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Augusto B. Leguia |
MORE Y LOS HOMBRES DE SU TIEMPO
Los que nunca le debimos a Leguía un halago ni un favor, ahora, al lado de su tumba, venimos como periodistas a cumplir un alto y angustioso deber. Nuestras pasiones han muerto. Como periodistas venimos a iniciar los funerales civiles de una de las más inquietantes figuras de la República.
Cierta vez, a los varios años de terminada la guerra mundial, uno de los periódicos ingleses lanzó, para criticar cierta actitud de David Lloyd George, algunas acusaciones contra Alemania. Acusaciones de aquellas que usó la publicidad bélica en los días mismos del terrible conflicto. Y entonces Lloyd George, con su claro cinismo realista, pronunció estas palabras memorables:
«Ya no es posible tolerar que la propaganda chauvinista continúe en su campaña de calumnia contra quien no es, a esta hora, nuestro enemigo. Durante la guerra y mientras la sangre inglesa corría en los campos de batalla, la calumnia, puesta al servicio de la Patria, era acaso permitida; pero hoy, en plena paz, la calumnia es un delito».
Hoy, ante el cadáver del más infortunado de los grandes políticos peruanos, podemos parodiar las frases del más ingenioso de los grandes políticos ingleses y decir:
-Mientras Leguía impuso en el Perú sus violentos métodos, dictatoriales, todo ataque contra su persona y contra su política era justo. Inclusive, resultaba perdonable la calumnia, porque estaba puesta al servicio de la Patria. Hoy, ante Leguía muerto, pongamos nuestra voz al servicio de la Justicia y tratemos de que nuestros oídos sean fieles para los fallos de la Historia.
Desdichado como Salaverry, audaz como Piérola, vivaz como Castilla, Augusto B. Leguía, insigne manejador de pasiones y gran administrador de deseos y de sentimientos, es el hombre que más tiempo ha durado en la primera magistratura de la República. Es el único que supo darnos la sensación de que éramos grandes y fuertes. Bien caro nos cuesta; pero hay que reconocer que durante once años nos adormeció con el tóxico maravilloso de los empréstitos y de las obras públicas, con el elixir sin par de los caminos y de la vida diplomática en gran estilo. Conoció el secreto de todos los señuelos. Fue una especie de brujo de la política. Un hechicero de las finanzas. Mejor aún: fue un romántico de la riqueza y del éxito.
Ante su tumba es preciso que serenemos los ánimos. No incurramos en la vulgaridad pueril y malvada de cubrirlo de adjetivos deshonestos. Ante Leguía vivo, temblaron todos los peruanos. Los unos para adorarlo, los otros para cubrirlo de infamias. Dos temblores distintos pero temblores al fin. Ante Leguía muerto aquietemos la voz y el gesto. Cubrámonos con las graves ropas talares de la exequia antigua y transidos del respeto que la muerte infunde en todo corazón civilizado y en todo cerebro sensible, démonos cuenta de que estamos ante un hombre largamente mimado por la Historia y la fortuna y que, para completar su destino, murió humillado y miserable. Sobre su cadáver lloraron diez mil ojos de peruanos y cinco mil bocas pronunciaron una frase amarga.
Nada le negó el destino. Su muerte atrozmente fecunda en inenarrables dolores del cuerpo y del alma, su vida llena de peripecias brillantes y fúlgidas, son la vida y la muerte de los varones a quienes la Providencia reserva un sitio singular.
Un sacerdote católico pronunció en frases de dulce emoción bíblica, en frases de enternecida efusión evangélica el elogio del dictador caído. Un sacerdote cristiano de corazón sencillo y apostólico despidió al lado del féretro al hombre que gozó de todos los honores y que conoció hasta el paroxismo el placer violento del mando. Y al conjuro de la voz sacerdotal, ungida de sacramentos y de liturgias es seguro que las alas de los ángeles aquietaron su vuelo sobre los restos inánimes del infeliz político a quien la muerte recobró con alto interés los adelantos que él le pidió a la vida.
Si acaso en las horas preliminares del castigo el demonio rondó en torno al lecho donde Leguía meditaba enfermo, no cabe duda de que, al cabo de los 18 meses de expiación, el maligno tuvo miedo y se retiró aterrado. El momento más intenso de la vida de Leguía es el expresado por sus últimos 18 meses. Supo sufrir. El arte de padecer es grande como su único hermano, el arte de amar. Si durante su vida de gobernante Leguía causó muchos dolores y perpetró innumerables injusticias, reconozcamos que su muerte y su agonía lo purificaron. Al irse de la vida perdona a todos y, con su piedad, y la pureza de su corazón infinitamente castigado, sobresalta y conmueve al sacerdote que le presta los supremos auxilios espirituales.
Con su muerte, con su dolor, con su padecimiento sin nombre, Leguía se venga amargamente de sus enemigos; cuando los perdona, los anatematiza. Cuando los olvida lanza contra ellos a los lobos voraces de la posteridad. Es la más acendrada, la más sutil de sus travesuras políticas. Algún día sabrán los enemigos de Leguía cuánto daño les ha hecho esa muerte, cuánto significa ese cadáver salido del hospital Naval. Con sus padecimientos, con su fervor cristiano, con su resignación evangélica, Leguía utiliza la última y más grande de sus estratagemas políticas. Muere como vivió, actuando de encendedor de multitudes. Con su muerte, los que ansiamos que el Perú se cobije bajo una bandera de amor y se redima del odio que lo pudre, comprenderemos que empieza una etapa definitiva. La muerte de Leguía señala el fin de una época. Es una liquidación y una apoteosis.
La muerte de Leguía nos sirve para definir espíritus; para saber de una vez por todas, de qué lado están la vulgaridad y la pasión necrófaga y en qué sitio resplandecen los faros del pensamiento puro, del corazón sereno, de la historicidad trascendente. Junto al cadáver de Leguía comprendemos el valor de nuestros horizontes espirituales y sabemos exactamente, dónde se levantan las banderas del odio y hacia dónde debemos dirigir la acción de la concordia aniquiladora de perversos.
En Leguía se ceban la más febril de las adulaciones y el más protervo de los odios. Alrededor de su persona, el hado hace florecer, monstruosamente los peores apetitos y las pasiones más ruines. Vive envuelto por el engaño y la estafa, intoxicado por opulencias y maravillas que nadie vio jamás. Durante su época de grandeza, la lisonja y la mentira lo embriagan hasta el delirio. En el momento de su caída, el dolor y el ultraje lo laceran. Y de tal modo es la síntesis amarga del Perú, de este país sin término medio, sin equilibrio, sin comprensión de la Justicia, sin sentido de la equidad. De este país donde los hombres son sólo dioses o bestias y donde, por eso, es tan difícil ser hombres.
En realidad, Leguía, más que un político en el estricto sentido de la palabra, fue un sagacísimo manipulador de intereses y pasiones y en la manipulación ponía no el vigor doctrinario y la fe en lo ulterior, que caracterizan al político, sino la vehemencia por lo inmediato, la voluptuosidad por el éxito rotundo, que caracterizan al hombre de acción de la post-guerra. Al hombre de negocios que fue el dueño del mundo desde el año 1916 hasta 1926. Leguía es un producto legítimo de la post-guerra y su formidable éxito político desde 1903 reside en que se anticipa a su época y esparce, sobre nuestro adormilado medio colonial, su vigorosa audacia de animal de presa y abre su potente garra de cazador de oro.
Al Perú, sensualizado por varios siglos de pereza, lo encantó ese hombre que vino a hablarle de prodigiosas obras materiales, de una aladinesca y repentina prosperidad y de llegar a ser de repente la más grande nación de la tierra. A la sensualidad derivada de la pereza la sustituyó la sensualidad derivada del enriquecimiento fácil. Que es lo que ha merecido el nombre de enriquecimiento ilícito. Sensuales de uno y otro modo, en Leguía encontramos al hombre que nos dio la mayor y más aguda cantidad de sensaciones. Resultó un infatigable poseedor de multitudes. Hoy que ha muerto, sus enemigos deponemos las armas y nos alistamos para organizar los primeros materiales históricos, los que serán base de su juzgamiento futuro, del juicio de las generaciones ecuánimes. De las que están porvenir. No queremos envenenarnos de pasado. En el Perú, el pasado es el peor de los tósigos. El más amargo y el más tentador. De ahí nuestra abundancia de historiadores. Es preferible que vivamos la luz indecisa del porvenir. Leguía ha pasado al porvenir. Ocupa sitio junto a los varones esenciales. Su figura se destaca, ya tranquila, con firme relieve, en los primeros planos de las actividades tumultuosas de la República. Seríamos indignos de nuestra ambición de conductores del pensamiento público si, en esta hora en que la angustia envuelve al Perú permitiéramos que el dicterio florezca sobre su muerte y se enquiste en la Historia.
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