Viaje por el Perú / Friedrich
Gerstäcker; estudio preliminar Estuardo Núñez; [traducción directa del alemán
por Ernesto More]
[5]
Estudio preliminar
Federico
Gerstäcker (1816-1872) fue el personaje extraordinario de sus propias novelas.
En la adolescencia soñó con las vastas regiones de América, en su mocedad viajó
extensamente por este continente y en sus años de madurez devino un novelista
que con ambientes principalmente americanos, ganó la adhesión y el entusiasmo
de grandes públicos alemanes, y sus libros de viajes y de ficción llegaron a
constituir los grandes best-sellers de la Alemania guillermina de la segunda
mitad del siglo XIX.
El aliento
universal de Gerstäcker había de surgir en los muelles bulliciosos y activos de
su ciudad natal, el puerto de Hamburgo (donde nació el 10 de mayo de 1816). En
contacto con hombres de mar y viajeros que arribaban con sus relatos henchidos
de aventuras o los que zarpaban con la esperanza puesta en el destino que los
llevaba a tierras lejanas, Gerstäcker concibió su primera aventura cuando
todavía la vocación literaria no había despertado. Había hecho estudios
comerciales y de agricultura pero antes que ellos, dominó el impacto de la
lectura de libros sobre América, y sobre todo del Robinson de Defoe. Por
primera vez se aparta de su país en un viaje comercial a los Estados Unidos, en
donde permanece de 1837 a 1843. En esos 6 años cruciales de su vida, se habría
de determinar el destino futuro de su vida. En los Estados Unidos, se gana la
vida en diversos oficios manuales y menores. Son años duros en que se consuela
escribiendo cartas emotivas a su madre que vivía en Hamburgo atenta a los pasos
del hijo aventurero. Las cartas relatan llanamente sus afanes y sus
experiencias, sus aprietos y sus alegrías y, de paso, describe en llano estilo
familiar (que lucirá siempre en su obra posterior, comprensible, cristalino,
sin sugerencia ni misterio, pero [6] siempre sabroso y vivo) cuanto queda bajo
sus ojos. Aquellas cartas caen un día en manos del editor de un periódico o
revista del hogar, preparado para familias burguesas, y publicadas en ese
magazín empiezan a tener una resonancia inesperada. El periódico Rosen adquiere
gran demanda de lectores que reclaman las cartas de Gerstäcker a su madre en
cada entrega y que protestan cuando faltan. La madre empieza a recibir
honorarios crecidos que no gana el hijo con sus trabajos de artesano entre
Missouri y Arkansas, en Estados Unidos. De regreso en Alemania, en 1844,
colecciona sus crónicas epistolares en un primer volumen de gran acogida que titula
Correrías y Cacerías en los Estados Unidos. El escritor se perfila y el año
siguiente ensaya con el mismo ambiente norteamericano unas novelas de aventuras
Die Regulatoren in Arkansas (1845), Cuadros del Missisipi (1847), y Los piratas
del Missisipi (1848). Así empieza una ingente producción intelectual de novelas
de aventuras, crónicas de viaje y diarios de experiencias por los más lejanos
países del orbe, en una romántica ambición de realizar un anhelo insaciable de
universalidad. Sus editores exigen de él más volúmenes y él satisface la
demanda remitiendo originales de todas partes del mundo que entonces ha
empezado a recorrer incansablemente. No lo alienta como a tantos compatriotas
suyos el afán científico de realizar exploraciones o investigaciones en países
remotos; él va prendido a su capacidad de ficción, a su facundia infinita, a su
vocación literaria.
Su segunda
experiencia viajera ha de ser la vuelta al globo, comenzando por Norte y Sur
América y luego California y siguiendo por Oceanía, Australia hasta las Indias
Orientales y el resto del Asia, entre 1849 y 1852. De todos esos ambientes
recoge impresiones vivas y sobre ellas forja su fantasía la trama de novelas
engarzadas a sus experiencias. Crea su propio género, el «cuadro de vida», el
«Lebensbild», una especie de narración mezclada de ficción y relato viajero, un
intermedio entre la novela y la impresión de viaje, que cultivó mucho de
acuerdo con el gusto exigente de su público lector. Si bien no encontró -como
dice el gran crítico literario alemán Joseph Nadler-(1) «ni una nueva materia
ni una nueva forma» pudo en cambio influir poderosamente sobre la mentalidad
burguesa de la Europa central y pudo colocarse [7] como el escritor
representativo de la novela exotista, inspirada principalmente en la naturaleza
norte y sudamericana, y aún de Oriente y Australia, que lo pone en parangón
como expresión del realismo novecentista, con Emilio Zola en Francia.
De esa experiencia
viajera que habría de dejar honda huella en su espíritu por la variedad de
impresiones y por la diversidad de aspectos humanos captados o por la
multiplicidad de paisajes recorridos, parece ser la naturaleza americana la que
más profundamente percibió como lo demuestran sus relatos y como evidencia
asimismo el hecho de que, sobre todo, habría de planear para un cercano futuro
una nueva incursión más detenida al sector sudamericano. Pero antes de esa
definitiva experiencia, escribe un libro de impresiones que titula Reisen in
Süd-Amerika, inmediatamente después de su regreso de la circunvalación al
globo.(2) El primer volumen está dedicado a la América del Sur, desde el Brasil
a Chile en donde se embarca para California. El Perú y otros países del
Pacífico, con excepción de Chile no están incluídos en su itinerario. Habiendo
llegado en marzo de 1849 a Río de Janeiro, recoge impresiones de los negros y
de la vida en esa zona. Pasa luego a Buenos Aires, atraviesa las pampas y por
Mendoza inicia la travesía de los Andes. Termina sus relatos en Santiago de
Chile y Valparaíso. En el segundo volumen relata sus experiencias en
California, la región del oro, que entonces empezaba a atraer una inmigración
inusitada. Si su objetivo fue evidentemente el drama del oro en California y su
tremenda resonancia sobre el hombre, no cabe duda que el trayecto ha de dejar
una repercusión mayor. De San Francisco, en el otoño de 1849, se dirige hacia
la Oceanía para iniciar ya el retorno y pensar y planear de nuevo en Alemania
un tercer viaje cuyo objetivo principal fuera la América del Sur. Esta zona del
globo quedó ya desde ese momento prendida a su espíritu y aunque más tarde
escribió narraciones de otros ambientes, su mayor acierto, su deferencia, su
predilección radican en la América meridional. Obraba sobre su espíritu el
antecedente de Humboldt y el de Poeppig, su paisano de Hamburgo, la existencia
de recientes colonizaciones alemanas en Brasil, en Chile y en el Perú y el
problema de la adaptación del hombre centro-europeo en diversos climas
tropicales [8] y subtropicales del Nuevo Continente. Así, la preparación de un
nuevo viaje a América del Sur y los encargos editoriales cada vez más nutridos
lo retienen todavía desde su regreso (en 1852) de Oceanía y Australia hasta
1860.
A comienzos de ese
año lo vemos emprender un memorable viaje -el tercero de su vida- y éste será
definitivamente consagrado a la América meridional y abarcará casi dos años
(1860 a 1861). La obra en que lo relata: Achtzehn Monate in Süd-Amerika (18
meses en América del Sur)(3) y que comprende dos volúmenes, tuvo un objetivo
más determinado, el de visitar detenidamente en la América austral las colonias
y grupos étnicos alemanes establecidos en ella e informar sobre sus problemas
de adaptación. Aunque Gerstäcker no lo declara, debió cumplir un encargo
oficial o por lo menos, de alguna institución que velaba por la suerte y
felicidad de esos alemanes ganados por la propaganda inmigracionista y
establecidos, en la mayor parte de las veces, con grandes sufrimientos, en
estas regiones. Así se infiere el tono y estilo de informe de su relato, y de
la forma como encara las situaciones que confronta, y de la naturaleza de las
gestiones que realiza ante las autoridades sudamericanas para mejorar la
condición de esos extranjeros. Gerstäcker usó un vapor que zarpó de Southampton
en mayo de 1860, hizo escalas en St. Thomas y Aspinwall (Colón) y atravesando
el istmo en ferrocarril, trasbordó a otro vapor inglés en Panamá para continuar
al sur. Sus primeras dificultades sudamericanas se derivan de una revolución
acabada de estallar en Nueva Granada. Pero la situación se hace más seria
todavía en Ecuador por la revolución latente que encabezaba el General Franco
«protegido por las tropas peruanas del Gral. Castilla», a raíz de la derrota
ecuatoriana en la guerra con el Perú. Por ello decide desembarcar en Esmeraldas
en vez de hacerlo en Guayaquil, muy amagado por la situación política
inestable. Aquí Franco se disponía a marchar sobre la capital, Quito, en donde
imperaba el Gral. Juan José Flores. El viajero refiere sus experiencias en la
colonia inglesa de Pailon, en que encontró empleados muchos alemanes. En su
afán de cazador se interna en la selva costanera y llega a Concepción en canoa.
Luego por Cachavi, Paramba y San Pedro, arriba a Ibarra, [9] ciudad importante
y culta, en donde medita sobre la situación social y racial de los indios y
donde se toma varios días de descanso, al cabo de los cuales para alcanzar
Quito escoge el camino de «La Escalera», probablemente el antiguo camino
incaico. Describe luego Quito y continúa extensamente la descripción del país y
sus posibilidades económicas y sociales. Recoge impresiones y relata aventuras
y anécdotas jugosas. Enterado de la noticia de que el «General zambo» Franco ha
sido finalmente derrotado por Flores y de que éste había recuperado Guayaquil
para el gobierno central y restablecido el orden, sofocando la revuelta, el
viajero se dirige a Guayaquil, a lomo de mula, por la ruta Latacunga, Ambato y
Bodegas, en donde se embarca en un pequeño buque a vapor para alcanzar
finalmente Guayaquil. Ha traspuesto las grandes alturas y ahora ingresa de
nuevo en la selva tropical costanera. Por doquiera va encontrando las huellas
de la reciente guerra civil, ciudades y aldeas arrasadas, soldados desertores,
establecimientos militares improvisados, controles estrictos. La misma
Guayaquil es una ciudad militarizada, pues hace poco que ha resistido el sitio
de los peruanos y luego la ocupación de Franco y finalmente la de Flores. En
espera de un barco que lo conduzca al Perú, hace excursiones en lugares
próximos, a través de la espesura, teniendo como objetivo la cacería. Para su
opinión autorizada de experto en la materia, calidad probada sobre todo en sus
relatos norteamericanos, el Ecuador es «el paraíso de los cazadores». Describe
detenidamente las especies típicas de animales diversos que puede hallar en
esas zonas el aficionado. Finalmente consigue un antiguo velero para navegar
hacia el Callao. El barco de bandera peruana está comandado por un viejo
capitán holandés que viaja con su esposa, una anciana de la misma nacionalidad,
que se afana en entretener el paisaje en la larga travesía, con sus narraciones
extrañas, que Gerstäcker escucha y apunta minuciosamente. Por falta de viento
favorable, la navegación se prolonga casi 5 semanas. Pero son aquellos días
apacibles los que el autor aprovecha para recibir y desarrollar sus apuntes de
viaje o recoger con propia elaboración los relatos (como el titulado «La
herencia») que escucha de la ingente imaginación de su compañera de viaje, la
esposa del capitán. El 15 de diciembre de 1860, desembarca «por primera vez» en
tierra peruana del Callao. El autor no contiene su emoción al poner pie en
tierra. «El Perú -dice divulgando sus lecturas infantiles- Pizarro, Robinson
Crusoe, Campe, viejos cuadros de la juventud que de [10] pronto cobran vida».
Pero en vez de los indios con plumas en la cabeza y flechas en las manos que él
añoraba, observa demasiados fraques negros y crinolinas, monedas falsificadas y
el ferrocarril reluciente que debe conducirlo a Lima. Gerstäcker se empeña en
explicarse su anhelo de visitar este país dorado por la fantasía, que se había
generado en su espíritu desde tanto tiempo anterior, desde la época de la
niñez, pero que se ha mantenido firme hasta la época de la madurez. No lo ha
impulsado a este viaje la sed de oro, porque el metal le ha sido indiferente en
sus visitas a California y también en Australia, sino tal vez su realidad
humana, esos indios pobres y sometidos, injustamente tratados, o sus
posibilidades comerciales o el esplendor de su pasado, expuesto en tantas
muestras de la habilidad de sus antiguos habitantes, su cerámica, sus
ornamentos de plumas, sus joyas de oro y plata, la contemplación de las láminas
del libro de Tschudi y Rivero. De toda la América del Sur, resulta Lima la
ciudad que más afín siente a su espíritu, por la personalidad mitad española y
mitad americana, por su arquitectura singular, sus balcones y sus gallinazos.
Pasea extensamente los lugares de interés, la Plaza principal, la Alameda de
los Descalzos, y admira sus mujeres, ataviadas a la moda francesa.
El relato de
Gerstäcker dedicado al Perú es el más extenso dentro de su libro de impresiones
sudamericanas, y abarca unas 200 páginas, repartidas en 21 capítulos que dedica
a Lima, a su excursión al interior del país, incluyendo sierra y selva, a su estada
en la región de las fuentes del Amazonas, a la descripción de la colonia
alemana de Pozuzo, a las incidencias de su regreso al punto de llegada, a la
situación actual del país y a sus gestiones ante el Presidente Castilla para
mejorar la condición de los colonos alemanes y finalmente, a su viaje del
Callao a Valparaíso y sus impresiones de la costa sur del Perú hasta Iquique.
En realidad, el objetivo práctico del viaje era la visita a la colonia de
Pozuzo, a fin de investigar sobre el terreno una realidad ignorada aún para los
alemanes residentes en Lima. No obstante la época desfavorable de lluvias y los
malos augurios de las autoridades y conocedores del país en cuanto a la
factibilidad del viaje, Gerstäcker no cejó en su empeño y salió de Lima, con destino
al interior del país, a fines de diciembre de 1860, siguiendo la ruta del valle
de Chillón, Macas, Obrajillo, Huayay y Cerro de Paseo. Describe detalladamente
las incidencias del trayecto y detalla las producciones agrícolas, las
características de [11] los animales, los restos de antiguas culturas, las
costumbres contemporáneas, las particularidades del clima. En una página
memorable traza la semblanza emocionada del hermoso y típico cuadrúpedo de las
alturas, el auquénido y sus variedades, la llama, la vicuña, el guanaco. En
otra página de exquisita nostalgia nos relata la noche de año nuevo, solo y
triste, helado y nostálgico de hogar, en medio de la desolación de la «puna».
En Cerro de Pasco
encuentra algunos alemanes ocupados como operarios de las minas y un relojero,
un joyero y un médico establecidos en la ciudad, llegados años antes con el
primer grupo de inmigrantes desintegrado en gran parte y del que sólo llegó a
establecerse en zonas agrícolas un mínimo número, pues la mayoría buscó ocupación
artesanal en diversas localidades en donde hallaron buena acogida y más
prósperas perspectivas. Describe en Cerro las características del trabajo y la
producción minera. Y no omite su acostumbrada visita al cementerio y al
mercado, igual que en Lima y en otras ciudades, en donde encuentra un valioso
filón de observaciones acerca de las costumbres de habitantes. El 3 de enero de
1861 continúa su viaje a Huánuco por Huariaca y Ambos. De Huánuco sigue a
Panao, en donde el paisaje ofrece otras características. Comienza la selva con
sus sorpresas y sus rigores. Por Chaglla y por Muña se interna en los bosques y
por sendas imposibles e inimaginables llega finalmente a Pozuzo. Allí relata
-nuevo Ulises- su sorpresivo ingreso en la cabaña del primer tirolés y las
incidencias de su visita a los dos sectores de colonos, los del Tirol y los del
Rhin, que habían acordado en buena armonía y para evitar diferencias, habitar
barrios diferentes. Recoge los relatos dramáticos de la odisea de esos hombres
y mujeres y de su enorme sacrificio para lograr la situación algo mejor en que
se encuentran. El camino a Huánuco se había quedado en promesa gubernativa, y
aún cuando se habían girado por el gobierno central del Perú los fondos
destinados a su construcción, ellos habían sido malversados por el ex-prefecto
que ya ocupaba cargo de Ministro de Estado. De los 296 colonos germanos
llegados al Callao, sólo habían arribado a Pozuzo 143, y el resto o sea más de
la mitad, o había sucumbido a causa de las calamidades o se había dispersado en
otras zonas del Perú, principalmente en las ciudades, donde ahora se destacaban
como conspicuos y laboriosos artesanos. La producción de la colonia se reducía
a café y cacao pero el problema era sobre todo el [12] transporte hasta Cerro y
a Huánuco. El 21 de enero sale de por la ruta de Huancabamba, hacia el sur,
siguiendo sendas y trochas de indios. Luego vira al oeste, cruza la cordillera
y por Huachón a través de la puna, arriba a Cerro de Paseo. Sigue a Lima
tocando en las mismas localidades que en el viaje de ida.
Lima, acogedora,
lo recibe con las galas y alegrías del carnaval, a comienzos de febrero de
1861. En otra parte del libro traza el autor una vívida estampa de esta fiesta,
con apuntaciones de singular valor de observación y que constituye una hermosa
narración que debiera figurar en las antologías de la ciudad. En medio de la
algarabía del juego con agua descubre a Garibaldi (el 8 de febrero), el futuro
héroe de la unidad italiana, en serios aprietos de sorprendido forastero.
Trascurrido el carnaval, acuciosamente anotado como fenómeno social típico, los
afanes de Gerstäcker se dirigen a conseguir una entrevista con el Presidente
Castilla, cuya figura le merece admiración y comprensión, aunque no deja de
apuntar aspectos desfavorables de su personalidad. Lo había visto anteriormente
pasar por las calles de Lima, a poco de su primera estada en la ciudad,
fuertemente resguardado por las fuerzas del ejército, pues hacía apenas unas
semanas se había producido un golpe militar contra él, cuyas versiones recoge
con exactitud. El ambiente político era tenso en las proximidades de un proceso
electoral en que, se decía, Castilla se disponía a imponer a su propio
candidato. Gerstäcker concluye que la república en estas latitudes es todavía
un concepto vacío de sentido y una simple palabra sin contenido democrático.
Pero ya en ese momento de su segunda estada, Castilla no se encontraba en la
capital sino veraneando en Chorrillos, adonde el gobierno se había trasladado.
Para lograr la entrevista, el viajero se dirige al balneario y allí se instala
unos días en espera de que le sea concedida la audiencia. Pero el Presidente
juega día y noche y lo preocupan poco los deseos de este extranjero,
entretenido por los áulicos que le dan pretextos diversos para dilatar su
propósito. Su insistencia y los buenos oficios de un funcionario comprensivo
vencen al fin y es recibido en el «rancho» chorrillano, cercado de soldados y
de burócratas. Conoce la anécdota sucedida con el Ministro de Hacienda Salcedo,
y se hace eco de otras hablillas recogidas en círculos de los enemigos
políticos de Castilla. Pero su impresión personal del hombre es directa y
veraz: hombre anciano y de gran energía, comprensivo [13] y rápido en sus
decisiones, leal y preciso en sus juicios y cumplidor de su palabra empeñada.
Conversa con él de la triste situación de los colonos alemanes en Pozuzo y pide
a favor de ellos. El Presidente atiende y dispone de inmediato se satisfaga la
petición: mil pesos mensuales (Gerstäcker habla de «mil dólares», lo que no
parece probable) para concluir el camino de Pozuzo a Huánuco y 500 para el
camino de Huancabamba a Cerro de Pasco. Ya puede Gerstäcker despedirse de estas
tierras con la seguridad (más tarde confirmada por sus amigos) de que su visita
ha sido útil para sus connacionales.(4) El 20 de febrero se aleja del Callao en
un moderno vapor inglés y va recalando los puertos peruanos del sur cuya
situación económica enjuicia. Se detiene en Pisco para ponderar sus viñas y su
futura importancia industrial, en las islas de Chincha para sopesar la riqueza
guanera del país, en la desértica Islay, en Iquique para describir la riqueza
de su producción salitrera, e ingresa ya a la costa chilena a partir de Cobija.
La descripción de Chile abarca en 7 capítulos, unas 173 páginas. Comienza por
Valparaíso y Santiago y por consideraciones generales sobre el país, sigue
luego la ruta de Valparaíso a Valdivia, donde se detiene para estudiar la
condición de los colonos alemanes, muy numerosos y prósperos. Allí, en la
biblioteca del club de alemanes, halla la satisfacción de consultar sus propias
obras recientemente editadas, muy conocidas en todos los sectores. Sigue en
seguida al sur para excursionar entre patagones y pehuenches. Vuelto a
Valparaíso, se embarca, a comienzos de mayo de 1861, para realizar la travesía
del Cabo de Hornos, después de tocar en Constitución. Alterna sus datos de
viaje con el estudio social de los colonos y con estampas muy sugestivas de la
vida indígena y de costumbres chilenas. En junio arriba a Montevideo después
del paso difícil del Cabo de Hornos. Traza sus impresiones de Uruguay y
Argentina, especialmente [14] la zona de Buenos Aires, sin adentrarse mucho en
el interior. Reclama su interés sobre todo el Brasil por la existencia de nutridas
colonias alemanas en Río Grande, Porto Alegre y Santa Catharina, cuya situación
estudia y enjuicia, completando así el cuadro de los establecimientos y de
inmigrantes alemanes en América del Sur, que tantas fatigas y afanes le
debieron antes de elaborar su informe. Finalmente se embarca en Río de Janeiro
el 19 de octubre de 1861, con destino a Burdeos, Francia, de donde pasará
inmediatamente a su tierra natal. Su viaje iniciado en mayo del año anterior
completa 18 meses de recorridos intensos, en territorio en parte inexplorados o
poco transitados, como los que atravesó en Ecuador y Perú. Tal vez por esa
circunstancia, las páginas dedicadas a estos países muestran más vigor,
sugestión y entusiasmo.
El año siguiente,
1862, realiza un corto viaje a Egipto y Abisinia con el fin de ambientar
algunos relatos novelescos que publica al poco tiempo. Finalmente de 1867 a
1868, realiza un último viaje a América para completar sus recorridos por
regiones en donde no había llegado anteriormente. Recorre nuevos lugares de
América del Norte, sobre todo el oeste hacia el sur, y en seguida México,
América central, Venezuela y las Antillas. Pero el final de su vida se acercó
presurosamente. Murió en Brunswick al poco tiempo, en 1872, a los 56 años,
cuando todavía proyectaba otros viajes y más libros.
La producción
literaria de Gerstäcker constituye un inmenso caudal. Sus formas preferidas
fueron a) las impresiones o relatos llanos de viaje, luego b) las estampas, en
que a base de la observación de hombres y lugares mezcla algunos elementos de
ficción y, finalmente, c) sus novelas o «cuadros de vida» (Lebensibilder) en
que entra la ficción como componente de alta dosis pero sin descartar trazos de
realismo en el espacio y en el tiempo y sin excluir situaciones realmente
sucedidas y personales perfectamente reconocibles, mezclados con circunstancias
y personas imaginarias.
De más o menos 10
volúmenes que escribió de relatos de viaje por el mundo, están dedicados a
América del Sur 6 de ellos. Los restantes versan casi exclusivamente sobre los
Estados Unidos. Sus estampas y cuentos llenan muchos volúmenes más, inspirados
principalmente en aspectos de la vida norteamericana. Unos 16 volúmenes, de los
36 que abarca su total [15] producción, recogida en alguna de sus ediciones de
obras completas, constituyen su obra típica de novelista, tal vez la que más lo
ha caracterizado como autor literario. En lo demás es mayormente periodístico.
Merece un trato más detenido su labor como autor de novelas. Entre esos 16
volúmenes de novelas, por lo menos 5 libros (de un promedio de 300 páginas cada
uno) son novelas de ambiente sudamericano. las enumeramos a continuación: Die
Kolonie (cuadro de vida brasileño), Unter den Pehuenchen (novela chilena),
General Franco (cuadro de vida del Ecuador), Sennor Aguila (cuadro de vida del
Perú) y Die Blauen und die Gelben (cuadro de vida de Venezuela).(5)
Estas obras
(novelas y estampas) son precursoras de una literatura inspirada en asuntos,
ambientes y personales típicos de América, producidas cuando todavía los
escritos propios de América desdeñaban esos elementos vernáculos inspirándose
en ambientes extraños y principalmente europeos. Participaba el autor de la
inquietud del romanticismo por recoger expresiones de países y pueblos remotos
y por revelar realidades desconocidas o quiméricas. Aquella inquietud había
volcado sobre el Nuevo Mundo multitud de viajeros principalmente científicos
pero acaso sólo muy contados fueron entre aquellos los escritores de ficción.
Gerstäcker es uno de e os creadores de excepción, dotados de gran poder de
captación y al mismo tiempo, alados forjadores de fantasía y entelequias
imaginarias. Pero aquella fantasía no desbordaba la realidad y se nutría de la
teoría y práctica naturalista.
Antes que por Oriente
y Australia, se decide la preferencia de Gerstäcker por la naturaleza, la
realidad social y el hombre del continente americano. Su vida la consagró casi
íntegramente a diversas regiones de América y la mayor parte de sus años de más
empuje creador aquí en este continente trascurrieron. [16] Si bien captó y caló
profundamente la vida y la naturaleza norteamericana, en donde la crítica lo
señala como el impulsor de una nueva tendencia en la novelística, que adentraba
en los asuntos propios de América, cuando todavía los norteamericanos miraban
como única solución literaria el seductor ámbito europeo, paralelamente podría
afirmarse también que su visión de la América del Sur fue un tanto superficial,
menos vivida aunque bien intencionada e ingeniosamente tratada, algunas veces
con nitidez, otras veces con desaprensión.
Más que un
verdadero creador en profundidad, hubo en Gerstäcker un hombre de acción y de
ingenio, verdadero ciudadano del mundo, que contribuyó como pocos a destruir el
provincialismo o «parroquianismo» de la burguesía alemana de mediados del siglo
XIX, con sus panorámicos y ambiciosos cuadros de la vida humana en todo el
globo, que incansable y laborioso recorrió sin sosiego. La popularidad que tan
intensamente ganó y su propia facilidad para escribir con presteza sobre todo
cuanto veía y observaba, conspiró de otro lado contra la morosidad y pulimiento
que exige la obra de arte literario. Sus editores ansiosos fueron los peores
enemigos de su póstumo prestigio aunque lograron para él la fama inmediata
alcanzada y los beneficios que procuran los «best sellers». Tal vez la urgencia
y el exceso de producción le restaron la oportunidad de conseguir las gracias
del estilo y la posibilidad de profundizar en la entraña de los hombres observados.
En cambio, mantuvo siempre una gran frescura en su prosa, una fluidez
caudalosa, la noble intención por todo lo humano, sin excluir que con
frecuencia derrocha toques de humorismo y humana verdad en sus equilibrados y
sugestivos cuadros de vida. El buen éxito temporal que provenía más que nada de
su singular talento y versatilidad de escritor no se reduce, por lo demás, como
en el caso de su comprovinciano, el hamburgués Karl May, a un escenario o
personaje adocenado. Por el contrario, sus múltiples figuras y paisajes, sus
intereses sociales y su emoción humana, latentes en todas sus incursiones
americanas, lo conducen a un sitial superior y más digno en la apreciación
crítica. Fue sin duda un novelista con fuerza y sentido universal, impregnado
de emoción social y de fe en los destinos de la humanidad, consciente de su
misión, y activo mensajero de los desvalidos del mundo, así fuera en las
abandonadas colonias alemanas de la selva peruana en las plantaciones del
Missisipi, en las explotaciones [17] mineras de California, entre los indios
del oeste de la América del Sur (Perú, Ecuador), o entre los negros del Brasil
y las Antillas.
Al cumplirse el
primer centenario de la muerte de Federico Gerstäcker, la Biblioteca Nacional
rinde homenaje al romántico viajero y novelista alemán, publicando la primera
versión castellana de su valioso y ameno pero desconocido libro de impresiones
de viaje por el Perú.
Estuardo Núñez [19]
Callao y Lima
¡Por primera vez
en mi vida en tierras peruanas! -Esta es una sensación particular que no es
fácil describir, sino que debe de ser sentida por uno mismo para poder tener
una clara idea de ello. Perú, Pizarro, Robinson Crusoe, Campe, viejas imágenes
del tiempo de la juventud, repentinamente cobraron vida, apenas hube puesto los
pies, al desembarcar, en sus arenas ásperas. Indios con coronas de plumas
rojas, amarillas y azules en la cabeza y en torno de las caderas, y con broches
de oro en los brazos y las piernas y arcos de flechas y mazas en las manos... De
todo esto, no vi nada, pero sí bastantes levitas negras y crinolinas, algo que
es justamente lo contrario de cinturones de plumas y de broches de oro. Cuando
le di al cargador que me servía, un medio peso peruano para que llevase mi
equipaje, subiendo por la escalera del desembarcadero hasta la estación del
ferrocarril, me dijo que era falso, y no lo aceptó (me lo habían dado como
vuelto de cambio en Guayaquil), me consoló, no obstante, en cuanto advirtió mi
perplejidad, asegurándome que había una cantidad de dinero falso en el país.
Levitas... crinolinas... moneda falsas... Estación de ferrocarril. Ya no podía
dudar que me encontraba en un país completamente civilizado, impresión que no
se debilitó ni con el hecho de haber visto echado a la calle un marinero
borracho, donde permaneció extendido. La ilusión fue momentáneamente destruida
por la realidad y comencé a contemplar las inmediaciones con ojos algo más
desapasionados. [20]
Ya he mencionado
antes que la mayor parte de las ciudades de la costa de América del Sur, se
encuentran un poco alejadas del mar, teniendo muy cerca de ellas un puerto
propio. Ponían así a buen recaudo sus tesoros amontonados y sus almacenadas
riquezas, muy fuera del alcance de los piratas que en ese entonces rondaban y
quienes, como el cóndor desde las alturas, merodeaban por las costas a fin de
caer sobre las poblaciones de anteriores ladrones y saquearlas. Pero ellos no
querían compartirlas, como alguna vez se lo habían propuesto para su bien y, es
así cómo estos filibusteros convertidos repentinamente en ricos, se retiraron
muchas millas adentro, a los pelados cerros, para levantar allí sus ciudades y
fortalecerse en ellos. Por ello Lima está situada a tres leguas del mar,
formándose el Callao al mismo tiempo, como puerto y fortaleza. Mas, primero
debieron venir los forasteros a este país y emprender los trabajos, antes de
que estas dos importantes plazas pudieran ser unidas por un ferrocarril.
Callao no se
diferencia en nada de los otros puertos del mundo, trabajados todos ellos de
acuerdo a un determinado patrón: al frente el mar con sus buques anclados y
aquí y allá botes diversos; el desembarcadero provisto de un muelle de piedra o
de hierro y por encima de todo, una hilera de hoteles, puestos de ventas y de
agencias marítimas, casi todos los cuales llevan nombres ingleses, franceses y
alemanes. Los habitantes del Callao no tienen empero, gran confianza en su
ciudad, ya que hace algún tiempo, algo así como cien años, fue sumergida por
las aguas a raíz de un terremoto. Piensan que el fenómeno puede repetirse,
razón por la cual no bien la llamada terra firma comienza a temblar, toman sus
cacharpas bajo el brazo y se dirigen a Lima, a toda máquina. Hace dos años
estuvieron en alarma durante una semana, debiendo haber huido del Callao
algunos miles, a fin de acampar en los amplios paseos de Lima, sobre los bancos
y las platabandas de flores. Tampoco se puede confiar en el mar, especialmente
cuando ya ha [21] cometido semejante extravagancia, pues de una casa que se
derrumba, uno puede quizás ponerse a salvo, mas no así de una desencadenada ola
gigantesca que con sus millares de brazos de cristal todo lo agarra y lleva a
la destrucción cuanto se pone a su alcance.
El que, por lo
demás, no tiene ningún negocio en el Callao y conoce lugares portuarios
semejantes, difícilmente se detendrá allí más tiempo del necesario, pues no hay
nada nuevo que ver allí, donde todo sigue desagradablemente en un lugar y donde
todo tiende a ganar dinero, y hasta el recién llegado es considerado como una
esponja que valdría la pena ser estrujada. Un viajero joven que ha dejado su
país por primera vez desea encontrar mucho de lo que le llama la atención y que
le parece digno de descripción. A éstos les va mejor que a los antiguos, les
interesa todo, aun lo insignificante y hasta los morenos rostros y la fruta
tropical amontonada descuidadamente con profusión. Un viejo está cansado y
harto de ello, y pasa por delante tan indiferente como el labriego en su casa,
ante los gorros de piel o las patatas. Naturalmente, tiene también por todo eso
mucho menos gusto, y allí donde el primero recibe a cada paso la recompensa de
su trabajo, se va él tranquilamente al edificio de la estación, ve cómo el
cajero le rechaza el dólar falso que le endosaron en Guayaquil, y paga con
buena moneda su billete para el próximo tren.
¡Perú!... Las
fantasías y deseos del niño habían desaparecido tiempo atrás pero hasta el
hombre tenía (yo mismo no lo puedo decir por qué), un secreto anhelo por esta
tierra, que sólo mediante una efectiva permanencia allí lo podía satisfacer y
disipar completamente. ¿Era a causa de su famosísimo oro? -difícilmente, pues
ya no me atrae desde que estuve buscándolo con pala y azadón, de tal manera que
en Australia -apenas un año después- contempló con la mayor indiferencia la más
grande pepita de oro. ¿Era a causa de los indios, a los que se condenó a la
[22] muerte con la Biblia y se les enterró, sin una cruz siquiera en las
candentes arenas? Quizás. Quizás había oído en ese tiempo algo acerca del
excelente chocolate y del buen café, y me había interesado, a través de las
imágenes peruanas, por los adornos de plumas. Todo esto se deshizo en cuanto se
puso en movimiento el tren, entre una densa nube de polvo y de arena, y la
gorda mulata que estaba sentada frente a mí con su traje chocantemente
amarillo, me volvió a la realidad cuando me sopló el humo de su cigarro. ¡Dios
mío! cómo transpiraba y brillaba la mujer, lo que casi me hizo olvidar el
atrayente escenario del campo y de muros de barro y de tierras resecas, que
estaba en torno mío, y a través de los cuales nos conducía el tren gracias a la
ficción, en la tormenta. Finalmente me volví a ella, y mientras los aros de
acero de la maldita crinolina presionaban contra la canilla, me puse a contemplar
los grisamarillentos campos por los que volábamos.
Perú le ofrece
también al viejo viajero algo nuevo, pues, con excepción de los desiertos de
arena de África y de Australia, es el único lugar del mundo donde no llueve
nunca y en el que las botas impermeables encontrarían una excelente acogida en
cualquier museo. Se siente también que aquí no debe llover nunca, cuando se ve
las aisladas y pequeñas chozas al borde del camino, que apenas tienen un techo
plano y transparente compuesto de juncos, como para proteger lo indispensable
contra los rayos del sol. Esos muros grises de barro no resistirían tampoco una
lluvia verdadera, pues los disolvería tranquilamente. Y qué tierra
terriblemente desolada nos rodea, un paisaje que aparece exactamente como si
los cerros todos, los campos y los caminos, tanto como las casas y las chozas,
estuviesen construidos artificialmente con ladrillos sin cocer, y no tuviesen
más objeto que llevar el polvo o las herraduras de un animal de carga. ¡Nada de
lluvia! Ahora comprendo al francés que en Guayaquil, mientras yo venía del
interior bien lavado y remojado, contemplaba junto a la ventana, con el [23]
rostro transfigurado, el correr de las aguas. El hombre había llegado de Lima y
en el curso de diez años no había visto lluvia alguna. Daba muestras de enorme
satisfacción. Yo le aconsejé -por si esto fuera lo único que le faltaba-, ir
alguna vez al Ecuador para seguir un tratamiento de lluvia. De tanto chaparrón
allí, uno no puede imaginarse siquiera el polvo. Por lo demás, quedé realmente
asombrado, cuando en este desierto, el tren pasó haciendo estrépito delante de
un muro de barro bastante alto, sobre el cual dejábanse entrever las
desgarradas hojas de un plátano. ¡Pobres plantas! Aunque están regadas
artificialmente y conservadas cruelmente con vida, cómo tiemblan y perecen bajo
el quemante sol -esclavos vegetales que son largo tiempo cebados hasta que den
sus frutos, para luego, allí mismo donde crecieron, ser tronchados, a fin de
servir aún después de muertos, como fertilizantes del suelo.
¡Estación de Lima!
-El tren rechina todavía durante un trecho corto a través de bajas
construcciones que tienen una fachada pintada con muy mal gusto y un techo
plano de barro a manera de calva. El tren se detiene en la estación, donde
somos asaltados por hombres numerados que nos despojan de nuestros equipajes.
Me hospedé en Lima en un gran hotel poco espacioso y en un cuarto nada
acogedor; me lavé y me cambié y fui luego donde un honrado compatriota, un
zapatero, a fin de hacerme lustrar las botas, lo cual fue hecho por él mismo en
honor a su compatriota por un cuarto de dólar. En Quito hubiera requerido un
par de zapatos nuevos, pues el mozo del hotel despreciaba tal servicio. Corrí
luego más que anduve hacia el correo, para recoger las cartas que me habían
llegado. Cartas ¡cartas de la patria! Dios sea bendito, encontró cuatro con los
conocidos y queridos sobres de color amarillo, y como no podía esperar
naturalmente llegar con ellas a casa, entré en el café más próximo, donde pasé
una hora deliciosa junto a una botella de buena cerveza y un cigarro habano.
¡Cartas de la tierra! Qué me importaban Lima y el Perú, realmente [24] no sabía
en ese instante dónde me encontraba. Pero todo tiene su tiempo. El mozo iba y
venía, hacía rato, de la puerta a mi mesa, como si temiese que yo me fuese a
escapar con el dinero de la botella; y cuando cancelé, me eché a andar en las
movidas calles de la extraña ciudad, a fin de entregarme con todo arrobo a mis
nuevas impresiones.
Confieso paladinamente
que con mucha frecuencia se reflejan en nuestras almas impresiones externas y
que muy a menudo, un cielo gris o una mala posada calumnian el verdadero
paraíso de un país. Mas, también nuestra propia disposición de ánimo hace valer
sus derechos y pinta de azul un cielo gris y sabe cubrir de verde ondulante un
desierto desconsolador. Aquí, todo vino, posiblemente, a reunirse para dar un
tono rosa a mi contorno, pues la dicha de las cartas recién recibidas de mi
adorada, el cielo azul y despejado, el foráneo contorno, hicieron que -debo
confesarlo- ninguna ciudad de América del Sur me gustara tanto como Lima. Y
hasta en los días posteriores, con ánimo más tranquilo, vine a comprobar el
juicio que me había formado antes. Lima tiene en sí esto, de todos modos: que
todavía una gran parte, pese a que en ella viven muchos extranjeros, conserva
su peculiar modo de construcción, medio español, medio americano. Muchos le
reprochan ser, como el catolicismo alemán, un híbrido entre católico y
protestante, lo mismo entre la cultura europea y las primitivas costumbres;
pero yo no puedo decir que esto haya impedido que desde la primera y decisiva
impresión me gustara. Es cosa cierta que los sudamericanos se han despojado del
poncho y circulan con su paletot y su frac, mientras las damas friegan con las
colas de sus crinolinas la calzada y las veredas, como en París, Londres o
Viena; mas, el pueblo ciudadano permanece igual en todas partes, donde se han
instalado los gallinazos de las antiguas costumbres: los peluqueros y sastres
franceses, debiendo todavía agradecer a éstos que hayan dejado en pie las
antiguas residencias y las iglesias.
[25]
El estilo de
construcción de Lima, aunque sin el carácter tan antiguo que algunas ciudades
han conservado fielmente en lo íntimo, no obstante tiene mucha personalidad y
de manera muy particular por sus balcones que en ninguna parte del mundo se les
puede encontrar de más color. Justamente a causa de su mezcla gustan a la
vista, o por lo menos, no fatigan y no le ocasionan al hombre la desesperanza
que le produce estar mirando filas de casas que sólo se diferencian entre sí
por los números. Y no es porque desdeñen extenderse a lo largo de una cierta
línea y que por ello estén más pegados que parados, tan pronto arriba, tan pronto
abajo, no, es porque tienen también las formas y pinturas más diversas, tal
como le haya convenido al gusto del arquitecto y del propietario. Aquí se
prolonga a lo largo un ancho y alto balcón de oscura madera de cedro, con
brillantes vidrios y cortinas coloridas detrás de ellos, más allá hace alarde
un otro de oscuro color oliva, con las mismas celosías de madera corridas. Uno
se pronuncia tanto sobre la casa, que puede ver al vecino en su ventana y otro
está tan apretujado, que ha cobrado un sospechoso aspecto. No pocos se parecen
a esas pequeñas construcciones que nosotros hemos descubierto aquí y allá en
los antiguos castillos de la caballería, con estrías oscuras y perpendiculares.
Rara vez se encuentra balcones modernos con molduras pétreas y abierta perspectiva
y muchos semejan a un coupé de un tren de segunda clase.
Casi todos los
techos de Lima son planos y están cubiertos con quincha y madera y una delgada
capa de barro por lo que, naturalmente, no pueden resistir ningún chaparrón.
Hace cinco años debió haber caído uno, de manera que el barro disuelto
chorreaba para satisfacción de los inquilinos, graciosamente sobre las
alfombras y los muebles finamente forrados, descolgándose por las tapicerías en
busca de su camino.
Cuando uno
contempla la ciudad desde una elevada [26] casa o desde una torre, se nos
aparece singularmente a causa de sus techos planos y grises. Las casas
desaparecen casi en medio de los entreverados campos rectangulares de un solo
color, que sirven además, para limpiar del camino una masa de inmundicias.
Perros y gatos muertos son arrojados, sin más, allí arriba para su posterior
entierro; y los más baratos servidores de la baja policía del Perú, los
gallinazos, se dan cita repentina para realizar golosamente su festín. Sí,
hasta llega a contarse una escalofriante historia de un sacristán -la que sería
maravillosa materia para una balada-, que luego de la prohibición del gobierno
de enterrar cadáveres de niños en la iglesia, tomó clandestinamente, dinero de
los padres de un niño fallecido, para prestarles el anhelado servicio. Mas en
lugar de enterrar como lo había prometido, el pequeño cadáver en la iglesia,
valido de la noche lo arrojó sencillamente al techo que había sido dividido por
él, de tal manera, que ninguno de los vecinos podía observarlo y dejó luego
todo el trabajo a los gallinazos. Como es natural, al correr el tiempo, fue
descubierto y pagó su delito en la cárcel.
Los gallinazos
forman parte, sin duda, del escenario limeño, ya que sin ellos no es posible imaginarse
las calles. Se les puede ver muy de mañana ocupados en remover celosamente las
acequias, a fin de coger los suculentos trozos que allí les han sido arrojados
de noche y donde también suelen entablar camorra por algún bocado importante.
Ocurre no pocas veces que algún perrazo da un salto en medio de ellos, como
bromeando, por lo cual alzan amigablemente el vuelo y van a posarse en el muro
de una iglesia o en el más próximo tejado, donde esperan que el petulante perro
haya satisfecho sus deseos. Como en todos los países cálidos, se impone una
fuerte multa por matar a un animal tan útil, y así no se sirvieran de su sucio
plumaje pardusco para adornar su pelado cuello y su asquerosa figura,
contribuyen infinitamente en mantener la salud del lugar y merecen por ello que
se les acoja. [27]
El gobierno ha
hecho, además, algo por la ciudad, la cual posee una excelente red de cañerías
con agua corriente en casi todas las buenas casas, así como gas y veredas en
todas las calles. En todo caso, a través de éstas hay acequias revestidas. Por
lo general, si uno no es muy exigente, existe una saludable limpieza
-doblemente saludable si se viene justamente del Ecuador-. Para el
embellecimiento el Estado ha abierto también su benéfica mano y bastante en
realidad, si se piensa con qué frecuencia son cambiados los ministros y que no
puede retirarse decentemente ningún jefe de gobierno, sin un medio millón de
soles. En un lugar muy próximo a la ciudad ha sido construido un paseo muy
hermoso, el cual tiene en verdad, una lejana semejanza con un campo de bochas y
que por su fresca verdura y sus bien regadas plantas hace bien. Se encuentra un
poco recargado con estatuas no malas y con jarrones que apretadamente corren
paralelos por la alameda. Mide más o menos, cuatrocientos por veinte. Además de
esto y a fin de coordinar lo hermoso con lo útil, se ha dotado a los diversos
arrabales de colores variados, de manera que el lector puede, con un poco de
fantasía, formarse fácilmente la idea de un extramuro azul cielo, mientras otro
lo es verde, otro, amarillo. Hay no obstante en todo esto, algo singular pues
uno se pregunta si en alguna otra parte del mundo tendrá el hombre pensamientos
semejantes.
La plaza, en el
punto céntrico de la ciudad, es un lindo y despejado lugar, con una bella
fuente toda en metal sobre cuya bola se alza la alada diosa. Uno de los frentes
está ocupado, como en Quito, por la catedral; dos, por portales y la cuarta ala
por el palacio más triste que jamás hayan visto mis ojos. Debe de estar muy
bien dispuesto en el interior, mas, en lo externo, produce una impresión como
si hubiese sido comprado por viejo en una ciudad de provincia y levantado aquí
porque no había lugar en ninguna otra parte por lo ancho y desairado. [28]
Por lo demás, la
plaza no ha sido utilizada como mercado, lo que yo encuentro muy acertado,
debiéndose colocar los coches de punto sólo en determinados sitios-, pues hay
coches de plaza en Lima, y ciertamente con dos excelentes y bien dispuestos
caballos, mientras los cargadores de agua vienen con sus asnos a la fuente para
llevar aquélla en pequeños barriles a las casas que todavía no disponen del
servicio de agua por cañerías. Las calles están trazadas, como en todas las
ciudades sudamericanas, a cordel -excepción sea dicha de Cerro de Pasco-,
formando así las llamadas manzanas y cuadras; y los extranjeros residentes
comienzan a utilizar en los locales que han comprado, un lujo semejante al de
Europa. En las esquinas de las calles están introducidos en tierra, a la
inversa, los cañones que antes sirvieron para defenderse del asalto de los
indios, y ahora para protegerse de la intromisión excesiva de los vehículos.
Las murallas de
barro en que antes estaban colocados los cañones en la vieja ciudad,
constituyen todavía un enigma para aquellos que no conocen la naturaleza de
este extraordinario país, pues mejor que todas las defensas contra asedios
habidas en el mundo, serviría una primavera semejante a la que habitualmente
tenemos aquí, para borrarlas de la faz de la tierra, completamente. No hay que
temer cosa semejante, ya que también los indios han sido felizmente
exterminados, y los pocos que han quedado con vida, están de tal modo
desmoralizados y dispersos en el país, que no intentan ningún ataque contra
estos muros de barro de su antigua ciudad.
¡Indios! Gran
Dios, ¿dónde se han quedado esos millones que antes poblaron toda esta inmensa
zona y que construyeron un sólido puente entre Quito y Lima y unieron con
puentes, colinas y llenaron de oro los templos del sol? La historia nos ha
conservado todo esto fielmente: los primeros fueron, para conocer el amor a
Dios y la adoración a la cruz, extinguidos por el fuego y la espada, pisoteados
por [29] los caballos, destrozados por los perros; y a los últimos se les
amarró al arado y se les atormentó como esclavos y ya nadie se preocupa por los
pocos que quedan. Tienen nombre cristiano y abonan a los curas lo que deben
abonarles, esto basta. El sistema de aniquilamiento fue, no obstante, un poco
de prisa, pues de repente faltaron -exactamente como ocurrió en las Indias
orientales- trabajadores para los blancos. Es por ello que se importaron los
esclavos que crecieron y prosperaron y cuando, finalmente, el Perú junto con
los otros Estados de América del Sur se libró del yugo español (los
sudamericanos no están todavía de acuerdo en que si eso fue para su bien o no),
se concedió la libertad de esta raza de etíopes, no sabiendo cómo iniciar con
ambas partes algo con derecho. En todo caso, los negros estaban en ventaja, ya
que no necesitaban trabajar y no trabajaron más, por lo que ahora llenan las
calles de Lima con la chusma, haciendo inseguros los caminos y hasta peligrosos
para la vida, teniendo en constante sobresalto a los pobladores, durante estos
últimos años, por la comisión de robos y asesinatos.
Nuevamente se
vieron los peruanos sin trabajadores. A los indios los mataron o los
martirizaron a muerte, a los negros los manumitieron, mas como tenían necesidad
de trabajadores, dónde tomarlos sin robarlos. En todo caso, lo más adecuado era
traer trabajadores de otros países que reemplazasen el lugar de los indios y de
los negros y quienes pudiesen producir para los nobles señores de la tierra el
necesario trabajo. ¿Cuál era la nación más adecuada? No quisieron meterse con
ingleses, franceses y americanos, siendo las dos naciones más a propósito para
conseguir súbditos trabajadores y obedientes, China y Alemania. Pues ni China
ni Alemania se preocupan porque sus hijos caigan en manos del verdugo, en
cuanto ellos han abandonado la patria, y aunque con este motivo les hayan dicho
groserías indirectas a su gobierno y a sus condiciones. A pesar de ello, no
hubo muchos deseos de trabar relaciones con China. Este es [30] un pueblo muy
laborioso pero de todos modos inútil; y como la raza, descendiente de los
antiguos piratas, de los indios y de los negros, no podía, evidentemente, ser
considerada como un paradigma de pueblo, se tuvo el temor de producir un nuevo
injerto inútil. Los «honorables» alemanes tuvieron la preferencia para ingresar
en lugar de los negros, y un tal llamado Rodulfo, peruano, envió felizmente la
primera hornada a este país.
No necesito
mencionar más cómo les fue a ellos y cómo fueron tratados. De este asunto se ha
hablado suficientemente en Alemania. Rodulfo, sin escrúpulo alguno, puso a los
alemanes en pública subasta para dar a la gente mediante un acuerdo, según él
decía, para hacerles firmar su contrato. Sólo cuando se produjo un gran
escándalo y los ingleses y franceses comenzaron a avergonzarse por los
alemanes, puso al gobierno de por medio dando fin a la trapisonda.
Aquellos alemanes
que fueron introducidos por Rodulfo, se encuentran ahora dispersos en todo el
país, habiendo permanecido muchos en Lima, donde representan casi todos los
oficios, yéndoles bien a casi todos. El alemán (al que otros gobiernos
reprochan desgraciadamente con razón de ser los mejores súbditos que ahora
están acostumbrados a tomar parte en todo y en el extranjero a perseverar con
mucha destreza), es un hombre ordenado y aplicado, que adonde quiera que vaya,
se introduce, se adapta y prospera. Hábil y perseverante en su trabajo, tiene
que sobrepasar por ello a cualquier otra nación, y es por eso que encontramos,
especialmente entre los artesanos, una multitud de gentes pudientes y bien
colocadas, los cuales llegaron al país bajo las más tristes condiciones,
habiendo ascendido sólo por su esfuerzo y su perseverancia a lo que son ahora.
Aparte de ello, se encuentra en el comercio muchos de los mejores y más
apreciados nombres. (Estos son también los únicos «inmigrantes», ya que casi
todos ellos, más tarde o más temprano [31] regresan a su patria), que procuran
a su país de origen continuas utilidades, permaneciendo con ella en constante y
activa circulación.
Le falló todo a la
colonia alemana de entonces, por lo menos en aquello en que había puesto su
intención. En realidad, le ha procurado siempre provecho al Perú -el que
algunos propietarios de haciendas esperaron sacar para sí- mediante obreros
conscientes. El campo permaneció entre tanto baldío, no pudiéndose poner a los
peruanos al trabajo porque tampoco se les encontraba pues el mariscal Castilla
llevaba a filas a cuantos jóvenes podía reunir. Durante un largo tiempo, la
relación se había enfriado con Alemania, habiéndose hecho mucho ruido en los
periódicos de allá. Tenía que pensarse en otros inmigrantes, si es que los
honrados peruanos no querían verse expuestos a la triste necesidad de trabajar
ellos mismos. El Presidente que en un principio fue opuesto al ingreso de
chinos, hubo de aprobarlo entonces, llegando grandes cargamentos de esclavos
chinos al libre país, con el objeto de labrar convenientemente sus campos. De
qué servía que se les llamase coolies (al niño tenía que dársele otro nombre),
eran vendidos públicamente (por mucho que los peruanos lo nieguen y digan que
la gente era requerida a cumplir el contrato que los chinos habían aceptado) y
entregados por ocho años a sus futuros amos. En ese tiempo no eran más que
esclavos, pudiendo ser vendidos en cualquier momento. Cuando tenían un amo
severo recibían poco alimento y muchos palos y cuando no se presentaban
clamorosos maltratos los prefectos le endosaban al verdugo sus quejas. Después
de ocho años alcanzan su libertad y pueden entonces recomenzar su vida. Esto lo
hacían también honestamente instituyendo clandestinamente fumaderos de opio y
casas de prostitución, y haciendo obsequio al Perú, en vía de agradecimiento,
de una nueva mezcla de razas de cholos y chinos que redundará en prestigio de
una nueva especie. [32]
En Lima se
encuentran barrios íntegros que son habitados casi exclusivamente por chinos,
-covachas sucias, oscuras, en las que se albergan con sus singulares costumbres
y vicios, siendo de admirar más todavía que el clero católico, que en estos
últimos años se ha dado tanto trabajo para extirpar la herejía, haya permitido
ahora que los paganos tengan ingreso libre al país, y hasta les paguen el
pasaje para que puedan venir.
Lima cuenta con
una enorme cantidad de extranjeros dentro de sus murallas y así se vaya por
cualquier parte, se oye hablar alemán, inglés y francés y se ven escudos de
estas tres naciones sobre las diversas casas comerciales que se surten de sus
mercaderías. La moda en Lima es completamente europea habiéndose, desde este
punto de vista, afrancesado del todo los peruanos. Los jovenzuelos y las
jóvenes se pavonean en frac y crinolina respectivamente, y sólo la mantilla con
que se cubren las últimas hace recordar «el buen tiempo pasado» -como se dice
siempre entre nosotros-. Las limeñas tienen en eso una manera especial de
llevarla que no está en la costumbre de ninguna otra república sudamericana.
Estiran la mantilla sobre la frente y saben de tal manera hacer caer la punta
de aquélla que, de todo el rostro, sólo dejan ver el ojo izquierdo por
permanecer descubierto. Las damas decentes deben proceder de este modo aun de
día, pues en la noche es usurpada esta costumbre por la chusma ligera. No se ve
en otra forma ni la más leve huella de peculiaridad en todo el atavío de las
limeñas; hasta los militares están vestidos a la moda francesa, con pantalones
rojos y con una gorra que más tiene forma de tejado y quien haya llegado aquí
con vagas ideas creyendo que ha de encontrar todavía, peruanos adornados con
plumas y corona se sentirá malamente engañado. En realidad, estos Estados se
orientan todos con sus costumbres, por mucho que pretendan ser independientes,
constante y completamente hacia Europa, de la cual adoptan la más leve
modificación de la moda, en cuanto les llega en el [33] vapor el periódico de
modas. Llevan asimismo corbatas delgadas o anchas, amplios o estrechos
pantalones y doblan sus cartas de visita no solamente en una de sus esquinas
sino en todo el borde -todo como entre nosotros- y si no fuese por el campesino
que atraviesa las calles montado en una mula y cubierto de un poncho, apenas
creería uno encontrarse en América del Sur. Hasta los chinos de aquí, a quienes
se encuentra como mozos de hotel o en alguna otra ocupación en la calle, se han
adaptado en su mayor parte a su ambiente, cortándose la trenza y poniéndose
sombrero al estilo europeo. No pueden renunciar únicamente, a sus rasgados ojos
y a su chato rostro.
Por numerosos que
sean los alemanes, franceses e ingleses que estén distribuidos en la ciudad de
Lima, todas las esquinas de la misma han sido tomadas en propiedad por los
italianos, quienes han instalado allí una pulpería, negocio de abarrotes, un
café o un bar, a los que son atraídos los transeúntes mediante anuncios
atractivos y cortinajes variopintos. Como es natural, juega en todo ello un rol
especial el tricolor italiano y hasta en las tiendas de comercio flamea por
doquier con una litografía de Garibaldi en el centro como si fuera mercadería.
Los italianos son
en la práctica, un pueblo especulativo y tienen de común con los de la raza
israelita el no desanimarse ante ningún trabajo para ganar dinero,
manteniéndose en actividad día y noche. Pero es un hecho singular, no obstante,
que yo no conozca ni en Alemania ni en ninguna de las ciudades americanas un
solo ejemplo que muestre a un israelita dirigiendo un bar. Todo lo venden al
detalle, pero nunca vino, cerveza o aguardiente. En Rusia y en Polonia deben
llevar ellos a cabo esta venta de manera exclusiva, por lo que no puede ser
antipatía.
Como Lima es
capital del país, es naturalmente la residencia del Presidente, mas el único
lujo cortesano que mantiene [34] el Presidente Castilla son los soldados,
quienes acompañan a éste ritualmente, en cada uno de sus pasos. Si va por la
ciudad lo siguen entonces, unos veinte o treinta hombres de infantería con los
fusiles cargados y la bayoneta puesta; si va a caballo, lo sigue ruidosamente
una tropa de la misma fuerza, con sus sables chasqueantes y con el estandarte
de las lanzas flameando al viento. Si va a bañarse en el mar, su cuerpo de
guardia se mantiene entre tanto en el puesto; viaja por ferrocarril, su vagón
estará entonces inmediatamente después de la locomotora y los siguientes,
abiertos, serán ocupados por su guardia fiel.
Este es,
evidentemente, un feo cumplimiento que él hace a sus fieles «conciudadanos»
pero en realidad tiene motivos para ello, pues varias veces se ha atentado
contra su vida, especialmente en los últimos tiempos. Ocho o catorce días antes
de que yo llegara a Lima, tuvo lugar una pequeña revolución militar que
singularmente se originó entre los mismos oficiales, no obstante que el
Presidente había hecho por su situación mucho más que por la de nadie. Muy de
madrugada un pequeño grupo de estos oficiales, con media compañía de soldados,
fue sacado ante la residencia del Presidente, habiendo sido fusilados seis de
ellos por los propios soldados, inmediatamente después. El proceso de toda la
revolución, que no duró media hora, era relatado de muy diversas maneras; la
versión más aceptable es la siguiente:
Los oficiales no
debieron haber dicho nada a los soldados que querían tomar preso al Presidente
-pues parece que no estaba previsto el asesinato-, y cuando los oficiales
pusieron los pies en Palacio, o más bien en la residencia privada de Castilla,
los llamó un coronel que vivía frente a ella, que había tenido la intención de
seducirlos, y en cuanto volvieron a entrar al patio, los fusilaron. Seis
oficiales fueron muertos en el acto. Mucho más verosímil es, en cambio, la otra
versión, según la cual aquel [35] famoso fusil que siempre dispara por
descuido, habría sido activo en esta ocasión; por ello se inquietaron los
oficiales en el interior del Palacio, pues creyeron que su plan había sido
traicionado; el coronel que vivía al frente, sea cual fuere el partido al que
hubiere pertenecido, creyó necesario sostener la palabra de lealtad que había
empeñado y más aún por haber aparecido Castilla en el techo de su casa y haber
desde allí arengado a las tropas, siendo el resultado el que se ha dicho. Los
soldados no pueden haber sido tan inocentes pues mientras estuve en Lima, esa
compañía fue totalmente disuelta e incorporada en pequeñas partes a otros
regimientos, no sin haber marchado antes con toda su impedimenta, durante largo
rato bajo el sol ardiente.
Es legión el
número de los oficiales en el Perú. Como se me participó para cada sesenta
hombres hay un general y el correspondiente número de oficiales de Estado Mayor
y algo así como veinte tenientes. Entre éstos se ven mozos enteramente jóvenes
e inmaduros y en muchos aspectos su point d'honneur parece apartarse del de los
europeos.
Sobre este punto
se relataban en Lima las cosas más increíbles. Parece que varias veces habían
recibido una tunda de palos los oficiales porque sus acreedores estaban impacientes,
sin que sus camaradas hubiesen mostrado indignación por este hecho. Se
considera también lo peor como un hecho, pero no es necesario creer lo peor de
todos los hombres.
La palabra
República es, por lo demás en el Perú, como en todos los estados sudamericanos,
sin excluir a Chile mismo, nada más que un sonido vacuo. No significa nada más
que es Estado que ya no es una monarquía y tampoco está gobernado por la Madre
Patria. Antaño dominaban estos presidentes, casi todos, de manera tan
ilimitada, como podría gobernar un monarca soberano. La mayor parte de sus
conciudadanos entienden tan poco de política y se cuidan [36] tan poco de ello,
como podría desear y pedir uno cualquiera de sus súbditos. Sólo en tiempos de
una revolución, o en las elecciones, se le habla al pueblo; y como tiene que
tributar en tiempo de paz se busca en un intencional cambio de gobierno, llevar
también al mercado lo que tiene un precio ínfimo en el país, su propio pellejo.
Es así como en ese tiempo transcurrió pronto en el Perú el mandato presidencial
del general Castilla, debiendo aparecer un nuevo candidato ya que según las
leyes, él no podía ser nuevamente elegido. Con una candorosidad realmente
conmovedora se hablaba ya en todo Lima del resultado de esta elección, llegando
a decir las gentes, abierta y públicamente: el general Castilla deberá en todo
caso hacer elegir a alguien que le permanezca completamente sumiso. Si se pone
a un independiente, sucede entonces que una pequeña revolución inocente se
encarga de sacarlo, entrando nuevamente en triunfo, llevado por el pueblo, el
general Castilla, quien borra de la pizarra, sencillamente, el incómodo
artículo que se le había atravesado en el camino presidencial.
El Presidente
Castilla es un señor pequeño y viejo, con mostachos bastante enérgicos y
blancos y una personalidad algo así como la del Mariscal de campo austríaco
Hess. Debe tener, además, un carácter muy firme y tenaz, como hasta ahora lo ha
demostrado suficientemente, y una bien orientada sensibilidad en relación con
sus conciudadanos, no poniendo cuidado ni en el verdugo, ni en sus amoríos ni
en su seguridad, con tal de que le teman. No se encuentra aquí esa delicada
deferencia como la que muestra en nuestra amada patria el príncipe reinante por
todos los demás, así fuesen enemigos. Tiene el Presidente además, la fama bien
fundada: ser terriblemente grosero, manteniendo a todos en un puño
especialmente a sus ministros. Como es natural, todos ellos se inclinan a su
capricho, pues no les queda sino un par de años para hacerse ricos y el general
Castilla es el único hombre que puede mantenerlos en el puesto o darles con la
puerta en las narices. Nadie va a hablarme [37] ya más de los palaciegos
europeos como de algo especial; la hierba mala prospera y florece aquí, en el
suelo tropical de una república, con lujuria tal como en la más templada zona y
puede hacer tan hermosas y profundas reverencias y mentir y lisonjear y
traicionar como en nuestro país.
El Presidente está
instalado muy cómoda, aunque sencillamente, en su casa de campo, en Chorrillos.
No he visto su residencia en la ciudad. Lo que más me gustó de sus muebles fue
la maravillosa hamaca indígena, con abigarradas plumas en los lados y ricamente
adornada con guarniciones en los remates. Por lo demás, el Presidente juega
mucho y si se puede dar crédito a todo cuanto sobre esto se cuenta, no es raro
que estén consignadas grandes sumas en los abigarrados papeles. Una excelente
anécdota caracteriza muy bien, además, el estado total de las finanzas del
Perú. Castilla había perdido fuertes sumas en una noche y aparte de lo que
pagó, dio orden a su Ministro de Hacienda que le extendiera un cheque por
50.000 pesos. Pero este señor en vez de consignar 50.000, consignó 60.000;
cuando le presentó el documento al Presidente para que lo firmara y éste
asombrado dijo: «sesenta mil?... yo he pedido sólo cincuenta mil» el señor
Salcedo respondió tranquilamente: «En todo caso, Excelencia, yo necesito
también diez mil».
Estos son los
«buenos, antiguos tiempos» que son anhelados con suspiros por los pobres
empleados angustiados mantenidos en la estrechez, en el último siglo.
La residencia del
Presidente estaba como es natural, al menos el vestíbulo, circundado por una
reja de hierro vigilada por soldados; y durante el almuerzo, cuatro de ellos
debían permanecer sentados, con la bayoneta calada fuera de la caseta de la
guardia, en un banco laqueado de verde, demasiado estrecho para los cuatro. Con
qué objeto se hacía esto, es cosa que no me la han explicado. [38]
Chorrillos es el
balneario más visitado de Lima, del que el lector no puede formarse por la
gracia de Dios ninguna idea exaltada. Se puede imaginar un montón de ruinas,
situadas a la orilla del movido mar, y sobre este montón de escombros, tierra y
arena; una cantidad de pequeñas casas de barro y graciosas casas de veraneo,
que parecen humear tranquilamente. Muy junto (se requiere ir por encima de una
especie de muladar, en el que una cantidad de perros y de gatos muertos son
despellejados por los gallinazos) se alza cálida e inconsolable la iglesia con
su cementerio casi calcinado, al que ningún arbusto le brinda la menor sombra y
protección, al que ninguna flor le envía una señal alegre y vital en el
tremendo ardor. Todo está circundado por un muro de barro, un par de cruces
esmaltadas de azul y negro se levantan allí adentro, y parece como si estiraran
el cuello, como si quisieran salir de ese vaporoso y caliente lugar en pos de
la libertad, y si estuvieran afuera, estarían deseando regresar, pues afuera, aparece
todo desolado. Por lo demás, Chorrillos no podría ser un lugar de veraneo, si
no mantuviese el culto del juego. La raza hispana ama singularmente el juego y
una cantidad de personas que hace negocio con esto, merodea por allí para
desplumar y saquear a los extranjeros poco experimentados. Allí encontré entre
éstos a un conocido del vapor «Themar», que nos trajo de Santo Tomás hasta
Colón y en el cual este mozo desnudó completamente a un par de ecuatorianos. Él
estaba sentado, las manos en los bolsillos, en un banco, y, junto a él, apenas
tres pasos más allá, un gallinazo mondaba un hueso: los dos se compaginaban
admirablemente.
Antiguamente,
Chorrillos estaba habitado sólo por los indios, y aún actualmente, un indio es
allí el más alto magistrado. Los peruanos blancos se establecen poco a poco
entre aquéllos, pues no hay ningún lugar tan cómodo y tan próximo a Lima para
bañarse en el mar y para recibir la brisa marina. Llaman a sus casas de allí,
como los indios, «rancho» y las han construido de manera muy parecida a [39]
las chozas indígenas, sólo que con más elegancia. Los alrededores son, además,
tan desolados, como sólo pueden serlo en algún lugar de la costa peruana.
Ninguna planta crece en los áridos cerros, ni siquiera, un cactus, o un espino.
Las calles están llenas de un polvo que llega hasta el tobillo, no cayendo
sobre ellas nunca una gota de lluvia. Las casas no tienen ningún saledizo o
balcón, sólo barandas en la parte interior, y resulta extraño que alguien
camine por las calles a mediodía. No se encuentra ni a la derecha, ni a la
izquierda, ni de frente -pues el sol cae entonces perpendicularmente- sombra
suficiente como para proteger a una mosca de los calcinadores rayos.
Desde Lima se
viene más o menos en una media hora, utilizando el ferrocarril a Chorrillos y
se considera de buen tono poseer una residencia de verano en este atrayente
lugar de arena y polvo, o por lo menos alquilarla para los meses calurosos. Los
meses de calor no son en realidad, tan malos como se podría pensar por la
situación geográfica de Lima y los áridos alrededores quemados por el sol. Yo
estuve justamente en lo más caluroso del año pero no experimenté realmente
ningún día de efectivo calor e inclusive las tardes eran frescas, por lo que
había que llevar un sobretodo abrigador. Es un hecho maravilloso el que
justamente en Lima encuentren rápida demanda nuestras gruesas telas invernales,
paños que tienen un espesor de un cuarto de pulgada, y los cuales no van
destinados al interior, alto y frío, sino que se usan más bien en Lima. Esto es
lo que ocurre en casi toda la costa occidental de América del Sur, desde el
Ecuador para abajo; las cordilleras con sus nevadas cumbres se encuentran muy
cerca. Si viene el viento del occidente, trae consigo la helada brisa marina,
pero si sopla del oriente, como ocurre la mayor parte del tiempo, trae entonces
el viento de nieve de aquellas alturas, hasta la parte baja del valle, y crea
por eso una temperatura muy diferente a la que se encuentra en la costa
oriental, en la misma latitud. Las noches son constantemente frescas, siendo
ésta [40] la causa por la cual los europeos o los blancos no se debilitan tan
pronto en estos países como en otros lugares de los trópicos. La vegetación es
tropical pero en un país donde nunca llueve, es asombroso que todavía crezca
algo. Sin embargo el mercado está lleno de frutos, pudiéndose escoger uvas,
plátanos, piñas, naranjas, higos, tunas, melocotones, etc. Todo esto, con
excepción de los plátanos que son secos y desabridos, viene de la costa, una
parte del norte, de Guayaquil, otra parte del sur, de Pisco, y si realmente se
quiere comer fruta uno debe estar seguro de que tendrá que pagar caro por
ellas.
Y ¿qué ofrece Lima
generalmente? -Oh, Dios mío, las pretensiones de la gente, si van a ser
satisfechas aquí, deben de ser muy modestas, pues quien no tenga un círculo de
familia, con el cual mantenga relaciones, maldita la gracia si encuentra algo
en qué sustentarse.
Los alemanes han
fundado un «Club Alemán», un pequeño y alegre local con una biblioteca y
periódicos alemanes, pero que son, como todo en Lima, espantosamente caros,
tanto como esta Institución, a la cual sólo pueden pertenecer los alemanes
pudientes. Los demás están obligados a quedarse en casa o visitar aquellos
pocos locales, en los que, por dos reales, se compra una botella de «cerveza
blanca y negra» y donde se bebe realmente. A un bávaro le daría un vuelco el
corazón (y el estómago). Fuera de esto, existe también un teatro, donde el arte
es más maltratado que honrado. Y hasta hubo en Lima un periódico alemán, que
era redactado e impreso por un señor Haller. Pero el señor Haller cayó enfermo
y el periódico que se mantenía apenas, dejó de existir. Aunque viven bastantes
alemanes en Lima, en el extranjero difícilmente pueden sostener un periódico, a
pesar de que éste no habría dejado de tener apoyo. No existe una efectiva
cooperación entre los alemanes, y dejaríamos de ser alemanes, si ocurriera de
otro modo. Para alegría mía he venido a descubrir, no obstante, que en Lima
[41] al menos, no existen querellas y peleas públicas entre ellos. Los que no
pueden aguantarse, caminan juntos tranquilamente por la calle, para lo cual es
la ciudad bastante grande.
No puede contarse
la nueva prisión para satisfacción de Lima. Sin embargo, es el mejor edificio
de toda la ciudad. Hecho de piedra maciza, pero no del todo terminado. Se la ha
construido de acuerdo al nuevo sistema de celdas, con un espacio abovedado en
el centro probablemente la iglesia, y cinco alas en estrella en las que se
encuentran las celdas, rodeado por un alto muro vigilado. ¡Sea clemente Dios
con estos pobres pecadores que en este clima, tienen alguna vez que vivir en
ellas! Tienen nueve pies de largo y cinco de ancho, lo suficiente para colocar
un colchón, y para dar cuatro pasos -si es que no son muy largos- yendo y
viniendo. El edificio, tal como está levantado, puede ser contemplado por
cualquiera libremente, y posiblemente infunda un saludable respeto a esa Lima
llena de chusma, ante sus palacios y sus caserones de piedra; esto sería
necesario también, pues parece que los ladrones no se han preocupado mucho de
las prisiones peruanas. Estuvieron llenas de ellos, y desde que fue suprimida la
pena de muerte se multiplicaron las infracciones, los asaltos y los asesinatos
en forma espantosa. Como es natural, ya no había lugar donde se pudiera meter a
estos criminales y se afirmaba que la policía, cuando llegaban nuevos presos,
soltaba a los antiguos para dar sitio a los recientes. Se vieron obligados
finalmente a poner nuevamente en vigor la pena de muerte, habiéndose hecho
notables los benéficos resultados de esta medida desde que fue dada. Los
peruanos parece que tienen temor a la muerte. El cementerio de Lima ofrece
muchas cosas singulares. La parte anterior del mismo aparece bastante alegre en
el desolado desierto que lo rodea, pues como fue confiada a un jardinero
alemán, éste ha transformado la entrada al silencioso campo de los muertos, en un
jardín, cuyas platabandas están conservadas con frescura por los canales de
agua que circulan. El camposanto propiamente [42] dicho, aparece, en cambio,
enteramente mercantil y ordenado, pues aquí residen los muertos, empaquetados
limpia y ordenadamente en ficheros y por capas, teniendo una etiqueta en el
exterior, que muestra el nombre y la fecha de la hipoteca. Aquí se sigue el
mismo sistema que en Nueva Orleans: los ataúdes son encajados en fuerte estuche
de ladrillo, el cual se clausura con cal y ladrillo, herméticamente. Cuatro en
fila vertical, forman siempre un ancho muro que encierra en un abrazo un patio.
Una especie de sociedad silenciosa y cerrada que una vez completa, no acoge más
a ningún otro asociado y cuyos espíritus pueden mantener en la noche un
encantador círculo privado sobre las lozas del patio del medio. Los muertos de
los ricos habitan en casa propia, con derecho perpetuo de propiedad. En cambio
los pobres, tal como en la vida, sólo en arrendamiento y cuando ha vencido el
plazo y no se ha pagado el sitio, deben ofrecer su sitio a los recién venidos.
La parte posterior
del cementerio no tiene el aspecto tan comercial pues allí se ve lugares
abiertos y rodeados por muros bajos, en los que los más pobres tienen que ser
enterrados sin pago alguno, en la tierra húmeda. El suelo consiste sólo de
arena y piedrecilla, por lo que tampoco se levantan tumbas adornadas, así
fuesen necesarias para tan pobres diablos. Una cruz roja y pequeña hecha
generalmente de dos astillas de madera, señala el sitio en que yacen (no por
obra del muerto o de su voluntad, sino por la del enterrador, para no confundir
el lugar), sobre el cual se esparce cal, el cual es nuevamente escarbado
después de algunos años, cuando el sitio se requiere, luego de incinerar detrás
del cementerio los restos que pudieran haber quedado.
Mientras permanecí
en Lima, hubo algunos temblores ligeros, uno de los cuales fue lo
suficientemente fuerte, sin embargo, como para que me despertara de noche y
sintiera temblar mi cama. En un principio, todavía durmiendo no supe
exactamente qué es lo que pasaba, más la señal segura [43] de un remezón, sobre
todo en la noche, es que todos los perros comienzan a ladrar. En Lima no se les
tiene mucho miedo, no obstante que los edificios están construidos para ello, y
que un peligro constante acaba por embotar finalmente el sentido de
intranquilidad. [44]
Viaje al Interior
Había visitado
especialmente el Perú para ir a conocer la colonia alemana del Pozuzu (o
Pozuzo, como ahora se escribe en el Perú), de la que tanto se hablaba en
Alemania. Según todas las referencias que sobre esto había tenido, creí que
podría llegar a dicha colonia en ocho días a lo sumo, mas para espanto mío, y
de seguro que también para el Sr. Damián v. Schütz, supe que en este tiempo
(tiempo de lluvias en las alturas), necesitaría tranquilamente dieciséis o
dieciocho días. Esto me pareció en realidad, excesivo y empecé a pensar para mi
capote, si podría tal vez privarme de un trote tan perverso ya que no creía
posible que pudiera resarcirme del resultado de tantos esfuerzos y dispendios
de semejante marcha por encima de dos cordilleras. Si así fuese, tendría que
informarme en Lima mismo de las condiciones de las cosas de allá, para lo cual
tendría seguramente suficientes oportunidades. Llegó al colmo mi asombro cuando
supe que ese no era el caso, pues en cuanto encontré un par de personas que
habían estado efectivamente allí (desertores de la colonia), me formé por sus
descripciones la más embrollada idea y hasta advertí que se afanaban en pintar
con el color más negro esas condiciones a fin de hacer disculpable su propia
deserción. La clase culta de alemanes en Lima, incluyendo hasta los incontables
cónsules, nada sabía de la tal colonia, como si no existiera. En realidad, la
mayor parte sólo sabían de ella por lo que habían leído en el «Augsburger
Allgemeinen Zeitung». [45]
Como esto no
ayudaba en nada hube de viajar yo mismo ya que no quería ser infiel desde un
principio, a mis planes originales. Hube de prepararme para todas las posibles
contingencias, aunque no suficientemente, como lo supe después para mi
desgracia. No creí nunca que en un país tan difícil había que gastar tanto
dinero, ya sea para venir del lugar como para subsistir.
Ante todo, tuve
que comprarme en Lima una mula, debiendo pagar seis onzas y media sólo para
adquirir una bestia relativamente buena y durable en cierto modo; mas como yo
había tomado mi decisión no tardé en ponerla en práctica. Al tercer día de
Navidad, a eso de las diez de la mañana partí, poniendo el revólver en su
funda, a la derecha y llevando cargada a un lado, mi escopeta de dos cañones,
pues había oído un montón de historias de crímenes en ese camino y por lo que
se me advirtió que no hiciera solo el viaje. Es un hecho que varios hombres, en
las mismas proximidades de Lima, no más allá de seis u ocho leguas, fueron
asaltados y asesinados, por lo que era mucho mejor tomar en todo caso
precauciones. Aparte de ello, un enorme número de negros a partir de la abolición
de la esclavitud, vagaba especialmente por Lima y sus alrededores, siendo tan
poco de fiarse estos mozos como los mismos sudamericanos, pues ya han estado
mucho tiempo en el país como para poder aprender algo de él.
Es un hecho
completamente característico que aun la descripción más fiel de un país
extranjero, principalmente si está al otro lado del océano, ofrece la imagen
del mismo, el que se encontrará diferente al ponerse en contacto con la
realidad. Se puede tener mucha experiencia y conocimiento de otros países, sin
que tal cosa ayude nada; la fantasía aun tratándose de hombres sin inquietud,
nos hace siempre una pasada y de repente nos vemos trasladados a una escena con
la que creíamos estar de antemano habituados y que se nos presenta totalmente
extraña y desconocida. [46] Es así como me ocurrió en el Perú, cuya costa
conocía como seca y pedregosa imaginándome que en cuanto atravesara la primera
colina, dejando tras de mí las primeras millas, encontraría un país cubierto de
vegetación... ¡Cómo me engañé con ello!
Mi próxima meta,
Cerro de Pasco, la famosa ciudad de la plata y asimismo la más alta del mundo,
y no Quito como había considerado antes erróneamente, está a 5.000 pies más
alto que esta última ciudad, o sea como a 14.500 pies sobre la superficie del
mar y ya en la vertiente del Amazonas, en dirección noreste de Lima. El camino
se extiende desde Lima, cuando ya se ha atrevesado el puente sobre el Rímac, en
dirección al norte, hasta llegar al río Chillón, siguiendo fielmente a éste hasta
al divortium aquarum en la cordillera.
Como es natural,
poco se ve en las mismas calles de Lima el carácter externo del país, con
excepción de los médanos desérticos, de desnuda y pelada apariencia, los cuales
no prometen nada consolador en sus proximidades. Mas ahora, al dejar la ciudad
se recorre por un ancho camino que muy bien podría ser el lecho seco de un río,
pues está cubierto por piedras que las aguas han pulido y aplanado y cuyos
intersticios solamente están cubiertos de polvo gris. A ambos lados corren
bajas paredes de barro, detrás de las cuales se extienden prados y se alzan
árboles frutales, porque uno de los canales que provee a Lima de agua fresca y
buena atraviesa por aquí y en alguna forma estimula la vegetación. Por lo
demás, todo es pelado, todo es seco, desértico y muerto, no distinguiéndose ni
siquiera un pájaro, salvo el asqueroso gallinazo de Lima.
Afuera, ya en la
última puerta de Lima, hay un jardín en el que un alemán tiene un bar; y como
hoy es día de fiesta todavía, flamea la bandera negro-rojo y amarillo. Al
frente tremolan al viento las banderas italianas lo cual es una [47] jocosa y
menuda ilustración de cómo podrían flamear pacíficamente una junto a otra ambas
banderas, si cada cual sólo tuviera en vista su propio bien. Inmediatamente
después comienza el desierto, alzándose de trecho en trecho pequeñas cabañas de
barro en las que se expenden a los viajeros chicha, pan reseco y cigarrillos.
El que no se deja llevar por la tentación y prosigue su camino, encuentra de
pronto que éste no está ya flanqueado por las tapias y que comienzan los
pelados cerros, allí mismo, donde se entreabre un valle, y más allá del cual no
se ofrece nada, sino arena, tierra, polvo, así como tierra reseca y rojiza,
sobre la cual caldea el sol. No distinguí ningún ser humano en toda aquella
parte de la ruta que recorría el ojo y sólo me seguía un viajero con su pequeño
trotecillo y cuyo camino tomó pronto a la izquierda, hacia un pueblucho. Él
sofrenó su cabalgadura en cuanto me alcanzó, a fin de preguntarme adónde iba
tan solo. Le indiqué mi meta que estaba lejos, detrás de la cordillera, y
entonces él meneó la cabeza. «Debe Ud. tener cuidado -opinó él-, pues hay gente
peligrosa que vagabundea por estas regiones y a la que no se le ha podido prender».
Y diciendo esto tomó hacia abajo, desapareciendo en pocos minutos en una nube
de polvo que su propia cabalgadura había levantado del suelo seco.
«¡Tener cuidado!»
No había ya nada que hacer, encendí un nuevo cigarro y seguí al trote mi camino.
Quería alejarme cuanto antes de la proximidad de la costa y no tanto por los
posibles salteadores, cuanto por la tristeza de la escena, la cual debería
cambiar adentrándose por otra más alegre. Habría hecho una media hora de camino
a través de ese desierto cuando vi surgir ante mí una columna de polvo,
reconociendo casi inmediatamente a tres jinetes que por mí mismo camino se
dirigían a Lima. Se trataba de negros como lo descubrí luego y dirigí mi
caballo hacia la parte derecha del camino para que ellos pasaran por la
izquierda. El camino no estaba allí claramente limitado, pudiendo tener hasta
unos cien pies de ancho. Los jinetes se dividieron, [48] de manera que yo tenía
a dos de ellos a mi izquierda y uno a la derecha. Cerca de mí frenaron
súbitamente a sus bestias, mientras uno de los primeros extendió el brazo y me
solicitó fuego para su cigarro.
Es posible que no
fueran sino gente buena e inocente y que no ocultaran nada malo bajo el poncho;
más, después de haber escuchado historias de asesinatos no estaba yo decidido a
ir contra tres, sin tener para mí la menor ventaja, ya que «la ocasión hace al
ladrón». Con anticipación había metido mi mano en la funda, y extrayendo de
ella mi revólver, les dije a los hombres, completamente tranquilo: «que ése era
el único fuego que podría proporcionarles». De un salto se puso con su caballo
al otro lado, en tanto que los otros dos soltaron la carcajada. Yo le hinqué
las espuelas a mi caballo, decidido a no detenerme más en una conversación en
ese lugar. Cuando volví la cabeza poco después vi cómo continuaban su camino.
Pero estaba seguro de que no me seguirían, pues ello sería una señal de clara
enemistad, ante la cual hubiera tenido que usar mi escopeta de dos cañones.
Debieron haberlo comprendido así, pues no fui nuevamente molestado y por fin se
perdieron de vista.
Estaba
relativamente satisfecho con mi caballo el que, como todas estas bestias,
siendo excelentes en grupo, son lerdas cuando solas, por lo que lo aguijoneé
con las espuelas. Alcancé pronto el pequeño torrente del Chillón al cual
tendría que seguir en trote, en adelante, y en cuyas orillas encontré por lo
menos algo de vegetación aunque mucho menos de lo que había esperado. El valle
por el que yo iba ascendiendo se mostraba pelado y seco a ambos lados de la
corriente. Descubrí una gran cantidad de cercas construidas con piedras
superpuestas, lo cual me hizo reflexionar por qué permitió Dios que los hombres
levantasen con visible trabajo y esfuerzo estos muros que encerraban una gran
cantidad de lugares en los que ni siquiera temblaba la punta de una paja. [49]
En el «invierno»
deben de tener estos cerros, en todo caso, una vista más agradable pues aunque
aquí casi nunca llueve en realidad, cae de tiempo en tiempo una fina llovizna
como se me dijo, la que junto con el rocío de la noche, estimula a la hierba en
su seco suelo y cubre las laderas con un verde transparente y empañado. Es
posible que estos cercos se conviertan en prados, en los cuales puedan distraer
su hambre las bestias, siquiera por corto tiempo. Es evidente, por lo demás,
que estos parajes, mediante un poco de trabajo de irrigación, podrían
valorizarse grandemente, porque en estas mismas laderas secas no falta
completamente el agua. Brotan allí una cantidad de fuentes, y hasta el mismo
río o torrentera tiene suficientes cascadas como para conducir el agua a
diversos sitios. Más todo eso significa trabajo, para el cual no parece hecha
esta raza hispánica de haraganes. Sólo le permiten prosperar al extranjero,
estando dispuestos a lo sumo a devorar lo que les produce un alto cargo o a
pasarse todo el día, apoyados los codos sobre el mostrador. No pueden ni
quieren siquiera ser activos, por lo que vastas comarcas, que podrían producir
ricas cosechas, permanecen inutilizadas tanto tiempo, hasta que manos foráneas
se apoderen de ellas, cosa que ocurre en todo caso con el transcurso del
tiempo.
Pasé por algunas
haciendas que beneficiadas por fuentes y por el mismo Chillón producían
plátanos, naranjas, plantas forrajeras y caña de azúcar. El suelo es, en primer
lugar, lo suficientemente fértil como para producir excelente verdura, siendo
los alemanes los que generalmente la cultivan. Un poco más arriba se va
estrechando el valle más y más. La faja de tierra regada por el agua, se hace
cada vez más estrecha, hasta que, como una cinta sigue el curso paralelo a la
corriente del río, en tanto que a la derecha y a la izquierda se destacan
desnudas y peladas las alturas, triste y salvajemente contra el cielo azul,
desprendiéndose de esos eriales calcinados un calor asfixiante. No habiendo en
el camino ningún árbol que protegiera de los rayos del sol, [50] era muy poco
agradable cabalgar por él, y sólo a la entrada de la noche se sentía fresco
suficiente como para estimular a mi caballo para que trotase con paso más
ligero. Antes de la caída de la noche llegué finalmente al puente sobre el
Chillón, que fluía allí con demasiado brío como para que pudiera pasarlo a
caballo. Al otro lado había una hacienda, Macas, donde yo podía pernoctar, y donde
encontré por lo menos una buena cama, como para reposar de las molestias del
primer día.
En el puente, un
chino me cobró derecho de pontazgo, y desde allí vi que junto a la hacienda
había una cantidad de chozas bajas y sucias construidas con esteras, en las que
los chinos hormigueaban. Al pedir informes, me dijo el mayordomo (pues el
propietario vivía en Lima o por lo menos no se encontraba allí), que estos
chinos, llamados coolies, estaban obligados por un contrato de ocho años,
después de los cuales recobraban su libertad, bien sea para comenzar algo para
sí mismos o para contratarse nuevamente. Los mencionados habían cumplido ya
cinco años de su tiempo, habiéndonos asegurado el hombre «que estaba satisfecho
de su trabajo».
De Macas hasta
donde había tenido un camino relativamente plano, salí en la madrugada del día
siguiente, habiendo llegado pronto al terreno propiamente montañoso del país.
El Chillón tiene un descenso extraordinariamente fuerte, que no con poca
frecuencia se descompone en pequeñas caídas de agua. El valle se estrecha, por
añadidura, cada vez más y más, llegando las rocas hasta el mismo lecho del río,
escarpada y perpendicularmente. Junto a Macas, en la orilla derecha del río, y
a una regular altura sobre el cerro, en un lugar yermo, de paredes peladas e
infértiles, se extiende una antigua ciudadela indígena, que tiene la apariencia
de un fantasma. Los muros parecen ser de barro, según pude apreciar a la
distancia; y a pesar de que los techos estaban carcomidos y deshechos desde
hace tiempo, [51] han resistido a los años en una zona en que nunca llueve; y
es así como sus ventanas en forma de ojos siguen mirando fija y extrañamente
desde su oscura concavidad, en la que muchos y muchos años hace que no hay
ningún ser viviente, a los viajeros que pasan por abajo, cerca de sus paredes
blancas y vacías. Todavía puede reconocerse el antiguo mercado, así como los
restos de una iglesia levantada probablemente por los españoles, aunque ya
nadie pone el pie en aquellas plazas y calles públicas y ninguna cabeza se
inclina en esa iglesia ante el desconocido, advenedizo y temible Dios, cuyo
nombre está rodeado de sangre y de espanto. Los pálidos y pelados murallones
que arrojan cierto resplandor desde arriba, se me antojaron ser un gigantesco esqueleto
que se consumiese al sol, en lo alto.
Pero no hay como
entregarse en estos caminos a muchas meditaciones, pues uno está más bien
obligado a tener mucho ojo con el sendero, que desde entonces sube
escarpadamente, a ratos, o baja profundamente, exactamente como el mismo
terreno se ha levantado loca y salvajemente a las alturas o venido abajo a las
profundidades. Los sudamericanos no tienen una idea precisa acerca de la
construcción de caminos, la cual se limita a asegurar el paso de una bestia de
carga por determinado sitio. No se les ocurre despejar las dificultades del
camino y prefieren bordearlas, así tengan que hacer grandes rodeos, no
importándoles que la bestia de carga tenga que ascender o bajar. Usan
cuidadosamente la pólvora de mina pero no tienen una idea de lo que es el
barreno o por lo menos nunca lo han utilizado.
Cada vez se hace
más angosta la quebrada, pero de trecho en trecho se muestran campos cultivados
y fértiles, siendo especialmente abundantes en ellos la alfalfa, que es el
forraje de los animales. También encontré en las vecindades maíz y papas, al
dejar detrás de mí el clima tropical. Por lo demás, me había propuesto alcanzar
Obrajillo, un pueblo grande distante catorce leguas de Macas, a fin de [52]
llegar a un buen lugar, pero cayó la noche cuando el camino ascendía
empinadamente junto al río. Aquí forma el Chillón una cadena de cascadas, y
resulta maravilloso ver cómo se precipitan borbollantes y espumosas las ondas
desde las oscuras sombras de las peñas, yendo a hervir y burbujear en los
profundos calderos. El sendero se torna allí estrecho y brusco, debiendo
caminar mi bestia media hora seguida únicamente sobre pedazos de rocas y hasta
trepando por éstas. Para ello tienen las mulas un excelente instinto en el cual
puede uno confiar, pues mientras menos se use el freno, mejor caminan ellas.
Llegaron a dar las nueve antes de que alcanzara la ciudad, fue difícil
conseguir alojamiento para mí y forraje para mi bestia. En realidad, no era
cosa de pensar en una cama, habiendo tenido que dormir en la noche -como muchas
veces me ocurrió en mi vida-, apoyando la cabeza en la montura y envuelto en mi
poncho.
El siguiente día
vino a ofrecerme un paraje más alegre, la corriente impetuosa parecía haber
proporcionado el suficiente vapor como para mantener húmedo y fértil el suelo
de la quebrada. Verdad es que se me dijo que aquí llovía con frecuencia. Tenía
detrás de mí las secas y áridas lomas de la costa peruana y esperaba encontrar
por lo menos verdes laderas. Nada hay más triste que cabalgar a través de una
tierra árida. En efecto, los cerros estaban aquí cubiertos por matorrales
verdes llenos de flores y hasta en el mismo camino se encontraban los
atrayentes y olorosos arbustos de heliotropos (vainillas), que difundían su aroma
en la fresca brisa de la mañana. Preciosos colibríes de rojo púrpura y de verde
e increíble pequeñez, vibraban y zumbaban en los breñales de las orillas del
torrente, mientras pajaritos preciosos y variopintos ensayaban en vano acordar
una orquesta. Las aves de América tienen colores supremos, aunque son muy pocas
las que realmente cantan. No hay cómo establecer comparación con nuestros
cantores de los bosques, con excepción del Mockingbird de Luisiana, al que se
le llama también ruiseñor americano. [53]
Crece en
abundancia alfalfa, maíz y papas, pero permanecen limitados al estrecho valle.
Los vecinos han osado establecer verdaderos campos de cultivo sólo de trecho en
trecho, en lo alto de las laderas, que aparecen verdes y fértiles. Si la gente
de aquí desease trabajar verdaderamente, podría sacar bastante pero en realidad
necesitan muy poco para vivir y sus esfuerzos no superan mucho lo
indispensable, problema que se encuentra en toda América del Sur, como en toda
la raza hispánica. Al anochecer, me adelanté a un arriero que iba rumbo a Cerro
de Pasco con sus bestias de carga y también a Huánuco. Los animales estaban
cargados con pipas de cobre para una fábrica de aguardiente, algunos de ellos
con calderas de cobre, las cuales habían sido amarradas con suma habilidad en
las monturas por los arrieros. Con bastante rudeza trataban ellos los efectos
que se les había confiado, pues áspero es el camino y áspero el pueblo y lo que
no se podía sujetar buenamente con las bastas correas tenía que doblarse o
romperse. El daño lo recibía naturalmente el destinatario. ¿Por qué ir entonces
con tantas precauciones? Varias de las pipas y tuberías estaban ya dobladas y
un par de llaves del gollete se habían roto. No sabía en realidad cómo podrían
ser reparadas en el interior del país.
Como había hecho
con mi bestia un trote muy extenso por lo que quería cuidarla, hube de quedarme
ese día junto con los arrieros, en la natural presunción de que conseguiríamos
alguna casa cómodamente arreglada en la que pudiéramos pernoctar. Me vi
completamente defraudado. El camino subía cada vez más alto y empinado,
habíamos dejado atrás campos cultivados y fértiles, en algunos trechos debí
bajar de la silla para caminar a pie, a fin de aliviar en alguna forma a mi
caballo. Pero alcanzamos la parte divisoria de la cordillera, a la que llegamos
tan poco a poco, que no lo noté en absoluto sino cuando me lo dio a saber el
viento frío. Allí nos topamos con una multitud de mulas y de burros y también
los pasamos, parte de los cuales volvían [54] descargados de Cerro de Pasco, y
algunos subían cargados con diversas mercaderías. Caravanas íntegras de asnos
cargaban esos pesados barriles de hierro provistos de tornillos, en los que se
envía el azogue, que es usado en Cerro de Pasco para la amalgamación. Otros
llevaban grandes barricas y cajas gigantescas y una de las desdichadas bestias
cargaba hasta un piano en los lomos, el cual era así transportado desde Lima a
la ciudad del Cerro, distante 48 leguas de la capital, algo así como 34 leguas
alemanas. El que conoce el camino, debe de considerar tal cosa como imposible,
pero las mulas hacen posible todo lo que les compete y aunque no con rapidez,
siguen su camino con absoluta seguridad. Mas a veces les resulta demasiado
pesado, especialmente en estas alturas, en la que los cerros tienen el forraje
estrictamente necesario y donde en este mundo de Dios no se encuentra nada para
comprar, no pocas veces las abandona las fuerzas. Prueba de ello se encuentra
en los amarillentos y muy numerosos esqueletos de mulas y de caballos en las
alturas y hasta en las mismas calles, pues mientras ellas siguen trepando, no
le dan a uno descanso alguno. A menudo no se les libera de la pesada carga sino
a los muertos, carga que acaba por traer a tierra a las bestias muertas de
hambre. Los arrieros no pueden o no quieren siquiera comprar forraje para sus
bestias, pues apenas han llegado las alturas, donde nadie hace acopio de
forraje, conducen sencillamente a su grupo de animales a los prados. Todo lo
bueno que éstos podían ser para ellos, lo vi al día siguiente, allí donde todo
el suelo estaba cubierto de blanco rocío.
Esa noche que hube
de pasar al aire libre, sentí un hielo espantoso y mi cuerpo no podía admitir
justamente que en un cálido clima retornáramos de pronto a pleno invierno. Oh,
Dios mío, ya ni sé lo que se me espera y cómo irá a cambiar el clima la próxima
semana, del caliente al frío y del frío al caliente. En cuanto a alimentos, no
había cómo conseguirlos. No muy lejos de donde desensillamos, tenía un pastor
su redonda choza cubierta con paja, en la cual [55] descansaba de noche,
suficientemente caliente; y éste no nos ofreció otra cosa que el llamado Chupe
o Sopa, que con el recuerdo fresco de la cocina ecuatoriana, rechacé de plano.
Llevaba conmigo algo de pan y chocolate con lo que tuve una frugal colación. A
la mañana siguiente nos pusimos nuevamente en camino, muy temprano, quiere
decir que los arrieros comenzaron con sus animales de madrugada. Empero, antes
de que ellos hubiesen arreglado sus monturas y sus bultos, transcurrió un
tiempo bastante largo, una hermosa parte del día. A mí mismo me pareció muy
largo el tiempo y no bien tuve ensillada mi bestia, mientras se me helaban las
manos (por lo que, frotándolas, tenía que meterlas en el bolsillo), les dije
adiós a los arrieros y comencé a ir al trote de mi bestia cerro arriba, rumbo
al yermo. ¡Qué desnudas y peladas se alzaban las cumbres cubiertas apenas por
la amarillenta paja, y entre las cuales aparecía, de tiempo en tiempo,
ofreciendo algún cambio, una tranquila laguna!... Y no obstante no se veía ni
siquiera un animal salvaje para cazar. Muy, pero muy alto sobre mí, pero más
allá del alcance de una bala, daban vueltas dos cóndores fuera de los cuales,
con excepción de dos patos silvestres que nadaban en la laguna, no había ningún
ser viviente, y tanto yo como mi mula parecíamos ser los únicos sobrevivientes
en medio de una creación muerta.
Donde se empinaba
el camino, hube de bajar dos veces de la silla, a fin de aliviar a la bestia, y
me di cuenta con asombro, que mi respiración se hacía pesada. Sentí asimismo,
dolor de cabeza, aunque no precisamente dolor, sino más bien como una
desagradable presión en las sienes. Evidentemente había motivo para ello pues
me encontraba al llegar a la cima, en el paso más alto de la cordillera, a
16.000 pies de altura sobre el nivel del mar. Sentí también, de manera
especial, lo ralo del aire cortante, cuando respiraba por la nariz, pero
ninguno de los inconvenientes de que había oído hablar. No debe ser raro que
los hombres y hasta los animales, sean atacados por una verdadera enfermedad
[56] en estas alturas, un mareo que va acompañado de terribles dolores de
cabeza y un debilitamiento mortal. Los animales atacados por este mal caen
pronto a tierra y si después de algún tiempo se les conduce nuevamente a la
altura, tiemblan todas sus extremidades y casi no pueden moverse del sitio a
causa de su debilitamiento. A este malestar se le llama en el país, si no me
equivoco, Wedde, y debe de tener su origen, a juzgar lo que he oído, más en las
corrientes gaseosas que en la altura misma, ya que sobreviene no tanto en el
paso más elevado de la cordillera, como en la parte abierta de las laderas.
Los mismos picos
de la cordillera no se muestran de ninguna manera netamente delineados, como un
poco más allá, al sur de Valparaíso, donde se puede atravesar en pocos minutos
la vértebra misma de la cordillera. Aquí, la altura está desarticulada y como
dividida en pequeñas colinas y profundidades; incluso se extiende en lo alto,
una laguna, y encuentro que he alcanzado la misma cumbre, pero pronto se
proyectan laderas salvajes cubiertas de nieve y cuyas blancas sabanas se hunden
más allá de donde me encuentro. La frontera de nieve, esto es la línea de las
nieves eternas, que en Suiza están más o menos a 9.000 pies, y hasta a 8.000
pies en algunos de sus nevados, está de manera maravillosa mucho más alto en
las cercanías del trópico que en el trópico mismo, en la línea ecuatorial llega
a 15.000 pies y en los trópicos hasta 16 y 17.000. Cuál es la causa de esto, es
algo que todavía no está esclarecido, aunque sería fácil una aclaración para
América misma. Justamente debajo del Ecuador y hasta a pocos grados distantes
de él, hay una multitud de cumbres cubiertas de nieve, entre las cuales el
gigantesco Chimborazo, alcanza a tener una masa de cinco mil pies de nieve.
Como es natural, esos extensos campos de nieve producen un frío más intenso que
donde las cumbres se alzan solitarias, razón por la cual la línea divisoria de
la nieve está mucho más abajo. Los mismos fenómenos, aunque en una proporción
mucho menor, [57] como es natural, se ofrecen también en Suiza y Tirol, en este
último país que no posee una extensa superficie de nieve, como el primero, la
linea demarcatoria de la nieve está situada a una altura mayor, trayendo nieve
algunas altas cumbres de 9.000 pies, solamente en el invierno y a esa altura
hay todavía el pasto más dulce y tierno de los Alpes.
Desde aquí se
precipita el camino muy pronto hasta los 14.000 pies pero no nos lleva
nuevamente, como lo había esperado, a fértiles valles, sino que se mantiene a
esa altura que se llama Puna y donde un pasto no pocas veces chamuscado por el
hielo, mantiene con vida hatos de ovejas y tropas de llamas. Las ovejas no
consiguen con facilidad el alimento cuando van a buscarlo en las laderas, y las
llamas prefieren mantenerse en los lugares más hondos y pantanosos, que las
ovejas evitan. La llama tiene también anchas uñas con las cuales no se hunde
profundamente en el suelo y tolera mejor que la oveja las plantas acres que
crecen en el agua. Estas cordilleras constituyen en realidad el hábitat de la
llama, la que ya no se encuentra en estado salvaje, sino en estado doméstico y
en tropas. En cambio la vicuña, una especie más pequeña, todavía vive en estado
salvaje, no dejándose domesticar, y es demasiado débil como para soportar
cargas. Parece que hubo antes, guanacos, cuya patria es en realidad la
Patagonia, hasta los 30 grados de longitud, pero éstos han sido exterminados o
empujados hacia el sur, donde se les encuentra en tropas siempre numerosas.
Los antiguos
Incas, cuyo recuerdo vive todavía en la boca del pueblo, mientras sus sencillas
construcciones resisten hasta nuestros días la obra del tiempo, emprendían con
cierta frecuencia grandes cacerías de vicuñas, en una manera sumamente
particular, reuniéndolas. Según todas las descripciones, parece que han tenido
plumas para atraerlas, con las que en cuanto encontraban una tropa de vicuñas,
las atraían y las encerraban, apretando cada vez más el círculo, hasta que las
cogían individualmente con el lazo [58] o las podían matar con sus flechas. Los
colgajos de plumas no eran demasiado altos, pero las vicuñas no se atrevían a
saltar por encima de ellos. Mas, cuando uno o varios guanacos se encontraban en
la misma tropa, cosa que según parece ocurría con frecuencia, la cacería
quedaba malograda, pues los guanacos saltaban por encima de las plumas, y en
cuanto uno de estos animales estaba afuera, las vicuñas no se quedaban quietas,
sino que seguían el ejemplo. Los indios se cuidaban mucho por eso, de no rodear
una tropa en la que barruntaban la presencia de los prudentes guanacos.
El guanaco salvaje
tiene un color determinado, como casi siempre todo animal salvaje; en cambio,
la llama domesticada tiene varios colores, negro, blanco, café, gris, manchado,
y hasta atigrado, no habiendo nada tan multicolor en el mundo como una tropa de
estos lindos cuellilargos, peludos animales, los cuales levantan la hermosa
cabeza, no medrosamente, sino con asombro, apenas aparece por sus silenciosos
páramos un aislado viajero. Seguramente no existe nada tan efusivo y cariñoso
en el mundo, como una llamita joven, con su sedosa y densa lana. Habría dado
cualquier cosa, si hubiese podido llevarme uno de estos preciosos animalitos.
Pero ya tenía bastante trabajo en tratar de seguir adelante, y además de ello,
las llamas no pueden soportar bien el clima seco y caliente de la costa. Con
todo, vienen de vez en cuando en tropas aisladas, hasta el mismo Lima, pero se
las llevan siempre lo más pronto posible a su alta y fría tierra, la cual es su
hábitat, y para resistir el crudo viento de allí, van protegidas con una piel
caliente en todo el cuerpo.
Mi mula, de aire
fino y delgado, se condujo bastante bien en la altura, sólo que en la subida
pareció que le faltaba un poco el aire, pues estornudaba fuertemente y se
detenía con frecuencia para descansar. A fin de no obligaría demasiado, hacía
pequeñas jornadas y permanecía en el primer tambo, [59] que encontraba
solitario al pie del cerro. Estos tambos, pequeñas y bajas cabañas de barro,
que en las ciudades más grandes suelen tener hasta una cama para los foráneos y
viajeros, en esta naturaleza salvaje son sencillamente albergues nocturnos, en
los que se encuentra a lo sumo una sopa de papas, si es que uno tiene suerte, o
un pedazo de carne, pero nunca la menor comodidad. Cuando se desea dormir, le
procuran para la noche una media docena de pellejos de cordero, los que por los
menos protegen de la humedad; de otro modo está uno obligado a utilizar su
montura como almohada y su poncho como frazada, y cuando sopla el viento frío y
cortante de la cordillera, ya puede uno sacudirse y helarse a sus anchas bajo
la delgada manta.
Por lo demás,
estas posadas no son muy limpias, y si no es imprescindible, no se debe
permanecer cerca del fogón, que es donde se cocina la sopa; salvo si uno mismo
se decide a preparar la comida. No obstante, no se puede comparar esto con el
interior del Ecuador, ya que, en comparación con los habitantes de ese país,
son los peruanos unos verdaderos holandeses. El alimento principal en estas
alturas, son las papas (las cuales son traídas de zonas más tropicales) y la
carne de carnero. De vez en cuando consiguen también maíz, el cual lo tuestan
con manteca, sirviendo de esta manera como pan.
De esta casa,
Casacaucha, en la que pernocté, salí al despuntar la aurora, para llegar a una
pequeña ciudad, Huayay. El camino que va hacia allí, que continuaba en la puna,
estaba muy malo. A pesar de que atravesaba por la parte alta de los montes, en
laderas cubiertas de pasto, el suelo se mostraba tan blando y pantanoso, que mi
mula corrió el riesgo de hundirse dos veces, debiendo poner el mayor cuidado
para conducirla, en adelante. El Estado tiene el toda la República, haciendo
colocar en los sitios de mayor cuidado de mejorarlo por ser éste el principal
camino de deterioro, una especie de empedrados. Como esta obra tenía [60] que
llevarse a cabo con piedras muy groseras, las cuales no encontraban tampoco un
piso firme, buena parte de ellas se sumergía en el suelo pantanoso, parte se
separaban unas de otras, de suerte que en ninguna parte del mundo encontraban
las bestias tan bella oportunidad para quebrarse las piernas. En el camino no
llegué a ver otra cosa que numerosos hatos de ovejas y tropas de llamas. Los
pastores viven en pequeñas chozas redondas que tienen algo así como cuatro pies
de alto construidas con piedras cubiertas por un techo puntiagudo hecho de
juncos trenzados. Como combustible usan las motas de tierra con pasto que
cortan en la tierra fangosa y las secan al sol. En el interior tienen una
cocina fabricada con barro, la cual está tan bien estructurada que el tiro se
efectúa excelentemente, difundiendo en el interior una temperatura sumamente
agradable. En torno de la choza hay un hoyo circular, construido asimismo, por
trozos de tierra (terrones), que de día sirve como asiento y de noche como cama
caliente. El humo circula naturalmente a través del techo, o por cualquier
sitio que le sirva de salida, ya que no existen chimeneas.
Llegué a Huayay
algo así como a las tres o cuatro de la tarde y como hasta Cerro de Pasco me
quedaban todavía ocho leguas, decidí pasar allí la noche. Debía haber algún
buen tambo en el lugar pero pregunté en vano dónde pasar la noche; en vano
solicité en algunas casas decentes del pueblo que me dieran un «cuarto». Nadie
quería hospedar al extranjero, y la respuesta que escuchaba era: «no hay
cuarto».
Si yo hubiese sido
un joven y tímido viajero, habría tenido que pasar la noche al aire libre, lo
que de ninguna manera es agradable, pues una hora más tarde comenzó a granizar
con fuerza y en la noche heló terriblemente. Había visto bastantes cosas de la
raza americana para saber la forma de tratarla; y como había dado una vuelta a
caballo sin poder encontrar albergue para la noche, me fui a caballo a la [61]
mejor casa de la ciudad. Bajé sencillamente del caballo, quité la cincha de la
montura y la llevó al interior de la casa, puse mi escopeta en un rincón y le
expliqué al propietario, que antes se me había mostrado bastante rudo, que yo
era solo. Pareció que él encontró todo esto correcto, y nada se dijo respecto a
mi anterior petición, siendo el hombre, desde ese momento, tan afectuoso como
le fue posible. Hasta llegué a obtener algo muy raro: alguna avena para mi mula
y también maíz, ya que afuera, en el prado, no se podía encontrar nada. Además,
encontré una tienda, en la que pude comprar una vela, pan y una lata de
sardinas en aceite. Llevaba conmigo chocolate y un poco de cognac; y si el
lector quiere saber para qué hacia estos preparativos a lo Lúculo en un lugar
tan desértico, tendría que decirle simplemente que era la noche de San
Silvestre, la cual debía festejar en ese lugar, completamente solitario. Quise
naturalmente festejarlo y prepararme por lo menos un grog, para beber y brindar
por mis amigos, en dicha ocasión.
No hay palabras
para expresar el momento en que sonaron las doce de la noche, y mientras vi en
mi pensamiento desaparecer la pareja de la iluminada sala, en tanto que
meditaba en el tranquilo e íntimo cuartito, en el que buenos amigos se decían
mutuamente este brindis: «Salud por el Año Nuevo»; en Huayay caía el granizo
sobre los techos y tamborilaba en la marquesina de madera de la veranda. Me
encontraba acostado sobre mis pieles de cordero, la cabeza apoyada en mi
montura, junto a mí el vaso del grog, humeante, y creo que jamás se ha enviado
desde la distancia un tan cordial «Salud por Año Nuevo» para saludar a los
buenos amigos del terruño, como en dicha ocasión.
Antes me dormía
apenas había puesto la cabeza en la montura, pero ahora no ocurrió lo mismo,
durante mucho tiempo permanecí en estado de ensueño, fumando un cigarro tras
otro, hasta que soplé el humo de la lámpara que titilaba junto a mí. [62]
Así permanecí
hasta que fuesen, allá lejos, las doce, aunque en Huayay todo siguió tranquilo
y silencioso. El año viejo había pasado y un nuevo año comenzaba. Eso era todo
lo que sabía la gente y no se inquietaba por el resto. ¿Cómo podrían tener
sentimiento para separarse del año viejo, si no tenían un sentido concreto del
tiempo? Ellos saben que el año tiene 365 días. Eso es todo. Les es igual que
pasen rápida o lentamente, pues así como pasa un día, viene otro, que tiene la
misma apariencia y el mismo valor que los que le precedieron. Para qué podrían
servir los días, y si están puestos en igual forma en todo el mundo, a fin de
utilizarlos en algo, es cosa que no se les ocurre.
Puede ser que
nosotros, los europeos, dediquemos un poco más de meditación a esta división
del tiempo, y quizá ellos le atribuyan alguna significación mayor; pero lo
cierto es que un nuevo año es de todos modos un paso gigantesco hacia la tumba,
luego del cual, y medido nuestro camino, no nos parece tan largo, y cuando en
un paso semejante se le ocurre una gran cantidad de cosas, ¿quién puede
comprender al corazón humano?
Mi vela se había
apagado finalmente, y cuando me desperté al día siguiente, el sol del año nuevo
estaba ya en el cielo. Como no tenía que hacer visitas por el Año Nuevo, esto
no me estorbaba. Me levanté despacio, preparé mi chocolate y ensillé mi mula
para proseguir el viaje. Cuando abrí la puerta, apareció el sol reluciendo
sobre las blancas praderas llenas de rocío y de granizo, así como sobre los
techos, nieve y hielo en el paralelo 11º en el sur del Perú, donde según
láminas auténticas, la gente lleva como único vestido un mandil de plumas rojas
y amarillas y una corona de lo mismo. Y otra vez la tempestad. ¡Cómo me envolví
fuertemente en mi poncho, y cuántas veces hube de calentarme los dedos hasta
que al fin pude poner la cincha a la montura!... ¿De qué me servía pasar el
invierno en los trópicos? Yo me helaba aquí en mis vestidos relativamente
delgados [63] más que en Alemania en el más crudo invierno. El sol que ascendía
lamió pronto el rocío de las laderas, y sólo cuando estuve en la silla, tanto
mi bestia como yo nos calentamos.
Desde aquí hasta
Cerro de Pasco, el camino conducía únicamente a través de una extensa pampa,
una meseta casi ininterrumpida, por la que la mula podía caminar vivamente. A
pesar de que hacía tiempo había comenzado la estación de las lluvias, yo había
permanecido felizmente indemne. Los ríos que cruzaban por esa llanura estaban
tan bajos aún que pude atravesarlos todos por sus diferentes vados. Grandemente
notable es el paisaje que rodea al viajero en cuanto deja tras de sí la
estrecha quebrada, en donde está Huayay. La pampa se abre ante él,
retrocediendo a su derecha y a su izquierda cada vez más las no muy elevadas
cumbres de los cerros. Los constituyen las piedras de formas más
extraordinarias, las cuales, en conjunto, parecen haber sido talladas, como si
hubiesen sido colocadas por capas, una sobre otra, cuidadosamente, por las
manos del hombre. Además el cerro no es completamente de roca, sino de hierbas,
de las cuales parecen surgir las piedras. ¡Y qué extraños grupos forman
ellas!... Aquí asciende una columna aislada, como de sesenta y hasta ochenta
pies de altura, completamente solitaria; más allá hay cuatro o cinco bloques de
roca que adquieren la apariencia de una figura humana gigantesca, la más
alejada de las cuales lleva puesto un sombrero; pudiéndose componer a base de
estas desgarradas formas y figuras, mediante una fantasía vivaz, toda suerte de
fabulosos endriagos.
¡No se debe
aplazar nada en el mundo! Cuando pasé al lado de esto, traté de dibujar un par
de los más extraños grupos, pero lo aplacé para mi regreso, mas cuando volví
por allí, estaba lloviendo justamente en ese sitio, así lo quiso el cielo, no
teniendo yo otra cosa que hacer que entrar nuevamente en Hualyoj. [64]
Encontré un
pequeño grupo de viajeros, que también venían de Lima y querían seguir a Cerro
de Pasco. Era un comerciante de esta ciudad, acompañado de su joven mujer, un
chico como de cinco años, en la delantera de la montura y un señor de más edad,
que acompañaba a ella, posiblemente el suegro. También encontramos allí una
multitud de arrieros y conductores de llamas, pues Cerro de Pasco no es una
ciudad insignificante, la cual, además no produce nada por sí misma, de manera
que todo, hasta lo último, tiene que ser traído de los alrededores. Sólo plata,
con la que se paga, reside en el seno de esta tierra, habiéndose establecido
los hombres en esta frígida soledad con el fin de extraerla.
Pasco era la
antigua ciudad de la mina, alejada algo así como tres leguas del actual Cerro,
pero las minas se agotaron allí, habiéndose trasladado casi todos los
habitantes de Pasco hacia las minas más ricas de Cerro, donde constituyeron sus
hogares. Como originalmente Cerro vino de Pasco, llamaron a la ciudad tal como
frecuentemente lo hacen en nuestro país los escritores, Cerro de Pasco. Así
sigue viviendo Pasco; y nosotros pudimos verla sobre una ladera seca y pelada.
Verdad es que son muy pocos los habitantes que allí permanecen más por una
antigua costumbre que por una efectiva necesidad. Ni comercio ni industrias
florecen en la ciudad madre a la que ha sobrepasado en mucho la ciudad de
Cerro, rica en plata y ennoblecida. Vimos también hacia abajo un par de
haciendas; pero los propietarios de las mismas tuvieron que limitarse a la
ganadería, ya que todos los frutos del campo son malogrados por el hielo
nocturno, que cae en toda época del año. En estas alturas, ni el verano ni el
invierno tienen, como es natural, ninguna influencia, de modo que cuando el sol
está en el cenit, parece que es más cálido el día y que fluye más agua de la
nieve que se derrite en las montañas, pero el aire sigue siendo frío y delgado,
estando siempre las noches a merced de los hielos y del rocío.
[65]
Tuvimos una vista
maravillosa en esta alta llanura, cuando se levantó la niebla, a mediodía, de
los llanos en que se recostaba, contemplé el panorama más hermoso de los
nevados que nos rodeaban. Algo que es difícil imaginar en el mundo. Estas
cumbres cubiertas de nieve, no aparecían desde donde nos encontrábamos muy
elevadas, pues la llanura misma está a 14.000 pies de altura sobre el nivel del
mar. Mas aquello se extendía como un blanco cinturón dentellado en torno
nuestro, desperezándose las gargantas de las montañas entre las nubes, en torno
de cuyas afiladas puntas flotaba una niebla semejante a un velo. No parece
existir volcanes en actividad, por lo menos no pude reconocer en ninguna parte
las columnas de humo, que en el Ecuador cubren muchos campos nevados. La pampa
forma aquí algo así como un caldero rodeado de poderosas vertientes, el cual
debe tener de contorno unas cuatro leguas, teniendo al centro una laguna. Todas
las aguas que se escurren desde aquí van a alimentar la corriente del Amazonas
y corren por ella hasta el Océano Atlántico.
El camino se
extiende hasta esta laguna, que queda a la derecha, en tanto que la ciudad de
Pasco permanece en la colina de la derecha, un poco hacia la parte alta de la
izquierda. Llegué más o menos a las tres de la tarde a la ciudad minera de
Cerro de Pasco. [66]
Cerro de Pasco
Cerro de Pasco,
situada en la meseta oriental de la cordillera, puede ser la ciudad más alta
del mundo, no habiéndose establecido los hombres a mayor altura donde pudieran
existir que aquí: 14.500 pies sobre el nivel del mar. Hay muchos que no pueden
tolerar el aire tan ralo y tan cortante, teniendo la mayor parte de las
enfermedades que se presentan en los lugares sanos, su asiento en los órganos
de la respiración y en los pulmones. Los recién llegados se quejan
especialmente de dolores de cabeza y de náuseas. He tenido yo mismo esa
desagradable presión en las sienes, no habiéndome librado de ella sino cuando
retorné a tierra más baja. Conservé el mejor apetito, no obstante las profecías
de lo contrario, manteniéndose mi estómago en perfectas condiciones.
Sumamente
característica es la visión de Cerro, cuando se llega a la cima de la más
próxima colina, contemplándose toda la lejanía al pie las dos lagunas que
enmarcan la ciudad. Desde allí no se puede reconocer otra cosa que los tejados
de un rojo oscuro de las tejas, tejados unidos unos a otros, así como los muros
grises de las casas hechos de adobe. A la izquierda de la ciudad, y separada de
ella por una laguna brillantísima, un edificio limpio y regular, que es el
Lavadero de la plata, movido a vapor, y los depósitos redondos, alineados a
cordel, en los que la tierra molida y conteniendo plata, es pisoteada por
caballos hasta convertirla en una especie de papilla.
[67]
El conjunto está
rodeado por peladas y grises montañas, en las que se ve de vez en cuando
ocupados a los trabajadores de la mina. De esta manera, Cerro está en una
verdadera caldera de rico mineral, y hasta sus paredes están construidas con lo
más rico, de suerte que hasta en medio de las casas se puede encontrar las
bocaminas de antiguos socavones. La mayor parte de éstos, cualquiera que fuere
su riqueza, está ahogada, no habiéndose podido reunir dinero suficiente como
para poner o instalar una maquinaria a vapor, a fin de sacarles el agua y
dejarlos libres.
Cerro de Pasco
debe a estas minas su existencia, pues los primeros trabajadores se
establecieron naturalmente muy cerca de su centro de trabajo, mientras nuevos
inmigrantes eran atraídos por los nuevos y ricos tesoros descubiertos, con los
que la plaza iba agrandándose. La ciudad cuenta ahora con 12 a 15 mil
habitantes, estando todas las casas provistas de todo el lujo europeo, a pesar
de que cuanto poseen tiene que ser transportado a lomo de mula.
Se han establecido
allí toda clase de artesanos, contándose entre ellos muchos alemanes. Aquí se
ha instalado, asimismo, un médico alemán, así como un relojero alemán y un
joyero, y por lo que he podido saber, la vida de sociedad transcurre alegre y
activamente. Como en todas partes, allí están también los alemanes divididos en
diversos partidos, los que no se pueden ver unos a otros. Es posible que hayan
obrado así para no calumniar a su carácter nacional, quizá también hayan
obedecido a otras razones. En todo caso he comprobado lo que en muchas otras
tierras extranjeras, en las que encontré a los alemanes divididos y separados.
Tomados individualmente todos son buena gente, honesta, pero cualquier
malentendido, da lugar a provocaciones. Rencilleros y oletones se ven en todas
partes, los cuales, de una palabra dicha a la ligera y entendida por ellos a su
manera, hacen un escándalo porque la difunden distorsionada, haciendo la
ruptura inevitable, después de que ambas partes [68] se han insultado y maltratado.
Cada cual cree tener la razón, nadie quiere dar un paso hacia la reconciliación
que cada cual la considera imposible, de suerte que la enemistad se vuelve
irremediable.
La región de Cerro
de Pasco produce, como ya lo hemos mencionado, nada más que un pasto muy
precario y plata. Todo lo demás, desde la papa que constituye su diario
alimento, hasta el piano, que el aborigen considera con admiración, es
transportado a lomo de mula a estas inhóspitas alturas. A pesar de esto, el
mercado de Cerro está provisto no sólo de los frutos de la zona templada, sino
también de muchos de la zona cálida, estando junto al plátano y la piña, la
naranja y el limón, los racimos de uvas, los higos y los membrillos; y hay
sacos con habas y garbanzos, cebollas y maíz, y cantidades de papas de los
valles próximos.
Es difícil, empero
llegar a cocinar bien las menestras. Hasta llegamos a intentar la cocción de
grandes habas en un caldero, pero en vano. Estuvieron hirviendo desde las ocho
de la mañana hasta las cuatro de la tarde, y a esta hora las habas seguían tan
duras como a las ocho de la mañana. También es difícil cocinar los huevos, por
lo que deben hervir mucho tiempo.
Los nativos
preparan un plato muy característico, al cual no le encontramos ningún sabor
los europeos. Se trata de las papas heladas, que son expresamente expuestas al
hielo hasta que se vuelven completamente acuosas, luego se les presiona y quita
el agua todo lo que se pueda, con lo que se reducen solamente a su parte
feculenta y así es como las comen, cocidas o asadas, y con gran apetito.
Esta manera de
preparar suena al comienzo razonablemente ya que propiamente se deja helar sólo
la parte acuosa de la papa, haciendo que permanezca lo mejor y harinoso. [69]
Esta es una de las innumerables teorías, que no resisten a la práctica y cuando
la gente come estas papas y las encuentra excelentes tampoco prueba nada en el
sentido de que son realmente muy buenas, sino que el pueblo tiene un pobrísimo
y lamentable paladar, sobre el cual no se puede discutir.
Por lo demás Cerro
no está construido como las demás ciudades de la costa, todas las cuales están
ordenadas en cuadrados regulares, sino que las casas son levantadas según las
necesidades de una nueva habitación. Es por ello que las calles todas se
encuentran unidas por pequeños y estrechos pasajes corriendo sin orden ni
concierto en todas, direcciones; y que no existe un verdadero mercado en la
misma ciudad porque se pensó solamente en un mercado cuando la población ya
estaba lista y la gente necesitaba aprovisionamientos. Es por esto que la
ciudad tiene la apariencia de haber sido vaciada por equivocación de una talega
en la colina, sobre la cual se encuentra ahora y cuyas entrañas hubiesen sido
revueltas y hozadas por un pueblo ávido, en todas direcciones.
Las casas no están
edificadas en absoluto en el acostumbrado estilo español o sudamericano las
que, con sus espaciosos y cómodos patios, hubiesen quitado mucho espacio al
terreno de la plata. El patio es estrecho, limitado y sucio, puesto que la
lluvia y la nieve son acontecimientos de todos los días, los cuartos son bajos,
pero calientes con estufas o chimeneas y las habitaciones se acomodan,
dondequiera que uno esté en el Perú, al clima.
Por felicidad se
encontró en los cerros un carbón de piedra bastante bueno y utilizable, sin el
cual, Cerro no hubiera podido subsistir, ya que en muchas leguas a la redonda
no crecen árboles, y sólo en algunos valles profundos. No pudiéndose tampoco
hallar la turba en cantidad como para satisfacer las necesidades del lugar.
[70]
Así como a una
isla en alta mar sólo se puede llegar por barcos o por botes, a Cerro de Pasco
se llega sólo con mulas o con llamas, a las que no sólo se les encuentra en los
caminos, sino hasta en las mismas callejuelas de la ciudad, por centenares. Las
mulas y los asnos están también acostumbrados a caminar por Cerro, como si
estuvieran en su casa y pertenecieran originalmente a esta ciudad. Durante
horas permanecen paradas solas e inadvertidas en las esquinas de las calles, en
espera de su carga o de su arriero sin preocuparse de su vida y sus afanes.
Algo totalmente distinto ocurre con las llamas, las que por mucho que parezcan
tan mansas y buenas, han conservado algo de su original naturaleza salvaje.
Cuando caminan en
tropas de doscientas o trescientas, atravesando, pegadas unas a otras, por las
estrechas callejas, vuelven la linda cabeza con su alargado cuello, ya hacia
este o hacia el otro lado, no dejándose tocar o acariciar jamás por un extraño.
Espantadas, se alejan a un lado, esquivando hasta una mula que rompe sus filas,
tan tímidas, que no quisieran ser rozadas.
No son, por otra
parte, muy valiosas para el transporte de carga, ya que el máximo de peso que
soportan es de 3 arrobas a 80 libras; y si se les carga con más, se echan
sencillamente en el suelo y no caminan más. Si hubiese necesidad de
alimentarlas como a las mulas, nunca devolverían el costo de su alimentación;
mas como su sustento cuesta un mínimo, se nutren y satisfacen con el indispensable
forraje, de suerte que cualquier rendimiento que tengan, es ganancia. En Cerro
son utilizadas unas veces para transportar desde los valles calientes, forraje
fresco para los usos de la ciudad, otras veces para cargar el metal hasta los
lavaderos. En el camino de Lima a Cerro, no he visto nunca, ni una sola vez,
llamas cargadas.
Hubo algo que me
llamó la atención en Cerro y fue el [71] atuendo de los aborígenes e indios,
los que con sus puntiagudos sombreros, hubieran podido equipararse a los tiroleses.
Llevan chaquetas cortas, de paño negro, cortos pantalones hasta la rodilla, y a
veces hasta encima de ella, medias grises de lana que les cubren hasta la
pantorrilla y a partir de los tobillos, y en vez de los pesados zapatos
tiroleses de montaña, llenos de clavos, una especie de sandalias de cuero sin
curtir, que se sujetan por medio de correas del mismo cuero, y que pasan sobre
los dedos y los talones.
Muchos de ellos
llevan también sombreros de fieltro, y si no fuese por el color café oscuro que
tienen, se les podría tomar por buenas imitaciones de los tiroleses. No poco
contribuye en ello el contorno formado por nevadas sierras, que viene a
aumentar la alucinación. Es así como dos naciones, en dos distintas partes del
mundo, sabiendo difícilmente algo una de otra, han escogido el mismo atuendo,
que está de acuerdo con sus necesidades; y si estos arrieros tostados por el
sol, hubiesen tenido bajo el brazo el inevitable paraguas tirolés, el «rojo o
verde claro tejado para la lluvia» ni el color oscuro de la piel sería un
impedimento para confundirlos. Estos mozos desprecian el paraguas, y cuando
llueve, el poncho que se ponen transforma rápidamente al tirolés en el peruano.
Otra de las
diferencias consiste en la forma de llevar la carga. El tirolés tiene su
«bergsak» (una especie de alforja en la espalda N. T.) o el «Kraxen», ambos con
correas para las axilas. Carga él, únicamente con los hombros, manteniendo por
eso libres la cabeza y el pecho. En cambio, el habitante de las montañas peruanas,
carga solamente sobre la cabeza (el único trabajo que realiza con la cabeza) lo
que resulta muy esforzado. Lo que tienen que llevar lo envuelven en el poncho y
amarrando dos de las esquinas del mismo, las hacen pasar por delante de la
frente, con lo que el peso se apoya detrás de los hombros, sobre la espalda.
[72]
Mucho más
prácticos son en esto los ecuatorianos, quienes tejen cestas para carga,
asegurándola con dos anchas tiras de fibras vegetales de tal modo que les
ofrezca por ambos lados agarraderas para las axilas, sujetándolas siempre por
delante de la frente. Así, dividen ellos el peso entre los hombros y la cabeza,
con lo que aligeran en cierto modo la carga.
Ninguno de estos
hombres camina una distancia más o menos grande sin llevar consigo su coca, la
que al peruano le debe parecer lo que al hindú su betel o su sirih. La coca es
una planta de tamaño pequeño, que tiene hojas que no se diferencian mucho de
las del arbusto del té. El sabor de la misma es también semejante al del té y con
una infusión de agua hirviendo se prepara un té excelente fuerte y sabroso, el
que me supo mucho más agradable y más consistente que el mismo té chino. Ellos
no lo utilizan en esta forma, o por lo menos muy rara vez. Más bien suelen
meterse a la boca un puñado de estas hojas secas y luego las van mascando
gustosamente todo el tiempo que pueden, hasta que sólo les queda los tallitos y
fibras de las hojas. A fin de reforzar el sabor llevan consigo una calabacita
de alargado cuello, la cual está llena de cal. En la tapa de la calabaza hay
una lengüetita que va hasta el fondo, tal como la agujeta que suele haber en un
polvorín. Esta lengüeta sirve para sacar adherida a ella un poco de cal, la
cual es lamida por ellos en cuanto tienen la boca llena de coca. En esta forma
pueden estar sentados horas enteras, mascando su coca, sacudiendo la calabacita
y lamiendo la lengüeta; y hasta cuando están en camino apelan a este
«refrescante», con gran frecuencia.
Se afirma que la
coca posee algo vivificante y fortificante; que disipa el hambre y la sed y
comunica a los miembros una nueva elasticidad. Tal es lo que dice la gente,
pero yo no lo sé, porque no he descubierto en ellos semejantes propiedades
milagrosas. Al trepar los salvajes y tremendos cerros, llegué a mascar la coca
como un indio, pero me sentí [73] después de ello hambriento, sediento y
cansado, a punto tal que no podía mover un pie después del otro. Tomado como
té, en cambio, no le niego mi confianza. Creo, además, que podría ser utilizado
con ventaja en Alemania, si el Perú tuviera siquiera caminos convenientes que
le permitiesen enviar las hojas a precios relativamente aceptables. Por eso
cuesta la arroba de coca 23 libras, 5 pesos en el interior, y en Cerro cuesta
15 pesos la arroba, lo que significa dos veces más por flete en relación al
precio original.
Se cultiva también
la coca en la parte oriental de la cordillera, siendo transportada a Lima,
donde tiene un alto precio. No es por lo tanto un artículo barato para la
exportación. Tampoco es barato nada de lo que se compra en el Perú.
Cerro de Pasco es,
como ya lo hemos dicho antes, famoso a causa de sus ricas minas de plata,
considerándose la ciudad como las más ricas. En parte, estas minas están
agotadas, en parte anegadas, de manera que no se podría emprender algo
nuevamente allí, hasta que no se pueda encontrar la manera de extraerles el
agua económicamente, por medio de máquinas movidas a vapor. Lo que puede darnos
una idea aproximada de lo que podría costar una máquina de esas en Cerro de
Pasco, es considerar el que cada una de las piezas tendría que ser transportada
a lomo de mula 48 leguas, teniendo en cuenta que ninguna de las mulas puede
cargar, en promedio, más de 280 o 300 libras. Cuántas piezas contiene una
máquina, cuántas cargas habría que pagar, ninguna de las cuales valdría menos
de 20 pesos, hasta que el todo haya llegado y haya sido armado en el lugar...
Hasta ahora sólo existe una máquina a vapor en Cerro de Pasco en poder de una
firma inglesa Naylor y Conroy, que es la que tiene el más importante lavadero
de plata. La máquina ha debido costar una enormidad de dinero. El producto debe
de ser excelente como para cubrir los intereses.
Ahora se ha
establecido en Cerro de Pasco un herrero [74] alemán, un hombre circunspecto,
que compone calderos, aligerando de este modo el desgaste de las máquinas.
Resulta singular,
por otra parte, en Cerro de Pasco descubrir de repente en la ciudad, o en casas
reconstruidas, pozos o socavones en el cerro, en torno de los cuales se ha levantado
solamente una pared de protección. Como las minas más próximas están trabajadas
o a punto de ser explotadas, los mineros comienzan a buscar en los alrededores
de los cerros y así es como de pronto resuenan el martillo y la palanca en
todas las alturas vecinas.
Se ha sacado plata
de estas minas, en cantidades extraordinarias, aunque han sido trabajadas en
forma primitiva. Es altamente interesante ver cuánto trabajo representa separar
la plata misma de la piedra o de los minerales comunes con los cuales está
confundida.
Está mezclada
principalmente con plomo, fierro, bronce. El mineral es molido primeramente con
gigantescas muelas, hasta reducirlo a polvo, luego se traslada a recintos
redondos y amurallados, donde se ha dispersado sal, después de lo cual, se la
hace pisotear en buena forma con caballos, a fin de mezclarlo todo, y formar
cloruro de plata que se amalgama después con facilidad con el azogue que se le
añade.
En esta condición,
absorbida y revestida completamente por el azogue, hay que dejarla en
exposición, pues el azogue se separa con muy poco trabajo de la plata. En
primer lugar, esta masa que hay que amasar, debe ser prensada en lienzos, en
los cuales se queda una gran parte del azogue y el resto se deja evaporar
debajo de una campana y al fuego, mediante lo cual se pierde el resto del
azogue y se elabora la plata completamente limpia.
Finalmente, es
fundida en anchos y gruesos lingotes [75] que cada uno pesa de 130 a 150
libras, dos de las cuales componen una carga para una mula.
Casi todas estas
minas son de propiedad privada, y por lo que alcanzo a saber, sigue en vigencia
todavía en América del Sur la ley de minas española o mexicana, que fue dada
con el objeto de favorecer la explotación de las minas y estimular a la gente a
buscarlas. Se da a los que las descubren todas las facilidades posibles. Allí
donde encuentran una mina, el propietario eventual de esa tierra debe darla en
venta y no precisamente al precio que debería tener por ser mina, sino al
precio de antes en el Perú, de cerros desolados casi de balde. Aparte de esto,
los propietarios de las haciendas vecinas tienen que proporcionar al
denunciante, madera -si hay en ella- y agua, en cantidades que éste requiera a
un precio conveniente y estipulado; y si la mina es rica, puede él sacar
provecho de ella, sin tener que temer que su trabajo pueda fracasar por
pequeños inconvenientes o chicanerías.
A su debido
tiempo, los lingotes son fundidos en Cerro, y llevados luego a Lima en un
transporte común, debidamente custodiado por suficiente fuerza militar. Los
caminos en esta bendita tierra son en verdad tan inseguros, que no se puede
correr el riesgo de enviar lingotes sueltos con un arriero. A esta escolta se
unen después, no raras veces, otros viajeros, formando una tan respetable
tropa, que la gentuza no se atrevería a ponerle alguna dificultad en el camino.
Al menos, no existe ningún ejemplo, de que una escolta semejante haya sido
atacada con éxito alguna vez.
El producto de la
plata fue registrado en el último informe del gobierno peruano, esto es en el
año 1859, en
plata acuñada 246650
plata exportada en lingotes 2103350
2350000 [76]
El producto
efectivo ha debido ser mucho más importante y bastante superior a los tres
millones. Pero al público no se le puede revelar todos los secretos; muchos
soldados cuestan también mucho dinero y los balances deben ser correctos, si no
se quiere que los comerciantes hagan sobre ello un ruido infernal.
También se afirma
que el producto neto del Guano en el Perú, habría sido mucho menor, no obstante
haber confesado el gobierno algo más de 15 millones, una hermosa entrada para
un país de apenas dos millones de almas, habiendo que añadir aun pingües sumas
por el salitre y algunos otros productos.
El mismo Cerro de
Pasco no obtiene ninguna utilidad especial de ello. Hasta este camino tan
principal deja mucho que desear, realmente, es a lo sumo, una simple y brusca
senda para mulas, con infinitas dificultades, que desde hace años habrían
podido ser eliminadas completamente, si sólo una pequeñísima parte de la plata
que los pobres animales tienen que acarrear al valle, se quisiera emplear en
ello. Hasta se habla de extender un ferrocarril a Cerro, lo que de ninguna
manera sería imposible. Se habla de ello, evidentemente. Un nuevo Presidente
electo o una nueva revolución, de la cual sacarían los militares su tajada del
costo total, mantiene en constante ansiedad y excitación, en tanto que el
mejoramiento del interior del Perú, que levantaría al país y es lo único que le
puede asegurar un porvenir, es constantemente postergado. Son cosas que sólo
han prometido al país.
En Cerro hay una
cantidad de gente rica y pudiente, que debe su dinero exclusivamente a las
minas. Tales minas son, no obstante, un negocio inseguro y peligroso,
considerando que su producto se asienta no sobre una sólida evaluación, sino
sobre las grandemente inciertas y misteriosas vetas de metal que invisiblemente
se deslizan por el tuétano [77] del cerro. Pueden ellas, sin que nadie lo sepa,
ocultar aún inagotable riqueza y en cada vara mostrarse más fecundas, pero
también pueden convertirse a cada braza en piedra insignificante, haciendo que
al propietario de la mina, que quién sabe si ha invertido todo su capital en la
esperanza de hallarlo, se le deshaga su ansiada dicha en la mano que acaba de
extender. Eso tiene una semejanza con el juego de azar, y es, por sus parciales
éxitos, tan peligroso y contagioso como el juego de azar. Es por ello que en
ninguna parte encontramos tan rápido e intempestivo cambio de la riqueza a la
pobreza -y no pocas también, pero raras, a la inversa- como en estas ciudades
mineras, especialmente cuando el posible éxito está fundado en metales
preciosos como el oro y la plata.
El éxito de uno
solo atrae a otros a buscar su suerte, alimentando la esperanza de hacerse de
un quiño una fortuna, invirtiendo unos cien o mil dólares, a la vuelta de un
par de años. Naturalmente, esos hombres no entienden nada de minería, debiendo
fiarse en otros, quienes sólo pueden apoyarlos por sus medios. Tales hombres
siempre encuentran con facilidad personas que han descubierto una mina fabulosa
y quienes por carecer de unos doscientos pesos, se vieron obligados a abandonar
el tesoro. Ahora, el trabajo debe comenzar sin demora -¡cuántos castillos de
aire construyen los hombres en las nubes!- y el éxito es siempre el mismo: el
capital invertido desaparece con seguridad y luego se hace aquí y allá una
tentativa, algún hueco que se cava demás e inútilmente, en la dura tierra;
luego se gasta la plata acuñada, no se ha podido encontrar nada, y así pasó la
aventura.
A pesar de ello,
Cerro de Pasco es una ciudad bastante rica y animada, el pequeño capital está
también en este mundo para ayudar a crecer al grande, así como el modesto hilo
de agua no acoge al río, sino que hace crecer a éste. Es así cómo se consume
anualmente en Cerro una enormidad [78] de champaña, cherry y coñac. En todas
las fondas hay billares, en tanto que los pacientes mulos cargan sobre sus
lomos toda suerte de objetos de lujo hacia la gran ciudad para esa insaciable
población humana.
Los más dinámicos
elementos de Cerro, entre todos los demás, son los italianos, quienes aquí,
como en Lima, han convertido todas las esquinas de la ciudad en cafeterías y
pulperías o negocios de abarrotes. Por todas partes ofrecen bebidas, panaderías,
puestos de tabaco, dulcerías y otros mil objetos, en los que no piensan otros
hombres, y saben adornar las paredes con litografías francesas, buenas en
parte, desagradables otras, referentes a las batallas recientemente libradas.
Se ven incluso esos papeles pintados, bonitamente pintados, con humo de pólvora
en el medio, una fila de pantalones rojos a la izquierda y blancos uniformes a
la derecha, matizados con balas de cañón en el paisaje, como si apenas dos
semanas no hubiese llovido otra cosa que balas de cañón de tres pies, en
término medio. Este es el más barato y también el más lucrativo patriotismo.
Cerro realiza un
comercio muy importante con el interior del país, pudiendo ser considerado como
el almacén de todas aquellas haciendas que se encuentran dentro de una
circunferencia de 50 leguas en la vertiente oriental de la cordillera. Todos
los objetos europeos o norteamericanos imaginables, se encuentran en sus
depósitos, siendo comprados a los vendedores al por menor de Cerro, por otros vendedores
al por menor, los que se consideran maltratados por la suerte, cuando por cada
uno de los artículos no ganan el doscientos o trescientos por ciento. Los
peores artículos se remiten a esta ciudad-colmena, especialmente a las tiendas
de sombreros y de modas pasadas, ya que todo es bastante bueno todavía para la
cordillera-. Pero en cambio, lo más moderno y caro que se encuentra en
Regentstreet en Londres, es malbarateado a precios verdaderamente risibles, en
relación con lo que dichos artículos costaron [79] allá, pese a todo uno debe
estar satisfecho si puede conseguir siquiera esas mercaderías.
Del interior del
país viene en cambio, coca y café, los que junto con la plata, constituyen la
única carga de regreso que de vez en cuando se envía de Cerro. La coca misma
debe sufrir doble envío a otras plazas. Las mulas que regresan a Lima, casi
siempre lo hacen vacías, a fin de acarrear al devorador Cerro nuevas presas.
Tal es este lugar que antaño alojaba apenas a unos cuantos trabajadores mineros
y que parecía depender completamente de los beneficios de la minería, y que con
el correr del tiempo se ha convertido en una plaza comercial apreciable, la que
aun, si cesara conjuntamente la explotación, podría seguir subsistiendo bien.
El gobierno tendría que construir sólo caminos carreteros, caminos y caminos,
desde Cerro a todas partes; y si llegara a extender realmente una línea férrea
a este punto central del comercio del interior, podría esperarse que las
propiedades rurales situadas cerca de las fuentes del río Amazonas, se
valorizaran alguna vez. Mas si van a ser explotadas en la forma primitiva que
predomina hoy, permanecerán siempre salvajes y las pequeñas colonias aisladas,
como tantas otras islas seguirían sin obtener provecho.
Como lo he hecho
donde me he encontrado, rara vez he descuidado visitar el camposanto, lugar en
el que generalmente se encuentra algo nuevo e interesante, sin tener en cuenta
que para mí tiene un encanto propio deambular por entre las filas calladas de
los muertos, e imaginarme los extendidos y tiesos miembros que están bajo el
césped y cómo éstos desaparecen en la nada, o van a adormecerse en una nueva
eternidad. No descuidé esto en Cerro de Pasco, por lo cual fui ampliamente
recompensado.
Llegué a tiempo
para ver el entierro de un niño, lo cual, como supe más tarde, era muy
frecuente porque el aire excesivamente [80] delgado y frío no es nada tolerable
por los niños de tierna edad. Aquí deben morir infinidad de criaturas.
El cementerio es
sumamente pequeño para una ciudad tan populosa. Los muertos están en sus
sepulturas sin ningún adorno, pues no prosperan las flores al aire libre en esa
altura y sólo crece un pasto reseco en las laderas bajas. También dejan mucho
que desear los mausoleos erigidos a los muertos. Pueden haber sido apreciados
de todo corazón, lo que no pongo en duda, en lo más mínimo, pero su
construcción no está hecha en mármol de Carrara y tampoco con arte italiano,
apareciendo más bien como si fuera un barro enjalbegado de blanco que hace tiempo
ha sido arañado y golpeado hasta que ha tomado la forma de una columna o de una
urna que en conjunto, parecen destinados a llevar debajo de una figura pintada
con cruces negras o bolas punteadas y con dos huesos atravesados en cruz, en la
parte inferior, el nombre y el día del deceso.
Mi acompañante,
que ha vivido mucho tiempo en Cerro de Pasco, me refirió algo de los que habían
muerto hacía poco. Uno de ellos, enterrado dos días antes, había sido uno de
los más ricos propietarios de minas, quien contaba sus tesoros por millones.
Como es natural, él hubiera querido tener más, pero descendió tanto, que hubo
de ser mantenido por sus amigos.
Muy cerca de allí
se levantaba una sencilla piedra blanca, esto es un mausoleo cuadrado,
construido con barro y pintado de blanco, pero ya con sus ángulos romos y sin
una inscripción siquiera. Debajo de él reposaban las dos muchachas más hermosas
de la ciudad: dos muchachas que habían muerto, una después de otra, con pocos
días de diferencia, habiendo sido sepultadas juntas, sin que ninguna flor
pudiera adornar su lugar de reposo.
Mi atención se
dirigió a un grupo que acababa de entrar en el cementerio, al que yo no habría
visto quizá, si un [81] muchacho trigueño no hubiese tocado vivamente el
violín. Me volví hacia el lugar de donde provenían esos tonos no muy atractivos
en momento tan oportuno, como para ver un entierro.
Una especie de
mestizo iba por delante, el cual llevaba una pequeña mesa sobre la cabeza y
reposando sobre la mesa el cadáver de una muchachita, de unos cuatro o cinco
meses, posiblemente. Los padres eran demasiado pobres como para comprarle un
ataúd, pero habían decidido ponerle un traje de seda y en torno de sus sienes,
flores artificiales, en vez de las naturales que allí no habían.
Junto al cargador
que llevaba la mesa, iba el hombre con su violín, en el que tocaba alegres
aires de danza porque la chica fallecida en tan tierna edad, se había ido según
la creencia de los sudamericanos directamente al cielo, desde donde rogaría en
el trono de Dios, por sus padres.
Detrás de la
comitiva seguían seis u ocho mujeres viejas y jóvenes. Busqué inútilmente
reconocer entre ellas la que pudiera ser su madre, ninguna parecía estar triste
y apenas hubieron traspuesto la puerta, se pusieron en cuclillas ante el
cadáver de la pequeñuela, sacaron a relucir botellas de aguardiente y
comenzaron a beber todas juntas, alegremente. En el lado opuesto del
cementerio, un par de hombres estaban ocupados en cavar una pequeña tumba, y
allí permanecieron hasta que depositaron el cadáver.
Esto duró como una
hora hasta que los hombres encontraron que la tumba era suficientemente
profunda, haciendo honor entre tanto, con mucha aplicación, a una botella de
aguardiente. Por fin, todo estuvo listo y entonces se acercó el acompañamiento
hacia la tumba, siempre con el tocador de violín. Depositaron sobre el suelo al
borde mismo de la fosa, que apenas tenía el ancho necesario para contener el
cadáver pequeño y consumido, la mesa pretendiendo los enterradores despojar al
cadáver de la criatura [82] de sus flores que eran sólo alquiladas. El padrino
de la pequeña criatura declaró, teniendo como tienen los padrinos en América
del Sur, un gran rol, que él las pagaría, y es así cómo la muertecita fue
colocada en su angosto lecho, teniendo bajo la cabeza únicamente una
almohadita.
Advertí algo que
no podía explicarme, y que mi acompañante se encargó de aclarármelo. Las
mujeres rociaban con aceite el traje de seda de la criatura, en razón de lo
cual salieron a relucir muchísimas manchas. ¿Por qué? Porque en Cerro de Pasco
mueren muchas criaturas y la gente pobre tiene la mala costumbre de desenterrar
los cadáveres que son inhumados con bonitos trajes, a fin de robarle sus
adornos. Es apenas creíble, pero tiene que ser cierto, por desgracia. Por lo
demás, parece que no conocen en Cerro de Pasco un desmanche.
La fosa se vuelve
a llenar con tierra, e inmediatamente después, toda la comitiva se dirige hacia
las botellas de aguardiente, y con ellas, hacia la casa, donde, en honor del
«angelito», inician una verdadera orgía.
En el cementerio
había dispersa una cantidad poco habitual de osamentas de hombres, a las que no
se les toma en consideración, y más bien hasta se les pone sobre el camino.
Pude contar tres calaveras diferentes y una gran cantidad de otros huesos. Una
de las calaveras fue puesta sobre un mausoleo.
«Yo no sé si ésta
es la misma calavera», dijo mi acompañante: «El día de Todos los Santos, cuando
los católicos visitan sus cementerios, lo cual constituye una especie de
fiesta, yo vine también aquí, y esa cabeza u otra como esa, aparecía de manera
bastante maravillosa». Alguien la había rodeado con un pañuelo rojo de seda
amarrado debajo de la mandíbula, los pómulos habían sido pintados de un color
rojo ladrillo y entre los dientes sostenía una pipa de arcilla. [83] Tenía una
terrible apariencia, pero la gente que pasaba por delante, se reía y se
divertía lindamente con eso».
El tiempo, que
había sido seco de repente se mostró amenazante. Comenzó a soplar el viento y
en la parte noroeste se arremolinaron pesadas y negras nubes, con gran
prontitud. Tenía las trazas de ser aquello, una tempestad de nieve, de la que
casi todos los días sufríamos una prueba pequeña. Es en esos momentos que pensamos
en retornar a casa. Justamente cuando pasábamos por delante del camposanto, nos
encontramos con otro sepelio, el cual era también un entierro de niño. El
acompañamiento parecía más regocijado que el anterior, como que el niño
fallecido pertenecía a gentes más ricas, estaba echado en un ataúd pequeño
forrado con paño rojo y claveteado con clavos amarillos. Delante iban tres
músicos, dos de ellos con violines y el otro con un arpa, tal como se usa y
toca mucho en Ecuador y Perú. Se acompañaban con una melodia de las más vivaces
y además, el arpista no iba tranquilo y circunspecto a la cabeza de la
concurrencia, sino que bailaba perfectamente su melodía, unas veces hacia la
derecha otras hacia la izquierda y a veces describiendo un circulo. Hasta el hombre
que llevaba sobre una mesa el ataúd, apuntaba unos «pasos» con los pies y
acompañaba la música con el compás.
Detrás del pequeño
ataúd, lo seguían, algo así como doce mujeres y muchachas pero ningún hombre,
éstos venían rezagados fumando su cigarrillo.
La amenazante
nevasca de hacía poco rato, se nos vino encima con gran aparato y el viento
silbó en la desolada altura, de manera que nos apresuramos a regresar a la
ciudad.