Manuel Vicente Villarán
Por: Enrique Moncloa Diez Canseco
Mañana, hace un año falleció el doctor Manuel Vicente Villarán. La congoja que ahogó nuestros corazones por la muerte del incomparable maestro, por acción inexorable del tiempo va disminuyendo lentamente; en cambio, se agudiza y acrecienta cada vez más, el silencioso, íntimo y profundo homenaje de la admiración y del recuerdo permanente. Pasado un año todavía laten en nosotros, las palabras que el doctor Basadre, pronunció más a nombre del Gobierno, como su sincero admirador y con las que, principalmente, destacó la fecunda labor que realizó Villarán, en beneficio de la educación nacional. No olvidamos la semblanza que el doctor León Barandiarán, a nombre de San Marcos, hizo del doctor Villarán, como talentoso alumno, como catedrático ejemplar y como sabio rector. Recordarnos las bellas y emotivas palabras de Víctor Andrés Belaúnde, sobre las extraordinarias virtudes del maestro, del ciudadano, del abogado y del hombre sensible y bueno, así como la hermosa y sentida oración que escribió José Quesada; y, la magnífica nota de Caretas, con motivo de su muerte.
Villarán fue admirado y respetado por sus profesores, colegas, discípulos, colaboradores, amigos y hasta por sus enemigos políticos. No puedo dejar de referir en este breve escrito, algunas de las muchas ratificaciones de esta aseveración. Generaciones enteras de San Marquinos, recuerdan su calidad como alumno, su extraordinaria capacidad como Catedrático, el inconfundible sello de su rectorado y principalmente, su amor por la Universidad. Sin embargo, como admirador de Villarán no puedo dejar de lamentar que San Marcos, al momento de la muerte del hombre cuya vida, formaba parte de la tradicional, de la vieja casa, no le brindara las aulas en donde él, fue brillante y generoso en la enseñanza; ni los alumnos, ni los ex-alumnos de la antigua Universidad, prestaran sus hombros, sobre los que debió haber sido llevado el maestro, hasta el sagrado recinto de su última morada. Los hombres de antaño y los jóvenes de ahora de San Marcos, olvidaron el ejemplo de la Universidad Católica con José de la Riva. Agüero.
En el año 1906; Villarán introdujo en el Perú el estudio de la Filosofía del Derecho y revolucionaba la enseñanza del Derecho Natural en inolvidables lecciones, que convertían sus clases en conferencias magistrales. A pesar de su poca edad, el joven Catedrático, era ya admirado por su sabiduría, su talento y su severidad.
El alto aprecio que los colegas tenían por Villarán se palpaba a cada instante. En otra oportunidad, cuando los jóvenes Abogados, enterados de que el doctor Villarán después de mucho tiempo de no haber informado en la Corte Suprema, iba a hacerlo, nos apresuramos a escucharlo por primera vez. Allí estábamos apretujados a en las bancas de la Sala, para escuchar el que fue último informe del egregio defensor.
Fue muy grato escuchar cómo el colega que llevaba el recurso, antes de iniciar la defensa de su cliente, elogiaba la presencia del insigne Abogado. Después, en su turno, y ante la expectativa general, el maestro Villarán, con elegante sobriedad, inició su informe. Allí pudimos comprobar cómo era cierto que la figura del maestro, se agigantaba cuando defendía la vida y pedía justicia. Allí tuvimos; los jóvenes Abogados, la oportunidad de apreciar aquella asombrosa claridad -que era leyenda en el Foro- con que el doctor Villarán exponía sus ideas y argumentos y aprendimos esa día, más que nunca, que la solidez de la doctrina unida a la luminosa exposición, resultaban, en el insigne maestro, de una contundencia incontrastable. Al día siguiente un notable abogado, decía que el doctor Villarán, además de sus grandes virtudes, había sido el mejor expositor.
La admiración general, que constituye un extraño caso de unidad, en este país tan complejo y desconcertante la ganó sin desearlo el doctor Villarán, con su propio esfuerzo, con su vida ejemplar, con aquella línea moral, que constituyó su mejor patrimonio y que hizo que su nombre sin mácula, signifique en el Perú, “leyenda de honestidad”.
Antes de su sepelio, ví llegar hasta su capilla ardiente, algunos personajes ignorados que contritos y consternados balbuceaban frases entrecortadas: “Yo fui alumno del maestro”. A otro eminente abogado le oí decir: que “Villarán es el hombre que más he admirado en el Perú”.
El doctor Villarán además, fue admirado por aquellos hombres, abogados brillantes que lo acompañaron y sirvieron con devoción hasta que murieron. Don Carlos Arana Santamaría, aquél gran señor y jurisconsulto, hizo un culto de su amistad con Villarán. Para ellos la amistad estaba por encima de la inteligencia, la sabiduría, el poder o la riqueza. El doctor Manuel C. Gallagher, con su estilo peculiar, logró de la severa prestancia del maestro, muchas de sus claras sonrisas; y el doctor Marisca, eminente abogado de cuya muerte Villarán nunca tuvo noticia, se esforzó toda su vida por marchar en el sendero ejemplar de su maestro.
Todos en su Estudio, pudimos gozar, durante los últimos años de su vida, cuando perdía la visión y era más débil su andar, de su cariñosa generosidad, de su amable sencillez, de su incomparable modestia, de la severidad con que apreciaba los hechos que tenían relación con la conducta y de la profunda seriedad con que consideraba todos los problemas. Era placentero verlo cómo, durante sus últimos días en el Estudio, gozaba callado e íntimamente, en el viejo sillón de su escritorio, cuando tenía algo que enseñar; parecía que revivían en su espíritu, los inolvidables días del joven y ardoroso maestro, enamorado de su cátedra. Le satisfacía y nos deleitaba, con la narración de sus viajes, con sus anécdotas viejas; nos hablaba de su afición a la pintura y sus flores; empero, nunca nos habló de sus triunfos o de sus glorias. Cuando alguien, respetuosamente, le sugería que hiciera el viaje de descanso que su salud precisaba, respondía que tenía que trabajar para vivir. Decía que a pesar de su larga vida, no había aprendido a valorizar su trabajo. Estas frases, eran la égida de su generosidad. Siempre sonreía de su timidez para tratar asuntos pecuniarios. Hasta el fin de su admirable vida ejerció dentro de la noble tradición del abogado que sólo vive del honorario profesional.
Cuando alguien escribió en un diario que el Dr. Villarán había percibido un honorario descomunal, él sabiendo que la afirmación era inexacta, por tratarse de un asunto estrictamente personal, no desmintió la información que falsamente lo hacía aparecer en una opulencia que no tuvo, pero que mereció como el que más.
Villarán escolar brillante en Guadalupe, demostró un talento extraordinario en la Facultad de Derecho de San Marcos; fue maestro ejemplar y sabio rector de la Universidad; fue quien hace más de 50 años planteó, valientemente, la necesidad de una revolución de la educación en el Perú; que sobre la base de una educación moderna y una sana cultura, anhelaba un país culto, rico y progresista. Luchó siempre por dar a su patria el respaldo de una instrucción técnica que fuera la columna fundamental de una economía sólida y libre. Fue notable jurista, amante del derecho de las gentes y preclaro estudiante permanente de los Problemas del país; fue un ciudadano intachable, de silencioso coraje que enseñó con el ejemplo siendo casi un niño el 95 y ya de Ministro en 1909 que “el deber está por encima de la vida”. Gran patriota y maestro incomparable de la vida sin egoísmos ni ambiciones, era por todas las virtudes referidas el hombre más capacitado para gobernar el Perú. Parecía imposible que siendo Villarán candidato, no fuera Presidente. Es por ello que es inolvidable el imperdonable agravio de 1936. En esa oportunidad, la cultura del país no estuvo a las alturas del maestro. Sólo el amor de su muy amada esposa, la ternura familiar, el cariño de sus amigos y la admiración de sus discípulos, con la generosidad inmensa de su noble y bien templado corazón, pudieron doblegar ese dolor. El doctor Villarán no permitió jamás que el rencor y la envidia, salpicaran, siquiera, el límpido sendero de su tranquilidad espiritual y silencioso cobo el paso breve de su caminar, se retiró de la vida política, en paz con su conciencia y con la íntima satisfacción de no haber descendido jamás, al campo de la demagogia, ni haber pecado de engañar al pueblo, con hipócritas, halagos o falsas promesas, ni haber bebido en oscuras fuentes de contubernios denigrantes. En cambio, mantuvo siempre inflexible el maravilloso pendón de su gallarda honestidad.
El ejemplo del doctor Villarán, la pureza de su conducta, su vida ejemplar, deben conocerla, estudiarla y recordarla siempre con patriótica admiración, las futuras generaciones del Perú, para que, cuando la Providencia, quiera concedernos el privilegio excepcional de que nazca en el Perú, otro hombre como Manuel Vicente Villarán, se le haga justicia y se le aproveche.
Sólo nos queda el consuelo, de sentir que el muy querido e incomparable maestro, marcha triunfal pero siempre sencillo y silencioso desde hace un año por el sendero de la historia, bañado de luces inmortales, al lado de los grandes hombres del Perú.
Lima, 20 de febrero de 1959.
Fuente: Archivo Revista Oiga – Epistolario Doctor Manuel Vicente Villarán
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