MENSAJE DEL PRESIDENTE PROVISORIO DEL
PERÚ,
FRANCISCO GARCÌA CALDERÓN,
AL CONGRESO DE CHORRILLOS, EL 10 DE
JULIO DE 1881
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Francisco
García-Calderón Landa
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Honorables Representantes:
En los pueblos sujetos al sistema representativo la reunión
de las asambleas deliberantes es siempre un acontecimiento de grandiosa
significación. La satisfacción de una necesidad pública, el remedio de un mal,
la realización de una mejora, son en todo tiempo los bienes que los pueblos
esperan de los que tienen la elevada y augusta misión de dictar leyes, y por
tan justo motivo, se regocija cuando quiera que sus Representantes se congregan
para deliberar.
Pero cuando a las necesidades generales se agrega el imperio
de circunstancias extremas, la reunión del Poder Legislativo es como la
aparición del astro luminoso del día, que divisa el navegante en medio de la
deshecha tempestad; él augura la cesación de la tormenta, y la vuelta del buen
tiempo que llevará la combatida nave al puerto de su destino.
El Perú, honorables señores, que en tal situación se halla, ha
deseado por esto con ardor que fuerais solemnemente convocados, no ya, como en
días mejores, para discutir serena y tranquilamente las leyes que exigen los
tiempos normales, sino para que viendo a la patria cubierta de negro crespón y anegada
en la sangre y las amargas lágrimas de sus hijos, cicatricéis sus heridas, y
pongáis término a su desolación.
Tan vehemente ha sido, señores, este deseo, que al
inaugurarse el Gobierno Provisional, no se me dio propiamente hablando otro
mandato, que el de reunir al Congreso; y desde entonces, con incesante afán,
cada momento se me ha pedido de todas parte el cumplimiento de mi encargo.
Cuatro meses a que la nación os aguarda con impaciencia; y cada día, que por
circunstancias ajenas de vuestra voluntad y de la mía, ha transcurrido sin que
pudierais reuniros, ha sido una verdadera contrariedad para la nación,
Por eso, al veros hoy congregados en este recinto, como
intérprete del deseo de los pueblos, os doy las gracias, en nombre de la
patria, porque, venciendo todas las dificultades, habéis acudido a su
llamamiento.
Incorporado a vuestro seno por la invitación que me habéis
hecho, tengo que cumplir el deber que la Constitución me impone; y así como
vuestra misión de hoy reviste el carácter de extraordinaria; también la mía es
en extremo excepcional. No me ha tocado la fortuna de regir la nación en
tiempos de bonancible calma. Si así hubiera sido, hoy podría relataros con
patriótica satisfacción el progreso de la República; y hablándoos de las
últimas disposiciones que hubierais dictado, no tendría otra misión que la de
daros cuenta de los efectos de ellas.
Pero no ha hecho la patria un llamamiento a mi deber cuando
ella era feliz; ha presentado a mi vista un sendero cubierto de punzantes
espinas, y me ha exigido que lo siguiera escuchando de un lado la apacible, y
muchas veces privada aprobación de los buenos; y de otro, la ruidosa y
apasionada vociferación de los malos; y no es culpa mía, por cierto, que, por
este motivo, no pueda presentaros hoy un halagüeño cuadro de los bienes que en
otro tiempo hubiera podido alcanzar. Esa placentera misión de los tiempos de
calma queda reservada para otros; la mía es triste y dolorosa, porque tengo que
descorrer el velo de males y desgracias que quisiera olvidar, y presentarlos como
son en sí, para que apreciándolos debidamente, les pongáis el remedio de que
han menester.
Y para cumplir mi cometido, tomaré los acontecimientos desde
la Legislatura de 1879, en que tuve la satisfacción de participar de vuestras
tareas.
Era, señores, el mes de octubre de ese año, y al separaros de
la capital de la República, llevabais en vuestros corazones la satisfacción que
produce el deber cumplido. Habíais dado al Gobierno lo que necesitaba para
continuar la guerra en que estaba comprometida la nación; y teníais el derecho
de esperar que aprovechándose todos los elementos acumulados, al reuniros de
nuevo en 1880, podríais regocijaros con el triunfo de las armas nacionales.
Pero no habían pasado muchos días de la terminación de
vuestras tareas, cuando esta legítima esperanza recibió rudos golpes. El
Ejército aliado sufrió un contraste en San Francisco, y aunque una parte de él
conquistó enseguida inmarcesibles laureles en Tarapacá, no pudo sacar de su
victoria el fruto que debía esperar, Sin refuerzos y sin recursos, abandonó el
campo que había defendido con denuedo, y después de una admirable retirada,
digna de los tiempos heroicos, llegó al cuartel general de Tacna.
Principió entonces el segundo periodo de la guerra, y para
atenderla debidamente, no sólo se pensó en reorganizar el Ejército aliado, sino
que se formó otro numeroso en la capital de la República.
EL Director de la guerra, general don Mariano I. Prado,
constituido en Lima, reasumió el mando de la nación.
En tal estado las cosas, el general Prado salió del país, con
el propósito de buscar en el extranjero los elementos bélicos que no habían
podido conseguirse hasta esa fecha porque el Primer Vicepresidente de la
República no quiso, como sabéis, usar en oportuno tiempo el recurso de la
emisión de billetes fiscales que vosotros le habíais franqueado.
Este viaje fue un malhadado acontecimiento, cualquiera que
sea el modo como se le juzgue, porque tuvo en todo caso el más grave defecto
que pueden tener los actos públicos que es el de practicarlos sin oportunidad.
El Ejército del Sur necesitaba recursos y era preciso dárselos sin demora, el
Ejército del Norte demandaba disciplina, y no se le podía someter a frecuentes
variaciones en su dirección y Gobierno.
A pesar de estos poderosos motivos y otros más, el general
Prado dejó el país, y ese paso conmovió hondamente a la nación. Aprovechó de él
don Nicolás de Piérola para satisfacer su ardiente y siempre combatida ambición
de ejercer una autoridad a que durante ocho años de rebelión incesante se había
creído llamado por la naturaleza; y abusando de la espada que pidió con
instancia para defender la patria, la esgrimió para derrocar al Gobierno, sin
cuidarse de que el enemigo extranjero hollaba el territorio nacional.
Este paso que en dos épocas distintas había sido reprobado
por la Republica, fue secundado en ésta por algunos de aquellos malos soldados,
que semejantes a los pretorianos de la antigua Roma, no ponen su espada al servicio
de los principios, sino al de las personas. Echados al olvido por sus faltas
pasadas, llevaban con trabajo su penosa existencia; y cuando apareciendo
movidos por la honra nacional amenazada, pidieron que se les asignara un puesto
para defenderla, cayó el Gobierno en el error de creer que se habían curado de
los pasados extravíos. Los llamó a participar en la defensa de la nación, y
tomaron sus armas contra ella.
Sufrió entonces la República, y con ella la parte del
Ejército que no la había traicionado, una dura prueba. Veían por una parte
comprometidas las libertades públicas, por el advenimiento al poder del hombre
que se creía con el derecho de sobreponerse como soberano, a la voluntad de un
pueblo que contaba sesenta años de vida republicana; y por otra parte tenía
enfrente al enemigo extranjero, y se horrorizaban de gastar en fratricida lucha
las fuerzas que se habían concentrado para la defensa nacional.
Combatidos por tan dolorosa, a la par que terrible
alternativa; impacientes por alcanzar la victoria; disgustados de un Gobierno
que no había llevado la guerra con la celeridad que pedía el sentimiento
nacional; y seducidos por falaces promesas de triunfos y victorias; el pueblo y
el Ejército se sometieron a los rebeldes y la dictadura quedó entronizada en el
país.
Si me propusiera, señores, haceros la historia de ese periodo
de nuestra vida pública, breve y pequeño por su duración, inmenso por los males
causados; tendría que escribir numerosas páginas, que no pueden tener cabida en
este Mensaje; y nada, además, podría añadir a lo que vosotros habéis
presenciado.
Bastará para seguir el curso de los acontecimientos, que os
diga en pocas palabras, que la Dictadura se inauguró matando las libertades
públicas, creando dificultades y poniendo asechanzas al Ejército del Sur, cuya destrucción
aplaudió; que continuó derrochando en el secreto los caudales públicos,
sembrando la anarquía en las clases sociales y desprestigiando al Ejército con
la infinita multiplicación de grados y la exclusión sistemada de los buenos
elementos; y que concluyó causando una terrible hecatombe en los campos de este
pueblo, de San Juan y Miraflores.
Tiempo llegará, señores, y no está lejano, en que la vara
inflexible de la justicia se haga sentir sobre los hechos que ligeramente he
relatado. Entre tanto, sólo puedo deciros, por ser ya una verdad perfectamente
comprobada, que las desgracias que lamentamos se deben, no a la indisciplina de
los soldados, ni al desmayo de su denuedo, sino a la falta de dirección en las
batallas, y a los inconvenientes del terreno que se eligió para librarlas.
Pocos serán los jefes del Ejército que no hubiesen creído imposible vencer en
San Juan, Chorrillos y Miraflores; a
pesar de esto, combatieron con energía, quedando muchos de ellos en el campo de
batalla, con lo que dieron una prueba de heroísmo. Iban con seguridad a la
muerte, lo sabían y no retrocedieron ante el peligro.
Igual y tal vez peor ha sido la suerte de los esforzados y
valerosos ciudadanos de todas las clases sociales que formaron la reserva.
Llamados a la defensa de la patria en hora suprema, acudieron presurosos a
sacrificarse por ella y antes de que llegara el anhelado instante de verter su
sangre por la causa nacional, devoraron en silencio la amargura producida por
una larga serie de calculadas vejaciones. Después, la mitad de estos nobles
campeones del patriotismo, vio con despecho que la otra mitad era víctima de
los enemigos, y no pudo romper las cadenas que la sujetaban, y que le fueron
echadas por los que debían llevarla al combate.
Los que de esta manera cumplieron su deber, no han mancillado
por cierto el honor nacional.
Para llegar a este momento de penoso recuerdo, y hacer de él
un día de gloria, nada había omitido la nación. El Dictador no sólo dispuso de
crédito interno, que empeño por más de cien millones de soles, sino también de
todos los recursos fiscales que podía dar el país, y que aumentó a su arbitrio.
Hasta el dinero de las iglesias le fue entregado por el clero.
Con tantos elementos debimos llegar a la victoria; y en vez
de alcanzarla, los días 13 y 15 de enero de 1881 serán para nosotros, en lo
futuro, de triste y dolorosa recordación.
Inmediatamente después de estos luctuosos acontecimientos, el
Ejército chileno ocupó Lima y Callao, y sujetó ambas poblaciones a la ley
marcial.
Pasadas las primeras impresiones causadas por tantas desgracias,
el patriotismo se abrió camino, y los hombres de todos los partidos se
reunieron para deliberar. La Dictadura había desaparecido por sus desastres y
por la cesación de la causa que la motivó; el Primer Vicepresidente de la
República, solicitado con instancia por numerosos ciudadanos, se negó a
encargarse del mando de que fue despojado en diciembre de 1879; y nos
hallábamos por consiguiente en completa acefalia, de la que podría resultar
daños de inmensa magnitud, siendo el más terrible de ellos la anarquía que se
podía desencadenar. Estaba, además, probado por dolorosa experiencia, que separándose
del régimen constitucional, se había puesto la nación al borde de un abismo; y
por tanto sin esfuerzo de ninguna clase, todas las opiniones se uniformaron en
pocos días; y de este concurso resultó el Gobierno Provisional que el 22 de
febrero fue proclamado en Lima, y que poco después fue robustecido por otros
pueblos de la República, según veréis en los documentos de que os dará cuenta
el señor Ministro de Gobierno.
Con arreglos a ellos, el nuevo Gobierno tenía que llenar dos
importantes misiones: restablecer en la República el régimen constitucional,
cuya mejor expresión es la instalación del Cuerpo Legislativo; y celebrar un
armisticio con el Ejército chileno.
Grande era, sin duda, la tarea y escasos los medios para
llevarla. A pesar de todo, y fiando en la cooperación de los ciudadanos y en el
auxilio de la Providencia que no puede abandonar los pueblos al acaso, acepté
el encargo que se me hiciera; y previo el juramento de ley, prestado ante el
pueblo que me confiaba la autoridad, el 12 de marzo último constituí el
Gobierno provisional en el pueblo de Magdalena, que, lo mismo que este lugar de
vuestras sesiones, están exentos de la ley marcial, en virtud de los arreglos
hechos al intento.
No llegué a este resultado, sin después de haber solicitado
con afán de los plenipotenciarios de Chile, la desocupación de la capital de la
República.
Inmensa satisfacción habría tenido el Gobierno con la
posesión de Lima, y de algunas aduanas de la República. Más, aunque perseguí
estos dos objetos con tenacidad, antes de constituir el Gobierno, imposible fue
alcanzarlos.
Entonces me fue preciso elegir entre la instalación del
Gobierno en cualquier punto, prescindiendo de Lima y el abandono de los bienes
que se proponía realizar el país por el restablecimiento del régimen legal.
Puesto en medio de estos extremos no era posible vacilar; constituí el Gobierno
en el pueblo de Magdalena, que ha sido y continúa siendo el de mi residencia
oficial.
Al asumir el poder quedaban vigentes los restos de la
Dictadura que con estrépito se derrumbó en Miraflores. Semejante a los muros
envejecidos, que por falta de base constituyen una amenaza para el que los
mira, esos restos incoherentes eran un obstáculo para la marcha del país.
Midiendo los sentimientos de los sostenedores de ese régimen
por el patriotismo de los que me habían elegido, los llamé por documentos
públicos y privados al sendero de la Constitución.
Cuando recibieron mi llamamiento tenían dos caminos que
seguir; ofrecer a la patria en holocausto sus ambiciones; o sostenerlas a mano
armada en fratricida lucha.
El primer camino era grande y hermoso; pero siento deciros de
que en vez de que alguno entrara en él, no ha recibido el Gobierno provisional
en respuestas, sino dicterios, amenazas y acusaciones; y hasta la
correspondencia privada ha sido exhibida al público con denigrantes notas. Los
que así han procedido ven a la patria vestida de luto, sentada sobre los
escombros de su antigua grandeza, y con el rostro entre las manos llorando su
infortunio; y cuando los que la aman se agrupan a su alrededor para levantarla
de su abatimiento; ellos en bullicioso festín se disputan y consumen los restos
del poder que usurparon.
A pesar de todo es preciso, honorables señores, que terminen
los extravíos; y que siguiendo el programa de los pueblos, se busque la unión
de todos en un centro común. Sea este uno de los principales objetos de
vuestros desvelos.
Aunque por otras causas, no se ha unificado en apariencia la
opinión de los pueblos, os puedo asegurar, y vosotros lo sabéis también como
yo, que todos han pedido el restablecimiento de la Constitución, y no pueden
manifestar públicamente su voluntad a causa de la fuerza que los oprime.
Tan pronto como me persuadí de esta verdad, dicté los
decretos acerca de la Constitución y de la instalación de los Poderes
Legislativos y Judicial, de que os darán cuenta los respectivos señores
Ministros.
La Excelentísima Corte Suprema, llamada al ejercicio de su
poder por uno de esos decretos, ha creído conveniente no funcionar, por las
razones que veréis en el expediente formado sobre ese asunto. Dadle preferencia
en vuestros acuerdos, para que lo más pronto posible se corte los males que con
la falta de administración de justicia están sufriendo los pueblos.
Restablecida y puesta en vigor la Constitución del Estado,
era preciso, como natural consecuencia, mandar cumplir las leyes secundarias,
que de ellas se derivan. Más como las anormales circunstancias del país, por un
lado, y la falta de fondos por el otro, hacía imposible el cumplimiento de
algunas leyes, he dictado varias disposiciones para las que ciertamente carecía
de autoridad.
Esto es lo que ha sucedido con la supresión de los Concejos
departamentales, nombramientos de municipales y otros asuntos de que os darán
cuenta los señores Ministros. Juzgad todos estos actos, y resolved acerca de
ellos lo que os parezca adaptado a las necesidades del país.
No puedo comprender en el número de ellos las disposiciones
dictadas en materia de hacienda; porque al constituirse el Gobierno, los
pueblos me acordaron amplias facultades a este respecto. No he usado, sin
embargo, de ellas, sino en lo estrictamente necesario para atender a los gastos
públicos, y al pago del cupo impuesto por el Ejército chileno. De todos estos
arreglos, os dará cuenta el señor Ministro de Hacienda.
En cuanto al Ejército, poco tengo que deciros. No he podido
formar sino pequeños cuerpos, que unidos a una gendarmería, igualmente pequeña,
están distribuidos en los lugares, en que su presencia es necesaria; según
veréis por la exposición que os hará el señor Ministro de la Guerra.
Poco es, a la verdad, honorables señores, lo que en estos
diversos ramos del servicio público he podido hacer, pero si consideráis que no
es mucho el tiempo que ha durado mi autoridad; que al recibirla no tenía otro
elemento que la buena voluntad de los que me elevaron al poder; y que para todo
arreglo he tenido que encontrar dificultades, provenientes no solo del estado
de guerra exterior, sino también de la política interna; comprenderéis
perfectamente que la deficiencia de los medios ha esterilizado en muchos casos
el impulso de mi voluntad. A pesar de todo puedo deciros, que he hecho en la
política interna todo lo que me ha sido posible hacer.
En medio de estas variadas atenciones, me he consagrado
también a las relaciones exteriores, y nada he omitido para que los pueblos
cultos con quiénes hemos tenido estrecha amistad; sigan dispensándola al Perú.
El resultado de estas gestiones ha sido el reconocimiento de mi Gobierno por el
de los Estados Unidos; y la buena inteligencia en que me encuentro con todas las
legaciones constituidas en Lima. Cuando los Gobiernos a que esos ministros
representan dignamente, hayan recibido las cartas autógrafas que les he
dirigido, sus respuestas serán sin duda tan satisfactorias, como lo son los testimonios
de amistad que de sus legaciones he recibido.
Cumpliendo de este modo con todas las naciones el deber que
la civilización impone; he consagrado mis cuidados preferentes a la República
de Bolivia, a mérito del pacto de alianza, que nos ha sujetado con ella a una
suerte común; y por este motivo especial, no sólo he hecho extensivas a ella
las manifestaciones acordadas a los otros Gobiernos amigos, sino que la he invitado
a que, por medio de plenipotenciarios nombrados al efecto, concurra a tomar con
el Perú la determinación que se crea conveniente.
Por la estrechez del tiempo de que he podido disponer no han
llegado estas negociaciones a su término; pero, en el estado en que se
encuentran hay fundamento bastante para deducir que el ilustrado jefe de
Bolivia accederá a mis deseos. En efecto, en el Mensaje que ha presentado a la
Asamblea Boliviana, le ha pedido que salve la dificultad que le ofrece el hecho
de haber dos Gobiernos en el Perú; y que no es posible suponer que la
Representación Nacional de un pueblo libre quiera incurrir en el absurdo de
seguir tratando con un Gobierno en el Perú; y que no es posible suponer que la Representación
Nacional de un pueblo libre quiera incurrir en el absurdo de seguir tratando
con un Gobierno autocrático, desconocido ya por el país y que sólo
transitoriamente se resignó con su autoridad.
Debemos, por tanto, esperar que dentro de poco tiempo se
definan nuestras relaciones con la República de Chile.
Con respecto a ellas, Señores, por mucho que se haya dicho en
contrario, tengo la satisfacción de deciros en este solemne día, que nada he
hecho que pudiera comprometer vuestras deliberaciones. No puedo ocultaros que,
a mi modo de ver, la guerra no puede continuarse, por la falta de medios para llevarla
a cabo; y que por consiguiente la paz es necesaria. Pero la voluntad de la
República y no mi opinión, es la que debe prevalecer. Obligado estaba, por el
encargo de los pueblos, a pactar un armisticio con la República de Chile, y lo intenté
inmediatamente después de constituido el Gobierno. Pero los señores
Vergara y Altamirano, plenipotenciarios de Chile, se negaron
a aceptar una cesación de hostilidades, en que no se pusieran por lo menos
bases generales de paz, y como yo no debía prevenir vuestro fallo, ni
prescindir de Bolivia, suspendí toda negociación a este respecto; y me limité a
hacer los arreglos convenientes para el pago del cupo impuesto a Lima, y el
Callao. De todo lo que se ha hecho a este respecto os darán cuenta los señores
Ministros de Relaciones Exteriores y de Hacienda.
Estáis, por consiguiente, en completa aptitud para trazar a
la nación el camino de su porvenir. Hacedlo con el patriotismo que os
distingue; y del que acabáis de dar señalada prueba, congregándoos en este
recinto. Y para determinar lo que convenga, no sirva jamás de obstáculo mi
persona.
He cumplido la misión que el país me confió; y como por
desgracia entre nosotros el ejercicio del poder es prueba casi infalible de
ambición; pudiera creerse que yo soy uno de tantos caudillos que se dedican a
la política, no por la patria, sino por ellos mismos. Tiempo es ya, señores, de
que ese malhadado sistema desaparezca; y para ello os ruego que al constituir
el nuevo Gobierno que ha de regir la República, hagáis completa abstracción de
mi persona. Si la patria exige mis servicios, se los prestaré siempre; y si
otra cosa es necesaria, no os ocupéis de mí. No quiero separarme del poder por
egoísmo. Al descender de este puesto, ocuparé el que me espera en el Senado; y
allí contribuiré a vuestra obra.
Para concluir, honorables señores, sólo me resta deciros
algunas palabras.
Una triste experiencia nos ha hecho ver que los partidos personales
han sido la ruina de la República; y es preciso que terminen para siempre; y si
hoy no principiamos por unir la familia peruana, no con la divisa del
personalismo, sino con la enseñanza de la libertad, la República se perderá.
Hoy es, señores, el día señalado para que principie la
regeneración nacional; y es precisamente este día y no otro porque en el
recinto en que nos hallamos hay una lección sublime que debemos aprovechar.
En los campos de Miraflores, que acabáis de atravesar, y en
los de San Juan y de Chorrillos, murieron nuestros hermanos llevando un solo
estandarte; el de la independencia de la nación; y sin embargo germinaban en
sus pechos las pasiones de los diversos partidos políticos. El solemne silencio
de las tumbas que hemos dejado a nuestro paso y de las que nos rodean; se
interrumpe hoy por una voz que nos dice: -procurad la unión de los partidos:
salvad la patria con la ley, y olvidaos de las personas.
Cediendo a esta elocuente lección, unámonos para libertar al
Perú de los males que lo oprimen. Unidos realizaremos nuestra obra; divididos consumaremos
nuestra ruina.
¡Que Dios ilumine vuestro espíritu, para el acierto de
vuestras deliberaciones!
Queda instalada la Legislatura Extraordinaria de 1881.