LOS COMERCIANTES VASCOS
EN EL VIRREINATO PERUANO
Profesor Dr. Guillermo Lohmann Villena
Catedrático de las Universidades del Perú
Mayor de San Marcos y Lima
I
PRESTIGIO Y TRADICIÓN DE LA GENTE
VASCONGADA.
La acción de los hombres de empresa vascongados en el Perú se
recorta con perfiles tan nítidos durante la segunda mitad del siglo XVIII que
su magnitud sólo cabe medirla proyectándola como la secuela, dentro del sector
económico, del rumbo trazado por sus predecesores atraídos por el llamado del
destino transatlántico. La divisa de unos y otros pudiera haber sido el
viejísimo Plus Ultra, un más allá promotor constante del ímpetu expansivo que
desde tiempos inmemoriales late en las venas de los individuos de esa raza.
La actividad del elemento vasco en el Perú, operando como un
núcleo homogéneo en dicho tramo de la décimaoctava centuria - el siglo
“mercantil” por excelencia en la historia del Imperio Español - pudo
desplegarse en toda su envergadura al amparo de una coyuntura excepcionalmente
propicia: de un lado, como consecuencia de la depresión agraria que sufrió el
país, que para aprovisionarse de trigo pasa a depender de Chile (1), surge y se
consolida una próspera oligarquía naviera; por otra parte, venida a menos la
minería, en recesión tras el auge de los dos siglos precedente (2), el comercio
de gestión crece significativamente y se constituye en el principal
sustentáculo de la economía local, por cierto enfrentado en tenaz antagonismo
con el gremio de mercaderes rioplatenses (3). La mentalidad de la nueva
generación de comerciantes y navieros, en la que sobresaldrán los prohombres de
los que se pasa revista en las páginas siguientes, arrincona vetustos sistemas
- tales como el ineficaz de las flotas y el obsoleto del tráfico por la vía de
Tierra Firme - y, en sintonía con las reformas borbónicas, ensancha horizontes,
rompe esquemas superados y abre la ruta del intercambio directo con la
Península, principalmente con Cádiz (4).
Tras las oleadas extremeñas y andaluzas de las horas
iniciales, llegó al Nuevo Mundo el contingente vascongado, que negocia,
administra y ordena. El dinamismo mercantil de ese elemento se abre paso desde
los momentos tempranos de la colonización en el Continente. Los más remotos antecedentes
pueden rastrearse aun antes del descubrimiento del Perú mismo, vinculados con
la personalidad del Adelantado Pascual de Andagoya, del Imperio que no pudo
conquistar. De sus labios oyeron los españoles atónitos en Panamá, por primera
vez, el mágico topónimo que encandilaría la imaginación de tantos
conquistadores. El 23 de Julio de 1523 registraba Andogoya una cantidad de oro
habida en una incursión a la comarca del Perú, que -bien se deja entender- no
era todavía el país que así se denomina actualmente (5).
Andagoya pertenecía a la vanguardia de empresarios y
mercaderes vascos radicados desde temprano, con ojo avizor, en Tierra Firma
(6). Pisándole los talones asoma el hidalgo vergarés Domingo de Soraluce (7),
que en 1531 envió un barco de apoyo a la definitiva expedición de Pizarro en
pos del Imperio de los Incas; en esa nave había “mercaderías caballos”
destinados al intrépido extremeño (8).
Ya en el Perú propiamente, las actividades de la gente
vascongada en menesteres de la mar se detectan desde los primeros años de la
Conquista (9). Un acta notarial de 12 de Enero de 1554 nos acerca con más
precisión a ese quehacer: en aquella fecha el vizcaíno Rodrigo de Portu
transfiere a Martín de Carquizano el derecho a recaudar de Juan Ochoa de
Rotaeche -¿dudará alguien de la oriundez de todos ellos? - la suma de 116 pesos
de oro, valor de la cuarta parte del navío San Sebastián que este último había
vendido al cacique de Chincha, y cuya participación por dicha cuota pertenecía
al cedente (10).
¿Y cómo olvidar entre los hombres cuyos destinos se jugaron
en el Perú al oñatiense Lope de Aguirre, ejemplar humano que ha proporcionado
materia para el relato histórico, la novela y la cinematografía? ¿Sería lícito
pasar por alto a miembros esclarecidos de la estirpe de San Ignacio? La
representaron con notoriedad indiscutible un hermano suyo, Hernando, cuyas
andanzas en Tierra Firme se pierden con su muerte; el Adelantado Juan de
Salinas y Loyola (11), descubridor y conquistador de la comarca de los
bracamoros, donde en 1557 fundó la ciudad de Loyola (12), y su sobrino segundo
del Santo, Don Martín Garcia de Oñaz y Loyola, que culminó su carrera militar
como Gobernador de Chile (1591-1598) (13). Su boda con la nieta del último
emperador incaico, D' Beatriz Clara Goya, efigiada en el mural decorativo de la
Iglesia de la Compañía en el Cuzco, se ofrece como el testimonio pictórico más
expresivo de la fusión de las razas.
Tampoco puede faltar a la cita el batallador obispo del Cuzco
(1573-1583) Sebastián de Lartaun, oriundo de Oyarzun, varón riguroso que en sus
conflictos durante el tercer Concilio limeño (1582-1583) contó con el sostén
mal disimulado de tres magistrados vizcaínos en la Audiencia (14).
¿Y qué decir de la donostiarra Catalina de Erauso, la monja
alférez, en cuyos lances y vida novelesca la realidad ganó la partida a la
fantasía más desbordante? (15).
Difícil será hallar un tratado que aventaje al del jesuíta
vergarés P. Pablo José de Arriaga intitulado Extirpación de la idolatría del
Perú (Lima 1621), como fuente para escudriñar los mitos y supersticiones de los
indígenas a principios del siglo XVIII.
Del tipo social del mercader en la misma centuria puede ser
exponente cabal el vizcaíno Martín de Isasi, comisionista de relieve en el
intercambio transatlántico del Perú, que en 1632 llevó - !él solo!-, en oro,
joyas y numerario, a España, millón y medio de pesos, suma equivalente a la que
se remitía por los funcionarios fiscales a la Corona (16).
Los historiadores nunca agradecerán bastantemente la
solicitud del bilbaíno Capitán José de Mugaburu en apuntar prolijamente en su
jugoso dietario cuantos sucesos, importantes o nimios, ocurrieron en Lima entre
1640 y 1686 (17) así como al Capitán Francisco de Echave y Assu, natural de
Guetaria, que con su descripción de las fiestas por la beatificación de Toribio
Alfonso de Mogrovejo compusiera la más cabal imagen del esplendor de la capital
de Virreinato antes del desolador terremoto de 1687 (18).
En este apretado desfile sería imperdonable callar los
nombres de tres magnates señalados por su talante caritativo, que supieron
pagar con la moneda de oro de la gratitud la entrañable hospitalidad con que
les acogieran en la tierra de adopción. Nos referimos a Sebastián de Antuñano y
Las Rivas, de Balmaceda, al santiaguista Bernardo de Gurmendi y Urreta,
donostiarra, y a Martín de Zelayeta y Aldecoa, de Zorroza, cuyo pecho también
lució el lagarto de Santiago. El primero costeó de su peculio la edificación de
la primera capilla que albergó la imagen del Señor de los Milagros, la devoción
más popular y honda entre los limeños desde hace tres siglos, y fundó el
beaterio de carmelitas descalzas nazarenas adscritas a su culto (19); a
expensas del segundo se construyeron entre 1708 y 1722 la iglesia y el convento
de las trinitarias descalzas hasta hoy en pie, y a su muerte sin sucesión legó
toda su fortuna a las mismas (20), y finalmente, el tercero, movido de su
desbordante espíritu filantrópico, instituyó una obra pía para socorrer a
cincuenta pobres vergonzantes, proporcionar manutención a encarcelados
menesterosos y dotar doncellas para tomar estado; su memoria ha subsistido
hasta nuestros días gracias a un patronato benéfico creado con un ingente fondo
inicial (21).
Por derecho propio debe de ocupar un lugar preferente en esta
galería un héroe de la dimensión histórica del Almirante Blas de Lezo.
Pasaitarra, General de la Mar del Sur desde 1718, en 5 de Mayo de 1725 el
Arzobispo Morcillo y Rubio consagró su desposorio con una peruana, Da Josefa
Pacheco de Benavides, y el 30 de igual mes de 1727 el mismo Prelado echaba al
agua a su primogénito, Blas Fernando José (22). Harto sabido es que se cubrió
de gloria en 1741, al rechazar el ataque a Cartagena de la flota británica, al
mando del Almirante Vernon, cuya arrogancia quedó en ridículo pues había
mandado acuñar prematuramente una medalla conmemorativa, en la que aparecía
Lezo, de hinojos, entregando su espada, y cuyo exergo rezaba “El orgullo
español humillado por el Almirante
Vernon” (23).
No debía de ser extraño a la sensibilidad de los limeños
cuanto tuviera relación con el elemento que nos ocupa, cuando un estudiante del
Colegio de San Pablo, al fin y al cabo centro de formación de los ignacianos,
encontró ambiente propicio para versificar en 1761 unas “Rimas afectuosas y lúgubres
en lengua vascongada”, peregrino epicedio compuesto con ocasión de los honras
fúnebres de la reina María de Sajonia (24).
Esta nómina de vascongados dignos de recordación por su
carácter representativos, bien puede cerrarse mencionando al Capitán de Fragata
Domingo de Boenechea, cuya cuna se meció en Guetaria: en 1772 abrió de nuevo la
ruta que conducía desde El Callao hasta la isla de Tahití (25).
Queden estos como hitos de un itinerario emocional o como lo
que fueron: exponentes de un surco profundo en la urdimbre colectiva del Perú
virreinal, a la que se incorporaron con las fecundas virtudes raciales. Cada
uno de ellos en su respectiva órbita ocupó un lugar de honor, desplegando
sincera y acendrada voluntad de servicio a la comunidad. Sus continuadores,
principalmente en los sectores mercantiles e industriales, no desmerecieron de
quienes se les habían adelantado en el tiempo. Esta primera aproximación a un
tema inédito aspira a entreabrir un resquicio que permita asomarse a su
conocimiento, con semblanzas y aislados apuntes de su paso por el escenario del
Perú en la segunda mitad del siglo XVIII.