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DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

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«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

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domingo, 15 de diciembre de 2013

Oiga:


TRISTE ES LA MUERTE Y ES MUY TRISTE CUANDO MUERE LA INTELIGENCIA

Nada más doloroso que renunciar a alguien. Y hemos venido a devolverle a la tierra el cuerpo del ingenioso y agresivo prosista que llenara, desde su mocedad hasta ayer, el lugar más destacados y bullicioso del periodismo peruano. Solo para el mañana –señalando por campo toda América Hispana– ha dejado Federico More la tarea, demasiado ambiciosa, de poderlo igualar. Le gusto ser primero. Y lo fue siempre. Nadie uso de la pluma con la habilidad de él, nadie supo hacerse odiar y temer como él y ninguno habrá que haya gozado de la amistad más que el. Caballo desbocado, tuvo ideas demasiada emotivas sobre la realidad social y política; pero, adoro con desenfreno lo que creyó justo. Paso la vida entreteniéndose en decir que lo que más amaba era un crepúsculo, frente al mar, o el silencio infinito de su puna. Lo que siempre hizo fue vivir apasionadamente, buscando sin cesar una trinchera de combate, queriendo- en el mundo de las ideas –unir la luna con la tierra. Fue poeta, en lucha constante por hacer vivir a los hombres dentro de una libre y divertida  discrepancia. Y por poeta, quiso ser político. Lo vencieron la poesía y el humorismo. Ese sutilísimo humorismo   sajón que permite llorar bajo la risa. Vivió entre sueños encantados y chispeantes; que no impidieron, sin embargo, que muy a menudo coincidiera en su trágica angustia por su pueblo con las multitudes, a las que detesto con convicción de aristócrata de la inteligencia. More no entendió de la vida sin pelea…. Y ha caído peleando. Honra a CARETAS el haber sido su última trinchera. Los que hemos estado hasta su fin a su lado, sabemos que no lo mato la muerte. Federico se dejo morir. En un país donde cada día es menos valorada la inteligencia; en momentos en que se han perdido hasta las buenas maneras -de las que el gusto tanto- ; y cuando las posibilidades de rehacer la fe de su pueblo, a base del respeto a la discrepancia, se transforman en seguro temor de tener que continuar en obligada convivencia, no creyó encontrar otro camino que el de dejarse  morir ¿Qué hacia él, eterno discrepante, en un mundo de  silencio?  Como sus amigos, los viejos griegos, se fue sonriéndole a la vida. Junto a Federico enterramos otra esperanza maltratada.

Discurso pronunciado por Don Francisco Igartua, director de Caretas en el Cementerio de Baquijano del Callao, con ocasión del sepelio de Don Federico More. En esta ocasión también hicieron uso de la palabra los señores Oscar Miro Quesada, Emilio Armaza, José Antonio Encinas, Esteban Pavletich y el Dr. De la Puente.

La segunda edición del libro FRANCISCO IGARTUA, OIGA Y una pasión quijotesca, no estaría completa sin la publicación de este memorable discurso.

Fuente:
Caretas, Año V,  28 de Febrero al 14 de marzo, 1955 – N° 60.


viernes, 12 de julio de 2013

LA TERCERA: Conmemoración de los 100 años de fallecimiento de José Nicolás Baltazar Fernández de Piérola y Villena 1913-2013


More cronista

ESCRIBE estos relatos un hombre que ha vivido larga y entrañablemente la política de su país y que, acaso alguna vez, ha hecho política; pero que nunca ha disfrutado de posiciones políticas. Algo más: que nunca las ha pretendido y que si, alguna vez, las pretendió, lo hizo tan débil y desdeñosamente que más le valiera no volver a incurrir en tales pretensiones. Se trata de un hombre que ama la política en sí misma y no por sus resultados. Estas narraciones no son, pues, verdaderamente, narraciones políticas. Nada tiene que ver con ellas la pasión. Son ajenas a todo interés y no las mancha el partidismo. Son, más bien, si es posible llamarlas así, historias históricas. Están hechas con un poco de afán literario; pero sin desmedro de la realidad. Quien las ha escrito, formula un solo deseo: que la suspicacia y la acreditada y famosa malignidad de sus compatriotas no extraigan de ellas inesperadas conclusiones. Estos relatos no tienen interlíneas. Dicen lo que dicen y nada más. Estas historias presumen más de artísticas que de otra cosa. Si lo han logrado, la paz sea con todos. Y si no, el olvido sea con el autor.

Estaba severamente vigilado el tráfico por la Plaza de Armas. En cada una de sus ocho bocacalles, una pareja de soldados, fusil al hombro, detenían al transeúnte para preguntarle quién era, a dónde iba y de dónde venía. Sin embargo, el Estrasburgo, el famoso bebedero y restaurante del Portal de Escribanos, ardía con todas sus luces. Los balcones del Club de la Unión, en el Portal de Botoneros, también estaban iluminados. Pero el ingreso de coches a la Plaza de Armas era restringidísimo y los polizontes impedían que vehículo alguno se estacionara dentro de la Plaza. El Estrasburgo estaba invadido por todas las terceras figuras del oficialismo. Se bebía fuerte y se hablaba de castigar, con castigos únicos, a los autores del golpe de mano. En el Club de la Unión no había, precisamente, figuras de primera fila -esas estaban o en Palacio u ocultas-; pero, desde luego, la concurrencia era incomparablemente más escogida que la del Estrasburgo. También se bebía a fondo.

-Les digo a ustedes que don Nicolás ha estado metido en todo -afirmaba alguien. -Yo creo que Piérola no sabía nada- declaró un contertulio.

Todos lo miraron con cierta desconfianza. Aquella afirmación era un poco revolucionaria... Imposible admitir que Piérola no hubiera conocido el movimiento.

-No me miren con tanto susto -dijo el que había afirmado que Piérola nada sabía -porque yo no soy ni pierolista ni político. Sólo sé que Piérola es valiente y habría estado a la cabeza de los conjurados.

-Está muy viejo -objetó uno.

Y la malicia y la suspicacia limeña organizaron una vivacísima discusión acerca de estos dos hechos: la vejez de Piérola, la valentía de Piérola. Todo sin documentos, sin argumentación, sin prueba alguna. Afirmacionismo puro. Para unos, Piérola no tenía más de sesenta años. Para otros, era nonagenario. Para unos, era valiente como Bayardo y como Orlando. Para otros, era cobarde como un pollo. La disputa murió por consunción.

El Palacio de Gobierno, con las guardias dobladas, también estaba con sus luces encendidas. Resplandecían los balcones del Ministerio de Guerra. Y en la Plaza, ni un hombre ni un coche. Lima nunca fue ciudad de vida nocturna brillante y sonora. Acaso la tuvo intensa y discreta. Pero aquella noche del 29 de mayo de 1909 era, como pocas, a la vez agitada y silenciosa. En la tarde de ese día, tres grupos, sincronizados, de conspiradores habían invadido, por sus tres puertas, la Casa de Gobierno y se habían apoderado de la persona del Presidente de la República. Ya en manos de sus secuestradores, el señor Leguía, que aún no contaba con un año en la Presidencia, fue paseado por las calles de Lima. Los conjurados no sabían qué hacerse con él. Al fin, un pelotón de caballería lo libertó, en la Plaza de la Inquisición, mientras parlamentaba con sus secuestradores. Y el señor Leguía volvió a Palacio. Todo esto sucedió en dos o tres horas y nada se sabía, detalladamente, acerca de los sucesos. Lo único cierto era esto: treinta o cuarenta hombres bravamente resueltos, pierolista todos ellos, penetraron al Palacio y se apoderaron de Leguía. Un centinela y un edecán murieron en la demanda. Entre los conjurados se contaban varios heridos. Dos hijos de Piérola actuaron en la trifulca. Es evidente que todo condenaba a Piérola. Tanto, que la autoridad política decidió capturar al ilustre político. Pero cuando llegó a casa de Piérola, en la calle del Milagro, Piérola ya no estaba ahí. Lo de siempre. La casa fue escrupulosamente registrada. No hallaron a Piérola. Y, si Piérola se escondía, claro que estaba comprometido. Clarísimo. Pierolistas todos los conjurados, dos hijos de Piérola en la conjuración... Imposible afirmar la inocencia de Piérola. Lo que más comprometía a don Nicolás era su pasado, su efervescente y fúlgido pasado de conspirador y de revolucionario. La gente no admite que los hombres cambien o se cansen. El que ha bebido, beberá, se dice. Por eso, casi todos los hombres mueren en su ley. La opinión pública, a nombre del pasado, les impide cambiar. En el Perú de 1909, era cosa de locos suponer que Piérola no estuviese metido en "cuanta revolución se produjese".

El ambiente de la ciudad no era de subversión; pero, por la naturaleza de las cosas, no era el ambiente habitual. Algo olía a distinto, a diferente, en la sensible y quisquillosa ciudad donde cada palabra tiene cien interpretaciones. A las cuatro de la tarde, Leguía estaba en manos de los revoltosos y a las nueve de la noche estaba, más tranquilo y sonriente que nunca, en el Palacio de Gobierno, en pleno ejercicio de la Presidencia de la República y terminando de resolver la crisis ministerial. Porque, desde luego, el Gabinete había renunciada.

El Ministerio dimitente era ilustre y flácido. La pólvora y la sangre de aquel día terrible estaban fuera de las costumbres de esos conspicuos consejeros del Gobierno. No se trataba de que los ministros que dimitían fueran cobardes o valientes. No. Era que lo sucedido estaba, para ellos, completamente al margen de lo sucedible. Era algo extemporáneo, exótico, peregrino, disparatado. Si metemos a una monja en un café cantante, no podemos pedirle que siga una conducta de acuerdo con el ambiente. El Ministerio, compuesto de gente llena de hombría de bien, había renunciado. Y el Presidente, sin vacilar un minuto, había aceptado la renuncia y disponíase a constituir un gabinete de acuerdo con la situación y con los hechos. El presidente Leguía contaba, apenas, con cuarentiséis años de edad. En su cara, todavía juvenil, su perfil aquilino, con mucho de judaico, se iluminaba con sus ojos sagaces y profundos. El hombre de presa y de garra, que fue Leguía, estaba, entonces, en el principio de su madurez. La astucia, la socarronería y cierto relente de amargura y desdén, que caracterizaron su fisonomía en la ancianidad, aún no apuntaban en aquella cara en la cual ya estaba el político.

Después de haber sufrido las emociones de esa tarde angustiosa y doliente en la que su vida y su honra corrieron tanto peligro, Leguía mostrábase tranquilo y sonriente. Había visitado los cuarteles. Recorrió, a caballo, las calles de Lima y fue aplaudido. Luego, se fue a Palacio a solucionar la crisis. Y allí estaba, en el salón rojo, llamado de Castilla; allí estaba, rodeado de senadores, de diputados, de altos funcionarios de la administración, de los principales jefes de la Armada y del Ejército. Vestido escrupulosamente y llevando muy bien la ropa, a pesar de su exigua estatura y de su extrema delgadez. Leguía, en aquella hora turbia y seria, extremaba su finura y su cortesía. No era imposible que, entre aquellos que lo rodeaban, muchos hubiesen estado indirectamente comprometidos en la conjura. Para Leguía los únicos culpables eran los que habían penetrado a Palacio. Después, todos eran sus amigos, sus íntimos y queridos amigos, patriotas ejemplares, colaboradores irremplazables. Quizá si fue en aquella noche del 29 de mayo, cuando en Leguía nació el político, el temible estratega que consumó la peripecia de los Once Años, tan agitados y tan discutidos. Todo el Palacio de Pizarro estaba en movimiento. Entraban y salían gentes. Era visible que las órdenes eran frecuentes. En ciertos corrillos decíase que todos los sediciosos estaban presos. El nuevo Gabinete iba a ser presidido por don Rafael Villanueva. Senador por Cajamarca, viejo político civilista y, según lenguas, hombre de muchas agallas y de resoluciones terribles. El señor Villanueva, que estaba en el salón de Castilla, sostenía en medio de un corro de parlamentarios, cierta tesis que, en aquel momento, pareció peregrina:-La Constitución está por debajo del orden público -decía- y nunca se podrá demostrar que la primera misión de un hombre de Gobierno no es mantener el orden. Sin orden no hay nada, mientras que, en el peor de los casos, sin Constitución puede haber orden. Claro está que no se trata de organizar, con tal doctrina, un estado permanente de cosas; pero, frente a ciertas emergencias, no hay lugar a dudas: el orden es lo primero. Lo primero inclusive para mantener la Constitución.

Don Rafael Villanueva ignoraba que estaba anticipándose al totalitarismo y a las grandes doctrinas estatales que dominarían en el mundo veinticinco años más tarde. De pronto, se sintió gran revuelo entre las gentes que llenaban el salón de Castilla. Se abrieron los grupos. Un ayudante de campo avanzó hacia el presidente Leguía y, después de cuadrarse, le dijo:

-El Presidente del Senado, Excelentísimo señor.

Y se quedó firme, esperando órdenes. El señor Leguía se puso de pie y avanzó. Comprendió el oficial y dio media vuelta. Al minuto estaba delante de Leguía, saludándolo, don Antero Aspíllaga, Presidente de la Cámara de Senadores. Era un sesentón enhiesto y juvenil, vestido con sumo esmero. Su elegancia no tenía sino el defecto de ser muy visible. Saltaba, sobre la ropa, el aliño. Pero era elegancia. Leguía comprendió al instante que el señor Aspíllaga no iba a presentarle sus saludos y parabienes. Si volvía a tan desusada hora de la noche, era por algo excepcional. Y, tomándolo del brazo, se fue con él a uno de los ángulos del salón. Ahí charlaron largo y el señor Aspíllaga se despidió. Otra vez el revuelo en los grupos. Saludos, genuflexiones, reverencias. El señor Aspíllaga, muy cortesano y cumplido, se movió, plácidamente, entre aquellas gentes de temible cortesía. No pudo salir tan pronto, los comentarios se multiplicaban. Alguien observó que el señor Aspíllaga no había hablado ni una palabra con el señor Villanueva. Acaso se trataba de una modificación del Gabinete. Era tarde y el Presidente empezó a despedir a sus visitantes. Por indicación de los edecanes, la salida se hizo lenta y ordenadamente, de dos en dos personas. No había ni un solo coche en la Plaza ni en las calles sobre las cuales caen las fachadas de la Casa de Gobierno. La calle del Palacio, la de la Pescadería y la de los Desamparados, estaban desiertas. Era preciso ir a buscar los coches a dos o tres cuadras. Pero todo se hizo en orden, sin más que ese rumor asordinado de las masas de gente rica. Muchos apretones de manos. A las dos de la mañana, el Palacio estaba a oscuras, sin otras luces que las muy débiles de los cuerpos de guardia, no visibles desde la calle. Nunca se ha sabido dónde durmió aquella noche el señor Leguía.

Al señor Aspíllaga, su coche lo esperaba en la calle del Correo. De ahí partió hasta la esquina de la Veracruz, torció a Pozuelo de Santo Domingo, pasó Plumereros y dobló, otra vez, sobre Plateros de San Agustín. Y, así, llegó hasta la plazoleta de la Iglesia de San Pedro y se detuvo frente a la gran puerta de la casa de don Antero. La vasta mansión estaba a oscuras. Muy sigilosamente se abrió la puerta, penetró el señor Aspíllaga, la puerta se cerró de nuevo y el coche avanzó hacia la calle de Estudios. Dentro del pobre alumbrado de la Lima de entonces, esos vastos vehículos cuyos caballos sacaban chispas en las piedras de la calzada; tenían algo de brujerías y de ensueño. Los coches de los poderosos eran conocidos por el trote de los caballos. De pronto, las familias humildes abandonaban el comedor para asomarse a los balcones. Era que pasaba el coche de don Fulano de Tal. Difícilmente se equivocaban los vecinos. En aquel entonces, y de muchos años atrás y para algunos años después, la casa de Aspíllaga era una de las grandes casas del Civilismo. Aspíllaga fue, por mucho tiempo, alma y nervio del Partido Civil -el partido conservador, en el Perú- y su condición de gentleman, de millonario y de dandy era apropiadísima para presidir ese partido que, con tanta elegancia, se dedicó, durante tantas décadas, a no comprender los problemas del Perú. Ese grupo hidalgo, trabajador y elegante de hombres que, para ser políticos, sólo carecieron de fervor político, porque después, lo tuvieron todo. Inclusive buena fe. En aquel año 1909, don Antero Aspíllaga presidía, por enésima vez el Senado de la República. Su casa era el centro de las más importantes maniobras políticas. Esa casa que es hoy una residencia luctuosa y elegante, pues lleva en sí el luto de una vida cuya principal ambición se frustró. Don Antero Aspíllaga fue hombre de bien, cumplido caballero, cuidadoso administrador.

Y, por todo esto, un convencido de que desde la Presidencia de la República le habría hecho muchos bienes a su país. Y deseó ser Presidente. Dos veces, desde los salones exquisitos de su casa de San Pedro, luchó, activamente, para lograr su sueño. Dos veces lo vio roto.

En 1912, la casa de Aspíllaga fue, por un momento, la casa del futuro Presidente del Perú. El pueblo, agolpándose en torno a la figura demagógica de Billinghurst, deshizo aquella ilusión. En 1919, otra vez la casa de Aspíllaga fue la casa oficial, la casa del hombre que iba a ser Presidente del Perú.

Y otra vez el pueblo, en rencoroso tumulto, se opuso a la Presidencia de don Antero; penetró enfurecido en los suntuosos salones y lanzó a la calle muebles incomparables que, con afán artístico y en muchos años de alquitarada búsqueda, acumulara el señor Aspíllaga. Para aquel hombre tan correcto y tan bien intencionado, la Presidencia de la República fue una sombra negra, una burla atroz del destino.

A esa casa, su casa, penetró don Antero en aquella madrugada del treinta de mayo. Atravesó salones, con familiaridad de dueño y, al fin, se tropezó con el jefe de su servidumbre, que le dijo, después de saludarle:

-El señor desea hablar con usted-¿Qué señor? -preguntó don Antero entre enfadado y burlón.

-El señor... el señor que vino esta tarde -tartamudeó aquel excelente servidor, modelo de servidores por su discreción-.

Aquel señor que había llegado en la tarde era, nada menos, que don Nicolás de Piérola. No había, en el Perú, quien no conociese a don Nicolás de Piérola. Pero; en aquella hora suprema, el jefe de la servidumbre de don Antero Aspíllaga no conocía a don Nicolás de Piérola, huésped de su amo.Don Antero llegó a un saloncito en el cual se paseaba el señor Piérola. Un apretón de manos. Y Piérola, nervioso y sereno -tal era su índole- abrió, sin preámbulos, el debate:

-He llegado aquí a las cinco, don Antero, a pedirle hospitalidad y usted me la ha concedido, a condición de que me abstenga de toda actividad política, en lo que estoy de acuerdo. Le aseguro a usted que no tengo participación directa en los sucesos de la tarde de ayer. Pero no puede negarse que el movimiento ha sido pierolista, aunque Piérola lo ignorase. Soy, pues, un fugitivo político que se ampara en la casa de un enemigo modelo de amigos.

La voz engolada y nasal del caudillo se hizo más académica que de costumbre. Don Antero callaba con discreta elegancia. Piérola siguió.

-Usted me dijo que iba a darle cuenta a Leguía de mi presencia en su casa y de mi promesa de no hacer política. Convine en ello. Era lo decoroso. Estoy seguro de que lo ha hecho usted. Pero es el caso que, desde hace media hora, la casa de usted está rodeada de soplones que, aunque se arrebujan en la noche, son visibles para ojos tan experimentados como los míos. Soy septuagenario y, como tal, de mala vista; pero al espía lo distingo donde está. Esta casa está rodeada por la policía secreta. No creo que se atrevan a penetrar en ella; pero sí creo que nos crearán una situación muy desagradable.

-Me temo que haya usted visto sombras, don Nicolás -repuso Aspíllaga.

-De ninguna manera y ojalá fueran sombras. Pero le repito a usted que hace media hora, la policía secreta rodea esta casa. Sería bueno que reconstruyéramos la conversación de usted con Leguía.

-Fue breve y sin circunloquios -repuso Aspíllaga- y vaya referírsela a usted. Divagamos un momento sobre la situación, sobre el nuevo gabinete y sobre el porvenir. Lo felicité por verlo rodeado de tanta gente, porque le advierto, don Nicolás, que el salón de Castilla rebasaba, y luego le pregunté si sabía dónde se hallaba usted. Me repuso que no y, entonces, a quemarropa le dije que estaba usted en mi casa, a donde había usted venido a las cinco de la tarde. Le hablé de nuestra vieja amistad y de nuestra buena enemistad. Le referí la forma en que usted había llegado y la forma en que se quedaba y le aseguré que, mientras estuviese usted en mi casa, su no participación en la política sería absoluta. Al fin, le pedí que fuese respetado el asilo que yo le daba a usted y que, con tiempo, discutiéramos la forma de terminar, en forma honorable, este asunto. Me dijo que estaba todo muy bien y me prometió que mis deseos serían cumplidos.

-¿Expresa o terminantemente o en forma evasiva o general? -interrumpió don Nicolás.

-Expresa y terminantemente -repuso Aspíllaga.

-Entonces -afirmó, sin vacilar, el señor de Piérola- el señor Leguía no ha cumplido su palabra. Nadie sino él, usted y yo sabemos que me encuentro aquí. No me pongo en el caso de que la delación parta de esta casa...Y hace usted bien -interrumpió don Antero. Luego el señor Leguía no ha cumplido con su promesa.

Se creó un silencio de algunos minutos.

Un largo silencio. Veíase que el señor Aspíllaga no se resignaba a condenar al Presidente; pero que tampoco estaba resuelto a contradecir a Piérola. Tras la prolongada pausa, Piérola volvió a hablar.

-Vea usted, don Antero: yo saldré pronto de aquí, no sólo porque no debo comprometerlo a usted, sino porque debo salir. Y usted le avisará a Leguía que salí y en qué momento salí. Pero quiero decirle esto. En el Perú ha terminado el juego limpio en la política. Siempre hemos jugado limpio. Una prueba de ello es mi presencia en esta casa. El señor Leguía, mi querido don Antero, no es de los nuestros. El señor Leguía tiene ideas muy personales sobre la táctica política. En este momento cuenta con todo el Partido Civil, que se unifica en torno a su persona porque teme que yo regrese al Poder. El Ejército ha demostrado su respeto por el Poder Civil y está al lado del Presidente de la República. Los sediciosos están huidos o presos. En horas, casi en minutos, el señor Leguía ha podido formar un gabinete de acuerdo con la circunstancias y con el Parlamento. Si mi presencia aquí le incomodaba, pudo decírselo a usted don Antero. El Presidente de la República no puede mentir. Y mucho menos si habla con el Presidente del Senado, el primero de sus colaboradores políticos. Y mucho menos si se trata de la persona del jefe de la oposición, un ex presidente y ex dictador de la República. Hay carencia total de juego limpio y ha concluido, en el Perú, una etapa política. No sé lo que, en el porvenir, pasará con el Partido Demócrata y con el Partido Civil. Seguramente perecerán. Es lo que le pasa él los partidos que se olvidan del juego limpio. Porque la democracia y el régimen de partidos -usted lo sabe muy bien- no pueden subsistir sino a condición del juego limpio y de que la enemistad no asuma formas púnicas. En cuanto la enemistad política asuma formas púnicas, ya no hay democracia política y los partidos políticos no tienen razón de ser. Todo esto no lo sabe el señor Leguía. Quizá algún día lo aprenda y lo aprenda de mala manera.

Se calló el señor de Piérola. También se calló el señor Aspíllaga. Acaso, momentos después volvieron a comenzar. Pero lo que conversaron ya no tuvo la rápida y terrible agudeza de la primera parte de la charla. A la hora del alba del 30 de mayo de 1909 la casa de Aspíllaga reposaba silenciosa y tranquila. En las puertas de la Iglesia de San Pedro, dormían varios mendigos a quienes nadie había visto nunca ahí...

Hoy, al cabo de tantos años y cuando casi no hay historia de aquel suceso, ese asilo le da carácter a la casa de Aspíllaga y señala, definitivamente, las condiciones morales de su dueño. Quien ve la casa, señorial, tranquila, severa, amplia, ricamente decorada, con algo de museo y mucho de palacio, comprende el alma del hombre que la formó y la habitó muchos años. Don Antero fue representativo de aquel grupo de hombres que nunca se acercó al pueblo, que quiso tutearlo y comprenderlo, pero don Antero era -como mucho de esos correligionarios- alma limpia, selecta y amplia. No podía triunfar totalmente en política.

En su extrema vejez, harto de desengaños y sin haber conseguido los grandes honores que merecía por su acrisolada rectitud, don Antero retornó a su casa de San Pedro y allí, recordando tantas horas complejas descendió para siempre a la tierra. Murió rodeado de casi todas las cosas que le habían sido familiares y queridas. Su muerte ocurrió en un ambiente de museo y palacio.

Fue correcta y grave, como había sido su vida. Una muerte sin prisa y sin estertores.

Pocos hombres presentan, a lo largo de su actuación y en el curso de una vida extensa, tal unidad. Don Antero viviendo, sufriendo y muriendo, es el mismo.


Don Antero vivió lo suficiente para después de haber visto el auge del Partido Civil y el apogeo del Partido Demócrata, presenciar su muerte y asistir a su entierro. El juego limpio había terminado.

viernes, 22 de febrero de 2013

Una inteligencia despierta, vivaz, a la vez que desbordante, indisciplinada y bohemia, aunque muy bien cultivada, como fue la de Federico More, no es de extrañar que, inútilmente, hubiera intentado muchas veces sistematizar su pensamiento en una obra orgánica, en un libro cumbre, en una suma que redondeara sus ideas, siempre un tanto atrevidas, sobre la vida, el mundo, el hombre peruano y su porvenir, sobre el buen ordenamiento de la sociedad, sobre la poesía del atardecer y la suciedad de la política. No lo logró, porque sistematizarse hubiera sido negarse a él mismo: un anarquista del pensamiento. Pero hombre de trabajo, dentro del desorden de su azarosa existencia, escribió y escribió angustiosamente, con apuro, dejando impreso un reguero desparramado de artículos, folletos, libros, ensayos, prólogos... Con algunos de ellos, que son los más representativos de su obra, en un resumen que, como toda tarea humana, es cien por cien subjetiva, he formado estas Andanzas de Federico More. Son las Andanzas por las tierras del Perú, de América y de la literatura universal de un espíritu excepcionalmente dotado para pensar y juzgar, para exhibir inteligencia, para jugar con las palabras y entregarse al devaneo de las ideas, para coger la lanza y lanzarse locamente, desbocadamente, al campo abierto de la polémica sin cuartel.

Las Andanzas de Federico More están llenas de pasión y desbordes como su espíritu; y su obra es variada, muchas veces luminosa como el sol de mediodía y, otras, embellecida por ocasos y auroras con reminiscencias paganas. Enceguecido por la luz de la diosa actualidad, More no pudo aquietar el potro desbocado que llevaba dentro y no dejó -repito- un trabajo orgánico, meditado, hecho con el sosiego de los que ven pasar el tiempo pensando en el mañana.

Federico More vivió escribió, apasionadamente, al día. Fue ante todo y sobre todo periodista, aunque pienso que nunca dejó de amar a las musas de su juventud, que jamás perdió el regusto por la poesía, esa diosa que le hizo captar su cuna puneña, el Ande, con singularísima sensibilidad. Esas alturas cercanas a las estrellas a las que les dedicó esta frase precisa y bellísima -cito de memoria-: «Aquí nació el silencio, aquí se siente el olor de un cuerpo en celo». No recuerdo los versos anteriores ni los que siguen y me ha sido imposible hallar la poesía completa en la selva de periódicos donde he estado siguiendo la huella de Federico More, periodista insigne de quien, sin embargo, los peruanos de menos de cuarenta años poco o nada conocen. La obra del periodista, como él lo dijo, «tiene fama frágil y dura apenas horas»... Salvo excepciones. Naturalmente. Una de ellas resonante, singular y variada es la de Federico More. Y aquí está justamente este libro para confirmar la excepción.

En uno de los capítulos que siguen hallará el lector un ensayo de More que sonará algo extraño y que años atrás pocos habrán entendido: es la visión premonitoria de lo que sería el periodismo del futuro, el de hoy, ese periodismo chato, sin aliento orientador, sin calidad ni ánimo literario, algo similar a la comida masticada, a las píldoras alimenticias de los astronautas. More lo describe como un inmenso archivo donde se puede hallar la tarjeta correspondiente a una boda fastuosa, a un robo al escape, a una intervención parlamentaria sobre educación física o sobre defensa ecológica de un río o de la ciudad capital. Todo estará allí ya redactado. Sólo quedará por hacer el trabajo de colocar los nombres de las personas y lugares del hecho recién ocurrido.

En otras palabras, Federico More prevé la muerte pronta del periodismo que él amó y realizó con extrema calidad, ese arte y oficio íntimamente relacionado con la literatura y con la política entendida como sacerdocio cívico —esa prensa que brilló como lucero esplendente en el siglo pasado y la primera mitad de éste—, vislumbrando a la vez el periodismo de nuestros días: transformado en un negocio que puede confundirse con la fabricación de salchichas o zapatillas, si no fuera porque los medios de comunicación masiva —ya no se dice simplemente «prensa»— dan cierto lustre político y son instrumentos de poder que pueden auxiliar a otros negocios; sin perder su propio valor cotizado en bolsa. El periodismo en sí, aquel del bien decir, defensor de valores morales y cívicos, importa menos o nada. Por lo que si hay interés es por las «primicias», porque ellas significan mayor «rating», aumento, en el precio bursátil de las acciones de la empresa. Y esas primicias hay que conseguirlas por encima de todo, hasta de la propia honra o del prestigio patrio. El resto de la edición sale de los anaqueles que describe More, aunque anaqueles cada vez más sofisticados por la computación y la apabullarte tecnología electrónica, siempre con una novedad en la mano.

Me parece que el periodismo escrito, en el que pasó su vida More y nos sigue interesando a unos pocos periodistas —cada vez menos—, tendrá un mañana distinto, quién sabe salvador de ese arte y oficio que hoy está desapareciendo. Creo que en cada una de las ciudades de la geografía mundial sobrevivirá un diario, un periódico de servicios, de información local, de especializaciones. Por lo general, aquellos que han sabido sobrevivir amparados en una tradición familiar. Y me parece que el antiguo oficio de hacer arte con la actualidad, la tribuna de los comentarios agudos, orientadores, placer de los lectores, el periodismo de a verdad independiente, encontrará boya de salvataje en periódicos bisemanales, de pocas páginas y bajo costo, sin los lujos de las revistas y sin la carga de los servicios que debe ofrecer el diarismo moderno.

¿Será ilusión lo que escribo, será nostalgia de los años que acompañé a Federico More en esas pequeñas imprentas que eran refugio de bohemios? ¿Estaré hablando de un futuro cierto?

Aquí queda la idea, la propuesta, para la reanimación de un pasado en agonía —no en el sentido de la agonía unamuniana— que algunos quisiéramos reviviera.

More, como ya he dicho, fue poeta, literato de altísimo nivel, ensayista luminoso. Fue, según César Vallejo, el prosista de su generación. Usó con fiabilidad extrema el robusto idioma de Cervantes y Quevedo y no dejó de ser admirado, como crítico literario, por José Carlos Mariátegui, el más respetado de sus amigos de la «generación Infortunada» como tituló More a su generación. «La generación que se abre, cronológicamente, con hombres de la edad de Leónidas Yerovi y se cierra con hombres de la edad de José Carlos Mariátegui... Basta escribir o pronunciar estos dos nombres para comprender el inmenso infortunio, el signo adverso que pesa sobre aquella generación, la más brillante que ha producido el Perú, la más literaria, la de más completa sensibilidad; y la única que no ha logrado, ni a medias, decir su secreto de cultura, de emoción y de inquietud... Si juntos los nombres de Leónidas Yerovi y de José Carlos Mariátegui escribimos el de Abraham Valdelomar, la evocación dolorosa se completa»... Son éstos, párrafos del artículo escrito por More a la muerte de Mariátegui, quien había descalificado a More para la política llamándola «aristócrata de la inteligencia», distante de las multitudes. Definición acertada, que a More no le mortificó, porque se sentía tan ajeno a los honores y glorias oficiales como a las inquietudes de las masas. Aunque sí le preocupó -y muchísimo- la política; de la que fue apasionado seguidor, aunque no como aspirante a presidente, ministro o diputado, sino como observador comprometido, como orientador de la opinión pública, como periodista, y no como conductor de multitudes, a las que, sin duda, detestó y a las que diferenció magistralmente del pueblo en su libro «Una multitud contra un pueblo». Sus mejores prosas son políticas y políticos son la mayoría de sus ensayos. Sus inquietudes están trazadas precisamente en ese bello artículo de adiós a Mariátegui. «En el entierro va a hablar Ezequiel Balarezo Pinillos, Gastón Roger, que es uno de los pocos sobrevivientes de esa generación, la generación infortunada, la que expresa, mejor que cualquiera otra de las formas de la vida nacional, el hondo y grave fracaso de nuestro espíritu en la marcha hacia la cultura y en el sacrificio por una norma de puro y eficaz idealismo. Estoy seguro que Balarezo sabrá evocar, ante la tumba precoz de Mariátegui, el dolor de todos nosotros, el dolor de él mismo, el vasto dolor de cuantos sabemos todo lo que pudimos realizar y todo lo que una sociedad inerte e injusta no nos permitió cumplir».
Discípulo ferviente de Manuel González Piada -con quien mantuvo estrecha relación durante años-, fue en su juventud un iconoclasta, casi un incendiario; y lo siguió siendo en la mocedad, cuando no se le llamaba señor More o don Federico, sino el «Loco More», según cuenta Adán Felipe Mejía, «El Corregidor», en una sabrosa crónica de recuerdo sobre los encuentros bohemios de Yerovi y Moro, cuando éste, junto a Valdelomar, era portandarte de los colónidos, aquellos hombres que soñaron con cambiar al Perú modernizando el pensamiento de su clase intelectual. Su devoción por González Prada llegó en un momento al delirio, pero fue asordinándose con el tiempo hasta llegar a afirmar que el ídolo de su niñez y juventud no pasó, ideológicamente, de ser un ingenuo comecuras. Siempre, sin embargo, lo siguió admirando como literato.

Con esa afirmación y sólo una parte de su antigua devoción a González Prada, además de un odio concentrado a la Lima voluptuosa y virreynal, sede de una plutocracia sensualizada e inepta, incapaz de dirigir al país, sale More al destierro en época de Pardo. Son doce años de peregrinación por América Latina, haciendo periodismo, escribiendo ensayos, viviendo de su pluma. Nueve de esos años los pasó en Buenos Aires, donde logró una expectable situación en la prensa argentina. Dejó allí, sobre todo en «La Razón» y en la «Crítica» de Natalio Botana, muy en alto el nombre de Federico More.

Allí también lo siguió su pasión más persistente, la que, cosa curiosa, nunca lo abandonó, a pesar de su sobresaltada vida periodística: la poesía. En Buenos Aires, entre 1922 y 1923, Federico More dedica buena parte de su tiempo a poner en contacto a los lectores hispanos con la poesía alemana que va de Vogelweide a Rilke. Este trabajo lo realiza con la ayuda del doctor Alberto Haas, quien le entregaba unas traducciones muy literales, a las que More les daba «versión rítmica española». Algunas de las traducciones de Rilke no llegan a publicarse en Buenos Aires y la «Canción del amor y de la muerte del corneta Cristóbal Rilke» recién aparece en «La Revista Semanal», en Lima, en 1931. El artículo de More titulado «Noticias críticas sobre poesía germánica -Meyes y Storm, dos poemas terminales anunciadores», publicado en «La Razón», en julio de 1923, es considerado según Estuardo Núñez como uno de los mejores comentarios hechos en lengua castellano sobre dichos escritores y poetas.

Pero la atracción de la patria, de «La única tierra cuyo contacto nos fortalece», no lo abandona. Y pasa a Bolivia para estar más cerca del retorno al Perú. En esa época aparece un libro, «El tirano en la jaula», cuyo prólogo lleva la firma de Federico More. Un prólogo que, sin duda, es uno de los panfletos mejor escritos y más virulentos de la turbulenta historia política peruana. Pero el leguiísmo ve la mano de More no sólo en las tremebundas imprecaciones del prólogo. También le achaca -posiblemente sin equivocarse- el título del libro y algunas acciones conspirativas. El hecho retarda su regreso a la tierra patria.

Estamos en La Paz, ciudad a la que Federico More siente como suya, tan próxima a su Puno natal como a su sensibilidad humana. Allí, presentado por el gran novelista boliviano Alcides Arguedas, More, triunfador de los Juegos Florales, tuvo la satisfacción de leer ante una multitud su «Canto al Illimani», el monte tutelar de la capital boliviana:

En una mañana de rosas, transparente,
le nacieron orillas al Mar... y fue la Tierra
y en el temblor violeta de las arenas grises…
Viento y Luz, nupcialmente,
dieron vida a la Nieve y a la Sierra,
árbitros de fantásticos países.

Su retorno al Perú es apenas anterior al huracán que irrumpe con la revolución victoriosa de Arequipa (agosto de 1930). More llega a Lima en noviembre de 1929 y en «Mundial», la revista que junto a «Variedades» acapara la lectura de los peruanos, deja estampada su personalidad periodística. Es el (colónido), que vuelve lanza en ristre, luego de doce años de exilio, aunque con el ánimo político un tanto apaciguado:

«Excesiva cortesía la de «Mundial» cuando, olvidando mi condición de periodista militante, quiso hacerme un reportaje Un periodista no es un ser periodístico y, por lo tanto, no es sujeto entrevistable. Como que el creador no puede resignarse a convertirse en su propia criatura.

-Pero -me dice, con fina amabilidad de antiguo camarada, Andresito Aramburú- es preciso que sepamos qué opina usted de su patria después de tan larga ausencia, después de estos doce años en los cuales han pasado tantas cosas.

-Está bien -le respondo-. Haré algo así como un auto reportaje. Siempre, para decir mis propias cosas, yo mismo he de resultar más eficaz y exacto que el más agudo de los reporteros. Escribiré un artículo que sea un conjunto de respuestas. Después de todo, en un reportaje, la pregunta es lo que menos vale, porque, cuando vale algo, se queda sin respuesta. ¿Acepta usted mi fórmula?

La fórmula es aceptada y aquí está el artículo. Cuando vengo a entregarlo, encuentro que, en la casa de «Mundial» aún vaga, por fortuna, la sombra gentil y sonriente, sagaz y benévola de don Andrés Avelino Aramburu que enseñó a tantos escritores a ser periodistas y a tantos periodistas a ser escritores. Aún subsiste aquel ambiente que supo crear don Andrés Avelino, aquel ambiente en que la charla y el trabajo, una laboriosa negligencia y una holgazana actividad se juntaban con rara elegancia, Aquel ambiente que era obra tanto del dandy como del escritor. Aquel ambiente que aún se perfuma con el epigrama y el ramo de violetas, los dos signos con los cuales el maestro dio discreta expresión a su ingenio y a su persona irreprochable. Pero ¿Y el Perú que he hallado al cabo de doce años de accidentada ausencia?»

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«Todo aquel que, al cabo de una larga ausencia -más larga cuanto más dolida- pisa tierra de su tierra, siente que dentro de su personalidad nace un nuevo mundo, tanto más encantado cuanto más se parece al mundo antiguo, a ese que, a cierta altura de la vida, expresamos en estas dos maravillosas e indefinibles palabras: infancia, juventud. Después de todo, la vida está fabricada con tela de nuestro propio sueño. Cuando se ha vivido un poco, el sueño se asemeja mucho al recuerdo.

En realidad, doce años no son no los que quiere que sean su coeficiente de intensidad. Para un tuberculoso, doce años no valen lo mismo que para un artrítico. El político no tiene sobre el tema el mismo concepto que el comerciante.

En estos últimos doce años, no sé si el Perú ha vivido doce o cien: no importa el caso saberlo. Lo que sé es que ha vivido mucho. Hace tiempo que vengo trabajando en un libro que me parece será lo fundamental de todo mi obra literaria y se titula «Historia Política del Perú». Lamento no tener aquí mis apuntes y los capítulos ya escritos, a fin de releerlos y terminar de comprender hasta qué punto nos hemos transformado. A pesar de todo, voy a intentar una exposición rápida y sintética de mis impresiones sobre la actualidad. Debo decir que no guardo ni un rencor ni un odio. Ni siquiera un resentimiento. Casi no conozco a las personas y estoy fuera del mundo de los intereses. Procedo con objetividad intachable».

Su análisis, no siempre objetivo -nunca la pasión deja de desbordarse en More-, luego de puntualizar lúcidamente que «es incuestionable que la era preconstitucional del Perú no ha terminado, es decir que aún no hemos encontrado la forma de gobierno y el institucionaje que quedan convenirnos exactamente» y luego de historiar en apretada síntesis los períodos civiles y militares, se lanza furibundo, como en sus vehementes años juveniles, contra el civilismo: «Cuando se dice que Manuel Pardo fundó el civilismo y le dio vida, se dice algo pueril: Manuel Pardo lo único que hizo fue producir la guerra del Pacífico y dejarle la sucesión a un militar: dos hechos perfectamente anticiviles». Para More, no sin razón, «el civilismo se levanta, se funda y se engrandece gracias a la oligarquía». Esos oligarcas «miopes y vanidosos, mataron a Manuel González Prado y a Abraham Valdelomar; inmolaron a José Balta y esterilizaron a Nicolás de Piérola; entristecieron la juventud de Germán Leguía y Martínez y de Abelardo Gamarra; y se encogieron de hombros ante el singular ingenio de Florentino Alcorta, que tuvo que penalizarse —yo conocí el dolor de aquella vida— para no perecer. Mi generación, la generación infortunada por antonomasia, fue íntegramente disuelta en las hogueras inquisitoriales de la oligarquía».

Dice More en ese artículo o autoentrevista -de noviembre de 1929- que ha venido a la patria por pocos días. «No pasaré en Lima, quizás ni en otro sitio del Perú, la próxima semana. Ignoro cuando volveré». Lo cierto es que su anunció no se cumplió y se quedó aquí, en un país que ya vivía la agonía del oncenio leguiísta. Muy pronto el Comandante Luís M. Sánchez Cerro entraría victorioso a Lima, sin que muchos advirtieran, muy cerca del militar revolucionario, la presencia de José Luís Bustamante y Rivero, años atrás compañero de More en las tertulia literarias de Arequipa, aquellas que siguieron a la expulsión de More, embrión de periodista, de la Escuela Militar de Chorrillos, donde fundó un periódico para criticar al alto mando de la Escuela. Pero Bustamante no logró que el periodista se acercara al rebelde de Arequipa ni pudo él mismo mantenerse en la proximidad del poder. Fue un ministro fugaz, que regreso a su provincia espantado por lo que vio venir; mientras que More terminó por calificar a la época que siguió al triunfo revolucionario de «Zoocracia y Canibalismo», de ambiente incompatible con la inteligencia. Fueron tiempos revueltos, de disolución y oprobio, y él volvió a probar el amargo pan del exilio.

Federico More se sumergió en la vorágine nacional de aquellos años. Luego de su deportación a Chile, nunca más salió del Perú, como no fuera una visita accidental, como delegado de prensa, a Santiago o Buenos Aires. Aquí, en la Lima sensualizada que ayer odió y que entonces comenzó a adorar, se prodigó escribiendo contra esto y aquello. Pero ya estamos en los comienzos de la historia de nuestros días, agudamente vi seccionada por More en memorables notas editoriales y afilados ensayos, citados más de una vez por Jorge Basadre en su «Historia de la República».

Son escritos que van apareciendo en «El hombre de la calle», en «El Universal», en «La Revista Semanal», y en otras publicaciones de la época. Pero, sobre todo, en «Cascabel», su semanario, su aventura empresarial. Su «casa propia», que administró con el desorden bohemio en el que siempre vivió. Cuando sobraba dinero había que gastarlo en una gran farra, que se iniciaba con un almuerzo de mantel largo y servilletas grandes, de tela fina, que podía concluir dos o tres días después; y, cuando no había sino centavos, también alcanzaba algo para gastar, para vivir alocadamente sin pensar en el mañana. Era como si More advirtiera el futuro peruano con claridad de profeta y, desesperado, se entregara a vaticinarlo en sus fatigosas horas de trabajo en la redacción y a destruir su vida en los descansos: para no sufrir lo que vendrá, para rehuir de ese mañana sin honesta discrepancia ni pacífica convivencia, aspiración por la que bregó cada día con menos esperanza.

Es en esos años que aparece, juvenil y arrogante, el Apra de Haya de la Torre. Pronto advierte More el percal de engaño que hay en el Partido «de los asnitos» y se convierte, para siempre, en abanderado contra la mediocridad aprista. Cambia la dirección de sus dardos, aunque jamás olvida a su viejo enemigo: «En el Perú hay dos fuerzas que se oponen a la cristalización de las corrientes modernas y universales: el Civilismo y el Apra. El primero, carente de técnica y de espíritu de empresa, es un obstáculo en la marcha hacia el capitalismo. El segundo, imbricación rara de fascismo y de marxismo, es una rémora para el espíritu revolucionario. Vivimos dos etapas distintas y alejadas. Unos se encuentran como se encontraban los nobles, antes de la Revolución Francesa, sin reconocer los derechos del hombre; otros consideran que están en un estado comunista, sin percatarse que no hay aquí nada que revolucionar, sino mucho que organizar. Estamos entre dos fuerzas opuestas y, probablemente, iguales: la prueba de ello es que no caminamos».

¿Pueden ser más actuales las frases anteriores? Pero adentrémonos en More, leyendo a More en las diversas etapas de su vida y en las distintas facetas de su obra; sigamos en sus textos los pasos del siempre renovado pensamiento de More, hombre al que conocí y traté íntimamente en las postrimerías de su existencia terrenal. Personaje que dejó en mí una imborrable impresión por su inteligencia, su agudeza mental, sus conocimientos más íntimos vericuetos de la vida, por su amor a todo lo humano y a lo que fue más que su arte y oficio, su razón de ser, el periodismo.

Así despedí los restos mortales del maestro, del eximio orfebre en las artes de manejar el idioma, de captar la actualidad, de juguetear con las andanzas de la vida. Hoy no cambiaría una palabra de lo que ese día dije en el cementerio de Lima:

«Nada más doloroso que renunciar a alguien. Y henos aquí devolviéndole a la tierra el cuerpo del ingenioso y agresivo prosista que llenara, desde su mocedad hasta ayer, el lugar más destacado y bullicioso del periodismo peruano. Sólo para el mañana -señalando por campo toda América Hispana- ha dejado Federico More la tarea, demasiado ambiciosa, de poderlo igualar. Le gustó ser primero. Y lo fue siempre. Nadie usó de la pluma con la habilidad de él, nadie supo hacerse odiar y temer como él y ninguno habrá que haya gozado de la amistad más que él. Caballo desbocado, tuvo ideas demasiado emotivas sobre la realidad social y política; pero, asumió con desenfreno lo que creyó justo. Pasó la vida entreteniéndose en decir que lo que más amaba era un crepúsculo frente al mar, o el silencio infinito de su puna. Lo que siempre hizo fue vivir apasionadamente, buscando sin cesar una trinchera de combate, queriendo -en el mundo de las ideas- unir la luna con la tierra. Fue poeta, en lucha constante por hacer vivir a los hombres dentro de una libre y divertida discrepancia. Y por poeta, quiso ser político. Lo vencieron la poesía y el humorismo. Ese sutilísimo humorismo sajón que permite llorar bajo la risa. Vivió entre sueños encantados y chispeantes; que no le impidieron, sin embargo, que muy a menudo coincidiera, en su trágica angustia por su pueblo, con las multitudes, a las que detestó con convicción de aristócrata de la inteligencia. More no entendió la vida sin pelea... y ha caído peleando. Honra a la revista que fundé y dirijo el haber sido su última trinchera. Los que hemos estado hasta el fin a su lado, sabemos que no lo mató la muerte. Federico se dejó morir. En un país donde cada día es menos valorada la inteligencia; en momentos en que se han perdido hasta las buenas maneras -de las que él gustó tanto-; y cuando las posibilidades de rehacer la fe de su pueblo, a base del respeto a la discrepancia, se transforman en seguro temor de tener que continuar en obligada con vivencia, no creyó adecuado encontrar otro camino que el de dejarse morir. ¿Qué hacía él, eterno discrepante, en un mundo de silencio? Como sus amigos, los viejos griegos, se fue sonriéndole a la vida. Junto a Federico enterramos otra esperanza maltratada».

Pero los hombres que crearon belleza, que sembraron ideas, sobreviven a su envoltura terrena. Son como los gatos -animal al que More adoraba-; tienen varias vidas, las vidas que nacen de las lecturas que dejan.

Los invito a leer a Federico More.


FRANCISCO IGARTUA
ANDANZAS DE FEDERICO MORE
Prologo y Recopilación
págs. 5 al 14.