Jaime Salinas Sedó no era mi tío, como creía Pedro. Era mi primo hermano, pese a las diferencias de edades. Pero apenas lo había visto unas tres veces en mi vida. A saber: en el matrimonio de su hija mayor, en el entierro de su madre, mi tía Pilar, y en el casamiento de otro pariente común. Cuando Beto me traslada su encargo, le respondo “déjame ver qué puedo hacer”. Y entonces enrumbo hacia la casa del padre del general Salinas. A la casa de mi tío Cholo, o sea, el hermano de mi papá. Mi tío Cholo, Jorge Salinas Escobar, era un coronel retirado del Ejército, correctísimo y de impecables modales, alto como una torre. Lo encontré muy abatido, sentado en un mullido sofá, mirando a la nada con sus ojos azules, que lucían ese día menos azules que nunca. Estaban todos sus hijos reunidos en la casa, en un ambiente de velorio. Silvia, una de las hermanas de Jaime, me recibe cariñosa y me ofrece una cocacola. Coco, el hermano mayor de Jaime, un tipo extraordinario, marino retirado, se me acerca y me cuenta en voz baja lo poco que sabe, aunque presumo que sabe un poco más de lo que me cuenta. Creo que a él le hablo del interés de Caretas. Y me lleva a una sala donde tío Cholo guardaba los álbumes familiares. Pilar, la hija de Jaime, quien jugó un rol fundamental en la lucha por los derechos de su padre, me ayudó a escoger las fotos. Tomé varias. Particularmente me detuve en una en la que Jaime aparece vestido de comando emergiendo de un tanque. ¿Las devolverán?, pregunta Pilar. Espero que sí, respondo. Pero sabía que eso era improbable. Las fotos se suelen perder en el zafarrancho de combate de las redacciones. En fin. No le digo nada de eso a la ya acongojada Pilar. Las metemos en un sobre y discretamente me despido de todos y me fui a buscar a Beto para entregárselas personalmente, rogándole encarecidamente que no las pierdan porque mi tío, el coronel, el padre del general, valoraba mucho sus fotos, porque sus fotos eran sus recuerdos. No te preocupes, así se lo voy a decir a Ampuero (el editor de entonces de Caretas), me dice Beto, y yo me retiro a mi casa. Esa misma noche, Fujimori aparece en la televisión y cuenta una fábula. Cuenta que lo iban a asesinar con un fusil, como se hizo con JFK en Dallas. El domingo inmediato, Alejandro Guerrero, en Panorama, el espectáculo bufo del fujimorismo rampante, narra la misma historia oficial, pero con imágenes de la camioneta Cherokee utilizada por Jaime, que había sido baleada, con imágenes de las radios empleadas, prestadas por el dueño de canal 9, que era amigo de Jaime, con imágenes de las casas donde se produjeron las reuniones conspirativas, con imágenes del maletín del general Salinas, donde guardaba sus tarjetas de crédito, y con imágenes de una inconmensurable cantidad de elementos que habían sido incautados y estaban en manos del Servicio de Inteligencia Nacional, y a los que Guerrero había accedido (¿o se los facilitaron?) sin ningún problema, insistiendo una y otra vez en la cantinela –o en el guión, para hablar con propiedad- del intento de magnicidio, envenenando a la opinión pública. Y toda la prensa -con excepción de Oiga, La República, Caretas y Antena Uno- se dedicó a reiterar la especie, como un disco rayado. Mientras, del general Salinas Sedó y sus colegas y seguidores en dicha aventura, no se sabía nada.
Es al día siguiente, lunes, que lo primero que hago es tomar una grabadora con pilas nuevas, un casete, y dirigirme instintivamente al local de la DIFE, la Dirección de Fuerzas Especiales, donde tenían detenido a Salinas Sedó, porque entre los datos que nos proporcionó Planas, aquella mañana del mes de noviembre de 1992, éste nos dijo que el líder de la conspiración estaba confinado ahí, en la DIFE, aislado, y que con las justas podían verlo sus familiares más cercanos. Desde ahí fue que habló por teléfono con Oiga, pero su voz se apagó –o la apagaron- luego de ello. Supuse entonces que, sin decir que era periodista y mostrando únicamente mi DNI, podía tentar suerte en la DIFE para reunirme con él, arguyendo que era su hijo. Y así fue. Los guardias revisaron mi cédula de identidad, me vieron la cara para constatar que era el mismo de la foto, y uno de ellos le dijo a alguien por teléfono que el general Salinas estaba siendo visitado por su hijo, y yo, claro, no hice ninguna precisión o atingencia sobre el particular. Uno de ellos me custodió hasta la puerta que daba a la habitación donde se encontraba Jaime. Y una vez que me detuve en el umbral, el guardia me dijo “tiene una hora”. Está bien, gracias, le dije. Y entré. Entonces, sin saber muy bien qué decir y con el poco tiempo que tenía, le dije “hola, Jaime, soy Pedro Eduardo (es que en mi familia hay quienes me llaman así, por mis dos nombres, como en las novelas venezolanas), el hijo de Antonio, y he venido hasta acá para ver si me quieres conceder una entrevista para Expreso, para que cuentes lo que pasó”. La respuesta de Jaime no pudo desconcertarme más. Parecía más interesado en ponerse al día conmigo que preocupado por su situación. ¿Cómo está tu papá? ¿Sigue en Venezuela? ¿Y tu mamá? ¿Y tus hermanos? Y así. A su lado estaba su prima Rosita Sedó, que era abogada, y observaba con cierto recelo este inesperado encuentro, hasta que ella también intervino en las remembranzas. Ya me acordé de ti, cómo has crecido. Y yo, que pensé encontrarme con un militarote de rostro adusto, con las manos trenzadas hacia atrás, dando vueltas sobre sí mismo, en círculos, hablando con gravedad, de súbito me quede en babias, y sentí como que estaba en una reunión familiar, compartiendo anécdotas sobre asuntos de color sepia. Hasta que observé mi reloj y el tiempo corría sin concesiones, rápido, muy rápido. Le expliqué entonces a Jaime, el general, el motivo de la visita, que no tenía connotaciones familiares sino periodísticas. Quería, le volví a decir, una entrevista para Expreso para que cuente su versión, y, de paso, le conté del nuevo requerimiento de Caretas, ahora a través de Cecilia Valenzuela, que quería también una entrevista para la revista. Jaime tranzó encantado con ambas cosas, aunque a Rosita no le causó mucha gracia que mi entrevista fuese para Expreso, un diario tímido y condescendiente en sus análisis, que le hacía guiños a Fujimori, y, pese a que Rosita no me lo dijo, creo que sospechaba que la entrevista pudiese ser editada en contra del general. Jaime la tranquilizó, le dijo que confiaba en mí (lo cual era un albur, porque, efectivamente, un editor avieso y fujimorista podía hacer de las suyas) y me pidió que comenzara. Y yo, que tenía la grabadora oculta en los calzoncillos previendo una pesquisa en la entrada de la DIFE, tuve que darle la espalda a la suspicaz Rosita para sacar la incómoda grabadora de su escondite. Gajes del oficio, digamos. Y así empezó todo. Por azar. Como jugando. Jaime me pidió después que hablara con Pilar, su hija, para que vea la manera de cómo hacía entrar a Chichi Valenzuela para la entrevista (y Pilar, luego, no sé cómo, la hizo entrar). Y fue con esas dos entrevistas que la verdad de los militares insurgentes empezó, poco a poco, a abrirse paso. El audio de ambas entrevistas los propalamos luego por Antena Uno. Y poco después, Pepe Soriano, el hijo del general Soriano Morgan, un intrépido y astuto marquetero, también se convirtió en una pieza clave para filtrar información hacia fuera de las prisiones, hacia los medios de comunicación. Ese trabajo que, originalmente, iba a hacer Jaime Salinas López Torres, su hijo, terminamos haciéndolo, en la práctica y durante todo el tiempo que duró su enclaustramiento, Pepe Soriano y yo. Porque Jaime hijo, quien había sido detenido el mismo viernes 13 de noviembre, en la factoría ubicada en la cuadra 44 de República de Panamá, donde se había producido el debelamiento de la conspiración, había sido acusado por la DINCOTE por delito de terrorismo. Jaime junior pudo fugar más tarde de su encierro, con una serie de artificios de connotaciones religiosas y alusiones al padre Urraca, y, con suerte, encontró asilo en la embajada de Argentina, de donde solamente logró salir en un auto diplomático hacia el aeropuerto.
Fue una lucha larga y penosa la que tuvieron que padecer y librar estos valientes hombres que fueron traicionados por un soplón, o probablemente más de uno, que así son las horas turbias de los iscariotes. El encarcelamiento duró tres años y medio. Tres años y medio de maltratos, de actos canallescos, de vejámenes, de espionaje encendido a través de micrófonos ocultos, de olvidos ingratos por parte de la opinión pública y de muchos políticos a los que, paradójicamente, pensaban reponer en sus curules. Aunque hubo excepciones honrosas, de políticos consecuentes y solidarios, que nunca dejaron de visitarlos y de reclamar por su liberación, desde la tribuna de un escaño o desde la modestia de una columna periodística. Sin éxito, claro, porque en ese entonces la oposición a Fujimori, autócrata del Perú por la gracia de Hermoza Ríos y Vladimiro Montesinos, era una minoría ínfima, casi ridícula. Alberto Borea, quien luego se vio obligado a pedir asilo en Costa Rica, fue uno de ellos. Javier Valle Riestra, otro. Máximo San Román, también. Alberto Andrade, ídem. Algunos apristas y alanistas, entre los que se contaba Luis Gonzáles Posada, Mercedes Cabanillas y María del Pilar Tello. Hombres de izquierda, como Nicolás Lynch y Carlos Chipoco. Periodistas como Gustavo Mohme Llona, Alberto Ku King e Iván García. Y algunos pocos liberales, como Javier González-Olaechea, entre los que recuerdo, nunca los olvidaron. Aunque intuyo que estoy siendo injusto con muchos más. Pero así es la memoria, traicionera. Otro de los civiles comprometidos con la democracia que acompañó a estos soldados fue el recordado Pedro Planas, el periodista de palabra tallada, con chispazos de genio e intemperancia vital, quien llegó a bosquejar la estructura de un libro sobre el tema. Los insurgentes. Toda la verdad. Así se iba a llamar la publicación. Sin embargo, Planas, que era un águila para estas cosas, no llegó a materializarlo. Alguien con rigor de historiador lo escribirá más adelante, supongo, porque gestas como ésta deben rememorarse y reivindicarse, siempre, como pretende esta somera evocación a manera de post, después de más de quince años del intento de contragolpe. Porque al fujimorismo, no me jodan, ahora lo condena todo el mundo, pero lo difícil era hacerlo cuando el autócrata estaba bien arrellanado en el poder y tenía al país metido en un puño. Pregúntenle si no a Jaime Salinas Sedó y a sus corajudos amigos. Así que, con estas líneas quiero expresar sencillamente mi reconocimiento a los oficiales del 13-N, y a sus familiares, quienes siempre estuvieron a su lado.
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