San Gabriel de la Dolorosa
I.
JUVENTUD
Nace San Gabriel de la Dolorosa el
primero de marzo del año 1838, en el palacio del gobernador de Asís, su padre,
y el mismo día es bautizado en la Catedral, en la pila bautismal donde seis
siglos y medio antes lo fuera San Francisco. Se le impusieron los nombres de
Francisco, José, Vicente, Pacífico, Rufino. Su padre D. Santos Possenti, y su
madre Dña. Inés Frisciotti tuvieron otros trece hijos, entre los que nuestro
santo ocupaba el undécimo lugar. En 1841 D. Santos es nombrado gobernador de
Poggio Mirteto y se traslada allí con toda su familia, pero a finales del mismo
año, se establecen en la ciudad de Spoleto, donde pronto morirán dos de sus
hermanitas: Rosa y Adela, y también su madre, profundamente afectada por la
muerte de sus hijas y víctima de una meningitis, el 9 de febrero de 1842, a los
38 años de edad.
Con la muerte de su madre, Francisco
y todos sus hermanos quedaron al cuidado de su padre, quien se esmeró cuanto
pudo para suplir el calor de la madre y formar con toda delicadeza el corazón
de sus hijos, a pesar de que su trabajo le mantenía ocupado casi todo el día.
Pero al acabar la jornada, ya en casa, reunía a todos en su habitación y
rezadas las oraciones de costumbre, se entretenía inculcando a sus hijos los
principios cristianos, dándoles útiles y sabios consejos y toda clase de
enseñanzas. Así es como Francisco, el más aventajado de los hermanos, adquirió
poco a poco un fondo de sólida virtud desde sus primeros años. De aquella época
tenemos testimonios que recuerdan, como uno de los rasgos más característicos,
la ternura de su corazón para con los desamparados, y una delicadeza especial
en su trato con todos. Daba a los pobres cuanto le venía a las manos, incluso
su propia comida, y si alguno de los criados lo advertía y le regañaba, solía
exclamar: «Papá quiere que se dé limosna a los pobres; no debemos despreciarlos,
pues no sabemos lo que algún día será de nosotros». Fue también desde su niñez
enemigo de cualquier injuria u ofensa hecha al prójimo; frecuentemente se le
veía acalorado, tomando la defensa de los demás, sobre todo si eran reprendidos
o acusados injustamente.
No se crea, sin embargo, que nuestro
joven careciese de faltas y defectos. Su personalidad de adolescente, estaba
tenuemente sombreada por ciertas tintas de espíritu mundano y por una ligereza
e inconstancia en la práctica del bien que le hacía entregarse con fervor al
estudio y a la oración y al poco tiempo abandonarlo todo. Pero aquella
primitiva piedad de Francisco nunca moría por completo; era como la semilla
sofocada por las espinas terrenas, que pronto o tarde rebrotaba otra vez en
flores y frutos. En las sucesivas fases por las que atravesaba al ir madurando,
siempre se transparentaba aquella bondad que anidaba en su corazón. Era también
de carácter irascible, pero sus reacciones no duraban más que un fuego fatuo,
que se enciende de pronto y al momento se apagaba, pues no tardaba nada en
postrarse de rodillas, compungido, llorando y pidiendo humildemente perdón.
En el año 1846, el 1 de enero,
apadrinado por el D. José Pacieri, francisco recibe el sacramento de la
Confirmación en la iglesia de San Gregorio Mártir, de manos del Arzobispo de
Spoleto, Mons. Juan Sabbioni. Los testimonios no nos dicen nada se su primera
comunión, que debió velificarse en privado, durante los disturbios que
conmovieron a Italia, en el año 1848.
D. Santos Possenti comprendió
perfectamente que uno de sus deberes principales era dar a sus hijos una
educación verdaderamente religiosa y cristiana, por eso había confiado su
querido Francisco al cuidado de los hijos de San Juan Bautista de La Salle, los
Hnos. de las Escuelas Cristianas. Bajo su delicadísima dirección adquirió junto
con los fundamentos del saber humano, los sólidos e importantísimos principios
de la virtud y la santidad cristianas.
En noviembre de 1850, al finalizar
sus estudios elementales, es matriculado como alumno externo en el colegio de
los PP. Jesuitas. De ésta época se conserva un cuaderno de ensayos escolares en
verso y prosa, algunos dedicados ya a la Stísima Virgen. Los rápidos progresos
que hizo en todas las asignaturas y los premios que obtuvo, nos lo muestran
como uno de los alumnos más aventajados.
Su transparencia y franqueza en las
relaciones con profesores y compañeros, su exterior amable y grave a la vez, su
conversación amena, sus modales distinguidos, atraían el aprecio y la
admiración de cuantos le trataban. Era un joven de delicados sentimientos y
profunda interioridad que se fortalecía frecuentando los sacramentos de la
Penitencia y la Eucaristía.
Sin embargo manifestaba a veces una
inclinación por las vanidades que le hacían preocuparse en exceso de que sus
trajes estuviesen confeccionados a la última moda. Amante de las reuniones y
los pasatiempos, aprovechaba todas las ocasiones para frecuentar los salones y
sobre todo el teatro, por el que sentía una atracción especial.
Entre los años 1848 y 1855, morirían
tres de sus hermanos: Pablo, de 21 años, estudiante en la Universidad de
Venecia, que se había enrolado en el ejército que defendía la independencia
italiana; Lorenzo, de 27 años, valeroso oficial del ejército, y Ma Luisa, la
única hermana que le quedaba en casa y a quien amaba entrañablemente, pues era
para él una madre. La muerte imprevista de Ma Luisa, a sus 26 años de edad, a
finales del mes de mayo de 1855, mientras francisco participaba en la procesión
del Corpus Christi por las calles de Spoleto, fue para él un durísimo golpe, y
preparó su corazón para el gran cambio que poco a poco se irá produciendo;
nunca antes había sentido tanto dolor ante la muerte. Este dolor fue para él un
vivísimo rayo de luz que lo despertó del sueño mundano en que yacía. La pérdida
de esta hermana le sumió en una profunda melancolía. Su recuerdo se levantaba
vivo y penetrante, rasgando aquel velo de seductora apariencia que, hasta
entonces, le había hecho contemplar las cosas mundanas sin ninguna sombra de
tristeza. Pero dios, que tiene en sus manos las voluntades humanas, y las
conduce a sus fines con dulzura y fortaleza, iba llevando a Francisco al
cumplimiento de sus designios.
Tras la pérdida de la persona más
querida, corta con todo y decide cambiar el rumbo de su vida. Sin embargo no es
la primera vez que piensa en ello; se conserva una carta con fecha del 17 de
Mayo de 1855, en la que el Padre Tedeschini, jesuita, que además de profesor
fue su director espiritual, le aconseja sobre su posible vocación a la vida
religiosa. Hacia finales de agosto de ese año habla a su padre de este
proyecto; D. Santos Possenti, muy preocupado, le sugiere que no debe dejar sus
estudios sin terminar, y que, en cuestión tan importante, es necesario un
tiempo prudencial antes de decidirse. Ante la insistencia de su hijo, le pide
que espere al menos un año, y si después persiste en su propósito, promete que
no se opondrá a su decisión. Francisco accede. En los primeros momentos, parece
que había pensado en los jesuitas, pero cambió de parecer, inclinándose por los
pasionistas, fundados por S. Pablo de la Cruz.
El viernes, 22 de agosto, octava de
la Asunción de María a los cielos, Francisco participa en la solemne procesión
en la que el icono de la Santísima Virgen, venerado en la catedral, recorre las
calles de Spoleto. Cuando la imagen pasa por delante de él, tiene la impresión,
muy viva, de que la Virgen le mira fijamente a los ojos, y oye claramente una
voz en su interior: «¡Francisco!, ¿No te das cuenta de que esta vida no es para
ti?: sigue tu vocación. ¿A qué esperas?». Desde ese momento se siente
completamente transformado. Aunque nadie sabía ni podía sospechar lo que pasaba
en el alma de Francisco, pues en su exterior se observaba la misma elegancia en
el vestir, los mismos modales distinguidos y la misma alegría, otro muy
distinto era el Francisco que se ocultaba ahora en su interior. Más tarde se
supo cómo, bajo sus cuidados trajes, se ceñía con un áspero cilicio, y cómo sin
que nadie lo observase, abandonaba discretamente el lugar que ocupaba en el
teatro o las reuniones, y, sin más compañía que la de su ángel de la guarda, se
dirigía a la iglesia catedral, para entregarse a la oración, en la soledad y en
el silencio. Y si por lo avanzado de la noche la encontraba cerrada, se
arrodillaba en el pórtico, elevando su corazón hacia la Madre de Dios, hasta
que salía la gente del teatro.
En efecto, aquella mirada penetrante
y aquella voz, fuerte y suave de la Santísima Virgen María, que él sintiera en
su interior, habían abierto en el corazón de Francisco un surco tan hondo, que
no pudo olvidarlas jamás. Estaba persuadido de que Ella, su amadísima Madre, no
sólo le garantizaba la verdad de su vocación, sino que también le prometía la
ayuda necesaria para corresponder fielmente a ella. Le sobraba, por tanto,
razón, cuando, para poder de relieve la grandeza del beneficio recibido de
María, decía en una carta a su padre con sentimientos de profunda humildad: «
¡Oh en qué abismo me hubiera despefiado, si María -compasiva con quienes la
invocan- no me hubiera extendido amorosamente su mano en la octava de su
Asunción!».
Así fue como, convertida
prodigiosamente, toda duda en claridad, y toda vacilación en firmeza, su
decisión se hace firme y su opción por los pasionistas definitiva. Desea pedir
la admisión cuanto antes, y así se lo confía al Padre Bompiani, jesuita, quien,
convencido de la autenticidad de la llamada, le asesora para preparar los
expedientes necesarios y solicitar el ingreso: «Un domingo de agosto del año
1856-cuenta el p. Bompiani -Francisco me manifestó su deseo de hablar conmigo
en privado. Lo llevé a mi clase, y allí, a solas, me declaró con franqueza su
decisión de hacerse religioso pasionista. Examiné detenidamente el caso bajo
todos los aspectos, dada su novedad y también el carácter del joven. Tras
madura investigación, descubrí en él pruebas tan evidentes de verdadera
vocación, que le aconsejé se lo hiciese saber a su padre para preparar todos
los documentos necesarios.
II.
PASIONISTA
A primeros de septiembre, una tarde,
después de la cena, Francisco se aproxima a su padre y le susurra que tiene
algo que decirle a solas. Con gran valor recuerda a D. Santos cómo ya ha
expirado el plazo de un año que le había dado para probar su vocación, y le
explica que, después de serias y largas reflexiones, se siente decidido a
hacerse religioso pasionista. La sorpresa de D. Santos es grande, sobre todo
porque esperaba que, al menos, hubiese escogido la Compañía de Jesús, por eso
comenzó a recordarle la simpatía que sentía hacia ellos y, en cambio, las
grandes austeridades de la vida pasionista, que le harían imposible perseverar,
dada su delicada complexión, junto con otras muchas dificultades. Pero
Francisco respondía: «Si Dios me quiere pasionista, me dará la fuerza
suficiente para ser fiel a su llamada». Finalmente su padre, sabiendo -como
buen cristiano- que no podía oponerse a la voluntad de Dios, con el corazón
desgarrado, abrazó a su hijo y le aseguró que aceptaría el sacrificio que le pedía.
Allanado el camino del claustro,
Francisco envía los certificados al Provincial de los pasionistas, P. Simón de
San José, al Retiro de Recanati. El día 5 participa en el acto académico de la
Congregación Mariana; es una velada que se celebra en la iglesia de la
Concepción, en honor de Nuestra Señora de la Cuesta, y él es el encargado de la
presentación del programa. Lo hace recitando una bellísima poesía. Al terminar
se despide de sus compañeros para emprender un viaje al día siguiente, pero sin
especificar cuál será realmente su destino. También, en casa, se despide de sus
hermanos y su padre. El día 6 muy temprano, mientras la ciudad duerme todavía,
sale de Spoleto en compañía de su hermano Luis, dominico. Pronto correrá la
noticia de boca en boca: Francisco Possenti se ha ido al noviciado de los
pasionistas.
En el viaje estaba previsto el paso
por Loreto, donde deseaban visitar la Basílica y la casa de la Virgen, pero al
llegar a últimas horas de la tarde, hallaron las puertas cerradas. Francisco entonces
se arrodillaba bajo la ventana de la Sta. Casa y permanece largo rato en
oración, sin preocuparse de la lluvia que caía, calándole hasta los huesos.
Pasan la noche en un albergue cercano, y a la mañana siguiente vuelven a la
Basílica, donde el P. Luis celebra la Sta. Misa, y Francisco recibe con gran
fervor la Sta. Comunión después de haber hecho una confesión general de toda su
vida. Quería así depositar a los pies maternales de María su pasado, y
emprender el nuevo camino bajo su protección. Antes de dejar Loreto, visitan el
colegio de los P.P. Jesuitas y aun tío suyo, el canónigo Acquacotta, a quien D.
Santos había puesto al corriente de todo. Su tío, conocedor de la rigurosa
observancia y de las austeridades de la vida pasionista, intenta convencer a
Francisco para que reflexione de nuevo y desista de su propósito, pero él
después de escucharle, se reafirma en su decisión.
Otra de las paradas del viaje era
Civitanova. Era la ciudad natal de su madre y, como es natural, se detuvieron
para saludar a la familia. Por fin, el día 9, llegan a Morrovalle, donde comen
con los capuchinos. Otro tío suyo, el Padre Juan Bautista Flisciotti, superior
de la comunidad, intenta disuadirle, pero se convence de que es inútil y
finalmente se encaminan al convento de los pasionistas. Después del primer
saludo, Francisco entra en el noviciado acompañado del Vicemaestro, P.
Norberto.
Con su ingreso eran en total trece
los jóvenes del retiro pasionista de Morrovalle. Entre sus compañeros estaba el
que luego sería el Beato Bernardo Ma de Jesús. Voluntariamente renunció
Francisco a disfrutar del breve tiempo de prueba que se suele conceder a los
aspirantes; al día siguiente se une al grupo de postulantes que comienza una
tanda de ejercicios espirituales como preparación a la toma de hábito. Admitido
a la vestición, recibe el hábito pasionista el domingo, 21 de septiembre de
1856, de las manos del Maestro de novicios, P. Rafael Ricci, en una emotiva
celebración, en la que es revestido de negro, ceñido con el cinturón de cuero,
calzado con las austeras sandalias y cubierto con el manteo, mientras se le
exhorta a llevar este hábito de penitencia y luto como perpetuo recuerdo de la
santísima Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. Para expresar que inicia una
etapa absolutamente nueva de su vida, cambia su nombre por el de Gabriel de la
Virgen Dolorosa. Así se le conocerá en adelante.
Con sus 18 años acababa de abrazar
Gabriel un estilo de vida totalmente opuesto al que había llevado hasta
entonces en su casa paterna. Una vida que le fascinaba, y en la que su entrega
fue total y continuada, sin reserva ni división, a Dios, que le había llamado y
concedido la gracia de responder con todas las fuerzas de su joven corazón.
Nunca se acobardó ante los sacrificios y renuncias exigidas, y, a pesar de los
grandes esfuerzos iniciales para amoldarse en todo al nuevo ambiente que le
rodeaba, su carácter se mantuvo siempre jovial y abierto; su voluntad generosa
y constante.
Cumplido el año de noviciado, el 22
de septiembre de 1857, hace su profesión religiosa junto con otros dos
compañeros. La profesión religiosa pasionista, es un acto solemne, por el que
el hombre queda consagrado totalmente a Dios. Es una entrega sin reservas de
toda la persona, que unida a Jesús Crucificado, se ofrece a Dios Padre en
sacrificio por los pecados del mundo entero. Fácilmente podremos imaginar cual
sería la emoción que embargó a Gabriel en aquel día tan importante. Algunos
días después de la profesión de los cuatro votos: Pobreza, castidad,
obediencia, y hacer continua memoria de la Santísima Pasión y muerte de N. S.
Jesucristo, escribe a su querido padre: «Con indecible júbilo de mi alma, todos
mis deseos han sido apagados, consagrándome a Dios sin reserva mediante la
profesión religiosa. Es esta, querido padre, una gracia tan grande, que jamás
la podré apreciar como se merece, y ya que he recibido de Dios un favor tan
insigne, es necesario que corresponda fielmente a tanta bondad. Necesito para
ello sus oraciones. ¡Que la Santísima Virgen me bendiga con abundantes gracias
celestiales!».
Pronto reanuda los estudios, y
comienza su dirección espiritual con el P. Norberto Cassinelli, nombrado
director y profesor de los estudiantes. Él será el responsable de la formación
espiritual e intelectual de Gabriel hasta su muerte.
III.
EN
ISOLA DEL GRAN SASSO
Unas semanas más tarde, el 20 de
junio de 1858, los estudiantes de Morrovalle, entre ellos Gabriel, con el P.
Norberto, se dirigen a Pievetorina, en el territorio de Las Marcas, para
concluir los estudios de filosofía y comenzar los de teología. Aquí se
resentirá de los efectos del clima húmedo, y en una visita que le hace su
hermano Miguel, estudiante de medicina en Roma, le hallará visiblemente
desmejorado, pero feliz, y entusiasmado en su nueva vida de oración, estudio,
soledad y silencio. Como Gabriel había hecho ya los cursos de Humanidades y
parte de la filosofía en el colegio de los P.P. Jesuitas de Spoleto, al año
siguiente, 1859, pasó al retiro de Isola del Gran Sasso. Era la tarde del día 9
de julio, cuando junto con otros siete estudiantes, acompañados por el P.
Norberto, llegaron a su destino. Durante dos años y medio, continuarán aquí sus
estudios de teología, preparándose para el sacerdocio.
El clima de Isola era mejor que el de
Pievetorina, y el lugar muy agradable. Gabriel escribe a su padre, D. Santos:
«La abundancia de árboles frutales me confinan que es un clima benigno, y
gracias a Dios estoy contento. El aire es excelente y los pequeños dolores de
cabeza que con frecuencia tenía en Pievetorina son más raros; casi han
desaparecido».
En mayo de 1861, juntamente con sus
condiscípulos, atravesó las montañas que separan Isola de Penne, para recibir,
el 25 del mismo mes, en la catedral y de manos del Sr. Obispo, Mons. Vicente D’
Alfonso, la tonsura y las cuatro órdenes menores. A consecuencia de este viaje,
empedrado de grandes dificultades, su salud se resintió palpablemente y se
agravó de manera alarmante la enfermedad que le venía minando silenciosamente.
Si las circunstancias políticas no lo hubieran dificultando, los Superiores
habrían procurado que fuese ordenado sacerdote sin tardar, pero Dios tenía
otros planes para Gabriel. En la última carta a su padre le decía: «A estas
horas debía estar ordenado sacerdote, pero (…) debo contentarme solo con las
ordenes menores, Así lo dispone Dios, así lo quiero yo también».
La tuberculosis latente, iba minando
poco a poco su salud, y en la primavera de 1861, el P. Norberto debió de
observar algún síntoma en Gabriel, pues según comunicaba por carta a D. Santos,
le dispensó de las observancias más pesadas, prohibiéndole, sobre todo,
levantarse a maitines, a media noche. Además le cambió de celda, cediéndole la
suya, que estaba mejor orientada y era más soleada. También los demás
religiosos se alarmaron por su gradual desmejoramiento, y se prodigaron con él
en atenciones fraternales, orando para que Dios, por intercesión de la Santísima
Virgen, devolviese la salud a su queridísimo Cohermano.
La enfermedad seguía su curso sin que
se trasluciera al exterior peligro alguno. Sin embargo ya el mismo año, 1861,
tuvo una fuerte hemoptisis (vómito con sangre), que gracias a la pronta intervención
de los médicos, no tuvo consecuencias inmediatas. En la Nochebuena de aquel año
no se le permitió bajar a la capilla para los oficios solemnes, y tuvo que
contentarse con permanecer en la tribuna del coro. El 30 de diciembre envió a
su predilecto hermano Miguel una larga carta, el último escrito suyo que
conservamos, en la que después de recomendarle que se mantenga siempre fiel a
Dios, comienza a hablarle de la Santísima Virgen con particular énfasis:
«… Miguel de mi corazón: ¿Quieres
amar? Ama, ¿pero sabes a quién? Ama a María. ¿Quién más hermosa, quien más
amable, quién más poderosa que María? No creas que el amar a María, conversar y
entretenerse con Ella cause fastidio por no poder verla con los ojos
corporales. Los consuelos y alegrías del alma son delicados y distintos, como
lo es el alma del cuerpo. Además debes tener en cuenta que nadie en este mundo
te podrá hacer feliz, porque las personas del mundo son inconstantes cuando se
trata de amar. E incluso cuando encontrases a alguien que te amase de verdad,
el solo pensamiento de perderla algún día te entristecería. En cambio no sucede
esto a quien escoge a María para dueña y señora de su corazón. María es fiel,
es constante, y en el amor no se deja vencer por nadie. Si te ve al borde de
algún peligro, correrá a librarte de él; si te ve afligido, te consolará; si
enfermo, te aliviará; si necesitado, te socorrerá. María no mira jamás nuestro
pasado, no lo tiene en cuenta cuando ve un corazón que desea amarla de verdad.
Ella entonces, abre sin tardar el seno de sus misericordias, nos abraza, nos
defiende y nos acompaña fielmente en la breve peregrinación que es nuestra vida
sobre esta tierra, y luego… ¡Oh querido hermano!, esto es lo más consolador,
cuando para los que solo aman a las criaturas del mundo, todo acaba y muere,
para los amantes de María llega la infinita alegría de ir a poseer en plenitud
la realidad de su Amor, Amor que será su felicidad en una eternidad sin fin…»
IV.
EL
CREDO DE MARÍA
La nota característica de la
espiritualidad de San Gabriel fue el amor a la Virgen María. Ella estuvo en el
origen de su vocación y ella le condujo por el camino de la santidad hasta las
cumbres más elevadas. Se puede afirmar que la devoción a María le transformó
gradualmente, dándole una fisonomía especial. Su corazón se transfundió de tal
manera en María, que vivía más en Ella que en sí mismo. Llevaba al cuello, como
precioso tesoro, un hermosísimo himno que él mismo había compuesto en su honor,
y al que llamaba «Símbolo de la Virgen» o «Credo de María», como testimonio
perenne de su amor. Deseaba escribirlo con su propia sangre y, para obtener
permiso, rogó e insistió una y otra vez a su director espiritual, que no se lo
permitió. Se trata de una larga serie de enunciados en los que con fe, amor, y
ternura, recoge lo más bello que, en los escritos de los Santos y de los Padres
de la Iglesia, se lee sobre las excelencias de la Madre de Dios. Con énfasis y
entusiasmo indescriptible habla así a María y de María:
«Creo ¡Oh María! Que, como Vos misma
revelasteis a Santa Brígida, sois Reina del cielo, Madre de misericordia,
alegría de los justos y guía de los pecadores arrepentidos; y que no hay hombre
tan perverso que, mientras viva, no tengáis misericordia de él; y que ninguno
está tan abandonado de Dios, que, si os invoca no pueda volver a Dios y hallar
su perdón, mientras que siempre será desgraciado el que, pudiendo, no recurra a
Vos.
Creo que sois la Madre de todos los
hombres, a los que recibisteis como hijos, en la personas de Juan, según el
deseo de Jesús.
Creo que sois, como declarasteis a
Sta. Brígida, la Madre de los pecadores que quieren corregirse, y que
intercedéis por toda alma pecadora ante el trono de Dios, diciendo: Tened
compasión de mí.
Creo que sois nuestra vida, y
uniéndome a S. Agustín, os aclamaré como única esperanza de los pecadores
después de Dios.
Creo que estáis, como os veía Sta.
Gertrudis, con el manto abierto, y que bajo él se refugian muchas fieras:
leones, osos, tigres, etc. Y que Vos, en lugar de espantarlas, las acogéis con
piedad y ternura.
Creo que por Vos recibimos nosotros
el don de la perseverancia: si os sigo, no me descarriaré; si acudo a Vos, no
me desesperaré; si Vos me sostenéis, no caeré; si Vos me protegéis, no temeré;
si os sigo a Vos, no me cansaré; si os alcanzo, me recibiréis con amor.
Creo que Vos sois el soplo
vivificante de los cristianos, su ayuda y su refugio, en especial a la hora de
la muerte, según dijisteis a Sta. Brígida, pues no es vuestra costumbre
abandonar a vuestros devotos en la hora de la muerte, como asegurasteis a San
Juan de Dios.
Creo que Vos sois la esperanza de
todos, máxime de los pecadores; Vos sois la ciudad de refugio, en particular de
quienes carecen de toda ayuda y socorro.
Creo que sois la protectora de los
condenados, la esperanza de los desesperados, y como oyó Sta. Brígida que Jesús
os decía, hasta para el mismo demonio obtendríais misericordia, si humildemente
os la pidiera. Vos no rechazáis a ningún pecador, por cargado de culpas que se
halle, si recurre a vuestra misericordia. Vos con vuestra mano maternal lo
sacaríais del abismo de la desesperación, como dice San Bernardo.
Creo que Vos ayudáis a cuantos os
invocan y que más solicita sois para alcanzarnos gracias, que nosotros para
pedíroslas.
Creo que, como dijisteis a Sta.
Gertrudis, acogéis bajo vuestro manto a cuantos acuden a Vos, y que los Ángeles
defienden a vuestros devotos contra los ataques del infierno. Vos salís al
encuentro de quien os busca y también, sin ser rogada, dispensáis muchas veces
vuestra ayuda y creo que serán salvados los que vos queráis que se salven.
Creo que, como revelasteis a Sta.
Brígida, los demonios huyen, al oir vuestro nombre, dejando en paz al alma. Me
asocio a San Jerónimo, Epifanio, Antonino y otros, para afirmar que vuestro
nombre bajó del cielo, y os fue impuesto por orden de Dios.
Declaro que siento con San Antonio de
Padua las mismas dulzuras al pronunciar vuestro nombre que las que San Bernardo
sentía al pronunciar el de vuestro Hijo. Vuestro nombre. ¡Oh María!, es
melodías para el oído, miel para el paladar, júbilo para el corazón.
Creo que no hay otro nombre, fuera
del de Jesús, tan rebosante de gracia, esperanza y suavidad para los que
invocan. Estoy convencido con San Buenaventura de que vuestro nombre no se
puede pronunciar sin algún fruto espiritual. Tengo por cierto que, como
revelasteis a Sta. Brígida, no hay en el mundo alma tan fría en su amor, ni tan
alejada de Dios, que no se vea libre del demonio si invoca vuestro santo
nombre.
Creo que vuestra intercesión es
moralmente necesaria para salvarnos, y que todas las gracias que Dios dispensa
a los hombres pasan por vuestras manos, y que todas las misericordias divinas
se obran por mediación vuestra, y que nadie puede entrar en el cielo sin pasar
por Vos, que sois la puerta. Creo que vuestra intercesión es, no solo útil,
sino moralmente necesaria.
Creo que Vos sois la cooperadora de
nuestra justificación; la reparadora de los hombres, corredentora de todo el
mundo. Creo que cuantos no se acojan con Vos, como arca de salvación, perecerán
en el tempestuoso mar de este mundo. Nadie se salvará sin vuestra ayuda.
Creo que Dios ha establecido no
conceder gracia alguna sino es por vuestro conducto; que nuestra salivación
está en vuestras mano y que quien pretende obtener gracia de Dios sin recurrir
a Vos, pretende volar sin alas. Creo que quien no es socorrido de Vos, recurre
en vano a los demás santos: lo que ellos pueden con Vos, Vos lo podéis sin
ellos; si Vos calláis, ningún santo intercederá; si Vos intercedéis, todos los
santos se unirán a Vos. Os proclamo con Sto. Tomás como la única esperanza de
mi vida, y creo con San Agustín que Vos sola sois solícita por nuestra eterna
salvación.
Creo que sois la tesorera de Jesús y que
ninguno recibe nada de Dios, sino por vuestra mediación: hallándonos a Vos se
encuentra todo bien. Creo que uno de vuestros suspiros vale más que todos los
ruegos de los santos, y que sois capaz de salvar a todos los hombres. Creo que
sois abogada tan piadosa, que no rechazáis defender a los más infelices.
Confieso con San Andrés cretense que sois la reconciliadora celestial de los
hombres.
Creo que sois la pacificadora entre
Dios y los hombres y que sois el señuelo divino para atraer a los pecadores al
arrepentimiento, como Dios mismo reveló a Sta. Catalina de Siena. Cómo el imán
atrae el hierro, así atraéis Vos á los pecadores, según asegurasteis a Sta.
Brígida. Vos sois toda ojos, y toda corazón para ver nuestras miserias,
compadecemos y socorremos. Os llamaré pues, con San Epifanio: « La llena de
ojos». Y esto confirma aquella visión de Sta. Brígida, en la que Jesús os dijo:
«Pedidme, Madre, lo que queráis». Y Vos le respondisteis: «Pido misericordia
para los pecadores».
Creo que la misericordia divina que
tuvisteis con los hombres cuando vivíais en la tierra, innata en Vos, ahora en
el cielo se os ha aumentado en la misma proporción de que el sol es mayor que
la luna, como opina San Buenaventura. Y que, así como no hay en el firmamento y
en la tierra cuerpo que no reciba alguna luz del sol, tampoco hay en el cielo
ni en la tierra alma que no participe de vuestra misericordia. Creo también con
S. Buenaventura, que no sólo os ofenden los que os injurian, sino también los
que no os piden gracias. Quien os obsequia, no se perderá, por pecador que sea,
al contrario, como asegura S. Buenaventura, quien no es devoto vuestro,
perecerá inevitablemente. Vuestra devoción es el billete del cielo, diré con
Efrén.
Creo que, como revelasteis a Sta.
Brígida, sois la Madre de las almas del purgatorio, y que sus penas son
mitigadas por vuestras oraciones. Por tanto afirmo con San Alfonso que son muy
afortunados vuestros devotos y con San Bernardino que Vos libráis a vuestros
devotos de las llamas del purgatorio. Creo que Vos, cuando subíais al cielo,
pedisteis, y lo obtuvisteis sin ninguna duda, llevar con Vos al cielo todas las
almas que entonces se hallaban en el purgatorio. Creo también que, como
prometisteis al Papa Juan XXII, libráis del purgatorio el sábado siguiente a su
muerte a cuantos lleven vuestro escapulario del Carmen. Pero vuestro poder
introduciendo en el cielo a cuantos queráis. Por Vos se llena el cielo y queda
vacío el infierno.
Creo que los que se apoyan en Vos no
caerán en pecado, que quienes os honran alcanzarán la vida eterna. Vos sois el
piloto celestial, que conducís al puerto de la gloria a vuestro devotos en la
barquilla de vuestra protección, como dijisteis a Sta. Ma Magdalena de Pazzis.
Afirmo lo que asegura San Bernardo: El profesaros devoción es señal cierta de
predestinación, y también lo del abad Guerrico: Quien os tiene un amor sincero,
puede estar tan cierto de ir al cielo, como si ya estuviese en él.
Creo con S. Antonio, que no hay santo
tan compasivo como Vos: dais más de lo que se os pide; vais en busca del
necesitado, buscáis a quien salvar: Muchas veces salváis a los mismos que la
justicia de vuestro Hijo está a punto de condenar, como enseña el Abad de
Celles. Por tanto, estoy convencido de la verdad que se contiene en la visión
que tuvo Sta. Brígida: Jesús os decía «Si no se interpusieran vuestras
oraciones, no habría en este caso ni esperanza, ni misericordia». Opino también
con San Fulgencio, que si no hubiera sido por Vos, la tierra y el cielo habrían
sido destruidos por Dios.
Creo, como revelasteis a Sta.
Matilde, que erais tan humilde que, a pesar de veros enriquecida de dones y
gracias celestiales sin número, no os preferirías a nadie. Y que, como
dijisteis a Sta. Isabel, Benedictina, os juzgabais vilisima sierva de Dios e
indigna de su gracia.
Creo que por vuestra humildad,
ocultasteis a San José vuestra maternidad, aunque aparentemente pareciera
necesario manifestárselo, y que servisteis a Sta. Isabel y que en la tierra
buscasteis siempre el último puesto. Creo que, como revelasteis a Sta. Brígida,
tuvisteis tan bajo concepto de Vos misma porque sabíais que todo lo habíais
recibido de Dios, por ello en nada buscasteis vuestra gloria, sino la de Dios
únicamente. Creo con San Bernardo que ninguna criatura del mundo e mas
comparable con Vos en la humildad.
Creo que el fuego del amor, que ardía
en vuestro corazón para con Dios, era de tantas calorías, que al instante
hubiera encendido y consumido el cielo y la tierra, y que en comparación de
vuestro amor, el de los santos erafrío. Creo que cumplisteis a la perfección el
precepto del Señor «Ama a Dios», y que desde el primer instante de vuestra
existencia, vuestro amor a Dios fue superior al de todos los ángeles y
serafines. Creo que debido a este intenso amor vuestro a Dios, jamás fuisteis
tentada, y que nunca tuvisteis un pensamiento que no fuera para Dios, ni
dijisteis palabra que no fuera dirigida a Dios.
Creo con Suárez, Ruperto, S. Bernardino
y S. Ambrosio, que vuestro corazón amaba a Dios, aun cuando vuestro cuerpo
reposaba, de manera que se os puede aplicar lo que dice la Sagrada Escritura:
«yo duermo, pero mi corazón vela», y que mientras vivíais en la tierra, vuestro
amor a Dios nunca fue interrumpido.
Creo que amasteis al prójimo con tal
perfección, que no habrá quien lo haya amado más, exceptuando vuestro Hijo. Y
que aunque se reuniera el amor de todas las madres para con sus hijos, de los
esposos y esposas entre sí de todos los santos y ángeles del cielo, sería este
amor inferior al que Vos profesáis a una sola alma.
Creo que tuvisteis, como dice Suárez,
más fe que todos lo Ángeles y Santos juntos: aun cuando dudaron los Apóstoles,
Vos no vacilasteis. Os llamaré pues, con San Cirilo «Centro de la fe ortodoxa».
Creo que sois la Madre de la Santa
Esperanza y modelo perfecto de confianza en Dios,. Que fuisteis
mortificadísima, tanto que, como dicen San Epifanio y San Juan Damasceno,
tuvisteis siempre los ojos bajos, sin fijarlos jamás en persona alguna.
Creo lo que dijisteis a Sta. Isabel,
Benedictina: que no tuvisteis ninguna virtud sin haber trabajado para poseerla,
y con Sta. Brígida creo que todas vuestras cosas entre los pobres, sin
reservaros para Vos más que lo estrictamente necesario. Creo despreciabais las
riquezas mundanas. Creo que hicisteis voto de pobreza.
Creo que vuestra dignidad es superior
a todos los ángeles y santos y que es tanta vuestra perfección, que solo Dios
puede conocerla. Creo que después de Dios, es ser Madre de Dios, y que por
tanto no pudisteis estar más unida a Dios sin ser el mismo Dios, como decía San
Alberto.
Creo que la dignidad de Madre de Dios
es infinita y única en su género y que ninguna criatura puede subir más alto.
Dios pudo haber creado un mundo mayor, pero no pudo haber formado criatura más
perfecta que Vos.
Creo que Dios os ha enriquecido con
todas las gracias y dones generales y particulares que ha conferido a todas las
demás criaturas juntas. Creo que vuestra belleza sobrepasa a la de todos los
hombres y los Ángeles, como reveló el Señor a Sta. Brígida. Creo que vuestra
belleza ahuyentaba todo movimiento de impureza e inspiraba pensamientos castos.
Creo que fuisteis niña, pero de niña
sólo tuvisteis la inocencia, no los defectos de la niñez. Creo que fuisteis
virgen antes del parto, en el parto y después del parto; fuisteis madre sin la
esterilidad de la virgen, sin dejar por ello de ser virgen, Trabajabais, pero
sin que la acción distrajera; orabais, pero sin descuidar vuestras ocupaciones.
Moristeis, pero sin angustia, ni dolor ni corrupción de vuestro cuerpo.
Creo que, como enseña S. Alberto,
fuisteis la primera en ofrecer, sin consejo de nadie, vuestra virginidad, dando
ejemplo a todas las vírgenes, que os han imitado, y que Vos, delante de todas,
lleváis el estandarte de esta virtud. Por vos se mantuvo virgen vuestro
castísimo esposo S. José. Creo también que estabais resuelta a renunciar a la
dignidad de Madre de Dios, antes que perder vuestra virginidad.
Al leer este creo Mariano, que hemos
entresacado de un manuscrito, incompleto, de San Gabriel, se siente el calor
del amor a la Santísima Virgen que ardía en el pecho de quien lo compuso.
Quizás nos resulten poco exactas, teológicamente, algunas de sus expresiones.
Pero San Gabriel, como un enamorado, como los santos, cuyas afirmaciones
recoge, no se detiene para analizar lo que brota espontáneamente de su corazón
y todo le parece poco como gloria y alabanza de María. «Dios – decía- ha hecho
tan sublime a María porque quiere que la honremos. Si Dios lo quiere, ¿por qué
hemos de ser tan mezquinos en nuestras alabanzas a la Reina de los cielos?
Honrando a María, honramos a Dios. Seamos generosos con la Virgen Santísima, y
Ella lo será también con nosotros».
V.
EN
LA CRUZ CON CRISTO
La vida de los estudiantes
pasionistas es vida de retiro, de oración, soledad, silencio y esfuerzo
continuado en el seguimiento de Cristo Jesús. Bajo la maternal mirada de María,
se desarrollaba así la vida de Gabriel. En los seis años que vivió, como
novicio y profeso, ciertamente no tuvo ocasión de hacer cosas grandes, que
hubieran aumentado el contenido de esta narración. Además, la uniformidad de
sus quehaceres, la repetición diaria de las mismas tareas, la suma diligencia con
que toda aquella intensa vida espiritual se ocultaba en su interior, hacen que
su existencia aparezca a una mirada superficial, como ordinaria y sin ningún
relieve. Sin embargo, el espíritu que la animaba era sobrenatural y
extraordinario, era el Espíritu Santo, el único que puede hacer nuestras obras
agradables a Dios, y fecundas en frutos de Vida Eterna. A sus compañeros les
decía: «No, nuestra perfección no consiste en hacer cosas grandes, sino en
hacer bien lo que tenemos que hacer, porque el valor de nuestras acciones está
en las disposiciones interiores con las que se hacen». Y, con frecuencia,
repetía las palabras de San Gregario Magno: «Dio no mira si se hace mucho o
poco en su santo servicio, sino solamente el afecto del corazón con que obramos».
Su director espiritual, el P.
Norberto declara, que poniendo en práctica esta máxima, y con el continuo
ejercicio de la vida interior, Gabriel avanzaba rápidamente por el camino de la
santidad: «en el último año de su vida, fue tal la abundancia de gracias que le
comunicaba Dios, y tal la correspondencia de Gabriel, que yo mismo quedaba
admirado. Su virtud, siempre espontánea, franca, natural, adquirió un no se qué
de gravedad, majestad y sensatez, que despertaba en mi alma una íntima
veneración hacia él».
La salud de Gabriel parecía haberse
normalizado, sin embargo dios tenía sus propios proyectos sobre esta alma
predilecta, y pasados unos meses comenzó a sentirse otra vez mal. Una debilidad
general invadió su organismo. Al principio trató de mantenerlo oculto, para no
verse dispensado de la observancia de la Regla, pero el mal avanzaba
rápidamente y los médicos diagnosticaron una grave tuberculosis pulmonar. La
fiebre lentamente, consumía sus fuerzas. El P. Norberto, su director
espiritual, le aconsejó que pidiese a Dios y a la Santísima Virgen de los
Dolores su curación, y cuál no sería su sorpresa al oír que el mismo enfermo le
respondía: «Padre, déjeme pedir al Señor y a la Santísima Virgen, no la salud,
sino una santa muerte, porque los peligros de ofender a Dios son muchos». Con
esto le daba a entender que tenía el presentimiento de que pronto moriría.
Hasta la mitad de febrero de 1862,
pudo el joven bajar por su propio pie a comulgar, en compañía de sus hermanos
pasionistas, pero el domingo, 16 de febrero de 1862, por la mañana, fue la
última vez que Gabriel comulgó en la capilla del retiro, acercándose al altar
con gran esfuerzo; luego se sintió tan exhausto que, cediendo a la insistencias
de sus cohermanos, tuvo que acostarse para ya no levantarse más. El martes
siguiente por la tarde, le sorprendió una hemoptisis tan violenta que puso en
peligro su vida. El P. Norberto le advirtió que se dispusiera a recibir el
Santo Viático; él rogó que le permitieran levantarse y arrodillarse en el
suelo, o al menos sobre la misma cama, pero no se lo concedieron. Después de la
acción de gracias, dirigiéndose a los que le asistían dijo: «Si el Señor
quisiera llevarme consigo esta noche, hágase su santísima voluntad, pero me
temo que la enfermedad se prolongue. De todos modos, hágase siempre la voluntad
de Dios». Por la noche, viéndose en un momento a solas con su Director
espiritual, le dijo: «Allí, en el cajón de la mesita hay un diario en el que he
ido anotando las gracias que he recibido de María. Temo que el demonio se sirva
de él para tentarme vanagloria. ¿Me promete cogerlo y hacerlo desaparecer para
que no lo vea nadie?». El P. Norberto le respondió: «Sí, le prometo que ni
siquiera yo lo voy a leer». «Muy bien -respondió Gabriel- y ahora recuerde que
toda promesa obliga».
El P. Norberto, efectivamente, cogió
el cuaderno y fue inmediatamente a quemarlo. Luego volvió a la habitación del
enfermo para asegurarle que había satisfecho su deseo. Gabriel se lo agradeció
con una sonrisa: «Eso está muy bien».
Así fue como su humildad quedó
resguardada de toda tentación de vanagloria, pero también fue este el motivo de
que no hayamos podido conocer tantos secretos de su hermosa alma, y las
extraordinarias gracias recibidas de manos de María, secretos y gracias cuyo único
testigo había sido aquel precioso cuadernito.
Después de aquella terrible crisis,
la enfermedad se calmó un poco, pero la fiebre y los continuos dolores le
seguían consumiendo; sin embargo había madurado a la sombra de la Cruz, y
unidos a los dolores de la Santísima Virgen conocía el alto valor del
sufrimiento, de tal modo que los que le asistían nunca sorprendieron en su
rostro un gesto de desesperación o de impaciencia.
El martes, 25 de febrero, la
comunidad celebraba la Solemne conmemoración de la Pasión, fiesta titular de la
Congregación, y por la tarde comenzaban los Ejercicios Espirituales que solían
hacerse en los ocho días que preceden al miércoles de Ceniza.
Viéndose ya cara a cara con la
muerte, el santo moribundo pidió que se le aplicaran las absoluciones generales
que le correspondían por las cofradías a las que pertenecía, y las bendiciones
e indulgencias propias de la Congregación Pasionista. Se fortaleció otra vez
con la Sta. Comunión, y recibió con serenidad y espíritu de fe el Sto. Sacramento
de la Extremaunción, rogando que previamente le recordaran sus efectos. Luego
dio gracias a Dios por todos los beneficios recibidos de su pródiga mano.
Y así llegó la noche del 26. Los
religiosos después de visitar al enfermo, se retiraron a sus celdas para
acostarse, quedando de vela el hermano enfermero y el estudiante Cohermano
Vicente. San Gabriel, tranquilo y sereno siempre, repetía jaculatorias a Jesús
Crucificado y a la Virgen Dolorosa. Volviéndose de improviso al Cohermano
Vicente, le preguntó: «¿Con qué le puedo corresponder yo?». «Me encomiende a la
Virgen», respondió el estudiante. Y Gabriel comenzó a orar devotamente.
El P. Norberto, que a altas horas de
la noche se había retirado para descansar en la celda contigua a la del santo,
no conseguía conciliar el sueño, y volvió de nuevo para asistir a su hijo
espiritual, que celebró su amada presencia con una sonrisa.
A primeras horas del 27, estando el
P. Norberto sentando a la cabecera del enfermo, comenzó éste a decir
afanosamente: «Tu llagas, ¡Oh Jesús!, son mis méritos». Y como repetía estas
palabras con acento cada vez más marcado, el P. Norberto comprendió que debía estar
rechazando alguna tentación, y acercándose, le preguntó al oído:
- « ¿Siente alguna tentación?».
- «Sí Padre».
- « ¿De presunción o de
desconfianza?». - «De presunción».
El P. Norberto le dirigió algunas
palabras de consuelo, y al rociar la cama y la celda con agua bendita,
desapareció toda tentación diabólica. Preguntando luego si estaba tranquilo,
respondió: «Sí Padre, estoy tranquilísimo gracias a Dios». Se adormeció
plácidamente, y alternando el sueño con los delirios, pasó algún tiempo.
VI.
LA
MUERTE
Los religiosos se hallaban en el coro
cantando las divinas alabanzas de la mañana, y mientras tanto, en su habitación
enfermo, Gabriel, entreabierto un poco los ojos y con voz débil, dijo al P.
Norberto:
- «Padre, ¿me podrá dar ahora la
santa absolución?».
- «No hijo mío, respondió el Padre
–todavía hay tiempo, esté tranquilo; yo cuidaré de dársela oportunamente».
- «Padre, ya he hecho el acto de
contrición; déme la santa absolución».
Esta vez, efectivamente, se le
impartió la absolución tan deseada.
El desenlace se acercaba. Recibida la
absolución pidió una estampa de la Dolorosa, que tantas veces había besado en
el curso de la enfermedad, pero como no pudieron hallarla, le dieron la doble
imagen del Crucificado y la Dolorosa que solía tener en el coro mientras
salmodiaba. Tomándola con alegría, la besó, se desabotonó el pecho y metiéndola
dentro de la camisa, la estrechó amorosamente con ambas manos sobre su corazón,
mientras haciendo un esfuerzo decía «¡Oh María, madre mía, apresúrate!». El
Padre Norberto emocionado animaba al moribundo, y el santo repetía sin cesar:
«María, madre de gracia y misericordia, defiéndenos del enemigo y ampáranos en
la hora de nuestra muerte» y «Jesús, José y María, expire en paz con vos el
alma mía». Estas fueron sus últimas palabras, después, apretando siempre sobre
su corazón la imagen del Crucificado y de la Dolorosa, cerró los ojos como para
entregarse a un plácido sueño; pero la respiración se hacía cada vez más lenta y
fatigosa.
Se llamó a prisa a la Comunidad.
Todos los religiosos, unos dentro de la celda, y otros desde el corredor,
rezaban entre sollozos. El P. Norberto le impartió por última vez la santa
absolución. De pronto el rostro de Gabriel se iluminó con misteriosa luz, clavó
sus ojos centelleantes en un punto fijo de la pared e hizo un ademán como para
ir tras alguien que le invitaba. Los que le rodeaban no veían a nadie, pero
estaban convencidos de que la Reina del Cielo venía para llevarse a su hijo
predilecto. Después el cuerpo se desplomó sobre la cama. Eran las 6:30 de la
mañana del jueves, 27 de febrero de 1862.
La estela luminosa que San Gabriel
había dejado tras de sí al morir, era imborrable. Cuanto más se alejaba la
fecha de su muerte, más se agigantaba su figura, tanto que muchos tenían la
esperanza de verle algún día elevado al honor de los altares. En octubre de
1892, el P. Germán de S. Estanislao, pasionista, acompañado del Hno. Silvestre,
único superviviente capaz de atestiguar la identidad del cuerpo de San Gabriel,
fue a Isola, para proceder a la exhumación y reconocimiento de los restos del
santo, y para llevarlos al convento pasionista de Stella, cercano a Spoleto, ya
que el convento de Isola, donde había muerto San Gabriel estaba entonces deshabitado.
Pero al enterarse, no se sabe cómo, los campesinos del lugar de que intentaban
llevarse de allí el cuerpo de un santo, corrieron armados a palos, horcas y
azadas, decididos a no permitir de ninguna manera el traslado de aquellas
preciosas reliquias. En vista de esta actitud del pueblo, los superiores
determinaron abrir un nicho en la pared de la Iglesia, cercano al altar de S.
Pablo de la Cruz, y depositar allí la urna con sus restos.
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