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DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

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«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

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martes, 27 de enero de 2009

MORE Y LOS HOMBRES DE SU TIEMPO - VIDA Y MUERTE DE ANTONIO MIRO QUESADA por Federico More


ASI como en la Vida de Cristo, María, la Madre del Salvador, figura sólo por instantes y aparece, resplandeciente, definitiva y heroica, en el minuto del tránsito, en el Gólgota mismo y, luego, es recompensada con la Asunción, para ir, en los cielos, a sentarse aliado de su Hijo, así al historiar a Antonio Miró Quesada ni señor, ni doctor, ni don, porque la posteridad no usa tratamientos-, en su vida no tiene por qué aparecer su compañera, su esposa, su mujer. La señora María Laos de Miró Quesada surge, resplandeciente, definitiva y heroica, en el momento de tránsito, cuando una bala cobarde hiere al que la acompañó desde los umbrales rosados de la juventud hasta el pórtico severo de la ancianidad.

Afirma un clásico español que nadie debe decir ni "mi señora", ni "mi esposa", sino "mi mujer". Palabra dulce y singularmente posesora y única. Mi señora -dice más o menos el clásico- puede ser cualquiera, incluso mi amante. Mi esposa, es la que me acompaña por virtud del sacramento. Acaso puede ser de otro. Mi mujer es sólo mía; es lo íntimo, lo infinitamente tierno, lo intransferible, la madre de los hijos; la que, a nuestro lado, recorre un largo sendero.

Ahora, después de que una mano aleve y miserable, indigna de ser peruana, mató, arteramente, a Antonio Miró Quesada, comprendo que la enemistad tiene sus fueros, su emoción y su ternura. Es tan entrañable como la amistad. Desde la iniciación de mi carrera periodística, allá en 1910 -ya Antonio Miró Quesada era Director de "El Comercio" - me sentí adversamente opuesto a cuanto hiciera el decano de la prensa del Perú. Me disgustaron siempre su desprecio por las inteligencias literarias, su desmedido afán por la política, su ansia de poder y el excesivo uso que hacía de su influencia. Nunca fui amigo ni de "El Comercio", ni de sus gentes.

No soy vanidoso y supongo que los señores de "El Comercio" jamás se sintieron enemigos míos. Pero soy orgulloso y nunca me importó lo que respecto a mí sintieran. Por múltiples y variadas referencias supe que Antonio Miró Quesada fue hombre de gran inteligencia política, de poderosa simpatía personal, de mucho mundo y de vida aristocráticamente irreprochable. Por desgracia, todo esto no me parece bastante para seducir. No formulo cargo alguno. Ni siquiera emito un juicio actual. Sencillamente puntualizo un pasado. Si hoy revisase, despacio, mi lucha contra "El Comercio", quizá encontrara mucho que rectificar. Pero seguramente hallaría mucho que recrudecer. A "El Comercio" le hallé, siempre, dos tendencias que chocaban con mi dirección periodística y con mi propensión literaria. Era un periódico hecho por reporteros y dirigido por diplomáticos. Nunca fue un periódico que dijese lo que era preciso, necesario, inevitable y doloroso decir. Era un periódico que decía, convenientemente, lo que era conveniente decir. Y que callaba, oportunamente, lo que era oportuno callar. Además, era el periódico de los adinerados, de los grandes duques de la oligarquía. Jamás estuvo cerca del corazón del pueblo y cuando habló de las urgencias y de las penas de los humildes lo hizo en tono de magnate que protege, de millonario que otorga y no de ciudadano que se solidariza. Yo habría querido que "El Comercio" tuviera más cordialidad y más franqueza. Angulo cordial más abierto. Habría querido, por ejemplo, que el día en que asesinaron a Antonio Miró Quesada y a la señora María Laos, no saliese la edición de la tarde, con su Tarzán, con sus avisos judiciales y con otras quisicosas frívolas. Habría querido que, en ese día luctuoso, rompiese su implacable regularidad y que, en el porvenir, pudiera decirse: -El día en que asesinaron a Antonio Miró Quesada y a la señora María Laos, su mujer, "El Comercio" no dio edición de la tarde.

Sería imperdonable que yo dijese que hablo como amigo; pero sería estrafalario y de mal gusto que digiera que hablo como enemigo. Tampoco me atrevo a decir que hablo como colega. ¿Quién soy yo para llamarme colega del señor doctor don Antonio Miró Quesada, ex presidente del Senado y, por tanto, ex senador; ex presi-dente de la Cámara de Diputados; ex ministro plenipotenciario y ex director de vastos movimientos políticos? Yo soy un franco tirador del periodismo. Camino por mi cuenta y no me acompañan sino algunos hombres de pluma clara y corazón transido.

Quiso el destino que yo fuese enemigo de "El Comercio". No puedo eludir esta positiva condición espiritual. Pero quiso, también, que, a despecho de todo y de todos, fuese periodista y me hallase en la obligación de vivir como tal. Hablaré, pues, desde mi trinchera solitaria, como periodista.

Literariamente, desciendo de González Prada y he heredado sus animadversiones y sus simpatías. Por fortuna, no he heredado su intolerancia. Y, así, puedo decir que Antonio Miró Quesada me pareció un hombre eminente. No gustó ni de lo convencional ni de lo indelicado. Por eso, no lo llamaré egregio, ilustre, magno, ínclito. Digo, Antonio Miró Quesada fue un hombre eminente. Y lo digo con la tímida y sincera emoción con que un jefe de regimiento, de los ejércitos de Wellington, podía decir, hablando de Napoleón: Es un magnífico guerrero.

Siempre he odiado el crimen. Mi vida se ha fundado en la palabra. Mis combates han sido verbales. Con la pluma -y nada más que con la pluma- combatí a "El Comercio". Casi siempre lo hice un poco risueñamente, sin amargura y sin encono. Para mí, la aplicación legal de la pena de muerte equivale a un asesinato. Afirmo que la vida humana sólo está en manos de Dios, del destino o de los Dioses. Jamás en manos de los hombres. Y si esto opino de la muerte, legalmente aplicada como pena, fácil es deducir lo que opinaré del asesinato. Para mí, el asesinato de Antonio Miró Quesada y el de Manuel Pardo son los actos más cobardes, más salvajes, más infames que hay en la historia del Perú.

Antonio Miró Quesada habíase esforzado siempre en servir a su país. A juicio de sus adversarios no acertó siempre. Pero no nos olvidemos de que se trata del juicio de sus adversarios. Quién sabe quién tiene la razón. Lo cierto es que dedicó su vida al servicio de su país. Acaso le faltaron romanticismo y heroísmo; pero su muerte viene a probamos que no cuidaba de su persona y que puso su obra y su vida en las manos ineluctables del sino.

No era, Antonio Miró Quesada, un periodista. Era un diplomático y un político. Inteligente y culto supo estar al frente de la dirección de "El Comercio", cuando razones familiares lo obligaron a ello. Pero no era un periodista. La pasión de su vida fue la política. Como político, dirigió el periódico de los poderosos. Cuando tuvo, político al fin, la sensación de que Leguía se quedaba en el poder por largo tiempo, tomó la actitud política de callar. Cuando cayó Leguía, se puso al frente de la política. "El Comercio" es el puntal de los Dieciséis Meses. Esto me separó definitiva y absolutamente del decano.

Pero yo, que repruebo el fusilamiento de los Ocho Marineros, que condeno el crimen del Hipódromo y que, a través de largas horas de ciego apasionamiento, he conseguido algunos instantes de transparente serenidad; yo no puedo quedarme callado cuando veo que Antonio Miró Quesada cae asesinado.

Para comprender el horror del Apra, basta enunciar estos tres hechos: El Apra, existe, políticamente, en el Perú, desde 1931. Cuatro años y meses. Y bien: durante período tan corto, se han consumado tres atentados políticos: el de Miraflores, el del Hipódromo y el de la Plaza San Martín y hemos visto tres cadáveres. Esto es suficiente para demostrar que se trata de una banda de asesinos, de un clan de delincuentes, de una turba de energúmenos. Jamás había ocurrido algo semejante en el Perú.

En el caso de Antonio Miró Quesada, el crimen asume proporciones desconocidas. El asesino es un niño y cae victimada una mujer. El niño, asesino de la mujer, es la última palabra en materia de delincuencia. A los 19 años, aún queda en la boca sabor de leche materna; aún pensamos en la mamá -más que en la madre y la mujer- y pese a cualquier precocidad sexual, nos inspira un respeto parecido al que sentimos por nuestra madre, por aquella mujer de corazón humilde y acogedizo, por aquella mujer que se asusta cuando tenemos fiebre. Para el hombre que mata a una mujer, hay una palabra: monstruo. Para el niño que mata a una mujer, no hay palabra alguna.

Se encoge el corazón y el cerebro se enfría cuando reconstruimos la escena de la Plaza San Martín. Un matrimonio -dos personas honradas- se dirige a almorzar a su lugar predilecto. El asesino, un niño, avanza, sigiloso, envalentonado por el miedo mismo, y, a espaldas de la pareja, dispara contra el esposo y lo hiere en la nuca. El herido cae fulminado. Cae ya muerto. La esposa, entonces, le da cara al asesino y, con inocente y valeroso gesto femenino, lo ataca con su bolsa y, en vez de huir o de gritar, se le enfrenta. Cualquier hombre, ante la belleza física y moral de esa actitud habría bajado el arma. Quizá le habría pedido perdón a esa mujer tan resuelta, tan fiel, tan abnegada. Tan mujer. El asesino aprista, no sólo no sintió la varonil necesidad sentimental de arrodillarse ante aquella esposa de tan sombría y hermosa bravura, sino que disparó contra ella y la victimó también.

¿Qué nos importa que la señora doña María Laos de Miró Quesada fuese, como era, una gran dama? Su fortuna, su opulenta situación, su linaje, nada importa. Importa su magnífica actitud de la que siempre podrán enorgullecerse las madres y las esposas del Perú. Sólo un aprista es capaz de permanecer impasible ante la arrogancia elegantísima de una mujer que se juega la vida por su esposo. Nunca las mujeres les importaron a los apristas.

El crimen de la Plaza San Martín no sólo carece de atenuantes sino que ya no tiene agravantes. Es el crimen electrolítico, el crimen puro, el crimen parnasiano. Está más allá de la sensibilidad y de la conciencia. Nada lo atenúa. Nada lo agrava. Es tan horrendo, tan pavoroso, tan escalofriante, que ni siquiera existe la posibilidad moral y jurídica de que el asesino tenga abogado defensor. Aunque extrememos el concepto de defensa, no hay defensa para el asesinato perpetrado en la Plaza San Martín.

Dentro de su horror y de su injusticia, la muerte de Antonio Miró Quesada tiene una doliente y encantadora poesía. Muere al Iado de su mujer, que por él se sacrifica. Unidos en la vida, entran juntos a la muerte. Ella, la compañera, acaso sabía muy poco de política y temblaba siempre ante las peripecias del esposo. Madre de numerosos hijos, ignoraba todo lo que la política tiene de terrible. Su vida, al lado de su marido, pasó apacible como un regato. Pero en la hora del tránsito, supo ser fiel, con fidelidad de apoteosis, al juramento de amor que prestó en su juventud.

Antonio Miró Quesada no era un hombre popular. No estaba en su carácter ni en sus inclinaciones cultivar a la multitud. Era hombre de gabinete. Era gran figura en el mundo oficial y en el gran mundo. Y, sin embargo, en su entierro ha estado presente el pueblo. A él, que no era un caudillo, sino un sutil y avisado consejero, que gustaba de ser superior de los Jesuitas más que de ser Papa, lo han acompañado cuando sus restos iban al seno de la tierra, innumerables gentes que no lo conocían. Muchos de los que fuimos sus detractores nos situamos, al paso del cortejo funerario, para saludar, dolidos, al ataúd donde iban los restos del político, y, doblemente dolidos, a la carroza donde dormían los despojos de aquella mujer que, si fue gran dama en su vida, fue dama de damas en la muerte, heroína ejemplar, digna del luminoso camino de los cielos.

En cuanto al Apra, todos sabemos que es una banda de fascinerosos; todos afirmamos que es una horda de forajidos. "El Comercio" lo ha dicho con larga y empecinada insistencia. Pero nadie sabe qué es lo que hay que hacer frente al Apra. Se habla de las derechas. Pero reconozcamos que si el Apra es locura y crimen, las derechas son torpeza, parasitismo, pereza mental, incapacidad. Tiene cien presidenciables. El Apra tiene uno. Carece de dinamismo y de organización. El Apra es fanática y organizada hasta el crimen. Lo estamos viendo. Cuando Antonio Miró Quesada atacó al Apra, estuvo en lo cierto y tuvo exacta y prolongada visión de estadista; pero cuando defendió el régimen de los Dieciséis Meses y los grupos nacidos a su amparo, se equivocó. Y se equivocó como se equivocan los hombres de elevada inteligencia: bien y a fondo.

Lo que necesitamos en el Perú es la supresión del jacobinismo, venga de donde venga. No se nos ocurre la ñoñez de hablar de un centrismo que no está dentro de la sensibilidad del mundo actual. Pero sí queremos hablar de un partido de derecha, firme, conexo, articulado, con enhiesta y robusta columna vertebral capaz de soportar punciones. Tal es el problema que nos plantea el asesinato de Antonio Miró Quesada.

Ante el cadáver de Antonio Miró Quesada, víctima inocente del odio, de la estupidez y de la demencia, sería injusto o zafio dedicarse al ditirambo y al plañido sentimental. Si él murió como un hombre, con muerte de gran político, víctima de sus ideas y de su conducta, merece que todos pensemos como hombres y que, si llega el caso también nos preparemos a morir. Miró Quesada, asesinado es una dura lección para las derechas fofas y lánguidas. Hay que organizarse férreamente, duramente, inexorablemente. Si es verdad que las derechas detestan el crimen, no respondan con el crimen. Crean en la ley, busquen el amparo de la justicia. El cadáver de Miró Quesada es el fruto del crimen. Antes que llorarlo infantilmente démosle majestad a la ley, imaginemos instituciones arrogantes y seguras, sepamos luchar. Las derechas están enfrascadas en una aniñada jugarreta presidencial. Y eso no debe ser.

Si, en vida, Antonio Miró Quesada fue, por su situación y por su talento, uno de nuestros primeros políticos, uno de nuestros mejores diplomáticos y el más visible de nuestros periodistas, que su recuerdo sirva para cohesionarnos. El mejor homenaje que podemos rendir a su memoria es lograr la extinción del Apra. Pero no la extinción mediante el crimen, que tanto condenamos, sino la extinción mediante la inteligencia y la imaginación. Antonio Miró Quesada supo, como todos los grandes políticos, que en la política, como en el arte y como en la ciencia, la imaginación es la musa primaria y el hada madrina.

Si algo puedo decir como periodista, afirmo que la muerte de Antonio Miró Quesada debe ser para todos los que ejercemos este castigado oficio, un doloroso orgullo. Debe enseñamos el amor a la justicia y el horror al delito. Debe persuadimos de que la inteligencia vale más que las pasiones y que los tontos y los atrabiliarios son indignos de subsistir.

Antonio Miró Quesada, que fue un hombre de bien y que nunca manejó el insulto, sírvanos para que, en el periodismo peruano, el insulto quede cancelado y proscrito el denuesto.

Comprendemos el dolor de quienes quedan al frente de "El Comercio", pero les pedimos serenidad y visión política. El asesinato del que fue director de "El Comercio" plantea problemas tan enrevesados y de tan agitada solución, que solamente un espíritu lúcido y tranquilo puede abordarlos.

El Gobierno, a quien han acusado de infames ambiciones y sórdidos intereses y apetitos, se ha puesto a la altura de la situación y le ha rendido a Antonio Miró Quesada merecidos homenajes. El Gobierno nos ha probado que sabe interpretar las más recónditas urgencias nacionales. El Gobierno es el primer herido con la muerte de Antonio Miró Quesada.

No hay enemistad política o personal que valgan. No hay discrepancia que justifique. Ha llegado la hora de concluir con el Apra y con el crimen.

Para satisfacción de justas necesidades sentimentales, que a todos nos dominan, pensemos en colocar los restos de quienes fueron en vida Antonio Miró Quesada y María Laos de Miró Quesada, bajo un mausoleo que tenga majestad cívica y gracia heroica. Un mausoleo en el cual la ternura femenina ungida de arrojo troyano, preste decoro y encanto a la firmeza hombruna revestida de dignidad patricia y de altivez consular.

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