¿Por qué hoy, pues, tanta insistencia en el retiro, la jubilación, el cierre de Oiga, la tristeza del abandono de ciertas amistades?... Porque así está hecha la vida, de barro ardiente. Pero nada de lo enumerado significa rendición. En estas páginas no hay una línea pidiendo chepa y si guerra, guerra total contra el abuso, el atropello, la injusticia. Y si yo he cambiado de trinchera y me refugio ahora en la escritura, no es porque he variado en mis adentros. Simplemente ocurrió que me fue imposible seguir teniendo abiertas las puertas de Oiga. Me lo imposibilitó la represión taimada del régimen de los 90, una represión sesgada que deja la protesta en el vacío y amenaza con la cárcel por defraudación tributaria.
He aquí esa penosa historia:
A fines de 1993, todos los periódicos, radios y televisoras —con excepción de El Comercio, Gestión y Canal 5— estaban quebrados. Se les habían acumulado millonarias deudas con la Sunat que crecían a velocidad geométrica por las moras y las multas. En teoría, el cierre de todos los medios de expresión –salvo las excepciones señaladas— era inminente... Dentro de esta situación Oiga se hallaba en una situación especial. Hasta hacia pocos meses había estado entre las excepciones, pues sus continuos desencuentros con distintos gobiernos obligaban a su administración a estar al día en los tributos, pieza clave para ajustes de cuenta con el Estado... Pero de pronto se había colocado en la disyuntiva de pagar la planilla de empleados o el impuesto del 18% a la venta del periódico, impuesto abusivo que no existe en ningún país que respete la cultura… La decisión había sido cubrir la planilla, ya que de lo contrario no aparecía la revista… Y de esta forma se inició también en Oiga el huaico de las multas y las moras… Su deuda global en esos momentos era, sin embargo, una insignificancia al lado de las otras publicaciones, aunque de cifras imposibles de cancelar para la debilitadísima economía de Oiga, castigada sin piedad por el sabotaje publicitario del Estado y de los amigos del gobierno y, además, descapitalizada por el esfuerzo que había hecho para estar al día en el pago de tributos…
En tales circunstancias, los directivos de la prensa acogotada por la Sunat, acuden donde el señor Santiago Fujimori, quien, por intermedio del publicista Óscar Dufour, era el hombre del régimen encargado de las relaciones con los medios de difusión. Para ello y para otros menesteres, Santiago Fujimori digitaba a la Sunat (todas las noches esta entidad le daba un informe detallado de sus actividades). Pero a esa reunión no se invitó expresamente a Oiga- Fue el único periódico con problemas excluido de ese cónclave en el que se llegó al acuerdo de que los medios cancelarían sus deudas con la Sunat colaborando con el gobierno en un gigantesco programa educativo.
A la reunión para concretar este acuerdo, sí fui invitado, porque, al parecer, no se quería que alguien de la oposición quedara excluido del arreglo, para que nadie estuviera libre de paja para criticarlo.
La citación la hizo el señor Alfredo Jailile, el hombre de la Caja del Ministerio de Economía y brazo derecho del poderoso ministro Jorge Camet, y el encuentro se produjo en el Ministerio, presidido por Jalilie, con el señor Carlos Orellana a su lado, como delegado de Palacio. También asistía el señor Federico Prieto Celi, del Ministerio de Educación, periodista de larga y limpia trayectoria, que se encargaría de monitorear el famoso programa de educación, cuyo objetivo era la impresión de millones de textos escolares y cuadernos que se haría en los talleres de diarios y revistas, etcétera, etcétera.
El acuerdo provisional acordado con el señor Santiago Fujimori –personaje central del régimen sin ningún cargo oficial responsable— era un enorme disparate.
-El proyecto no tenía pies ni cabeza— comencé diciendo, apenas se expuso la propuesta.
Prieto Celi, que había acudido con una serie de ayudantes y una ruma de modelos para escoger, abrió desconcertado los ojos, yo continué:
-Sería un disparate imprimir textos escolares en papel periódico y más todavía usar ese papel para cuadernos. La propaganda a favor del gobierno le resultaría al revés, pues esos cuadernos no servirían para nada y los libros se desbaratarían en un dos por tres.
-Se podrían hacer en bond.
-Si las rotativas usan el bond nacional destruirían sus rodillos por el polvillo que suelta ese papel… Y si se usa el bond importado la lavada va a resultar más cara que la camisa: tanto por el precio de ese bond como por los impuestos aduaneros y el IGV para el papel.
Cara de desolación en la sala. Prieto Celi se achicó detrás de las rumas de sus modelos. También Orellana sintió inseguridad en el piso. Alfredo Jaililie quedó imperturbable y me dedicó unas palabras de elogio.
Otros, más realistas, propusieron un arreglo publicitario. Los medios pagarían sus deudas a la Sunat con avisaje estatal.
Mientras se producía el debate, yo, que soy lerdo para expresarme verbalmente y porque se me podrían escapar algunos ajustados exabruptos, me dediqué a poner por escrito mis puntos de vista contrarios por completo al arreglo, ya que la solución no estaba en llegar a comprometidos acuerdos con el gobierno sino liberar de cierta carga tributaria a la cultura, como el 18% a las ventas, igual que en la mayoría por no decir en todos los países civilizados del mundo…. Y cuando se agotó el debate decidieron por el arreglo con avisaje, leí mi texto, que luego publiqué como editorial.
-No se pueden hacer excepciones con el IGV –fue la respuesta.
-¿Y por qué se exceptúa el juego de bolsa, a las aefepés y a otras actividades puramente lucrativas?
-La prensa no es cultura. Lean El Mañanero –metió su cuchara un funcionario, lector sin duda de basura amarilla.
Si no leyera usted periódicos no tendría usted su geografía ni si historia al día. Sería usted un analfabeto cultural. No cultivaría, si la tiene, su educación cívica.
Sin embargo, más tarde, por presión de la administración de Oiga, que se aferraba ilusamente a esperanzas imposibles, cedí y acepté el “arreglo”, que era muy simple: El tesoro público, o sea Jaililie, extendía un cheque por el monto de la deuda de cada empresa y ésta lo endosaba a la Sunat. A cambio de tan simple “arreglo”, el responsable –en el caso de Oiga, yo— aceptaba un pagaré con el gobierno, poniendo de garantía casa, autos, cuentas corrientes, etcétera, etcétera. Mientras que el Estado prometía –sin documento— publicar avisos hasta cumplir con el monto del pagaré.
Y, como estaba previsto, los anuncios o avisos se fueron publicando de acuerdo al capricho del régimen. Rápido y bien valoradas las notas en los periódicos amigos y lentas y mal pagadas en los órganos de la oposición radical.
-Podía haber sido nunca.
Por eso, apenas rescaté el comprometido pagaré, resolví liquidar Oiga, lo que no resultó fácil. Más mucho más complicado y difícil es desbaratar que crear una empresa.
¿Y la prensa que tenía en orden sus cuentas con la Sunat?...
Cuando se produjo el acuerdo protestó airado el canal 5, con un argumento válido: no era justo que se castigara a los cumplidos… Por lo que fueron premiados los que estaban al día. Y a Oiga se le volvió a discriminar. No se quiso hacer caso al alegato de que su situación era especial, pues siempre habían estado en orden sus pagos al fisco, con lo que se había descapitalizado, y siendo su retraso reciente… no podía ser tratado igual con los que nunca pagaron y no se descapitalizaron.
Su alegato fue al tacho de basura.
Todo esto lo miro con frialdad y no me arrepiento ni me quejo…
La lucha por lo que yo creo es la verdad no cesa porque imponderables decisiones del destino, por mano del poder político de turno, me obligaron al cierre de las puertas de mi revista Oiga. Siempre quedará la revista, lo escrito en ella, como el testimonio vital de mi compromiso conmigo mismo y con mis deberes cívicos y mi bandera inabdicable de ayer y de mañana, de siempre… Testimonio que continúa con mis libros y colaboraciones en la prensa…
Así reflexiono ahora, a la distancia, mientras termino de escribir la nota que todos los jueves leo, a las ocho de la mañana, en los micrófonos de Radio Libertad, dirigiéndome a un público masivo –la modernidad lo califica con las letras “C” y “D”—, que seguramente está más interesado en la problemática menuda de los escándalos públicos que en la meditación cívica, pero en el que la siembra de inquietudes mayores no es un desperdicio. Además, como que con esas notas y esporádicas colaboraciones en El Comercio mi conciencia se pone a salvo.
También pienso en el Perú y su futuro y, sin querer, mi atención se fija en el pasado, en ese territorio de desconcertadas gentes, en la caravana que se quedó en mitad del desierto, en la República Embrujada, donde más veces y mayor tiempo se obedeció a la voz de mando de los cuarteles que al mandato de las urnas; donde los breves ensayos de democracia han nacido, languidecido y muerto prematuramente a la sombra de los espadones cuartelarios. Y escucho a lo lejos la voz de Juan Ríos diciéndome: “Durante mucho tiempo los institutos armados desempeñaron el papel de perros de presa de la mal llamada oligarquía. El general Velasco –autor de la zoológica definición— intentó ubuescamente y sin participación popular el experimento de cambiar al Perú. El resultado inmediato de su obra fundamental –la reforma agraria— fue un desastroso traspié económico. Pienso, sin embargo, que, desde el punto de vista histórico, constituye un paso necesario que desgraciadamente no dio el régimen presidencial de Fernando Belaunde”.
¿Tienen razón estas palabras del poeta Ríos? Entrañable amigo y guía en las horas más oscuras de Oiga, salvo en las anteriores a las decisivas del destierro a México.
Difícil la pregunta y más compleja aún podría ser aún su respuesta si en el más allá siguieran en funciones los oídos y las cuerdas vocales de carne y hueso. El amigo Juan, de podernos replicar el comentario con el temperamento de su envoltura terrena, de seguro nos daría una respuesta sangrienta y breve. Sería una frase tan dolorosamente cruel como su: “¿Cree usted que hay país…?”, lanzado como respuesta a una pregunta que se le hizo sobre la patria, a la que mucho y muy honradamente quiso a pesar de haber quedado “podrida antes de madurar”.
Con tanta pasión la amó que un día del año 80, antes de los resultados electorales, quiso rezar así en Oiga: “Me parece que desde la Independencia el Perú ha vivido en permanente crisis ética, intelectual, física, económica y social. Nos hemos podrido antes de madurar. En un país que nunca tuvo clase dirigente ni escala de valores, donde el ejército ha matado más compatriotas en represiones y motines que soldados extranjeros en defensa de nuestro mutilado territorio. El pueblo, ignaro y desnutrido, no ha llegado aún a ser verdaderamente pueblo. No es su culpa. Es nuestra culpa. Perdónanos Señor”.
Como que Juan Ríos sintiera, igual que Octavio Paz con México, que los males del Perú fueron mas imputables a la Republica que al Virreinato, que a la prospera y potente Nueva castilla; solo comparable en America con Nueva España. También coincidía Juan con Eduardo Orrego, otro amigo entrañable, quien por esos años 80 impulsaba a los jóvenes como el a actuar de inmediato “antes de quedar como frutos podridos en el árbol, como nuestros mayores”…
Esto lo decía replicando a los que pedían maduración a la juventud accionpopulista.
Ni Juan Ríos ni Eduardo Orrego podrían rectificar ante los vivos su vision pesimista –no por ello menos amorosa– de la patria republicana. Los dos habitan desde hace algunos años el reino de los muertos, que es donde iremos a parar todos sin distinción de ricos y pobres, de tontos e inteligentes, de haraganes y hacendosos, de esclavos de la lujuria y vendedores de la carne, según esta explicado con Áurea grandiosidad por Calderón de la Barca en El Gran Teatro del Mundo y donde, de acuerdo al Dante, volveremos a ser catalogados de acuerdo a los designios de la divinidad y a la conducta de nuestras conciencias. Porque es en ellas, en las conciencias, donde esta la virtud o el pecado, no en los hechos mismos, vistos siempre con los ojos de cada época y que son materia para los fallos de la justicia humana, desde antiguo débil, por lo que leemos en el Quijote, a la presión de los poderosos y al sonido de las monedas.