Una inteligencia despierta, vivaz, a la vez que desbordante,
indisciplinada y bohemia, aunque muy bien cultivada, como fue la de Federico
More, no es de extrañar que, inútilmente, hubiera intentado muchas veces
sistematizar su pensamiento en una obra orgánica, en un libro cumbre, en una
suma que redondeara sus ideas, siempre un tanto atrevidas, sobre la vida, el
mundo, el hombre peruano y su porvenir, sobre el buen ordenamiento de la
sociedad, sobre la poesía del atardecer y la suciedad de la política. No lo
logró, porque sistematizarse hubiera sido negarse a él mismo: un anarquista del
pensamiento. Pero hombre de trabajo, dentro del desorden de su azarosa
existencia, escribió y escribió angustiosamente, con apuro, dejando impreso un
reguero desparramado de artículos, folletos, libros, ensayos, prólogos... Con
algunos de ellos, que son los más representativos de su obra, en un resumen
que, como toda tarea humana, es cien por cien subjetiva, he formado estas
Andanzas de Federico More. Son las Andanzas por las tierras del Perú, de
América y de la literatura universal de un espíritu excepcionalmente dotado
para pensar y juzgar, para exhibir inteligencia, para jugar con las palabras y
entregarse al devaneo de las ideas, para coger la lanza y lanzarse locamente,
desbocadamente, al campo abierto de la polémica sin cuartel.
Las Andanzas de Federico More están llenas de pasión y
desbordes como su espíritu; y su obra es variada, muchas veces luminosa como el
sol de mediodía y, otras, embellecida por ocasos y auroras con reminiscencias
paganas. Enceguecido por la luz de la diosa actualidad, More no pudo aquietar
el potro desbocado que llevaba dentro y no dejó -repito- un trabajo orgánico,
meditado, hecho con el sosiego de los que ven pasar el tiempo pensando en el
mañana.
Federico More vivió escribió, apasionadamente, al día. Fue
ante todo y sobre todo periodista, aunque pienso que nunca dejó de amar a las
musas de su juventud, que jamás perdió el regusto por la poesía, esa diosa que
le hizo captar su cuna puneña, el Ande, con singularísima sensibilidad. Esas
alturas cercanas a las estrellas a las que les dedicó esta frase precisa y
bellísima -cito de memoria-: «Aquí nació el silencio, aquí se siente el olor de
un cuerpo en celo». No recuerdo los versos anteriores ni los que siguen y me ha
sido imposible hallar la poesía completa en la selva de periódicos donde he
estado siguiendo la huella de Federico More, periodista insigne de quien, sin
embargo, los peruanos de menos de cuarenta años poco o nada conocen. La obra
del periodista, como él lo dijo, «tiene fama frágil y dura apenas horas»...
Salvo excepciones. Naturalmente. Una de ellas resonante, singular y variada es
la de Federico More. Y aquí está justamente este libro para confirmar la
excepción.
En uno de los capítulos que siguen hallará el lector un
ensayo de More que sonará algo extraño y que años atrás pocos habrán entendido:
es la visión premonitoria de lo que sería el periodismo del futuro, el de hoy,
ese periodismo chato, sin aliento orientador, sin calidad ni ánimo literario,
algo similar a la comida masticada, a las píldoras alimenticias de los
astronautas. More lo describe como un inmenso archivo donde se puede hallar la
tarjeta correspondiente a una boda fastuosa, a un robo al escape, a una
intervención parlamentaria sobre educación física o sobre defensa ecológica de
un río o de la ciudad capital. Todo estará allí ya redactado. Sólo quedará por
hacer el trabajo de colocar los nombres de las personas y lugares del hecho
recién ocurrido.
En otras palabras, Federico More prevé la muerte pronta del
periodismo que él amó y realizó con extrema calidad, ese arte y oficio
íntimamente relacionado con la literatura y con la política entendida como
sacerdocio cívico —esa prensa que brilló como lucero esplendente en el siglo
pasado y la primera mitad de éste—, vislumbrando a la vez el periodismo de
nuestros días: transformado en un negocio que puede confundirse con la
fabricación de salchichas o zapatillas, si no fuera porque los medios de
comunicación masiva —ya no se dice simplemente «prensa»— dan cierto lustre
político y son instrumentos de poder que pueden auxiliar a otros negocios; sin
perder su propio valor cotizado en bolsa. El periodismo en sí, aquel del bien
decir, defensor de valores morales y cívicos, importa menos o nada. Por lo que
si hay interés es por las «primicias», porque ellas significan mayor «rating»,
aumento, en el precio bursátil de las acciones de la empresa. Y esas primicias
hay que conseguirlas por encima de todo, hasta de la propia honra o del
prestigio patrio. El resto de la edición sale de los anaqueles que describe
More, aunque anaqueles cada vez más sofisticados por la computación y la
apabullarte tecnología electrónica, siempre con una novedad en la mano.
Me parece que el periodismo escrito, en el que pasó su vida
More y nos sigue interesando a unos pocos periodistas —cada vez menos—, tendrá
un mañana distinto, quién sabe salvador de ese arte y oficio que hoy está
desapareciendo. Creo que en cada una de las ciudades de la geografía mundial
sobrevivirá un diario, un periódico de servicios, de información local, de
especializaciones. Por lo general, aquellos que han sabido sobrevivir amparados
en una tradición familiar. Y me parece que el antiguo oficio de hacer arte con
la actualidad, la tribuna de los comentarios agudos, orientadores, placer de
los lectores, el periodismo de a verdad independiente, encontrará boya de
salvataje en periódicos bisemanales, de pocas páginas y bajo costo, sin los
lujos de las revistas y sin la carga de los servicios que debe ofrecer el
diarismo moderno.
¿Será ilusión lo que escribo, será nostalgia de los años que
acompañé a Federico More en esas pequeñas imprentas que eran refugio de
bohemios? ¿Estaré hablando de un futuro cierto?
Aquí queda la idea, la propuesta, para la reanimación de un
pasado en agonía —no en el sentido de la agonía unamuniana— que algunos
quisiéramos reviviera.
More, como ya he dicho, fue poeta, literato de altísimo
nivel, ensayista luminoso. Fue, según César Vallejo, el prosista de su
generación. Usó con fiabilidad extrema el robusto idioma de Cervantes y Quevedo
y no dejó de ser admirado, como crítico literario, por José Carlos Mariátegui,
el más respetado de sus amigos de la «generación Infortunada» como tituló More
a su generación. «La generación que se abre, cronológicamente, con hombres de
la edad de Leónidas Yerovi y se cierra con hombres de la edad de José Carlos
Mariátegui... Basta escribir o pronunciar estos dos nombres para comprender el
inmenso infortunio, el signo adverso que pesa sobre aquella generación, la más
brillante que ha producido el Perú, la más literaria, la de más completa
sensibilidad; y la única que no ha logrado, ni a medias, decir su secreto de cultura,
de emoción y de inquietud... Si juntos los nombres de Leónidas Yerovi y de José
Carlos Mariátegui escribimos el de Abraham Valdelomar, la evocación dolorosa se
completa»... Son éstos, párrafos del artículo escrito por More a la muerte de
Mariátegui, quien había descalificado a More para la política llamándola
«aristócrata de la inteligencia», distante de las multitudes. Definición
acertada, que a More no le mortificó, porque se sentía tan ajeno a los honores
y glorias oficiales como a las inquietudes de las masas. Aunque sí le preocupó
-y muchísimo- la política; de la que fue apasionado seguidor, aunque no como
aspirante a presidente, ministro o diputado, sino como observador comprometido,
como orientador de la opinión pública, como periodista, y no como conductor de
multitudes, a las que, sin duda, detestó y a las que diferenció magistralmente
del pueblo en su libro «Una multitud contra un pueblo». Sus mejores prosas son
políticas y políticos son la mayoría de sus ensayos. Sus inquietudes están
trazadas precisamente en ese bello artículo de adiós a Mariátegui. «En el
entierro va a hablar Ezequiel Balarezo Pinillos, Gastón Roger, que es uno de
los pocos sobrevivientes de esa generación, la generación infortunada, la que
expresa, mejor que cualquiera otra de las formas de la vida nacional, el hondo
y grave fracaso de nuestro espíritu en la marcha hacia la cultura y en el
sacrificio por una norma de puro y eficaz idealismo. Estoy seguro que Balarezo
sabrá evocar, ante la tumba precoz de Mariátegui, el dolor de todos nosotros,
el dolor de él mismo, el vasto dolor de cuantos sabemos todo lo que pudimos
realizar y todo lo que una sociedad inerte e injusta no nos permitió cumplir».
Discípulo ferviente de Manuel González Piada -con quien
mantuvo estrecha relación durante años-, fue en su juventud un iconoclasta,
casi un incendiario; y lo siguió siendo en la mocedad, cuando no se le llamaba
señor More o don Federico, sino el «Loco More», según cuenta Adán Felipe Mejía,
«El Corregidor», en una sabrosa crónica de recuerdo sobre los encuentros
bohemios de Yerovi y Moro, cuando éste, junto a Valdelomar, era portandarte de
los colónidos, aquellos hombres que soñaron con cambiar al Perú modernizando el
pensamiento de su clase intelectual. Su devoción por González Prada llegó en un
momento al delirio, pero fue asordinándose con el tiempo hasta llegar a afirmar
que el ídolo de su niñez y juventud no pasó, ideológicamente, de ser un ingenuo
comecuras. Siempre, sin embargo, lo siguió admirando como literato.
Con esa afirmación y sólo una parte de su antigua devoción a
González Prada, además de un odio concentrado a la Lima voluptuosa y virreynal,
sede de una plutocracia sensualizada e inepta, incapaz de dirigir al país, sale
More al destierro en época de Pardo. Son doce años de peregrinación por América
Latina, haciendo periodismo, escribiendo ensayos, viviendo de su pluma. Nueve
de esos años los pasó en Buenos Aires, donde logró una expectable situación en
la prensa argentina. Dejó allí, sobre todo en «La Razón» y en la «Crítica» de
Natalio Botana, muy en alto el nombre de Federico More.
Allí también lo siguió su pasión más persistente, la que,
cosa curiosa, nunca lo abandonó, a pesar de su sobresaltada vida periodística:
la poesía. En Buenos Aires, entre 1922 y 1923, Federico More dedica buena parte
de su tiempo a poner en contacto a los lectores hispanos con la poesía alemana
que va de Vogelweide a Rilke. Este trabajo lo realiza con la ayuda del doctor
Alberto Haas, quien le entregaba unas traducciones muy literales, a las que
More les daba «versión rítmica española». Algunas de las traducciones de Rilke
no llegan a publicarse en Buenos Aires y la «Canción del amor y de la muerte
del corneta Cristóbal Rilke» recién aparece en «La Revista Semanal», en Lima,
en 1931. El artículo de More titulado «Noticias críticas sobre poesía germánica
-Meyes y Storm, dos poemas terminales anunciadores», publicado en «La Razón»,
en julio de 1923, es considerado según Estuardo Núñez como uno de los mejores
comentarios hechos en lengua castellano sobre dichos escritores y poetas.
Pero la atracción de la patria, de «La única tierra cuyo
contacto nos fortalece», no lo abandona. Y pasa a Bolivia para estar más cerca
del retorno al Perú. En esa época aparece un libro, «El tirano en la jaula»,
cuyo prólogo lleva la firma de Federico More. Un prólogo que, sin duda, es uno
de los panfletos mejor escritos y más virulentos de la turbulenta historia
política peruana. Pero el leguiísmo ve la mano de More no sólo en las
tremebundas imprecaciones del prólogo. También le achaca -posiblemente sin
equivocarse- el título del libro y algunas acciones conspirativas. El hecho
retarda su regreso a la tierra patria.
Estamos en La Paz, ciudad a la que Federico More siente como
suya, tan próxima a su Puno natal como a su sensibilidad humana. Allí,
presentado por el gran novelista boliviano Alcides Arguedas, More, triunfador
de los Juegos Florales, tuvo la satisfacción de leer ante una multitud su
«Canto al Illimani», el monte tutelar de la capital boliviana:
En una mañana de rosas, transparente,
le nacieron orillas al Mar... y fue la Tierra
y en el temblor violeta de las arenas grises…
Viento y Luz, nupcialmente,
dieron vida a la Nieve y a la Sierra,
árbitros de fantásticos países.
Su retorno al Perú es apenas anterior al huracán que irrumpe
con la revolución victoriosa de Arequipa (agosto de 1930). More llega a Lima en
noviembre de 1929 y en «Mundial», la revista que junto a «Variedades» acapara
la lectura de los peruanos, deja estampada su personalidad periodística. Es el
(colónido), que vuelve lanza en ristre, luego de doce años de exilio, aunque
con el ánimo político un tanto apaciguado:
«Excesiva cortesía la de «Mundial» cuando, olvidando mi
condición de periodista militante, quiso hacerme un reportaje Un periodista no
es un ser periodístico y, por lo tanto, no es sujeto entrevistable. Como que el
creador no puede resignarse a convertirse en su propia criatura.
-Pero -me dice, con fina amabilidad de antiguo camarada,
Andresito Aramburú- es preciso que sepamos qué opina usted de su patria después
de tan larga ausencia, después de estos doce años en los cuales han pasado
tantas cosas.
-Está bien -le respondo-. Haré algo así como un auto
reportaje. Siempre, para decir mis propias cosas, yo mismo he de resultar más
eficaz y exacto que el más agudo de los reporteros. Escribiré un artículo que
sea un conjunto de respuestas. Después de todo, en un reportaje, la pregunta es
lo que menos vale, porque, cuando vale algo, se queda sin respuesta. ¿Acepta
usted mi fórmula?
La fórmula es aceptada y aquí está el artículo. Cuando vengo
a entregarlo, encuentro que, en la casa de «Mundial» aún vaga, por fortuna, la
sombra gentil y sonriente, sagaz y benévola de don Andrés Avelino Aramburu que
enseñó a tantos escritores a ser periodistas y a tantos periodistas a ser
escritores. Aún subsiste aquel ambiente que supo crear don Andrés Avelino,
aquel ambiente en que la charla y el trabajo, una laboriosa negligencia y una
holgazana actividad se juntaban con rara elegancia, Aquel ambiente que era obra
tanto del dandy como del escritor. Aquel ambiente que aún se perfuma con el
epigrama y el ramo de violetas, los dos signos con los cuales el maestro dio
discreta expresión a su ingenio y a su persona irreprochable. Pero ¿Y el Perú
que he hallado al cabo de doce años de accidentada ausencia?»
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«Todo aquel que, al cabo de una larga ausencia -más larga
cuanto más dolida- pisa tierra de su tierra, siente que dentro de su
personalidad nace un nuevo mundo, tanto más encantado cuanto más se parece al
mundo antiguo, a ese que, a cierta altura de la vida, expresamos en estas dos
maravillosas e indefinibles palabras: infancia, juventud. Después de todo, la
vida está fabricada con tela de nuestro propio sueño. Cuando se ha vivido un
poco, el sueño se asemeja mucho al recuerdo.
En realidad, doce años no son no los que quiere que sean su
coeficiente de intensidad. Para un tuberculoso, doce años no valen lo mismo que
para un artrítico. El político no tiene sobre el tema el mismo concepto que el
comerciante.
En estos últimos doce años, no sé si el Perú ha vivido doce o
cien: no importa el caso saberlo. Lo que sé es que ha vivido mucho. Hace tiempo
que vengo trabajando en un libro que me parece será lo fundamental de todo mi
obra literaria y se titula «Historia Política del Perú». Lamento no tener aquí
mis apuntes y los capítulos ya escritos, a fin de releerlos y terminar de
comprender hasta qué punto nos hemos transformado. A pesar de todo, voy a
intentar una exposición rápida y sintética de mis impresiones sobre la
actualidad. Debo decir que no guardo ni un rencor ni un odio. Ni siquiera un
resentimiento. Casi no conozco a las personas y estoy fuera del mundo de los
intereses. Procedo con objetividad intachable».
Su análisis, no siempre objetivo -nunca la pasión deja de
desbordarse en More-, luego de puntualizar lúcidamente que «es incuestionable
que la era preconstitucional del Perú no ha terminado, es decir que aún no
hemos encontrado la forma de gobierno y el institucionaje que quedan
convenirnos exactamente» y luego de historiar en apretada síntesis los períodos
civiles y militares, se lanza furibundo, como en sus vehementes años juveniles,
contra el civilismo: «Cuando se dice que Manuel Pardo fundó el civilismo y le
dio vida, se dice algo pueril: Manuel Pardo lo único que hizo fue producir la
guerra del Pacífico y dejarle la sucesión a un militar: dos hechos perfectamente
anticiviles». Para More, no sin razón, «el civilismo se levanta, se funda y se
engrandece gracias a la oligarquía». Esos oligarcas «miopes y vanidosos,
mataron a Manuel González Prado y a Abraham Valdelomar; inmolaron a José Balta
y esterilizaron a Nicolás de Piérola; entristecieron la juventud de Germán
Leguía y Martínez y de Abelardo Gamarra; y se encogieron de hombros ante el
singular ingenio de Florentino Alcorta, que tuvo que penalizarse —yo conocí el
dolor de aquella vida— para no perecer. Mi generación, la generación
infortunada por antonomasia, fue íntegramente disuelta en las hogueras
inquisitoriales de la oligarquía».
Dice More en ese artículo o autoentrevista -de noviembre de
1929- que ha venido a la patria por pocos días. «No pasaré en Lima, quizás ni
en otro sitio del Perú, la próxima semana. Ignoro cuando volveré». Lo cierto es
que su anunció no se cumplió y se quedó aquí, en un país que ya vivía la agonía
del oncenio leguiísta. Muy pronto el Comandante Luís M. Sánchez Cerro entraría
victorioso a Lima, sin que muchos advirtieran, muy cerca del militar
revolucionario, la presencia de José Luís Bustamante y Rivero, años atrás
compañero de More en las tertulia literarias de Arequipa, aquellas que
siguieron a la expulsión de More, embrión de periodista, de la Escuela Militar
de Chorrillos, donde fundó un periódico para criticar al alto mando de la
Escuela. Pero Bustamante no logró que el periodista se acercara al rebelde de
Arequipa ni pudo él mismo mantenerse en la proximidad del poder. Fue un
ministro fugaz, que regreso a su provincia espantado por lo que vio venir;
mientras que More terminó por calificar a la época que siguió al triunfo
revolucionario de «Zoocracia y Canibalismo», de ambiente incompatible con la
inteligencia. Fueron tiempos revueltos, de disolución y oprobio, y él volvió a
probar el amargo pan del exilio.
Federico More se sumergió en la vorágine nacional de aquellos
años. Luego de su deportación a Chile, nunca más salió del Perú, como no fuera
una visita accidental, como delegado de prensa, a Santiago o Buenos Aires.
Aquí, en la Lima sensualizada que ayer odió y que entonces comenzó a adorar, se
prodigó escribiendo contra esto y aquello. Pero ya estamos en los comienzos de
la historia de nuestros días, agudamente vi seccionada por More en memorables
notas editoriales y afilados ensayos, citados más de una vez por Jorge Basadre
en su «Historia de la República».
Son escritos que van apareciendo en «El hombre de la calle»,
en «El Universal», en «La Revista Semanal», y en otras publicaciones de la
época. Pero, sobre todo, en «Cascabel», su semanario, su aventura empresarial.
Su «casa propia», que administró con el desorden bohemio en el que siempre
vivió. Cuando sobraba dinero había que gastarlo en una gran farra, que se
iniciaba con un almuerzo de mantel largo y servilletas grandes, de tela fina,
que podía concluir dos o tres días después; y, cuando no había sino centavos,
también alcanzaba algo para gastar, para vivir alocadamente sin pensar en el
mañana. Era como si More advirtiera el futuro peruano con claridad de profeta
y, desesperado, se entregara a vaticinarlo en sus fatigosas horas de trabajo en
la redacción y a destruir su vida en los descansos: para no sufrir lo que
vendrá, para rehuir de ese mañana sin honesta discrepancia ni pacífica
convivencia, aspiración por la que bregó cada día con menos esperanza.
Es en esos años que aparece, juvenil y arrogante, el Apra de
Haya de la Torre. Pronto advierte More el percal de engaño que hay en el
Partido «de los asnitos» y se convierte, para siempre, en abanderado contra la
mediocridad aprista. Cambia la dirección de sus dardos, aunque jamás olvida a
su viejo enemigo: «En el Perú hay dos fuerzas que se oponen a la cristalización
de las corrientes modernas y universales: el Civilismo y el Apra. El primero,
carente de técnica y de espíritu de empresa, es un obstáculo en la marcha hacia
el capitalismo. El segundo, imbricación rara de fascismo y de marxismo, es una
rémora para el espíritu revolucionario. Vivimos dos etapas distintas y
alejadas. Unos se encuentran como se encontraban los nobles, antes de la
Revolución Francesa, sin reconocer los derechos del hombre; otros consideran
que están en un estado comunista, sin percatarse que no hay aquí nada que
revolucionar, sino mucho que organizar. Estamos entre dos fuerzas opuestas y,
probablemente, iguales: la prueba de ello es que no caminamos».
¿Pueden ser más actuales las frases anteriores? Pero
adentrémonos en More, leyendo a More en las diversas etapas de su vida y en las
distintas facetas de su obra; sigamos en sus textos los pasos del siempre
renovado pensamiento de More, hombre al que conocí y traté íntimamente en las
postrimerías de su existencia terrenal. Personaje que dejó en mí una imborrable
impresión por su inteligencia, su agudeza mental, sus conocimientos más íntimos
vericuetos de la vida, por su amor a todo lo humano y a lo que fue más que su
arte y oficio, su razón de ser, el periodismo.
Así despedí los restos mortales del maestro, del eximio
orfebre en las artes de manejar el idioma, de captar la actualidad, de
juguetear con las andanzas de la vida. Hoy no cambiaría una palabra de lo que
ese día dije en el cementerio de Lima:
«Nada más doloroso que renunciar a alguien. Y henos aquí
devolviéndole a la tierra el cuerpo del ingenioso y agresivo prosista que
llenara, desde su mocedad hasta ayer, el lugar más destacado y bullicioso del
periodismo peruano. Sólo para el mañana -señalando por campo toda América
Hispana- ha dejado Federico More la tarea, demasiado ambiciosa, de poderlo
igualar. Le gustó ser primero. Y lo fue siempre. Nadie usó de la pluma con la
habilidad de él, nadie supo hacerse odiar y temer como él y ninguno habrá que
haya gozado de la amistad más que él. Caballo desbocado, tuvo ideas demasiado
emotivas sobre la realidad social y política; pero, asumió con desenfreno lo
que creyó justo. Pasó la vida entreteniéndose en decir que lo que más amaba era
un crepúsculo frente al mar, o el silencio infinito de su puna. Lo que siempre
hizo fue vivir apasionadamente, buscando sin cesar una trinchera de combate,
queriendo -en el mundo de las ideas- unir la luna con la tierra. Fue poeta, en
lucha constante por hacer vivir a los hombres dentro de una libre y divertida
discrepancia. Y por poeta, quiso ser político. Lo vencieron la poesía y el
humorismo. Ese sutilísimo humorismo sajón que permite llorar bajo la risa.
Vivió entre sueños encantados y chispeantes; que no le impidieron, sin embargo,
que muy a menudo coincidiera, en su trágica angustia por su pueblo, con las
multitudes, a las que detestó con convicción de aristócrata de la inteligencia.
More no entendió la vida sin pelea... y ha caído peleando. Honra a la revista
que fundé y dirijo el haber sido su última trinchera. Los que hemos estado
hasta el fin a su lado, sabemos que no lo mató la muerte. Federico se dejó
morir. En un país donde cada día es menos valorada la inteligencia; en momentos
en que se han perdido hasta las buenas maneras -de las que él gustó tanto-; y
cuando las posibilidades de rehacer la fe de su pueblo, a base del respeto a la
discrepancia, se transforman en seguro temor de tener que continuar en obligada
con vivencia, no creyó adecuado encontrar otro camino que el de dejarse morir.
¿Qué hacía él, eterno discrepante, en un mundo de silencio? Como sus amigos,
los viejos griegos, se fue sonriéndole a la vida. Junto a Federico enterramos
otra esperanza maltratada».
Pero los hombres que crearon belleza, que sembraron ideas,
sobreviven a su envoltura terrena. Son como los gatos -animal al que More
adoraba-; tienen varias vidas, las vidas que nacen de las lecturas que dejan.
Los invito a leer a Federico More.
FRANCISCO IGARTUA
ANDANZAS DE FEDERICO MORE
Prologo y Recopilación
págs. 5 al 14.