos, recurre en vano a los demás santos: lo que ellos pueden con Vos, Vos lo podéis sin ellos; si Vos calláis, ningún santo intercederá; si Vos intercedéis, todos los santos se unirán a Vos. Os proclamo con Sto. Tomás como la única esperanza de mi vida, y creo con San Agustín que Vos sola sois solícita por nuestra eterna salvación.

Creo que sois la tesorera de Jesús y que ninguno recibe nada de Dios, sino por vuestra mediación: hallándonos a Vos se encuentra todo bien. Creo que uno de vuestros suspiros vale más que todos los ruegos de los santos, y que sois capaz de salvar a todos los hombres. Creo que sois abogada tan piadosa, que no rechazáis defender a los más infelices. Confieso con San Andrés cretense que sois la reconciliadora celestial de los hombres.

Creo que sois la pacificadora entre Dios y los hombres y que sois el señuelo divino para atraer a los pecadores al arrepentimiento, como Dios mismo reveló a Sta. Catalina de Siena. Cómo el imán atrae el hierro, así atraéis Vos á los pecadores, según asegurasteis a Sta. Brígida. Vos sois toda ojos, y toda corazón para ver nuestras miserias, compadecemos y socorremos. Os llamaré pues, con San Epifanio: « La llena de ojos». Y esto confirma aquella visión de Sta. Brígida, en la que Jesús os dijo: «Pedidme, Madre, lo que queráis». Y Vos le respondisteis: «Pido misericordia para los pecadores».

Creo que la misericordia divina que tuvisteis con los hombres cuando vivíais en la tierra, innata en Vos, ahora en el cielo se os ha aumentado en la misma proporción de que el sol es mayor que la luna, como opina San Buenaventura. Y que, así como no hay en el firmamento y en la tierra cuerpo que no reciba alguna luz del sol, tampoco hay en el cielo ni en la tierra alma que no participe de vuestra misericordia. Creo también con S. Buenaventura, que no sólo os ofenden los que os injurian, sino también los que no os piden gracias. Quien os obsequia, no se perderá, por pecador que sea, al contrario, como asegura S. Buenaventura, quien no es devoto vuestro, perecerá inevitablemente. Vuestra devoción es el billete del cielo, diré con Efrén.

Creo que, como revelasteis a Sta. Brígida, sois la Madre de las almas del purgatorio, y que sus penas son mitigadas por vuestras oraciones. Por tanto afirmo con San Alfonso que son muy afortunados vuestros devotos y con San Bernardino que Vos libráis a vuestros devotos de las llamas del purgatorio. Creo que Vos, cuando subíais al cielo, pedisteis, y lo obtuvisteis sin ninguna duda, llevar con Vos al cielo todas las almas que entonces se hallaban en el purgatorio. Creo también que, como prometisteis al Papa Juan XXII, libráis del purgatorio el sábado siguiente a su muerte a cuantos lleven vuestro escapulario del Carmen. Pero vuestro poder introduciendo en el cielo a cuantos queráis. Por Vos se llena el cielo y queda vacío el infierno.

Creo que los que se apoyan en Vos no caerán en pecado, que quienes os honran alcanzarán la vida eterna. Vos sois el piloto celestial, que conducís al puerto de la gloria a vuestro devotos en la barquilla de vuestra protección, como dijisteis a Sta. Ma Magdalena de Pazzis. Afirmo lo que asegura San Bernardo: El profesaros devoción es señal cierta de predestinación, y también lo del abad Guerrico: Quien os tiene un amor sincero, puede estar tan cierto de ir al cielo, como si ya estuviese en él.

Creo con S. Antonio, que no hay santo tan compasivo como Vos: dais más de lo que se os pide; vais en busca del necesitado, buscáis a quien salvar: Muchas veces salváis a los mismos que la justicia de vuestro Hijo está a punto de condenar, como enseña el Abad de Celles. Por tanto, estoy convencido de la verdad que se contiene en la visión que tuvo Sta. Brígida: Jesús os decía «Si no se interpusieran vuestras oraciones, no habría en este caso ni esperanza, ni misericordia». Opino también con San Fulgencio, que si no hubiera sido por Vos, la tierra y el cielo habrían sido destruidos por Dios.

Creo, como revelasteis a Sta. Matilde, que erais tan humilde que, a pesar de veros enriquecida de dones y gracias celestiales sin número, no os preferirías a nadie. Y que, como dijisteis a Sta. Isabel, Benedictina, os juzgabais vilisima sierva de Dios e indigna de su gracia.

Creo que por vuestra humildad, ocultasteis a San José vuestra maternidad, aunque aparentemente pareciera necesario manifestárselo, y que servisteis a Sta. Isabel y que en la tierra buscasteis siempre el último puesto. Creo que, como revelasteis a Sta. Brígida, tuvisteis tan bajo concepto de Vos misma porque sabíais que todo lo habíais recibido de Dios, por ello en nada buscasteis vuestra gloria, sino la de Dios únicamente. Creo con San Bernardo que ninguna criatura del mundo e mas comparable con Vos en la humildad.

Creo que el fuego del amor, que ardía en vuestro corazón para con Dios, era de tantas calorías, que al instante hubiera encendido y consumido el cielo y la tierra, y que en comparación de vuestro amor, el de los santos erafrío. Creo que cumplisteis a la perfección el precepto del Señor «Ama a Dios», y que desde el primer instante de vuestra existencia, vuestro amor a Dios fue superior al de todos los ángeles y serafines. Creo que debido a este intenso amor vuestro a Dios, jamás fuisteis tentada, y que nunca tuvisteis un pensamiento que no fuera para Dios, ni dijisteis palabra que no fuera dirigida a Dios.

Creo con Suárez, Ruperto, S. Bernardino y S. Ambrosio, que vuestro corazón amaba a Dios, aun cuando vuestro cuerpo reposaba, de manera que se os puede aplicar lo que dice la Sagrada Escritura: «yo duermo, pero mi corazón vela», y que mientras vivíais en la tierra, vuestro amor a Dios nunca fue interrumpido.

Creo que amasteis al prójimo con tal perfección, que no habrá quien lo haya amado más, exceptuando vuestro Hijo. Y que aunque se reuniera el amor de todas las madres para con sus hijos, de los esposos y esposas entre sí de todos los santos y ángeles del cielo, sería este amor inferior al que Vos profesáis a una sola alma.

Creo que tuvisteis, como dice Suárez, más fe que todos lo Ángeles y Santos juntos: aun cuando dudaron los Apóstoles, Vos no vacilasteis. Os llamaré pues, con San Cirilo «Centro de la fe ortodoxa».

Creo que sois la Madre de la Santa Esperanza y modelo perfecto de confianza en Dios,. Que fuisteis mortificadísima, tanto que, como dicen San Epifanio y San Juan Damasceno, tuvisteis siempre los ojos bajos, sin fijarlos jamás en persona alguna.

Creo lo que dijisteis a Sta. Isabel, Benedictina: que no tuvisteis ninguna virtud sin haber trabajado para poseerla, y con Sta. Brígida creo que todas vuestras cosas entre los pobres, sin reservaros para Vos más que lo estrictamente necesario. Creo despreciabais las riquezas mundanas. Creo que hicisteis voto de pobreza.

Creo que vuestra dignidad es superior a todos los ángeles y santos y que es tanta vuestra perfección, que solo Dios puede conocerla. Creo que después de Dios, es ser Madre de Dios, y que por tanto no pudisteis estar más unida a Dios sin ser el mismo Dios, como decía San Alberto.

Creo que la dignidad de Madre de Dios es infinita y única en su género y que ninguna criatura puede subir más alto. Dios pudo haber creado un mundo mayor, pero no pudo haber formado criatura más perfecta que Vos.

Creo que Dios os ha enriquecido con todas las gracias y dones generales y particulares que ha conferido a todas las demás criaturas juntas. Creo que vuestra belleza sobrepasa a la de todos los hombres y los Ángeles, como reveló el Señor a Sta. Brígida. Creo que vuestra belleza ahuyentaba todo movimiento de impureza e inspiraba pensamientos castos.

Creo que fuisteis niña, pero de niña sólo tuvisteis la inocencia, no los defectos de la niñez. Creo que fuisteis virgen antes del parto, en el parto y después del parto; fuisteis madre sin la esterilidad de la virgen, sin dejar por ello de ser virgen, Trabajabais, pero sin que la acción distrajera; orabais, pero sin descuidar vuestras ocupaciones. Moristeis, pero sin angustia, ni dolor ni corrupción de vuestro cuerpo.

Creo que, como enseña S. Alberto, fuisteis la primera en ofrecer, sin consejo de nadie, vuestra virginidad, dando ejemplo a todas las vírgenes, que os han imitado, y que Vos, delante de todas, lleváis el estandarte de esta virtud. Por vos se mantuvo virgen vuestro castísimo esposo S. José. Creo también que estabais resuelta a renunciar a la dignidad de Madre de Dios, antes que perder vuestra virginidad.

Al leer este creo Mariano, que hemos entresacado de un manuscrito, incompleto, de San Gabriel, se siente el calor del amor a la Santísima Virgen que ardía en el pecho de quien lo compuso. Quizás nos resulten poco exactas, teológicamente, algunas de sus expresiones. Pero San Gabriel, como un enamorado, como los santos, cuyas afirmaciones recoge, no se detiene para analizar lo que brota espontáneamente de su corazón y todo le parece poco como gloria y alabanza de María. «Dios – decía- ha hecho tan sublime a María porque quiere que la honremos. Si Dios lo quiere, ¿por qué hemos de ser tan mezquinos en nuestras alabanzas a la Reina de los cielos? Honrando a María, honramos a Dios. Seamos generosos con la Virgen Santísima, y Ella lo será también con nosotros».




V.                EN LA CRUZ CON CRISTO

La vida de los estudiantes pasionistas es vida de retiro, de oración, soledad, silencio y esfuerzo continuado en el seguimiento de Cristo Jesús. Bajo la maternal mirada de María, se desarrollaba así la vida de Gabriel. En los seis años que vivió, como novicio y profeso, ciertamente no tuvo ocasión de hacer cosas grandes, que hubieran aumentado el contenido de esta narración. Además, la uniformidad de sus quehaceres, la repetición diaria de las mismas tareas, la suma diligencia con que toda aquella intensa vida espiritual se ocultaba en su interior, hacen que su existencia aparezca a una mirada superficial, como ordinaria y sin ningún relieve. Sin embargo, el espíritu que la animaba era sobrenatural y extraordinario, era el Espíritu Santo, el único que puede hacer nuestras obras agradables a Dios, y fecundas en frutos de Vida Eterna. A sus compañeros les decía: «No, nuestra perfección no consiste en hacer cosas grandes, sino en hacer bien lo que tenemos que hacer, porque el valor de nuestras acciones está en las disposiciones interiores con las que se hacen». Y, con frecuencia, repetía las palabras de San Gregario Magno: «Dio no mira si se hace mucho o poco en su santo servicio, sino solamente el afecto del corazón con que obramos».

Su director espiritual, el P. Norberto declara, que poniendo en práctica esta máxima, y con el continuo ejercicio de la vida interior, Gabriel avanzaba rápidamente por el camino de la santidad: «en el último año de su vida, fue tal la abundancia de gracias que le comunicaba Dios, y tal la correspondencia de Gabriel, que yo mismo quedaba admirado. Su virtud, siempre espontánea, franca, natural, adquirió un no se qué de gravedad, majestad y sensatez, que despertaba en mi alma una íntima veneración hacia él».

La salud de Gabriel parecía haberse normalizado, sin embargo dios tenía sus propios proyectos sobre esta alma predilecta, y pasados unos meses comenzó a sentirse otra vez mal. Una debilidad general invadió su organismo. Al principio trató de mantenerlo oculto, para no verse dispensado de la observancia de la Regla, pero el mal avanzaba rápidamente y los médicos diagnosticaron una grave tuberculosis pulmonar. La fiebre lentamente, consumía sus fuerzas. El P. Norberto, su director espiritual, le aconsejó que pidiese a Dios y a la Santísima Virgen de los Dolores su curación, y cuál no sería su sorpresa al oír que el mismo enfermo le respondía: «Padre, déjeme pedir al Señor y a la Santísima Virgen, no la salud, sino una santa muerte, porque los peligros de ofender a Dios son muchos». Con esto le daba a entender que tenía el presentimiento de que pronto moriría.

Hasta la mitad de febrero de 1862, pudo el joven bajar por su propio pie a comulgar, en compañía de sus hermanos pasionistas, pero el domingo, 16 de febrero de 1862, por la mañana, fue la última vez que Gabriel comulgó en la capilla del retiro, acercándose al altar con gran esfuerzo; luego se sintió tan exhausto que, cediendo a la insistencias de sus cohermanos, tuvo que acostarse para ya no levantarse más. El martes siguiente por la tarde, le sorprendió una hemoptisis tan violenta que puso en peligro su vida. El P. Norberto le advirtió que se dispusiera a recibir el Santo Viático; él rogó que le permitieran levantarse y arrodillarse en el suelo, o al menos sobre la misma cama, pero no se lo concedieron. Después de la acción de gracias, dirigiéndose a los que le asistían dijo: «Si el Señor quisiera llevarme consigo esta noche, hágase su santísima voluntad, pero me temo que la enfermedad se prolongue. De todos modos, hágase siempre la voluntad de Dios». Por la noche, viéndose en un momento a solas con su Director espiritual, le dijo: «Allí, en el cajón de la mesita hay un diario en el que he ido anotando las gracias que he recibido de María. Temo que el demonio se sirva de él para tentarme vanagloria. ¿Me promete cogerlo y hacerlo desaparecer para que no lo vea nadie?». El P. Norberto le respondió: «Sí, le prometo que ni siquiera yo lo voy a leer». «Muy bien -respondió Gabriel- y ahora recuerde que toda promesa obliga».

El P. Norberto, efectivamente, cogió el cuaderno y fue inmediatamente a quemarlo. Luego volvió a la habitación del enfermo para asegurarle que había satisfecho su deseo. Gabriel se lo agradeció con una sonrisa: «Eso está muy bien».

Así fue como su humildad quedó resguardada de toda tentación de vanagloria, pero también fue este el motivo de que no hayamos podido conocer tantos secretos de su hermosa alma, y las extraordinarias gracias recibidas de manos de María, secretos y gracias cuyo único testigo había sido aquel precioso cuadernito.

Después de aquella terrible crisis, la enfermedad se calmó un poco, pero la fiebre y los continuos dolores le seguían consumiendo; sin embargo había madurado a la sombra de la Cruz, y unidos a los dolores de la Santísima Virgen conocía el alto valor del sufrimiento, de tal modo que los que le asistían nunca sorprendieron en su rostro un gesto de desesperación o de impaciencia.

El martes, 25 de febrero, la comunidad celebraba la Solemne conmemoración de la Pasión, fiesta titular de la Congregación, y por la tarde comenzaban los Ejercicios Espirituales que solían hacerse en los ocho días que preceden al miércoles de Ceniza.

Viéndose ya cara a cara con la muerte, el santo moribundo pidió que se le aplicaran las absoluciones generales que le correspondían por las cofradías a las que pertenecía, y las bendiciones e indulgencias propias de la Congregación Pasionista. Se fortaleció otra vez con la Sta. Comunión, y recibió con serenidad y espíritu de fe el Sto. Sacramento de la Extremaunción, rogando que previamente le recordaran sus efectos. Luego dio gracias a Dios por todos los beneficios recibidos de su pródiga mano.

Y así llegó la noche del 26. Los religiosos después de visitar al enfermo, se retiraron a sus celdas para acostarse, quedando de vela el hermano enfermero y el estudiante Cohermano Vicente. San Gabriel, tranquilo y sereno siempre, repetía jaculatorias a Jesús Crucificado y a la Virgen Dolorosa. Volviéndose de improviso al Cohermano Vicente, le preguntó: «¿Con qué le puedo corresponder yo?». «Me encomiende a la Virgen», respondió el estudiante. Y Gabriel comenzó a orar devotamente.

El P. Norberto, que a altas horas de la noche se había retirado para descansar en la celda contigua a la del santo, no conseguía conciliar el sueño, y volvió de nuevo para asistir a su hijo espiritual, que celebró su amada presencia con una sonrisa.

A primeras horas del 27, estando el P. Norberto sentando a la cabecera del enfermo, comenzó éste a decir afanosamente: «Tu llagas, ¡Oh Jesús!, son mis méritos». Y como repetía estas palabras con acento cada vez más marcado, el P. Norberto comprendió que debía estar rechazando alguna tentación, y acercándose, le preguntó al oído:

- « ¿Siente alguna tentación?».

- «Sí Padre».

- « ¿De presunción o de desconfianza?». - «De presunción».

El P. Norberto le dirigió algunas palabras de consuelo, y al rociar la cama y la celda con agua bendita, desapareció toda tentación diabólica. Preguntando luego si estaba tranquilo, respondió: «Sí Padre, estoy tranquilísimo gracias a Dios». Se adormeció plácidamente, y alternando el sueño con los delirios, pasó algún tiempo.

VI.              LA MUERTE
Los religiosos se hallaban en el coro cantando las divinas alabanzas de la mañana, y mientras tanto, en su habitación enfermo, Gabriel, entreabierto un poco los ojos y con voz débil, dijo al P. Norberto:

- «Padre, ¿me podrá dar ahora la santa absolución?».

- «No hijo mío, respondió el Padre –todavía hay tiempo, esté tranquilo; yo cuidaré de dársela oportunamente».

- «Padre, ya he hecho el acto de contrición; déme la santa absolución».

Esta vez, efectivamente, se le impartió la absolución tan deseada.

El desenlace se acercaba. Recibida la absolución pidió una estampa de la Dolorosa, que tantas veces había besado en el curso de la enfermedad, pero como no pudieron hallarla, le dieron la doble imagen del Crucificado y la Dolorosa que solía tener en el coro mientras salmodiaba. Tomándola con alegría, la besó, se desabotonó el pecho y metiéndola dentro de la camisa, la estrechó amorosamente con ambas manos sobre su corazón, mientras haciendo un esfuerzo decía «¡Oh María, madre mía, apresúrate!». El Padre Norberto emocionado animaba al moribundo, y el santo repetía sin cesar: «María, madre de gracia y misericordia, defiéndenos del enemigo y ampáranos en la hora de nuestra muerte» y «Jesús, José y María, expire en paz con vos el alma mía». Estas fueron sus últimas palabras, después, apretando siempre sobre su corazón la imagen del Crucificado y de la Dolorosa, cerró los ojos como para entregarse a un plácido sueño; pero la respiración se hacía cada vez más lenta y fatigosa.

Se llamó a prisa a la Comunidad. Todos los religiosos, unos dentro de la celda, y otros desde el corredor, rezaban entre sollozos. El P. Norberto le impartió por última vez la santa absolución. De pronto el rostro de Gabriel se iluminó con misteriosa luz, clavó sus ojos centelleantes en un punto fijo de la pared e hizo un ademán como para ir tras alguien que le invitaba. Los que le rodeaban no veían a nadie, pero estaban convencidos de que la Reina del Cielo venía para llevarse a su hijo predilecto. Después el cuerpo se desplomó sobre la cama. Eran las 6:30 de la mañana del jueves, 27 de febrero de 1862.

La estela luminosa que San Gabriel había dejado tras de sí al morir, era imborrable. Cuanto más se alejaba la fecha de su muerte, más se agigantaba su figura, tanto que muchos tenían la esperanza de verle algún día elevado al honor de los altares. En octubre de 1892, el P. Germán de S. Estanislao, pasionista, acompañado del Hno. Silvestre, único superviviente capaz de atestiguar la identidad del cuerpo de San Gabriel, fue a Isola, para proceder a la exhumación y reconocimiento de los restos del santo, y para llevarlos al convento pasionista de Stella, cercano a Spoleto, ya que el convento de Isola, donde había muerto San Gabriel estaba entonces deshabitado. Pero al enterarse, no se sabe cómo, los campesinos del lugar de que intentaban llevarse de allí el cuerpo de un santo, corrieron armados a palos, horcas y azadas, decididos a no permitir de ninguna manera el traslado de aquellas preciosas reliquias. En vista de esta actitud del pueblo, los superiores determinaron abrir un nicho en la pared de la Iglesia, cercano al altar de S. Pablo de la Cruz, y depositar allí la urna con sus restos.

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