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ESCRIBE estos relatos un hombre que ha vivido larga y entrañablemente
la política de su país y que, acaso alguna vez, ha hecho política; pero que
nunca ha disfrutado de posiciones políticas. Algo más: que nunca las ha
pretendido y que si, alguna vez, las pretendió, lo hizo tan débil y
desdeñosamente que más le valiera no volver a incurrir en tales pretensiones.
Se trata de un hombre que ama la política en sí misma y no por sus resultados.
Estas narraciones no son, pues, verdaderamente, narraciones políticas. Nada
tiene que ver con ellas la pasión. Son ajenas a todo interés y no las mancha el
partidismo. Son, más bien, si es posible llamarlas así, historias históricas.
Están hechas con un poco de afán literario; pero sin desmedro de la realidad.
Quien las ha escrito, formula un solo deseo: que la suspicacia y la acreditada
y famosa malignidad de sus compatriotas no extraigan de ellas inesperadas
conclusiones. Estos relatos no tienen interlíneas. Dicen lo que dicen y nada
más. Estas historias presumen más de artísticas que de otra cosa. Si lo han
logrado, la paz sea con todos. Y si no, el olvido sea con el autor.
Estaba severamente vigilado el tráfico por la Plaza de Armas.
En cada una de sus ocho bocacalles, una pareja de soldados, fusil al hombro,
detenían al transeúnte para preguntarle quién era, a dónde iba y de dónde
venía. Sin embargo, el Estrasburgo, el famoso bebedero y restaurante del Portal
de Escribanos, ardía con todas sus luces. Los balcones del Club de la Unión, en
el Portal de Botoneros, también estaban iluminados. Pero el ingreso de coches a
la Plaza de Armas era restringidísimo y los polizontes impedían que vehículo
alguno se estacionara dentro de la Plaza. El Estrasburgo estaba invadido por
todas las terceras figuras del oficialismo. Se bebía fuerte y se hablaba de
castigar, con castigos únicos, a los autores del golpe de mano. En el Club de
la Unión no había, precisamente, figuras de primera fila -esas estaban o en
Palacio u ocultas-; pero, desde luego, la concurrencia era incomparablemente
más escogida que la del Estrasburgo. También se bebía a fondo.
-Les digo a ustedes que don Nicolás ha estado metido en todo
-afirmaba alguien. -Yo creo que Piérola no sabía nada- declaró un contertulio.
Todos lo miraron con cierta desconfianza. Aquella afirmación
era un poco revolucionaria... Imposible admitir que Piérola no hubiera conocido
el movimiento.
-No me miren con tanto susto -dijo el que había afirmado que
Piérola nada sabía -porque yo no soy ni pierolista ni político. Sólo sé que
Piérola es valiente y habría estado a la cabeza de los conjurados.
-Está muy viejo -objetó uno.
Y la malicia y la suspicacia limeña organizaron una
vivacísima discusión acerca de estos dos hechos: la vejez de Piérola, la
valentía de Piérola. Todo sin documentos, sin argumentación, sin prueba alguna.
Afirmacionismo puro. Para unos, Piérola no tenía más de sesenta años. Para
otros, era nonagenario. Para unos, era valiente como Bayardo y como Orlando.
Para otros, era cobarde como un pollo. La disputa murió por consunción.
El Palacio de Gobierno, con las guardias dobladas, también
estaba con sus luces encendidas. Resplandecían los balcones del Ministerio de
Guerra. Y en la Plaza, ni un hombre ni un coche. Lima nunca fue ciudad de vida
nocturna brillante y sonora. Acaso la tuvo intensa y discreta. Pero aquella
noche del 29 de mayo de 1909 era, como pocas, a la vez agitada y silenciosa. En
la tarde de ese día, tres grupos, sincronizados, de conspiradores habían
invadido, por sus tres puertas, la Casa de Gobierno y se habían apoderado de la
persona del Presidente de la República. Ya en manos de sus secuestradores, el
señor Leguía, que aún no contaba con un año en la Presidencia, fue paseado por
las calles de Lima. Los conjurados no sabían qué hacerse con él. Al fin, un
pelotón de caballería lo libertó, en la Plaza de la Inquisición, mientras
parlamentaba con sus secuestradores. Y el señor Leguía volvió a Palacio. Todo
esto sucedió en dos o tres horas y nada se sabía, detalladamente, acerca de los
sucesos. Lo único cierto era esto: treinta o cuarenta hombres bravamente
resueltos, pierolista todos ellos, penetraron al Palacio y se apoderaron de
Leguía. Un centinela y un edecán murieron en la demanda. Entre los conjurados
se contaban varios heridos. Dos hijos de Piérola actuaron en la trifulca. Es
evidente que todo condenaba a Piérola. Tanto, que la autoridad política decidió
capturar al ilustre político. Pero cuando llegó a casa de Piérola, en la calle
del Milagro, Piérola ya no estaba ahí. Lo de siempre. La casa fue
escrupulosamente registrada. No hallaron a Piérola. Y, si Piérola se escondía, claro
que estaba comprometido. Clarísimo. Pierolistas todos los conjurados, dos hijos
de Piérola en la conjuración... Imposible afirmar la inocencia de Piérola. Lo
que más comprometía a don Nicolás era su pasado, su efervescente y fúlgido
pasado de conspirador y de revolucionario. La gente no admite que los hombres
cambien o se cansen. El que ha bebido, beberá, se dice. Por eso, casi todos los
hombres mueren en su ley. La opinión pública, a nombre del pasado, les impide
cambiar. En el Perú de 1909, era cosa de locos suponer que Piérola no estuviese
metido en "cuanta revolución se produjese".
El ambiente de la ciudad no era de subversión; pero, por la
naturaleza de las cosas, no era el ambiente habitual. Algo olía a distinto, a
diferente, en la sensible y quisquillosa ciudad donde cada palabra tiene cien
interpretaciones. A las cuatro de la tarde, Leguía estaba en manos de los
revoltosos y a las nueve de la noche estaba, más tranquilo y sonriente que
nunca, en el Palacio de Gobierno, en pleno ejercicio de la Presidencia de la
República y terminando de resolver la crisis ministerial. Porque, desde luego,
el Gabinete había renunciada.
El Ministerio dimitente era ilustre y flácido. La pólvora y
la sangre de aquel día terrible estaban fuera de las costumbres de esos
conspicuos consejeros del Gobierno. No se trataba de que los ministros que
dimitían fueran cobardes o valientes. No. Era que lo sucedido estaba, para
ellos, completamente al margen de lo sucedible. Era algo extemporáneo, exótico,
peregrino, disparatado. Si metemos a una monja en un café cantante, no podemos
pedirle que siga una conducta de acuerdo con el ambiente. El Ministerio,
compuesto de gente llena de hombría de bien, había renunciado. Y el Presidente,
sin vacilar un minuto, había aceptado la renuncia y disponíase a constituir un
gabinete de acuerdo con la situación y con los hechos. El presidente Leguía
contaba, apenas, con cuarentiséis años de edad. En su cara, todavía juvenil, su
perfil aquilino, con mucho de judaico, se iluminaba con sus ojos sagaces y
profundos. El hombre de presa y de garra, que fue Leguía, estaba, entonces, en
el principio de su madurez. La astucia, la socarronería y cierto relente de
amargura y desdén, que caracterizaron su fisonomía en la ancianidad, aún no
apuntaban en aquella cara en la cual ya estaba el político.
Después de haber sufrido las emociones de esa tarde
angustiosa y doliente en la que su vida y su honra corrieron tanto peligro,
Leguía mostrábase tranquilo y sonriente. Había visitado los cuarteles.
Recorrió, a caballo, las calles de Lima y fue aplaudido. Luego, se fue a
Palacio a solucionar la crisis. Y allí estaba, en el salón rojo, llamado de
Castilla; allí estaba, rodeado de senadores, de diputados, de altos
funcionarios de la administración, de los principales jefes de la Armada y del
Ejército. Vestido escrupulosamente y llevando muy bien la ropa, a pesar de su
exigua estatura y de su extrema delgadez. Leguía, en aquella hora turbia y
seria, extremaba su finura y su cortesía. No era imposible que, entre aquellos
que lo rodeaban, muchos hubiesen estado indirectamente comprometidos en la
conjura. Para Leguía los únicos culpables eran los que habían penetrado a
Palacio. Después, todos eran sus amigos, sus íntimos y queridos amigos,
patriotas ejemplares, colaboradores irremplazables. Quizá si fue en aquella noche
del 29 de mayo, cuando en Leguía nació el político, el temible estratega que
consumó la peripecia de los Once Años, tan agitados y tan discutidos. Todo el
Palacio de Pizarro estaba en movimiento. Entraban y salían gentes. Era visible
que las órdenes eran frecuentes. En ciertos corrillos decíase que todos los
sediciosos estaban presos. El nuevo Gabinete iba a ser presidido por don Rafael
Villanueva. Senador por Cajamarca, viejo político civilista y, según lenguas,
hombre de muchas agallas y de resoluciones terribles. El señor Villanueva, que
estaba en el salón de Castilla, sostenía en medio de un corro de
parlamentarios, cierta tesis que, en aquel momento, pareció peregrina:-La
Constitución está por debajo del orden público -decía- y nunca se podrá demostrar
que la primera misión de un hombre de Gobierno no es mantener el orden. Sin
orden no hay nada, mientras que, en el peor de los casos, sin Constitución
puede haber orden. Claro está que no se trata de organizar, con tal doctrina,
un estado permanente de cosas; pero, frente a ciertas emergencias, no hay lugar
a dudas: el orden es lo primero. Lo primero inclusive para mantener la
Constitución.
Don Rafael Villanueva ignoraba que estaba anticipándose al
totalitarismo y a las grandes doctrinas estatales que dominarían en el mundo
veinticinco años más tarde. De pronto, se sintió gran revuelo entre las gentes
que llenaban el salón de Castilla. Se abrieron los grupos. Un ayudante de campo
avanzó hacia el presidente Leguía y, después de cuadrarse, le dijo:
-El Presidente del Senado, Excelentísimo señor.
Y se quedó firme, esperando órdenes. El señor Leguía se puso
de pie y avanzó. Comprendió el oficial y dio media vuelta. Al minuto estaba
delante de Leguía, saludándolo, don Antero Aspíllaga, Presidente de la Cámara
de Senadores. Era un sesentón enhiesto y juvenil, vestido con sumo esmero. Su
elegancia no tenía sino el defecto de ser muy visible. Saltaba, sobre la ropa,
el aliño. Pero era elegancia. Leguía comprendió al instante que el señor
Aspíllaga no iba a presentarle sus saludos y parabienes. Si volvía a tan
desusada hora de la noche, era por algo excepcional. Y, tomándolo del brazo, se
fue con él a uno de los ángulos del salón. Ahí charlaron largo y el señor
Aspíllaga se despidió. Otra vez el revuelo en los grupos. Saludos,
genuflexiones, reverencias. El señor Aspíllaga, muy cortesano y cumplido, se
movió, plácidamente, entre aquellas gentes de temible cortesía. No pudo salir
tan pronto, los comentarios se multiplicaban. Alguien observó que el señor
Aspíllaga no había hablado ni una palabra con el señor Villanueva. Acaso se
trataba de una modificación del Gabinete. Era tarde y el Presidente empezó a
despedir a sus visitantes. Por indicación de los edecanes, la salida se hizo
lenta y ordenadamente, de dos en dos personas. No había ni un solo coche en la
Plaza ni en las calles sobre las cuales caen las fachadas de la Casa de
Gobierno. La calle del Palacio, la de la Pescadería y la de los Desamparados,
estaban desiertas. Era preciso ir a buscar los coches a dos o tres cuadras.
Pero todo se hizo en orden, sin más que ese rumor asordinado de las masas de
gente rica. Muchos apretones de manos. A las dos de la mañana, el Palacio
estaba a oscuras, sin otras luces que las muy débiles de los cuerpos de
guardia, no visibles desde la calle. Nunca se ha sabido dónde durmió aquella
noche el señor Leguía.
Al señor Aspíllaga, su coche lo esperaba en la calle del
Correo. De ahí partió hasta la esquina de la Veracruz, torció a Pozuelo de
Santo Domingo, pasó Plumereros y dobló, otra vez, sobre Plateros de San
Agustín. Y, así, llegó hasta la plazoleta de la Iglesia de San Pedro y se
detuvo frente a la gran puerta de la casa de don Antero. La vasta mansión
estaba a oscuras. Muy sigilosamente se abrió la puerta, penetró el señor Aspíllaga,
la puerta se cerró de nuevo y el coche avanzó hacia la calle de Estudios.
Dentro del pobre alumbrado de la Lima de entonces, esos vastos vehículos cuyos
caballos sacaban chispas en las piedras de la calzada; tenían algo de brujerías
y de ensueño. Los coches de los poderosos eran conocidos por el trote de los
caballos. De pronto, las familias humildes abandonaban el comedor para asomarse
a los balcones. Era que pasaba el coche de don Fulano de Tal. Difícilmente se
equivocaban los vecinos. En aquel entonces, y de muchos años atrás y para
algunos años después, la casa de Aspíllaga era una de las grandes casas del
Civilismo. Aspíllaga fue, por mucho tiempo, alma y nervio del Partido Civil -el
partido conservador, en el Perú- y su condición de gentleman, de millonario y
de dandy era apropiadísima para presidir ese partido que, con tanta elegancia,
se dedicó, durante tantas décadas, a no comprender los problemas del Perú. Ese
grupo hidalgo, trabajador y elegante de hombres que, para ser políticos, sólo
carecieron de fervor político, porque después, lo tuvieron todo. Inclusive
buena fe. En aquel año 1909, don Antero Aspíllaga presidía, por enésima vez el
Senado de la República. Su casa era el centro de las más importantes maniobras
políticas. Esa casa que es hoy una residencia luctuosa y elegante, pues lleva
en sí el luto de una vida cuya principal ambición se frustró. Don Antero
Aspíllaga fue hombre de bien, cumplido caballero, cuidadoso administrador.
Y, por todo esto, un convencido de que desde la Presidencia
de la República le habría hecho muchos bienes a su país. Y deseó ser
Presidente. Dos veces, desde los salones exquisitos de su casa de San Pedro,
luchó, activamente, para lograr su sueño. Dos veces lo vio roto.
En 1912, la casa de Aspíllaga fue, por un momento, la casa
del futuro Presidente del Perú. El pueblo, agolpándose en torno a la figura
demagógica de Billinghurst, deshizo aquella ilusión. En 1919, otra vez la casa
de Aspíllaga fue la casa oficial, la casa del hombre que iba a ser Presidente
del Perú.
Y otra vez el pueblo, en rencoroso tumulto, se opuso a la
Presidencia de don Antero; penetró enfurecido en los suntuosos salones y lanzó
a la calle muebles incomparables que, con afán artístico y en muchos años de
alquitarada búsqueda, acumulara el señor Aspíllaga. Para aquel hombre tan
correcto y tan bien intencionado, la Presidencia de la República fue una sombra
negra, una burla atroz del destino.
A esa casa, su casa, penetró don Antero en aquella madrugada
del treinta de mayo. Atravesó salones, con familiaridad de dueño y, al fin, se
tropezó con el jefe de su servidumbre, que le dijo, después de saludarle:
-El señor desea hablar con usted-¿Qué señor? -preguntó don
Antero entre enfadado y burlón.
-El señor... el señor que vino esta tarde -tartamudeó aquel
excelente servidor, modelo de servidores por su discreción-.
Aquel señor que había llegado en la tarde era, nada menos,
que don Nicolás de Piérola. No había, en el Perú, quien no conociese a don
Nicolás de Piérola. Pero; en aquella hora suprema, el jefe de la servidumbre de
don Antero Aspíllaga no conocía a don Nicolás de Piérola, huésped de su amo.Don
Antero llegó a un saloncito en el cual se paseaba el señor Piérola. Un apretón
de manos. Y Piérola, nervioso y sereno -tal era su índole- abrió, sin
preámbulos, el debate:
-He llegado aquí a las cinco, don Antero, a pedirle
hospitalidad y usted me la ha concedido, a condición de que me abstenga de toda
actividad política, en lo que estoy de acuerdo. Le aseguro a usted que no tengo
participación directa en los sucesos de la tarde de ayer. Pero no puede negarse
que el movimiento ha sido pierolista, aunque Piérola lo ignorase. Soy, pues, un
fugitivo político que se ampara en la casa de un enemigo modelo de amigos.
La voz engolada y nasal del caudillo se hizo más académica
que de costumbre. Don Antero callaba con discreta elegancia. Piérola siguió.
-Usted me dijo que iba a darle cuenta a Leguía de mi
presencia en su casa y de mi promesa de no hacer política. Convine en ello. Era
lo decoroso. Estoy seguro de que lo ha hecho usted. Pero es el caso que, desde
hace media hora, la casa de usted está rodeada de soplones que, aunque se
arrebujan en la noche, son visibles para ojos tan experimentados como los míos.
Soy septuagenario y, como tal, de mala vista; pero al espía lo distingo donde
está. Esta casa está rodeada por la policía secreta. No creo que se atrevan a
penetrar en ella; pero sí creo que nos crearán una situación muy desagradable.
-Me temo que haya usted visto sombras, don Nicolás -repuso
Aspíllaga.
-De ninguna manera y ojalá fueran sombras. Pero le repito a
usted que hace media hora, la policía secreta rodea esta casa. Sería bueno que
reconstruyéramos la conversación de usted con Leguía.
-Fue breve y sin circunloquios -repuso Aspíllaga- y vaya
referírsela a usted. Divagamos un momento sobre la situación, sobre el nuevo
gabinete y sobre el porvenir. Lo felicité por verlo rodeado de tanta gente,
porque le advierto, don Nicolás, que el salón de Castilla rebasaba, y luego le
pregunté si sabía dónde se hallaba usted. Me repuso que no y, entonces, a
quemarropa le dije que estaba usted en mi casa, a donde había usted venido a
las cinco de la tarde. Le hablé de nuestra vieja amistad y de nuestra buena
enemistad. Le referí la forma en que usted había llegado y la forma en que se
quedaba y le aseguré que, mientras estuviese usted en mi casa, su no participación
en la política sería absoluta. Al fin, le pedí que fuese respetado el asilo que
yo le daba a usted y que, con tiempo, discutiéramos la forma de terminar, en
forma honorable, este asunto. Me dijo que estaba todo muy bien y me prometió
que mis deseos serían cumplidos.
-¿Expresa o terminantemente o en forma evasiva o general?
-interrumpió don Nicolás.
-Expresa y terminantemente -repuso Aspíllaga.
-Entonces -afirmó, sin vacilar, el señor de Piérola- el señor
Leguía no ha cumplido su palabra. Nadie sino él, usted y yo sabemos que me
encuentro aquí. No me pongo en el caso de que la delación parta de esta
casa...Y hace usted bien -interrumpió don Antero. Luego el señor Leguía no ha
cumplido con su promesa.
Se creó un silencio de algunos minutos.
Un largo silencio. Veíase que el señor Aspíllaga no se
resignaba a condenar al Presidente; pero que tampoco estaba resuelto a
contradecir a Piérola. Tras la prolongada pausa, Piérola volvió a hablar.
-Vea usted, don Antero: yo saldré pronto de aquí, no sólo porque
no debo comprometerlo a usted, sino porque debo salir. Y usted le avisará a
Leguía que salí y en qué momento salí. Pero quiero decirle esto. En el Perú ha
terminado el juego limpio en la política. Siempre hemos jugado limpio. Una
prueba de ello es mi presencia en esta casa. El señor Leguía, mi querido don
Antero, no es de los nuestros. El señor Leguía tiene ideas muy personales sobre
la táctica política. En este momento cuenta con todo el Partido Civil, que se
unifica en torno a su persona porque teme que yo regrese al Poder. El Ejército
ha demostrado su respeto por el Poder Civil y está al lado del Presidente de la
República. Los sediciosos están huidos o presos. En horas, casi en minutos, el
señor Leguía ha podido formar un gabinete de acuerdo con la circunstancias y
con el Parlamento. Si mi presencia aquí le incomodaba, pudo decírselo a usted
don Antero. El Presidente de la República no puede mentir. Y mucho menos si
habla con el Presidente del Senado, el primero de sus colaboradores políticos.
Y mucho menos si se trata de la persona del jefe de la oposición, un ex
presidente y ex dictador de la República. Hay carencia total de juego limpio y
ha concluido, en el Perú, una etapa política. No sé lo que, en el porvenir,
pasará con el Partido Demócrata y con el Partido Civil. Seguramente perecerán.
Es lo que le pasa él los partidos que se olvidan del juego limpio. Porque la
democracia y el régimen de partidos -usted lo sabe muy bien- no pueden
subsistir sino a condición del juego limpio y de que la enemistad no asuma
formas púnicas. En cuanto la enemistad política asuma formas púnicas, ya no hay
democracia política y los partidos políticos no tienen razón de ser. Todo esto
no lo sabe el señor Leguía. Quizá algún día lo aprenda y lo aprenda de mala
manera.
Se calló el señor de Piérola. También se calló el señor
Aspíllaga. Acaso, momentos después volvieron a comenzar. Pero lo que
conversaron ya no tuvo la rápida y terrible agudeza de la primera parte de la
charla. A la hora del alba del 30 de mayo de 1909 la casa de Aspíllaga reposaba
silenciosa y tranquila. En las puertas de la Iglesia de San Pedro, dormían
varios mendigos a quienes nadie había visto nunca ahí...
Hoy, al cabo de tantos años y cuando casi no hay historia de
aquel suceso, ese asilo le da carácter a la casa de Aspíllaga y señala,
definitivamente, las condiciones morales de su dueño. Quien ve la casa,
señorial, tranquila, severa, amplia, ricamente decorada, con algo de museo y
mucho de palacio, comprende el alma del hombre que la formó y la habitó muchos
años. Don Antero fue representativo de aquel grupo de hombres que nunca se
acercó al pueblo, que quiso tutearlo y comprenderlo, pero don Antero era -como
mucho de esos correligionarios- alma limpia, selecta y amplia. No podía
triunfar totalmente en política.
En su extrema vejez, harto de desengaños y sin haber
conseguido los grandes honores que merecía por su acrisolada rectitud, don
Antero retornó a su casa de San Pedro y allí, recordando tantas horas complejas
descendió para siempre a la tierra. Murió rodeado de casi todas las cosas que
le habían sido familiares y queridas. Su muerte ocurrió en un ambiente de museo
y palacio.
Fue correcta y grave, como había sido su vida. Una muerte sin
prisa y sin estertores.
Pocos hombres presentan, a lo largo de su actuación y en el
curso de una vida extensa, tal unidad. Don Antero viviendo, sufriendo y
muriendo, es el mismo.
Don Antero vivió lo suficiente para después de haber visto el
auge del Partido Civil y el apogeo del Partido Demócrata, presenciar su muerte
y asistir a su entierro. El juego limpio había terminado.
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