Honorables
Representantes:
En este
momento solemne, junto con la enorme responsabilidad de los intereses
nacionales, recibo el honor más grande a que puede aspirar un hombre: el
encargo arduo, pero seductor, de gobernar con previsión y justicia a los
ciudadanos de un pueblo libre.
Mi primera
palabra será para felicitar al Perú por haber logrado una cuarta renovación del
poder dentro de la legalidad. Prueba evidente de que la República tiene
cimentadas sus instituciones sobre esas dos bases de toda democracia: el
respeto de los gobiernos por la libertad y el amor de los pueblos por el orden.
El Gobierno
es un instrumento de conservación y de progreso; amparo de todos los derechos;
impulso y protección de todos los intereses. Amparar derechos quiere decir
tanto como conservar el orden. Mi Gobierno cumplirá ese deber primordial de
todos los gobiernos, sin intransigencias de ningún género, pero sin
vacilaciones tampoco.
Todo
Gobierno representativo y democrático debe ser Gobierno de discusión y de
crítica, pero a condición de que los partidos que asumen la responsabilidad de
la fiscalización tengan un respeto leal y sincero por la legalidad. Los que
quieren destruir por la fuerza un régimen no tienen derecho a ser escuchados
por los que quieren conservarlo.
Para las
oposiciones, con más razón que para los gobiernos, el arte político, el arte de
traducir los ideales en hechos, es un proceso de oportunidades y de método que
excluye la violencia. Fuera de él sólo quedan las ilusiones pueriles que llevan
a fracasos inevitables. Es de esperar que estos principios se hayan arraigado
ya profundamente en el espíritu de nuestros partidos políticos, y que ellos
labren el progreso y la ventura de nuestra patria.
El ejercicio
de la libertad y de la independencia nacional requiere el seguro de la Armada y
del Ejército. Lo que distingue a la fuerza que crea de la fuerza que destruye,
es la disciplina.
El Ejército,
para no degenerar en banda pretoriana y para conservarse como santuario del
honor, como escuela de abnegación y sacrificio, requiere la prescripción
absoluta de toda verdad política, el respeto escrupuloso por las ordenanzas y
los reglamentos, es decir, la más rígida y rigurosa disciplina. El soldado
peruano ha entrado ya por ese sendero. Yo procuraré que no se desvíe de él un
solo punto, para lograr así su renombre digno de sus hazañas y de su historia.
También en
el orden civil el olvido de los reglamentos, el nepotismo, las gracias
indebidas, el favor como norma de conducta, convierten la administración en una
burocracia parasitaria. Nada interesa tanto al bien de todos como combatir
tamaña calamidad.
La acción de
los tribunales de justicia complementa la reivindicación del derecho y la
defensa del orden. En esta materia hay un principio intangible.
Ante la ley
penal, por lo mismo que es la más dura de las leyes, no caben excepciones.
Desgraciadamente, nuestro procedimiento civil y penal tiene deficiencias y
medios anticuados cuya transformación será el tenaz empeño de mi Gobierno.
Al lado de
la defensa de los derechos tiene el Gobierno el cuidado de los intereses
nacionales. En este terreno expuse ya mi criterio y mi programa, al ser elegido
candidato, que puede sintetizarse en la promesa de continuar la obra progresiva
y saludable del eminente ciudadano que devuelve a la nación, dignificada, la
banda que cubrió su pecho de patriota.
Nada más
fácil que trazar el programa administrativo de los pueblos jóvenes, en que está
todo por hacer y nada más difícil que realizar algo con medios forzosamente
escasos. Ser sobrio en proyectos, rápido en los debates, tenaz en las obras,
renunciar a la originalidad fantástica; no malgastar tiempo ni dinero;
distinguir lo principal de lo accesorio, lo urgente de lo aplazable; querer con
entusiasmo lo que otro ideó o comenzó, son máximas tan vulgares como
necesarias, que deben recordar a cada paso no solamente los que gobiernan sino,
sobre todo, los que critican, para que su faena sea de estímulo y de aliento, y
no obra malsana de obstrucción y de pesimismo.
Aparte de
estas reglas de buen sentido, la prosperidad de los intereses de una nación o
de un hombre requiere recursos económicos. Sabérselos procurar es el secreto de
los verdaderos financistas. Para esta empresa, siempre laboriosa, el momento
actual, no del Perú solamente, sino del mundo entero, está lejos de ser
favorable.
Abusos del
crédito, o quizás simplemente el ritmo económico que corrige con crisis
monetarias los desequilibrios de la producción y de los consumos, el hecho es
que una contracción general del medio circulante ha embarazado en los últimos
tiempos el movimiento de los mercados más robustos. La repercusión de esas
vibraciones anormales encontró, felizmente, entre nosotros el seguro
inconmovible de nuestro régimen monetario; pero, evidentemente, ha detenido el
incremento de nuestra capitalización y de nuestras inversiones. Conjurada la
crisis, puede decirse que no tardará en recobrar su desenvolvimiento normal
nuestra situación económica.
Sin agravar
las contribuciones, mi Gobierno ha de procurar, como ya lo he dicho en otras
ocasiones, el aumento intensivo de sus rendimientos para que mi programa
administrativo sobre ferrocarriles, higiene, inmigración, irrigación y
educación se realice en la medida de lo posible.
En el orden
político yo prometí la reforma de la ley electoral y cumpliré mi promesa,
inspirándome no sólo en que la reforma sea completa, sino que la ley reformada
se cumpla con honradez y buena fe.
Pero sin
desconocer los defectos de la ley, es preciso recordar que en esta materia el
vicio principal está en los hombres de todos los partidos, en la falsa
concepción de que los tribunales electorales son posiciones estratégicas desde
las cuales deben defenderse los intereses políticos.
El organismo
electoral tiene que ser independiente de los partidos políticos. Su misión no
es conservarlos ni defenderlos, sino amparar los derechos de todos los
ciudadanos y ser la expresión viva y la garantía del sufragio universal. Los
partidos sólo son legítimos cuando radican en la voluntad libre del pueblo que
tiene el derecho de aniquilarlos, transformarlos o sustituirlos.
La tendencia
de la reforma debe ser neutralizar los tribunales electorales, por un lado y
por otro, repartir sus atribuciones de modo que el abuso resulte imposible.
Una nación,
aún cuando sea próspera y libre, no vive sola en el mundo. Sus condiciones
geográficas, económicas, sociales, determinan el carácter de su política
exterior.
Nadie puede
negar al Perú, sin extraña contradicción e injusticia, un espíritu de
cordialidad con todos los pueblos, un sincero amor al ideal americano en sus
relaciones con las Repúblicas de este continente.
En los
congresos continentales reunidos por el espíritu previsor de la gran República
americana, el Perú ha defendido el arbitraje obligatorio como la forma jurídica
de las relaciones internacionales entre las democracias del nuevo mundo.
Llevando la teoría a la práctica el Perú verá pronto fijados sus linderos con
Bolivia por el laudo arbitral de nuestra hermana la República Argentina y
resuelto el complicado litigio del norte, que data desde la época de la
independencia, merced al fallo que el augusto soberano demostrará, por la
justicia de su resolución, que fue digno del papel glorioso que le asignó la
historia y de la confianza que hoy hemos depositado en él.
El criterio
del progreso solidario de la América y de las soluciones prácticas, me
inspirarán para dirigir todas nuestras relaciones diplomáticas y muy
principalmente los esfuerzos para conseguir que nuestra frontera del sur sea en
la realidad la designada por un Tratado que el infortunio impuso, y que si
nuestra fe nos obliga a respetar, no puede nuestra dignidad consentir que se
agrave en nuestro daño.
No hay
verdad más profunda que aquella que dice que los pueblos tienen gobiernos que
merecen.
Cuando la
conciencia nacional se forma y condena con igual intensidad los abusos de
arriba y de abajo, cuando sabe censurar y aplaudir, entonces crea una atmósfera
dentro de la cual solo puede respirar el bien.
Yo no
aceptaría este elevado puesto sino sintiera en mi espíritu la fortaleza
bastante para presenciar los intereses y pasiones y ser el jefe de la nación y
no de ningún partido.
Todos los
ciudadanos tienen ante mí los mismos derechos y los mismos títulos, sin otra
diferencia que su capacidad intelectual y sus virtudes morales.
Nada hay
para mí más abominable que el gobernante cuya debilidad las tolera. Repito lo
que he dicho en otras ocasiones. Huiré de toda intransigencia; tengo ánimo
suficiente para reconocer un error y enmendarlo, pero tampoco tendré
vacilaciones ni timideces. Procuraré inspirarme siempre en los dictados de la
opinión pública y en el amor sincero a la justicia, que jamás debe faltar a un
gobernante.
Invocando el
santo nombre de Dios e implorando su protección, tengamos fe en que el porvenir
prepara al Perú largos días de prosperidad y de concordia.
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