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DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

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«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

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UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

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viernes, 12 de julio de 2013

LA TERCERA: Conmemoración de los 100 años de fallecimiento de José Nicolás Baltazar Fernández de Piérola y Villena 1913-2013


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ESCRIBE estos relatos un hombre que ha vivido larga y entrañablemente la política de su país y que, acaso alguna vez, ha hecho política; pero que nunca ha disfrutado de posiciones políticas. Algo más: que nunca las ha pretendido y que si, alguna vez, las pretendió, lo hizo tan débil y desdeñosamente que más le valiera no volver a incurrir en tales pretensiones. Se trata de un hombre que ama la política en sí misma y no por sus resultados. Estas narraciones no son, pues, verdaderamente, narraciones políticas. Nada tiene que ver con ellas la pasión. Son ajenas a todo interés y no las mancha el partidismo. Son, más bien, si es posible llamarlas así, historias históricas. Están hechas con un poco de afán literario; pero sin desmedro de la realidad. Quien las ha escrito, formula un solo deseo: que la suspicacia y la acreditada y famosa malignidad de sus compatriotas no extraigan de ellas inesperadas conclusiones. Estos relatos no tienen interlíneas. Dicen lo que dicen y nada más. Estas historias presumen más de artísticas que de otra cosa. Si lo han logrado, la paz sea con todos. Y si no, el olvido sea con el autor.

Estaba severamente vigilado el tráfico por la Plaza de Armas. En cada una de sus ocho bocacalles, una pareja de soldados, fusil al hombro, detenían al transeúnte para preguntarle quién era, a dónde iba y de dónde venía. Sin embargo, el Estrasburgo, el famoso bebedero y restaurante del Portal de Escribanos, ardía con todas sus luces. Los balcones del Club de la Unión, en el Portal de Botoneros, también estaban iluminados. Pero el ingreso de coches a la Plaza de Armas era restringidísimo y los polizontes impedían que vehículo alguno se estacionara dentro de la Plaza. El Estrasburgo estaba invadido por todas las terceras figuras del oficialismo. Se bebía fuerte y se hablaba de castigar, con castigos únicos, a los autores del golpe de mano. En el Club de la Unión no había, precisamente, figuras de primera fila -esas estaban o en Palacio u ocultas-; pero, desde luego, la concurrencia era incomparablemente más escogida que la del Estrasburgo. También se bebía a fondo.

-Les digo a ustedes que don Nicolás ha estado metido en todo -afirmaba alguien. -Yo creo que Piérola no sabía nada- declaró un contertulio.

Todos lo miraron con cierta desconfianza. Aquella afirmación era un poco revolucionaria... Imposible admitir que Piérola no hubiera conocido el movimiento.

-No me miren con tanto susto -dijo el que había afirmado que Piérola nada sabía -porque yo no soy ni pierolista ni político. Sólo sé que Piérola es valiente y habría estado a la cabeza de los conjurados.

-Está muy viejo -objetó uno.

Y la malicia y la suspicacia limeña organizaron una vivacísima discusión acerca de estos dos hechos: la vejez de Piérola, la valentía de Piérola. Todo sin documentos, sin argumentación, sin prueba alguna. Afirmacionismo puro. Para unos, Piérola no tenía más de sesenta años. Para otros, era nonagenario. Para unos, era valiente como Bayardo y como Orlando. Para otros, era cobarde como un pollo. La disputa murió por consunción.

El Palacio de Gobierno, con las guardias dobladas, también estaba con sus luces encendidas. Resplandecían los balcones del Ministerio de Guerra. Y en la Plaza, ni un hombre ni un coche. Lima nunca fue ciudad de vida nocturna brillante y sonora. Acaso la tuvo intensa y discreta. Pero aquella noche del 29 de mayo de 1909 era, como pocas, a la vez agitada y silenciosa. En la tarde de ese día, tres grupos, sincronizados, de conspiradores habían invadido, por sus tres puertas, la Casa de Gobierno y se habían apoderado de la persona del Presidente de la República. Ya en manos de sus secuestradores, el señor Leguía, que aún no contaba con un año en la Presidencia, fue paseado por las calles de Lima. Los conjurados no sabían qué hacerse con él. Al fin, un pelotón de caballería lo libertó, en la Plaza de la Inquisición, mientras parlamentaba con sus secuestradores. Y el señor Leguía volvió a Palacio. Todo esto sucedió en dos o tres horas y nada se sabía, detalladamente, acerca de los sucesos. Lo único cierto era esto: treinta o cuarenta hombres bravamente resueltos, pierolista todos ellos, penetraron al Palacio y se apoderaron de Leguía. Un centinela y un edecán murieron en la demanda. Entre los conjurados se contaban varios heridos. Dos hijos de Piérola actuaron en la trifulca. Es evidente que todo condenaba a Piérola. Tanto, que la autoridad política decidió capturar al ilustre político. Pero cuando llegó a casa de Piérola, en la calle del Milagro, Piérola ya no estaba ahí. Lo de siempre. La casa fue escrupulosamente registrada. No hallaron a Piérola. Y, si Piérola se escondía, claro que estaba comprometido. Clarísimo. Pierolistas todos los conjurados, dos hijos de Piérola en la conjuración... Imposible afirmar la inocencia de Piérola. Lo que más comprometía a don Nicolás era su pasado, su efervescente y fúlgido pasado de conspirador y de revolucionario. La gente no admite que los hombres cambien o se cansen. El que ha bebido, beberá, se dice. Por eso, casi todos los hombres mueren en su ley. La opinión pública, a nombre del pasado, les impide cambiar. En el Perú de 1909, era cosa de locos suponer que Piérola no estuviese metido en "cuanta revolución se produjese".

El ambiente de la ciudad no era de subversión; pero, por la naturaleza de las cosas, no era el ambiente habitual. Algo olía a distinto, a diferente, en la sensible y quisquillosa ciudad donde cada palabra tiene cien interpretaciones. A las cuatro de la tarde, Leguía estaba en manos de los revoltosos y a las nueve de la noche estaba, más tranquilo y sonriente que nunca, en el Palacio de Gobierno, en pleno ejercicio de la Presidencia de la República y terminando de resolver la crisis ministerial. Porque, desde luego, el Gabinete había renunciada.

El Ministerio dimitente era ilustre y flácido. La pólvora y la sangre de aquel día terrible estaban fuera de las costumbres de esos conspicuos consejeros del Gobierno. No se trataba de que los ministros que dimitían fueran cobardes o valientes. No. Era que lo sucedido estaba, para ellos, completamente al margen de lo sucedible. Era algo extemporáneo, exótico, peregrino, disparatado. Si metemos a una monja en un café cantante, no podemos pedirle que siga una conducta de acuerdo con el ambiente. El Ministerio, compuesto de gente llena de hombría de bien, había renunciado. Y el Presidente, sin vacilar un minuto, había aceptado la renuncia y disponíase a constituir un gabinete de acuerdo con la situación y con los hechos. El presidente Leguía contaba, apenas, con cuarentiséis años de edad. En su cara, todavía juvenil, su perfil aquilino, con mucho de judaico, se iluminaba con sus ojos sagaces y profundos. El hombre de presa y de garra, que fue Leguía, estaba, entonces, en el principio de su madurez. La astucia, la socarronería y cierto relente de amargura y desdén, que caracterizaron su fisonomía en la ancianidad, aún no apuntaban en aquella cara en la cual ya estaba el político.

Después de haber sufrido las emociones de esa tarde angustiosa y doliente en la que su vida y su honra corrieron tanto peligro, Leguía mostrábase tranquilo y sonriente. Había visitado los cuarteles. Recorrió, a caballo, las calles de Lima y fue aplaudido. Luego, se fue a Palacio a solucionar la crisis. Y allí estaba, en el salón rojo, llamado de Castilla; allí estaba, rodeado de senadores, de diputados, de altos funcionarios de la administración, de los principales jefes de la Armada y del Ejército. Vestido escrupulosamente y llevando muy bien la ropa, a pesar de su exigua estatura y de su extrema delgadez. Leguía, en aquella hora turbia y seria, extremaba su finura y su cortesía. No era imposible que, entre aquellos que lo rodeaban, muchos hubiesen estado indirectamente comprometidos en la conjura. Para Leguía los únicos culpables eran los que habían penetrado a Palacio. Después, todos eran sus amigos, sus íntimos y queridos amigos, patriotas ejemplares, colaboradores irremplazables. Quizá si fue en aquella noche del 29 de mayo, cuando en Leguía nació el político, el temible estratega que consumó la peripecia de los Once Años, tan agitados y tan discutidos. Todo el Palacio de Pizarro estaba en movimiento. Entraban y salían gentes. Era visible que las órdenes eran frecuentes. En ciertos corrillos decíase que todos los sediciosos estaban presos. El nuevo Gabinete iba a ser presidido por don Rafael Villanueva. Senador por Cajamarca, viejo político civilista y, según lenguas, hombre de muchas agallas y de resoluciones terribles. El señor Villanueva, que estaba en el salón de Castilla, sostenía en medio de un corro de parlamentarios, cierta tesis que, en aquel momento, pareció peregrina:-La Constitución está por debajo del orden público -decía- y nunca se podrá demostrar que la primera misión de un hombre de Gobierno no es mantener el orden. Sin orden no hay nada, mientras que, en el peor de los casos, sin Constitución puede haber orden. Claro está que no se trata de organizar, con tal doctrina, un estado permanente de cosas; pero, frente a ciertas emergencias, no hay lugar a dudas: el orden es lo primero. Lo primero inclusive para mantener la Constitución.

Don Rafael Villanueva ignoraba que estaba anticipándose al totalitarismo y a las grandes doctrinas estatales que dominarían en el mundo veinticinco años más tarde. De pronto, se sintió gran revuelo entre las gentes que llenaban el salón de Castilla. Se abrieron los grupos. Un ayudante de campo avanzó hacia el presidente Leguía y, después de cuadrarse, le dijo:

-El Presidente del Senado, Excelentísimo señor.

Y se quedó firme, esperando órdenes. El señor Leguía se puso de pie y avanzó. Comprendió el oficial y dio media vuelta. Al minuto estaba delante de Leguía, saludándolo, don Antero Aspíllaga, Presidente de la Cámara de Senadores. Era un sesentón enhiesto y juvenil, vestido con sumo esmero. Su elegancia no tenía sino el defecto de ser muy visible. Saltaba, sobre la ropa, el aliño. Pero era elegancia. Leguía comprendió al instante que el señor Aspíllaga no iba a presentarle sus saludos y parabienes. Si volvía a tan desusada hora de la noche, era por algo excepcional. Y, tomándolo del brazo, se fue con él a uno de los ángulos del salón. Ahí charlaron largo y el señor Aspíllaga se despidió. Otra vez el revuelo en los grupos. Saludos, genuflexiones, reverencias. El señor Aspíllaga, muy cortesano y cumplido, se movió, plácidamente, entre aquellas gentes de temible cortesía. No pudo salir tan pronto, los comentarios se multiplicaban. Alguien observó que el señor Aspíllaga no había hablado ni una palabra con el señor Villanueva. Acaso se trataba de una modificación del Gabinete. Era tarde y el Presidente empezó a despedir a sus visitantes. Por indicación de los edecanes, la salida se hizo lenta y ordenadamente, de dos en dos personas. No había ni un solo coche en la Plaza ni en las calles sobre las cuales caen las fachadas de la Casa de Gobierno. La calle del Palacio, la de la Pescadería y la de los Desamparados, estaban desiertas. Era preciso ir a buscar los coches a dos o tres cuadras. Pero todo se hizo en orden, sin más que ese rumor asordinado de las masas de gente rica. Muchos apretones de manos. A las dos de la mañana, el Palacio estaba a oscuras, sin otras luces que las muy débiles de los cuerpos de guardia, no visibles desde la calle. Nunca se ha sabido dónde durmió aquella noche el señor Leguía.

Al señor Aspíllaga, su coche lo esperaba en la calle del Correo. De ahí partió hasta la esquina de la Veracruz, torció a Pozuelo de Santo Domingo, pasó Plumereros y dobló, otra vez, sobre Plateros de San Agustín. Y, así, llegó hasta la plazoleta de la Iglesia de San Pedro y se detuvo frente a la gran puerta de la casa de don Antero. La vasta mansión estaba a oscuras. Muy sigilosamente se abrió la puerta, penetró el señor Aspíllaga, la puerta se cerró de nuevo y el coche avanzó hacia la calle de Estudios. Dentro del pobre alumbrado de la Lima de entonces, esos vastos vehículos cuyos caballos sacaban chispas en las piedras de la calzada; tenían algo de brujerías y de ensueño. Los coches de los poderosos eran conocidos por el trote de los caballos. De pronto, las familias humildes abandonaban el comedor para asomarse a los balcones. Era que pasaba el coche de don Fulano de Tal. Difícilmente se equivocaban los vecinos. En aquel entonces, y de muchos años atrás y para algunos años después, la casa de Aspíllaga era una de las grandes casas del Civilismo. Aspíllaga fue, por mucho tiempo, alma y nervio del Partido Civil -el partido conservador, en el Perú- y su condición de gentleman, de millonario y de dandy era apropiadísima para presidir ese partido que, con tanta elegancia, se dedicó, durante tantas décadas, a no comprender los problemas del Perú. Ese grupo hidalgo, trabajador y elegante de hombres que, para ser políticos, sólo carecieron de fervor político, porque después, lo tuvieron todo. Inclusive buena fe. En aquel año 1909, don Antero Aspíllaga presidía, por enésima vez el Senado de la República. Su casa era el centro de las más importantes maniobras políticas. Esa casa que es hoy una residencia luctuosa y elegante, pues lleva en sí el luto de una vida cuya principal ambición se frustró. Don Antero Aspíllaga fue hombre de bien, cumplido caballero, cuidadoso administrador.

Y, por todo esto, un convencido de que desde la Presidencia de la República le habría hecho muchos bienes a su país. Y deseó ser Presidente. Dos veces, desde los salones exquisitos de su casa de San Pedro, luchó, activamente, para lograr su sueño. Dos veces lo vio roto.

En 1912, la casa de Aspíllaga fue, por un momento, la casa del futuro Presidente del Perú. El pueblo, agolpándose en torno a la figura demagógica de Billinghurst, deshizo aquella ilusión. En 1919, otra vez la casa de Aspíllaga fue la casa oficial, la casa del hombre que iba a ser Presidente del Perú.

Y otra vez el pueblo, en rencoroso tumulto, se opuso a la Presidencia de don Antero; penetró enfurecido en los suntuosos salones y lanzó a la calle muebles incomparables que, con afán artístico y en muchos años de alquitarada búsqueda, acumulara el señor Aspíllaga. Para aquel hombre tan correcto y tan bien intencionado, la Presidencia de la República fue una sombra negra, una burla atroz del destino.

A esa casa, su casa, penetró don Antero en aquella madrugada del treinta de mayo. Atravesó salones, con familiaridad de dueño y, al fin, se tropezó con el jefe de su servidumbre, que le dijo, después de saludarle:

-El señor desea hablar con usted-¿Qué señor? -preguntó don Antero entre enfadado y burlón.

-El señor... el señor que vino esta tarde -tartamudeó aquel excelente servidor, modelo de servidores por su discreción-.

Aquel señor que había llegado en la tarde era, nada menos, que don Nicolás de Piérola. No había, en el Perú, quien no conociese a don Nicolás de Piérola. Pero; en aquella hora suprema, el jefe de la servidumbre de don Antero Aspíllaga no conocía a don Nicolás de Piérola, huésped de su amo.Don Antero llegó a un saloncito en el cual se paseaba el señor Piérola. Un apretón de manos. Y Piérola, nervioso y sereno -tal era su índole- abrió, sin preámbulos, el debate:

-He llegado aquí a las cinco, don Antero, a pedirle hospitalidad y usted me la ha concedido, a condición de que me abstenga de toda actividad política, en lo que estoy de acuerdo. Le aseguro a usted que no tengo participación directa en los sucesos de la tarde de ayer. Pero no puede negarse que el movimiento ha sido pierolista, aunque Piérola lo ignorase. Soy, pues, un fugitivo político que se ampara en la casa de un enemigo modelo de amigos.

La voz engolada y nasal del caudillo se hizo más académica que de costumbre. Don Antero callaba con discreta elegancia. Piérola siguió.

-Usted me dijo que iba a darle cuenta a Leguía de mi presencia en su casa y de mi promesa de no hacer política. Convine en ello. Era lo decoroso. Estoy seguro de que lo ha hecho usted. Pero es el caso que, desde hace media hora, la casa de usted está rodeada de soplones que, aunque se arrebujan en la noche, son visibles para ojos tan experimentados como los míos. Soy septuagenario y, como tal, de mala vista; pero al espía lo distingo donde está. Esta casa está rodeada por la policía secreta. No creo que se atrevan a penetrar en ella; pero sí creo que nos crearán una situación muy desagradable.

-Me temo que haya usted visto sombras, don Nicolás -repuso Aspíllaga.

-De ninguna manera y ojalá fueran sombras. Pero le repito a usted que hace media hora, la policía secreta rodea esta casa. Sería bueno que reconstruyéramos la conversación de usted con Leguía.

-Fue breve y sin circunloquios -repuso Aspíllaga- y vaya referírsela a usted. Divagamos un momento sobre la situación, sobre el nuevo gabinete y sobre el porvenir. Lo felicité por verlo rodeado de tanta gente, porque le advierto, don Nicolás, que el salón de Castilla rebasaba, y luego le pregunté si sabía dónde se hallaba usted. Me repuso que no y, entonces, a quemarropa le dije que estaba usted en mi casa, a donde había usted venido a las cinco de la tarde. Le hablé de nuestra vieja amistad y de nuestra buena enemistad. Le referí la forma en que usted había llegado y la forma en que se quedaba y le aseguré que, mientras estuviese usted en mi casa, su no participación en la política sería absoluta. Al fin, le pedí que fuese respetado el asilo que yo le daba a usted y que, con tiempo, discutiéramos la forma de terminar, en forma honorable, este asunto. Me dijo que estaba todo muy bien y me prometió que mis deseos serían cumplidos.

-¿Expresa o terminantemente o en forma evasiva o general? -interrumpió don Nicolás.

-Expresa y terminantemente -repuso Aspíllaga.

-Entonces -afirmó, sin vacilar, el señor de Piérola- el señor Leguía no ha cumplido su palabra. Nadie sino él, usted y yo sabemos que me encuentro aquí. No me pongo en el caso de que la delación parta de esta casa...Y hace usted bien -interrumpió don Antero. Luego el señor Leguía no ha cumplido con su promesa.

Se creó un silencio de algunos minutos.

Un largo silencio. Veíase que el señor Aspíllaga no se resignaba a condenar al Presidente; pero que tampoco estaba resuelto a contradecir a Piérola. Tras la prolongada pausa, Piérola volvió a hablar.

-Vea usted, don Antero: yo saldré pronto de aquí, no sólo porque no debo comprometerlo a usted, sino porque debo salir. Y usted le avisará a Leguía que salí y en qué momento salí. Pero quiero decirle esto. En el Perú ha terminado el juego limpio en la política. Siempre hemos jugado limpio. Una prueba de ello es mi presencia en esta casa. El señor Leguía, mi querido don Antero, no es de los nuestros. El señor Leguía tiene ideas muy personales sobre la táctica política. En este momento cuenta con todo el Partido Civil, que se unifica en torno a su persona porque teme que yo regrese al Poder. El Ejército ha demostrado su respeto por el Poder Civil y está al lado del Presidente de la República. Los sediciosos están huidos o presos. En horas, casi en minutos, el señor Leguía ha podido formar un gabinete de acuerdo con la circunstancias y con el Parlamento. Si mi presencia aquí le incomodaba, pudo decírselo a usted don Antero. El Presidente de la República no puede mentir. Y mucho menos si habla con el Presidente del Senado, el primero de sus colaboradores políticos. Y mucho menos si se trata de la persona del jefe de la oposición, un ex presidente y ex dictador de la República. Hay carencia total de juego limpio y ha concluido, en el Perú, una etapa política. No sé lo que, en el porvenir, pasará con el Partido Demócrata y con el Partido Civil. Seguramente perecerán. Es lo que le pasa él los partidos que se olvidan del juego limpio. Porque la democracia y el régimen de partidos -usted lo sabe muy bien- no pueden subsistir sino a condición del juego limpio y de que la enemistad no asuma formas púnicas. En cuanto la enemistad política asuma formas púnicas, ya no hay democracia política y los partidos políticos no tienen razón de ser. Todo esto no lo sabe el señor Leguía. Quizá algún día lo aprenda y lo aprenda de mala manera.

Se calló el señor de Piérola. También se calló el señor Aspíllaga. Acaso, momentos después volvieron a comenzar. Pero lo que conversaron ya no tuvo la rápida y terrible agudeza de la primera parte de la charla. A la hora del alba del 30 de mayo de 1909 la casa de Aspíllaga reposaba silenciosa y tranquila. En las puertas de la Iglesia de San Pedro, dormían varios mendigos a quienes nadie había visto nunca ahí...

Hoy, al cabo de tantos años y cuando casi no hay historia de aquel suceso, ese asilo le da carácter a la casa de Aspíllaga y señala, definitivamente, las condiciones morales de su dueño. Quien ve la casa, señorial, tranquila, severa, amplia, ricamente decorada, con algo de museo y mucho de palacio, comprende el alma del hombre que la formó y la habitó muchos años. Don Antero fue representativo de aquel grupo de hombres que nunca se acercó al pueblo, que quiso tutearlo y comprenderlo, pero don Antero era -como mucho de esos correligionarios- alma limpia, selecta y amplia. No podía triunfar totalmente en política.

En su extrema vejez, harto de desengaños y sin haber conseguido los grandes honores que merecía por su acrisolada rectitud, don Antero retornó a su casa de San Pedro y allí, recordando tantas horas complejas descendió para siempre a la tierra. Murió rodeado de casi todas las cosas que le habían sido familiares y queridas. Su muerte ocurrió en un ambiente de museo y palacio.

Fue correcta y grave, como había sido su vida. Una muerte sin prisa y sin estertores.

Pocos hombres presentan, a lo largo de su actuación y en el curso de una vida extensa, tal unidad. Don Antero viviendo, sufriendo y muriendo, es el mismo.


Don Antero vivió lo suficiente para después de haber visto el auge del Partido Civil y el apogeo del Partido Demócrata, presenciar su muerte y asistir a su entierro. El juego limpio había terminado.

LA TERCERA: Conmemoración de los 100 años de fallecimiento de José Nicolás Baltazar Fernández de Piérola y Villena 1913-2013


Honorables miembros de la Asamblea Nacional:
El Perú está, honorables señores, cercado por el infortunio. No han sido parte a libertarle de él, ni el sacrificio de sus mejores hijos, ni los esfuerzos incesantes del Gobierno y de gran número de ciudadanos. Terrible, durísima es la prueba; pero no más fuerte que la resolución y las virtudes de este noble pueblo. Chile, afortunado en el campo de batalla, a través de las sangrientas jornadas de Chorrillos y Miraflores, se abrió paso a la primera de nuestras ciudades, que ocupa militarmente, así como algunos puntos de nuestro litoral, mientras sus naves bloquean todos nuestros puertos. Preciosa parte del patrio hogar está profanado por su planta y sus habitantes gimen bajo la acción del enemigo, entregado a toda clase de desmanes.
En la terrible situación creada por aquellos hechos de armas, dolorosamente consagrados para nosotros por la querida memoria de millares de víctimas, el supremo interés nacional consistía en salvar, junto con la dignidad e independencia de millares de víctimas, el supremo interés nacional consistía en salvar, junto con la dignidad e independencia, la existencia misma del Perú; y sin detenerme en consideración secundaria de ningún género, emprendí sin vacilar, la ruda empresa que el patriotismo me imponía.
Al siguiente día de la destrucción de nuestro Ejército, el Gobierno quedaba constituido en la posición militar más próxima; recibía la forma que convenía a nuestra resolución de llevar el estandarte de la nación al más abrupto paraje del territorio, si era necesario; y, a fin de proveer al régimen del país en todo lugar, que, por razón de la guerra, pudiera verse privado de nuestra inmediata asistencia, quedó dividió en tres grandes circunscripciones políticas y militares, confiadas a distinguidos jefes superiores, provistos de las amplias facultades que la urgencia de los casos y la imposibilidad de comunicar prontamente con el Gobierno pudieran demandar. La historia hará cumplida justicia a la abnegación y a los servicios eminentes de esos jefes, sobre los cuales ha reposado, y reposa aún, en gran manera, la salvación de la República.
El desastre sufrido y la consiguiente ocupación de nuestra capital y primer puerto que, para el enemigo y para los espíritus apocados significaba vencimiento definitivo del Perú, y su entrega a discreción en manos del vencedor, quedó convertido en un simple episodio militar, sin otra importancia que la del daño material recibido, y que podía reparar la victoria, o ser dominada por el respeto que impone todo el que está resuelto a sucumbir luchando, antes que consentir en la pérdida de su honor y de su hogar.
Medio año ha transcurrido ya; y gracias a esa actitud asumida por el Gobierno, que los pueblos todos se apresuraron a robustecer con la espontaneidad y decisión más imponentes; gracias a una labor incesante y de no interrumpido sacrificio, que sólo la contemplación de la patria podía inspirar y sostener; sabéis bien, honorables señores, cuanto dista el presente, aún sin penetrar en los detalles, cuanto dista de la abrumadora situación de aquellos días.
El Perú no declaró la guerra a su gratuito enemigo. Nos la impuso éste como necesidad ineludible de la propia defensa.
Consecuente con esa política, y no teniendo el Perú otro interés en la guerra que la salvación de su honor y de sus derechos agredidos, mi Gobierno, al mismo tiempo que no excusaba medio para preparar el triunfo en el campo de batalla, dominando los necesarios impulsos de la ofensa, no cerró jamás tampoco los oídos ni se negó, en caso alguno, a cualquiera negociación que nos condujera a una solución pacífica y aceptable de la contienda.
En enero último, no desconociendo que las ventajas ganadas por el enemigo nos imponían concesiones, hizo el mayor de todos los sacrificios: -el de tratar, vencido- y, antes de proseguir la desigual lucha, se decidió a tomar la iniciativa en las negociaciones de paz. Consultando nuestro decoro, buscando la eficacia misma de éstas, y haciendo el debido honor a la generosa interposición de los representantes de las naciones amigas, violentamente interrumpida por el combate de Miraflores, juzgó que el camino mejor era darle curso; y constituyó, al efecto, un agente confidencial cerca del honorable cuerpo diplomático extranjero residente en Lima.
Frustrada esta providencia, por la terminante negativa del enemigo a admitir la amigable interposición de los neutrales, no quise dejarle el menor pretexto para continuar la guerra y nombré plenipotenciarios que se entendiesen directamente con los representantes de Chile en el Perú. La condenable renuncia de uno de ellos produjo la pérdida de unos cuantos días, al término de los cuales vino la negativa chilena de entenderse con nuestros plenipotenciarios.
El cambio más brusco y completo se había operado en el enemigo a este respecto. Aquella incalificable negativa sucedía, no sólo a la nueva disposición, sino hasta a la impaciencia para negociar conmigo la paz, manifestada por los jefes chilenos.
Un incidente abominable y que apenas tocaré aquí, por no profanar la augusta majestad de este momento, se había producido en Lima. Las solicitaciones de un pequeñísimo grupo de malos peruanos cerca del enemigo, para que desconociese al Gobierno de la nación y prestase su apoyo a uno nuevo formado por aquel grupo, habían triunfado. Llegó el enemigo a conocer (apenas fuera posible creerlo), llegó a conocer las instrucciones dadas a nuestros comisionados; y como en ellas se les autorizase a no pequeñas concesiones para la paz, pero a condición de que no consintiesen en cesión alguna territorial –ambición capital de Chile- optó éste sin vacilar por la creación de un fantasma de Gobierno en Lima, echando mano de los elementos dañados que toda sociedad encierra en su seno, fantasma ignominioso, que ni con sus armas ha podido imponer a la República; contra el cual se ha levantado indignada hasta la más pequeña aldea del Perú; en quien no ha hecho ya cumplido escarmiento de traidores el patriota pueblo de Lima, merced a la presencia del Ejército invasor que lo protege; y que cubre con el más merecido desprecio el mundo todo, y el propio enemigo que lo formó.
El Perú no podía imaginar tamaño mal que el patriotismo contempla acongojado, y que pondría colmo a nuestra desventura, si lograse prevalecer; pero que, como todo crimen, sólo daña, en definitiva, a los que tienen parte en él. Y el Perú no la tiene, honorables señores, no la ha tenido jamás.
Ese crimen sólo daña a Chile, que se presenta ante las naciones todas de la tierra apelando a tales recursos contra un enemigo que pretende haber definitivamente vencido; sólo daña al puñado de malos peruanos, constituidos en instrumento y auxiliar del enemigo. Al Perú, que se ha levantado en masa contra aquella abominación, y agrupándose estrechísimamente en torno del Gobierno nacional, no tiene sino una sola aspiración y un pensamiento; al Perú, cuyos nobles soldados, o retiene el enemigo en prisión, o salvando las mayores dificultades y peligros viene a alistarse entre los combatientes; al Perú, que representáis vosotros, vosotros que con abnegación singular os halláis congregados en este augusto recinto, al Perú no infama, honorables señores, ese odioso espectáculo, no puede infamarle. Y si es verdad que le trae la más dolorosa y difícil de las situaciones, no lo es menos, que sirve para destacar mejor su levantada actitud, con la luz vivísima, acrecentada por aquel oscurísimo fondo de ignominia.
La buena, como la mala fortuna, tiene sus leyes, que no es dado violar sin caer bajo su sanción inexorable.
Chile ha abusado de sus triunfos por todos los caminos, con desaprobación formal, aunque secreta, no puedo dudarlo, de las gentes honradas de ese país y del mundo entero. No ha celebrado la paz, porque no lo ha querido; porque va en pos del despojo del Perú y Bolivia de un inmenso territorio, a que ningún título puede alegar; porque sabe que no puede discutir lo que ambiciona culpablemente, y necesita arrancarlo a un dócil instrumento de su capricho; porque no busca la satisfacción de un derecho, sino el aniquilamiento de su enemigo; porque, desengañado ya de que no puede imponer el Gobierno por él fabricando, le apoya y sostiene, sin embargo, para cohonestar su explotación del país, que ocupa con sus armas, y para postrar al Perú con una guerra intestina, que ha sido impotente para encender por fortuna.
Los conductores de aquel pueblo han olvidado, que sólo la observancia de las eternas leyes de lo bueno y de lo justo dan prosperidad y poder a las naciones; y bien pronto cosechará Chile, con terrible abundancia, el daño que nos hace.
El Perú, infortunado en el campo de batalla, ha mantenido la noble actitud que su deber le prescribía; y si no llega a olvidarlo, hallará por fin la satisfacción de sus derechos y se levantará curado de los males que trajeron su desgracia.
El Perú no está sólo en la contienda; Bolivia, su noble aliada, lejos de relajar, estrecha día a día sus vínculos con él en la hora de la desgracia. De en medio del contraste se ha levantado vigorosa y sus elementos de defensa son hoy mayores que nunca. Acabo de visitarla y de recoger por mí mismo su pensamiento y sus aspiraciones, simbolizados de la manera más cumplida en su ilustre jefe y en el Gobierno que la rige.
Bolivia, honorables señores, no ha sido nunca para mi Gobierno la vecina y la hermana, la compañera en el combate; mucho más que eso, ha sido con nosotros la mitad de una gran entidad nacional, que se dibuja ya en los horizontes del mundo de Colón. Un pacto federal, aceptado por la Asamblea de Bolivia, ha sido ajustado entre los dos Gobiernos, y será sometido por la Secretaria General a vuestro estudio y deliberación. Fúndase en el inmenso porvenir para los dos países, y no dudo que le daréis toda la colosal importancia que en sí tiene.
Por razones que respeto, y aún cuando en la contienda del Pacífico se está debatiendo el porvenir internacional del continente, los países de América sólo nos han acompañado hasta hoy con sus mudas, aunque no dudosas simpatías.
Muy noble excepción constituye, y yo no puedo pasarla en silencio, y sin un vivísimo voto de gracias a nombre de mi patria, la condenación solemnísima de la conducta de Chile levantada por un gran ciudadano y un gran pueblo: el esclarecido Presidente y el Congreso de Venezuela. El bien como el daño se graban indelebles, con la intensidad de sus dolores, en el corazón de los pueblos que sufren. La memoria de Venezuela y de su eminente jefe no pasarán para el Perú.
La Secretaría General os dará cuenta del estado actual de nuestro Ejército y de nuestros aprestos y elementos militares, y de los demás datos relativos a la guerra, que debéis conocer con la reserva que conviene a nuestros intereses.
Igual información recibiréis en lo relativo a nuestros recursos pecuniarios actuales. Debo sólo presentaros aquí, una rápida ojeada de nuestras finanzas en el periodo fenecido bajo mi Gobierno y que es indispensable para completar informaciones.
Cuando me hice cargo del Gobierno, la nación, había perdido, con su flota y la más rica porción de su territorio, el uso del mar. Se hallaba desarmada también en tierra y su tesoro completamente exhausto. Sus principales rentas, el guano y el salitre, estaban en poder del enemigo. La de aduanas, considerablemente disminuida, desapareció muy luego, casi por entero, en consecuencia del bloqueo de nuestros puertos. Las rentas interiores, no existían; ni era dable hacer otra cosa que prepararlas para el porvenir. El crédito se hallaba completamente muerto.
El 24 de diciembre de 1879, en que comenzó la Dictadura, no había en caja un solo céntimo. Es cierto que por el último Ministro de Hacienda se habían remitido a Europa cosa de ciento noventa mil libras esterlinas, que pudieran parecer disponibles; pero también lo es, que en su mayor parte tenían que emplearse en cubrir gravísima responsabilidad, de carácter inaplazable y delicadísima, contraída por ese mismo Ministro, y sobre la cual me permitiréis echar un velo por decoro del país. El remanente, o apenas bastaba para cancelar consumos de guerra y realizados, y por su naturaleza no diferibles, o dejaría a lo sumo inapreciable cifra disponible.
En semejante estado, no cabía otra cosa que apelar al pueblo, y hacerlo en la única forma practicable, menos onerosa para éste y de inmediatos resultados.
El papel moneda de curso forzoso y de emisión ilimitada, existía ya por la suma de dieciocho a veinte millones y corría en el mercado al tipo de once peniques por sol. El Gobierno decidió quitarle aquel carácter y hacer una emisión de sesenta millones de cuartos de sol, en billetes al portador, que no podría ser aumentada; pero refundiendo en ella los dieciocho o veinte millones que ya existían, convirtiéndolos en ésta al tipo también de veinticinco centavos por cada sol.
Esta operación realizada sin detrimento alguno de la justicia, y en servicio, por el contrario, de los tenedores del papel moneda existente, permitió al Gobierno disponer de cosa de cinco millones de soles, metálico, reduciendo la deuda total a sólo quince millones, en vez de los dieciocho a veinte que encontró, sin interés y con una amortización de novecientos mil soles al año. Lo que equivalía a realizar, de parte del pueblo y en proporción a las facultades de cada uno, un empréstito, sin interés de lenta amortización, y disminuyendo, lejos de aumentar, los gravámenes que pesaban sobre el Tesoro; al paso que se conjuraba la dañosa incertidumbre de los tenedores de papel moneda, único medio circulante entonces posible.
A estos cinco millones deben agregarse doscientos cincuenta mil soles que, por resarcimiento al público representado por el Estado, obtuvo del Banco del Perú, doscientos cincuenta mil soles, o sea, cincuenta mil libras esterlinas, parte de la suma en que transó un antiguo pleito sostenido por el fisco peruano; y ochenta mil soles, o sean dieciséis mil libras esterlinas, de un préstamo generoso, obtenido por el Ministro Plenipotenciario del Perú, señor Sanz, en Europa.
En el mes de noviembre último, el Gobierno hizo también una emisión de billetes, en incas, a corto plazo y que no pasó de tres y medio millones de soles; sumas que reunidas dan un total metálico de nueve millones ochenta mil soles; y suponiendo un remanente en los fondos existentes en Europa, que unidos a los pocos ingresos interiores hubiese subido a ochenta y tantas mil libras esterlinas, tendríamos una suma total de nueve y medio millones de soles, total suma ingresada al Tesoro, desde diciembre de 1879 a mayo del presente año.
Con ella se introdujo el considerable armamento que ha servido a nuestro Ejército, con el recargado costo consiguiente al absoluto dominio del mar por parte del enemigo; se ha equipado y sostenido un Ejército cinco veces más numeroso que el mayor que haya tenido jamás la República; se hicieron y completaron las baterías del Callao; improvisaronsé en Lima, Miraflores y Chorrillos; alzaronsé las obras de defensa; fabricóse numerosa artillería de campaña; púsose en estado de servir la fija; se he hecho en suma, la guerra y se ha atendido al servicio ordinario del Tesoro con una regularidad desconocida en los dos periodos precedentes.
Esto en cuanto a su empleo. Por lo que toca a su adquisición, el 31 de mayo último, el estado no había aumentado la deuda que tenía el 24 de diciembre de 1879; presentándose el raro fenómenos de que un Tesoro, desprovisto de toda renta, haya sostenido durante año y medio, sin violencia para el pueblo, una guerra dispendiosa, sin contraer deudas ni pesar sobre él gravamen nuevo alguno. Digo esto, pues aún cuando quedan como deuda sagrada y pagadera de toda preferencia, los ochenta mil fuertes obtenidos en préstamo por el Ministro Plenipotenciario señor Sanz, queda también en el depósito suma mayor, proveniente del tesoro de las iglesias, que el Gobierno no ha tocado aún, a pesar de sus mayores apuros, y queda igualmente en ejecución contra el llamado Banco Nacional del Perú un crédito de cien mil libras esterlinas, o sean quinientos mil soles metálico.
Falto absolutamente de archivos y documentos, y no habiendo los antiguos Secretarios de Estado podido formular las memorias de sus ramos respectivos, tengo que renunciar a que la Asamblea Nacional aprecie en detalle, por el momento, las varias providencias, la labor incesante del Gobierno por poner orden y buen régimen, así en materia de Hacienda como en los demás ramos de la administración pública. Pero, aunque ajena de este lugar, no he podido dejar de presentaros esta síntesis de nuestras finanzas en el periodo último; ya que ellas son dato indispensable y principal en la situación que atravesamos.
La Secretaría General, os dará cuenta, pública y reservadamente, según su naturaleza, de otros asuntos en este orden.
Debo también llamar vuestra atención hacia otro punto importante. Persuadido de que el periodo de la guerra no era el apropiado para organizar la República y poner orden y concierto en los diversos ramos de la administración pública, pero sí el de preparar el régimen nuevo; persuadido de que durante ese periodo podríamos descubrir a los jefes y oficiales más aptos, así como observar a los demás funcionarios públicos; y en la necesidad de dotar al Ejército de un personal mucho más numerosos que el existente, rompiendo todas nuestras tradiciones y sin acordarme de otro interés que el del país, comencé por declarar transitorias todas las funciones públicas, a fin de que sirviesen de prueba a los que las ejercían; creé las clases de jefes y oficiales temporales para los ciudadanos que viniesen a ocuparlas sin pertenecer a la profesión, la de provisionales para los que, siendo de ella, fuesen llamados a un puesto superior, y mantuve sólo las clases permanentes para los que, por su valor y aptitudes comprobados durante la campaña y en los diferentes encuentros de mar, se hiciesen acreedores a ellas.
No puede haber Ejército ni buenos funcionarios en ningún orden, si la más severa rectitud no preside el llamamiento a las funciones públicas y si no se persuade a todos los ciudadanos, por la experiencia diaria, que no se confieren sino a las aptitudes y al mérito contraído, y no por la gracia o el favor del que gobierna; práctica contraria de la que ha sido raíz fecunda de males para el Perú.
Ahora bien; sin contar con los funcionarios civiles, no pequeño número de jefes y oficiales se han hecho acreedores a puesto superior y a recompensa de otro género. Mi Gobierno no ha podido hacerles justicia aún, exigiendo que la debida calificación de las aptitudes reveladas y del mérito presida al ascenso y al premio. En limitadísimos casos y sólo por la notoriedad del hecho, en los combates de Tarapacá, Tacna, Chorrillos y Miraflores, en tierra y de los sucesos marítimos, he conferido ascenso y otorgado premio. Quedan otros muchos que no pueden ser olvidados sin injusticia ni daño de la República, tratándose de jefes mismos y, con más razón, de oficiales subalternos. La falta de previa calificación, a causa de la situación que hemos atravesado, ha producido un retardo en la justicia; pero ese retardo no puede, no debe ser olvidado.
En cuanto a nuestros inválidos, las viudas y huérfanos producidos por la guerra, apenas si se les ha atendido como las circunstancias lo permitían. Es asunto, no obstante, que merece la más seria consideración y el interés más vivo de parte de los conductores del país, para hoy y, sobre todo, para el término de la guerra.
La dictadura, honorables señores, que, apartándose de todos nuestros vicios, no ha tenido amores ni odios, no ha visto en el Perú otra cosa que peruanos, ni buscado en los hombres sino el servicio que podían prestar al país, que no se ha inspirado un solo instante en otro interés que la salvación del Perú del conflicto presente y su regeneración para mañana; si no ha tenido la fortuna de lograrlo, ha sostenido sin flaqueza el honor y los derechos del Perú; ha dado ejemplos saludables, que serán fructuosos algún día, y no deja en pos de sí en política, en administración, ni en hacienda, escombros que levantar, cargas que soportar, dificultades y compromisos que embaracen el régimen que le siga.
Inexplicable y vivísima es mi complacencia al llegar a este momento, que he ambicionado con todas mis fuerzas.
Vuestra presencia me alivia del inmenso peso que la confianza pública había echado sobre mis hombros.
Al inaugurar sus sesiones la Asamblea Nacional, el poder dictatorial, creado por la República en enero del año anterior, ha llegado a su término, y quedan por este sólo hecho, enteramente deslindadas las facultades legislativas, que os corresponden, de las ejecutivas que debería conservar yo.
Vengo a presentaros, no obstante, la dimisión entera de mis funciones públicas.
Mucho he trepidado antes de adoptar una resolución semejante. Los puestos públicos no son sino carga para el ciudadano que los ejerce, y en las situaciones difíciles hay cobardía y falta de patriotismo en rehuirlos. No las siento, honorables señores. No ha flaqueado mi fe en la salvación de la República, ni se ha quebrantado mi voluntad de trabajar por ella sin excusar esfuerzo ni sacrificio de ningún género.
Venido, no obstante, al poder en circunstancias en que sólo el patriotismo podía hacerlo aceptable, y no habiendo ejecutado durante él ni el más pequeño acto que no haya tenido en mira el corresponder a la ilimitada confianza nacional y salvar al Perú, habiendo hecho por él cuanto sabía y podía, la fortuna no ha coronado mis esfuerzos.
El patriotismo me aconseja dejar el puesto a otro más apto o más afortunado que yo, y que vuestro acierto y vuestro amor por la patria sabrá encontrar, estoy seguro de ello.
Estudiad maduramente la difícil situación del país, y poniendo de lado cuanto pudiera perturbar la sola mira del interés nacional, elegid al que deba reemplazarme.
Que no altere la tranquilidad de vuestras deliberaciones la necesidad de proveer sin interrupción a las funciones del Gobierno nacional. Serán desempeñadas por mí con el mismo celo que antes, hasta que designéis al que debe ejercerlas en adelante, a quien por cierto no faltarán de mi parte, como a vosotros mismos, cuantas informaciones y datos fuesen necesarios para el mejor conocimiento del periodo que expira y de la situación actual de la República.
Al volver a la simple condición de ciudadano, me quedará la inmensa satisfacción de no haber omitido nada por servir a mi patria, y de entregaros al Perú, vencido en el campo de batalla, pero digno de sí mismo; de pié; sosteniendo su honor y sus derechos; cubierto de heridas, pero no humillado ni rendido.

Quedan abiertas las sesiones de la Asamblea Nacional

LA TERCERA: Conmemoración de los 100 años de fallecimiento de José Nicolás Baltazar Fernández de Piérola y Villena 1913-2013

MENSAJE DEL PRESIDENTE PROVISORIO DEL PERÚ,
FRANCISCO GARCÌA CALDERÓN,
AL CONGRESO DE CHORRILLOS, EL 10 DE JULIO DE 1881


Francisco García-Calderón Landa

Honorables Representantes:
En los pueblos sujetos al sistema representativo la reunión de las asambleas deliberantes es siempre un acontecimiento de grandiosa significación. La satisfacción de una necesidad pública, el remedio de un mal, la realización de una mejora, son en todo tiempo los bienes que los pueblos esperan de los que tienen la elevada y augusta misión de dictar leyes, y por tan justo motivo, se regocija cuando quiera que sus Representantes se congregan para deliberar.
Pero cuando a las necesidades generales se agrega el imperio de circunstancias extremas, la reunión del Poder Legislativo es como la aparición del astro luminoso del día, que divisa el navegante en medio de la deshecha tempestad; él augura la cesación de la tormenta, y la vuelta del buen tiempo que llevará la combatida nave al puerto de su destino.
El Perú, honorables señores, que en tal situación se halla, ha deseado por esto con ardor que fuerais solemnemente convocados, no ya, como en días mejores, para discutir serena y tranquilamente las leyes que exigen los tiempos normales, sino para que viendo a la patria cubierta de negro crespón y anegada en la sangre y las amargas lágrimas de sus hijos, cicatricéis sus heridas, y pongáis término a su desolación.
Tan vehemente ha sido, señores, este deseo, que al inaugurarse el Gobierno Provisional, no se me dio propiamente hablando otro mandato, que el de reunir al Congreso; y desde entonces, con incesante afán, cada momento se me ha pedido de todas parte el cumplimiento de mi encargo. Cuatro meses a que la nación os aguarda con impaciencia; y cada día, que por circunstancias ajenas de vuestra voluntad y de la mía, ha transcurrido sin que pudierais reuniros, ha sido una verdadera contrariedad para la nación,
Por eso, al veros hoy congregados en este recinto, como intérprete del deseo de los pueblos, os doy las gracias, en nombre de la patria, porque, venciendo todas las dificultades, habéis acudido a su llamamiento.
Incorporado a vuestro seno por la invitación que me habéis hecho, tengo que cumplir el deber que la Constitución me impone; y así como vuestra misión de hoy reviste el carácter de extraordinaria; también la mía es en extremo excepcional. No me ha tocado la fortuna de regir la nación en tiempos de bonancible calma. Si así hubiera sido, hoy podría relataros con patriótica satisfacción el progreso de la República; y hablándoos de las últimas disposiciones que hubierais dictado, no tendría otra misión que la de daros cuenta de los efectos de ellas.
Pero no ha hecho la patria un llamamiento a mi deber cuando ella era feliz; ha presentado a mi vista un sendero cubierto de punzantes espinas, y me ha exigido que lo siguiera escuchando de un lado la apacible, y muchas veces privada aprobación de los buenos; y de otro, la ruidosa y apasionada vociferación de los malos; y no es culpa mía, por cierto, que, por este motivo, no pueda presentaros hoy un halagüeño cuadro de los bienes que en otro tiempo hubiera podido alcanzar. Esa placentera misión de los tiempos de calma queda reservada para otros; la mía es triste y dolorosa, porque tengo que descorrer el velo de males y desgracias que quisiera olvidar, y presentarlos como son en sí, para que apreciándolos debidamente, les pongáis el remedio de que han menester.
Y para cumplir mi cometido, tomaré los acontecimientos desde la Legislatura de 1879, en que tuve la satisfacción de participar de vuestras tareas.
Era, señores, el mes de octubre de ese año, y al separaros de la capital de la República, llevabais en vuestros corazones la satisfacción que produce el deber cumplido. Habíais dado al Gobierno lo que necesitaba para continuar la guerra en que estaba comprometida la nación; y teníais el derecho de esperar que aprovechándose todos los elementos acumulados, al reuniros de nuevo en 1880, podríais regocijaros con el triunfo de las armas nacionales.
Pero no habían pasado muchos días de la terminación de vuestras tareas, cuando esta legítima esperanza recibió rudos golpes. El Ejército aliado sufrió un contraste en San Francisco, y aunque una parte de él conquistó enseguida inmarcesibles laureles en Tarapacá, no pudo sacar de su victoria el fruto que debía esperar, Sin refuerzos y sin recursos, abandonó el campo que había defendido con denuedo, y después de una admirable retirada, digna de los tiempos heroicos, llegó al cuartel general de Tacna.
Principió entonces el segundo periodo de la guerra, y para atenderla debidamente, no sólo se pensó en reorganizar el Ejército aliado, sino que se formó otro numeroso en la capital de la República.
EL Director de la guerra, general don Mariano I. Prado, constituido en Lima, reasumió el mando de la nación.
En tal estado las cosas, el general Prado salió del país, con el propósito de buscar en el extranjero los elementos bélicos que no habían podido conseguirse hasta esa fecha porque el Primer Vicepresidente de la República no quiso, como sabéis, usar en oportuno tiempo el recurso de la emisión de billetes fiscales que vosotros le habíais franqueado.
Este viaje fue un malhadado acontecimiento, cualquiera que sea el modo como se le juzgue, porque tuvo en todo caso el más grave defecto que pueden tener los actos públicos que es el de practicarlos sin oportunidad. El Ejército del Sur necesitaba recursos y era preciso dárselos sin demora, el Ejército del Norte demandaba disciplina, y no se le podía someter a frecuentes variaciones en su dirección y Gobierno.
A pesar de estos poderosos motivos y otros más, el general Prado dejó el país, y ese paso conmovió hondamente a la nación. Aprovechó de él don Nicolás de Piérola para satisfacer su ardiente y siempre combatida ambición de ejercer una autoridad a que durante ocho años de rebelión incesante se había creído llamado por la naturaleza; y abusando de la espada que pidió con instancia para defender la patria, la esgrimió para derrocar al Gobierno, sin cuidarse de que el enemigo extranjero hollaba el territorio nacional.
Este paso que en dos épocas distintas había sido reprobado por la Republica, fue secundado en ésta por algunos de aquellos malos soldados, que semejantes a los pretorianos de la antigua Roma, no ponen su espada al servicio de los principios, sino al de las personas. Echados al olvido por sus faltas pasadas, llevaban con trabajo su penosa existencia; y cuando apareciendo movidos por la honra nacional amenazada, pidieron que se les asignara un puesto para defenderla, cayó el Gobierno en el error de creer que se habían curado de los pasados extravíos. Los llamó a participar en la defensa de la nación, y tomaron sus armas contra ella.
Sufrió entonces la República, y con ella la parte del Ejército que no la había traicionado, una dura prueba. Veían por una parte comprometidas las libertades públicas, por el advenimiento al poder del hombre que se creía con el derecho de sobreponerse como soberano, a la voluntad de un pueblo que contaba sesenta años de vida republicana; y por otra parte tenía enfrente al enemigo extranjero, y se horrorizaban de gastar en fratricida lucha las fuerzas que se habían concentrado para la defensa nacional.
Combatidos por tan dolorosa, a la par que terrible alternativa; impacientes por alcanzar la victoria; disgustados de un Gobierno que no había llevado la guerra con la celeridad que pedía el sentimiento nacional; y seducidos por falaces promesas de triunfos y victorias; el pueblo y el Ejército se sometieron a los rebeldes y la dictadura quedó entronizada en el país.
Si me propusiera, señores, haceros la historia de ese periodo de nuestra vida pública, breve y pequeño por su duración, inmenso por los males causados; tendría que escribir numerosas páginas, que no pueden tener cabida en este Mensaje; y nada, además, podría añadir a lo que vosotros habéis presenciado.
Bastará para seguir el curso de los acontecimientos, que os diga en pocas palabras, que la Dictadura se inauguró matando las libertades públicas, creando dificultades y poniendo asechanzas al Ejército del Sur, cuya destrucción aplaudió; que continuó derrochando en el secreto los caudales públicos, sembrando la anarquía en las clases sociales y desprestigiando al Ejército con la infinita multiplicación de grados y la exclusión sistemada de los buenos elementos; y que concluyó causando una terrible hecatombe en los campos de este pueblo, de San Juan y Miraflores.
Tiempo llegará, señores, y no está lejano, en que la vara inflexible de la justicia se haga sentir sobre los hechos que ligeramente he relatado. Entre tanto, sólo puedo deciros, por ser ya una verdad perfectamente comprobada, que las desgracias que lamentamos se deben, no a la indisciplina de los soldados, ni al desmayo de su denuedo, sino a la falta de dirección en las batallas, y a los inconvenientes del terreno que se eligió para librarlas. Pocos serán los jefes del Ejército que no hubiesen creído imposible vencer en San Juan, Chorrillos y  Miraflores; a pesar de esto, combatieron con energía, quedando muchos de ellos en el campo de batalla, con lo que dieron una prueba de heroísmo. Iban con seguridad a la muerte, lo sabían y no retrocedieron ante el peligro.
Igual y tal vez peor ha sido la suerte de los esforzados y valerosos ciudadanos de todas las clases sociales que formaron la reserva. Llamados a la defensa de la patria en hora suprema, acudieron presurosos a sacrificarse por ella y antes de que llegara el anhelado instante de verter su sangre por la causa nacional, devoraron en silencio la amargura producida por una larga serie de calculadas vejaciones. Después, la mitad de estos nobles campeones del patriotismo, vio con despecho que la otra mitad era víctima de los enemigos, y no pudo romper las cadenas que la sujetaban, y que le fueron echadas por los que debían llevarla al combate.
Los que de esta manera cumplieron su deber, no han mancillado por cierto el honor nacional.
Para llegar a este momento de penoso recuerdo, y hacer de él un día de gloria, nada había omitido la nación. El Dictador no sólo dispuso de crédito interno, que empeño por más de cien millones de soles, sino también de todos los recursos fiscales que podía dar el país, y que aumentó a su arbitrio. Hasta el dinero de las iglesias le fue entregado por el clero.
Con tantos elementos debimos llegar a la victoria; y en vez de alcanzarla, los días 13 y 15 de enero de 1881 serán para nosotros, en lo futuro, de triste y dolorosa recordación.
Inmediatamente después de estos luctuosos acontecimientos, el Ejército chileno ocupó Lima y Callao, y sujetó ambas poblaciones a la ley marcial.
Pasadas las primeras impresiones causadas por tantas desgracias, el patriotismo se abrió camino, y los hombres de todos los partidos se reunieron para deliberar. La Dictadura había desaparecido por sus desastres y por la cesación de la causa que la motivó; el Primer Vicepresidente de la República, solicitado con instancia por numerosos ciudadanos, se negó a encargarse del mando de que fue despojado en diciembre de 1879; y nos hallábamos por consiguiente en completa acefalia, de la que podría resultar daños de inmensa magnitud, siendo el más terrible de ellos la anarquía que se podía desencadenar. Estaba, además, probado por dolorosa experiencia, que separándose del régimen constitucional, se había puesto la nación al borde de un abismo; y por tanto sin esfuerzo de ninguna clase, todas las opiniones se uniformaron en pocos días; y de este concurso resultó el Gobierno Provisional que el 22 de febrero fue proclamado en Lima, y que poco después fue robustecido por otros pueblos de la República, según veréis en los documentos de que os dará cuenta el señor Ministro de Gobierno.
Con arreglos a ellos, el nuevo Gobierno tenía que llenar dos importantes misiones: restablecer en la República el régimen constitucional, cuya mejor expresión es la instalación del Cuerpo Legislativo; y celebrar un armisticio con el Ejército chileno.
Grande era, sin duda, la tarea y escasos los medios para llevarla. A pesar de todo, y fiando en la cooperación de los ciudadanos y en el auxilio de la Providencia que no puede abandonar los pueblos al acaso, acepté el encargo que se me hiciera; y previo el juramento de ley, prestado ante el pueblo que me confiaba la autoridad, el 12 de marzo último constituí el Gobierno provisional en el pueblo de Magdalena, que, lo mismo que este lugar de vuestras sesiones, están exentos de la ley marcial, en virtud de los arreglos hechos al intento.
No llegué a este resultado, sin después de haber solicitado con afán de los plenipotenciarios de Chile, la desocupación de la capital de la República.
Inmensa satisfacción habría tenido el Gobierno con la posesión de Lima, y de algunas aduanas de la República. Más, aunque perseguí estos dos objetos con tenacidad, antes de constituir el Gobierno, imposible fue alcanzarlos.
Entonces me fue preciso elegir entre la instalación del Gobierno en cualquier punto, prescindiendo de Lima y el abandono de los bienes que se proponía realizar el país por el restablecimiento del régimen legal. Puesto en medio de estos extremos no era posible vacilar; constituí el Gobierno en el pueblo de Magdalena, que ha sido y continúa siendo el de mi residencia oficial.
Al asumir el poder quedaban vigentes los restos de la Dictadura que con estrépito se derrumbó en Miraflores. Semejante a los muros envejecidos, que por falta de base constituyen una amenaza para el que los mira, esos restos incoherentes eran un obstáculo para la marcha del país.
Midiendo los sentimientos de los sostenedores de ese régimen por el patriotismo de los que me habían elegido, los llamé por documentos públicos y privados al sendero de la Constitución.
Cuando recibieron mi llamamiento tenían dos caminos que seguir; ofrecer a la patria en holocausto sus ambiciones; o sostenerlas a mano armada en fratricida lucha.
El primer camino era grande y hermoso; pero siento deciros de que en vez de que alguno entrara en él, no ha recibido el Gobierno provisional en respuestas, sino dicterios, amenazas y acusaciones; y hasta la correspondencia privada ha sido exhibida al público con denigrantes notas. Los que así han procedido ven a la patria vestida de luto, sentada sobre los escombros de su antigua grandeza, y con el rostro entre las manos llorando su infortunio; y cuando los que la aman se agrupan a su alrededor para levantarla de su abatimiento; ellos en bullicioso festín se disputan y consumen los restos del poder que usurparon.
A pesar de todo es preciso, honorables señores, que terminen los extravíos; y que siguiendo el programa de los pueblos, se busque la unión de todos en un centro común. Sea este uno de los principales objetos de vuestros desvelos.
Aunque por otras causas, no se ha unificado en apariencia la opinión de los pueblos, os puedo asegurar, y vosotros lo sabéis también como yo, que todos han pedido el restablecimiento de la Constitución, y no pueden manifestar públicamente su voluntad a causa de la fuerza que los oprime.
Tan pronto como me persuadí de esta verdad, dicté los decretos acerca de la Constitución y de la instalación de los Poderes Legislativos y Judicial, de que os darán cuenta los respectivos señores Ministros.
La Excelentísima Corte Suprema, llamada al ejercicio de su poder por uno de esos decretos, ha creído conveniente no funcionar, por las razones que veréis en el expediente formado sobre ese asunto. Dadle preferencia en vuestros acuerdos, para que lo más pronto posible se corte los males que con la falta de administración de justicia están sufriendo los pueblos.
Restablecida y puesta en vigor la Constitución del Estado, era preciso, como natural consecuencia, mandar cumplir las leyes secundarias, que de ellas se derivan. Más como las anormales circunstancias del país, por un lado, y la falta de fondos por el otro, hacía imposible el cumplimiento de algunas leyes, he dictado varias disposiciones para las que ciertamente carecía de autoridad.
Esto es lo que ha sucedido con la supresión de los Concejos departamentales, nombramientos de municipales y otros asuntos de que os darán cuenta los señores Ministros. Juzgad todos estos actos, y resolved acerca de ellos lo que os parezca adaptado a las necesidades del país.
No puedo comprender en el número de ellos las disposiciones dictadas en materia de hacienda; porque al constituirse el Gobierno, los pueblos me acordaron amplias facultades a este respecto. No he usado, sin embargo, de ellas, sino en lo estrictamente necesario para atender a los gastos públicos, y al pago del cupo impuesto por el Ejército chileno. De todos estos arreglos, os dará cuenta el señor Ministro de Hacienda.
En cuanto al Ejército, poco tengo que deciros. No he podido formar sino pequeños cuerpos, que unidos a una gendarmería, igualmente pequeña, están distribuidos en los lugares, en que su presencia es necesaria; según veréis por la exposición que os hará el señor Ministro de la Guerra.
Poco es, a la verdad, honorables señores, lo que en estos diversos ramos del servicio público he podido hacer, pero si consideráis que no es mucho el tiempo que ha durado mi autoridad; que al recibirla no tenía otro elemento que la buena voluntad de los que me elevaron al poder; y que para todo arreglo he tenido que encontrar dificultades, provenientes no solo del estado de guerra exterior, sino también de la política interna; comprenderéis perfectamente que la deficiencia de los medios ha esterilizado en muchos casos el impulso de mi voluntad. A pesar de todo puedo deciros, que he hecho en la política interna todo lo que me ha sido posible hacer.
En medio de estas variadas atenciones, me he consagrado también a las relaciones exteriores, y nada he omitido para que los pueblos cultos con quiénes hemos tenido estrecha amistad; sigan dispensándola al Perú. El resultado de estas gestiones ha sido el reconocimiento de mi Gobierno por el de los Estados Unidos; y la buena inteligencia en que me encuentro con todas las legaciones constituidas en Lima. Cuando los Gobiernos a que esos ministros representan dignamente, hayan recibido las cartas autógrafas que les he dirigido, sus respuestas serán sin duda tan satisfactorias, como lo son los testimonios de amistad que de sus legaciones he recibido.
Cumpliendo de este modo con todas las naciones el deber que la civilización impone; he consagrado mis cuidados preferentes a la República de Bolivia, a mérito del pacto de alianza, que nos ha sujetado con ella a una suerte común; y por este motivo especial, no sólo he hecho extensivas a ella las manifestaciones acordadas a los otros Gobiernos amigos, sino que la he invitado a que, por medio de plenipotenciarios nombrados al efecto, concurra a tomar con el Perú la determinación que se crea conveniente.
Por la estrechez del tiempo de que he podido disponer no han llegado estas negociaciones a su término; pero, en el estado en que se encuentran hay fundamento bastante para deducir que el ilustrado jefe de Bolivia accederá a mis deseos. En efecto, en el Mensaje que ha presentado a la Asamblea Boliviana, le ha pedido que salve la dificultad que le ofrece el hecho de haber dos Gobiernos en el Perú; y que no es posible suponer que la Representación Nacional de un pueblo libre quiera incurrir en el absurdo de seguir tratando con un Gobierno en el Perú; y que no es posible suponer que la Representación Nacional de un pueblo libre quiera incurrir en el absurdo de seguir tratando con un Gobierno autocrático, desconocido ya por el país y que sólo transitoriamente se resignó con su autoridad.
Debemos, por tanto, esperar que dentro de poco tiempo se definan nuestras relaciones con la República de Chile.
Con respecto a ellas, Señores, por mucho que se haya dicho en contrario, tengo la satisfacción de deciros en este solemne día, que nada he hecho que pudiera comprometer vuestras deliberaciones. No puedo ocultaros que, a mi modo de ver, la guerra no puede continuarse, por la falta de medios para llevarla a cabo; y que por consiguiente la paz es necesaria. Pero la voluntad de la República y no mi opinión, es la que debe prevalecer. Obligado estaba, por el encargo de los pueblos, a pactar un armisticio con la República de Chile, y lo intenté inmediatamente después de constituido el Gobierno. Pero los señores
Vergara y Altamirano, plenipotenciarios de Chile, se negaron a aceptar una cesación de hostilidades, en que no se pusieran por lo menos bases generales de paz, y como yo no debía prevenir vuestro fallo, ni prescindir de Bolivia, suspendí toda negociación a este respecto; y me limité a hacer los arreglos convenientes para el pago del cupo impuesto a Lima, y el Callao. De todo lo que se ha hecho a este respecto os darán cuenta los señores Ministros de Relaciones Exteriores y de Hacienda.
Estáis, por consiguiente, en completa aptitud para trazar a la nación el camino de su porvenir. Hacedlo con el patriotismo que os distingue; y del que acabáis de dar señalada prueba, congregándoos en este recinto. Y para determinar lo que convenga, no sirva jamás de obstáculo mi persona.
He cumplido la misión que el país me confió; y como por desgracia entre nosotros el ejercicio del poder es prueba casi infalible de ambición; pudiera creerse que yo soy uno de tantos caudillos que se dedican a la política, no por la patria, sino por ellos mismos. Tiempo es ya, señores, de que ese malhadado sistema desaparezca; y para ello os ruego que al constituir el nuevo Gobierno que ha de regir la República, hagáis completa abstracción de mi persona. Si la patria exige mis servicios, se los prestaré siempre; y si otra cosa es necesaria, no os ocupéis de mí. No quiero separarme del poder por egoísmo. Al descender de este puesto, ocuparé el que me espera en el Senado; y allí contribuiré a vuestra obra.
Para concluir, honorables señores, sólo me resta deciros algunas palabras.
Una triste experiencia nos ha hecho ver que los partidos personales han sido la ruina de la República; y es preciso que terminen para siempre; y si hoy no principiamos por unir la familia peruana, no con la divisa del personalismo, sino con la enseñanza de la libertad, la República se perderá.
Hoy es, señores, el día señalado para que principie la regeneración nacional; y es precisamente este día y no otro porque en el recinto en que nos hallamos hay una lección sublime que debemos aprovechar.
En los campos de Miraflores, que acabáis de atravesar, y en los de San Juan y de Chorrillos, murieron nuestros hermanos llevando un solo estandarte; el de la independencia de la nación; y sin embargo germinaban en sus pechos las pasiones de los diversos partidos políticos. El solemne silencio de las tumbas que hemos dejado a nuestro paso y de las que nos rodean; se interrumpe hoy por una voz que nos dice: -procurad la unión de los partidos: salvad la patria con la ley, y olvidaos de las personas.
Cediendo a esta elocuente lección, unámonos para libertar al Perú de los males que lo oprimen. Unidos realizaremos nuestra obra; divididos consumaremos nuestra ruina.
¡Que Dios ilumine vuestro espíritu, para el acierto de vuestras deliberaciones!

Queda instalada la Legislatura Extraordinaria de 1881.

LA TERCERA: Conmemoración de los 100 años de fallecimiento de José Nicolás Baltazar Fernández de Piérola y Villena 1913-2013

Nicolas de Pierola

Desoyendo con dolor las exigentes demandas del pueblo y del Ejército, he permanecido resignado durante los días que se han seguido a la vergonzosa fuga de Prado y al advenimiento del inválido general La Puerta, esperando que el Ejército se decidiese por fin a dominar las consideraciones de una mal entendida lealtad, que impedía a una parte de él obrar según sus aspiraciones, que son las aspiraciones de la nación; y anheloso de evitar todo choque entre hermanos y la pérdida de parte de nuestras fuerzas.
La atolondrada e impaciente ambición del general La Cotera, después de ahogar brutalmente la unísona manifestación de los pueblos de Lima y el Callao, ha creado ayer un conflicto, empleando las fuerzas a sus órdenes para desarmar a los patriotas del Ejército a quienes sólo preocupa la salvación del país y el vencimiento del enemigo exterior.
Pocos momentos han bastado en Lima para demostrar cuan irresistible era el patriótico deseo del pueblo y el Ejército, y me habría sido suficiente permanecer algunas horas más en la capital para poner término a toda resistencia.
Cediendo no obstante a los móviles antes expuestos, preferí retirarme a esta plaza, que me ha recibido sin resistencia de ningún género, con el fin de hacer imposible todo choque entre hermanos, y favorecer la adhesión tranquila de las que aún quedan en Lima al régimen político proclamado meses ha por la nación en masa.
Así toda lucha se hace por entero inexcusable y descarga sin pretextos la responsabilidad de sus daños sobre sus autores únicos.
La parte del Ejército aún a sus órdenes en Lima, no querrá, confío en ello, permitir que esa responsabilidad llegue a tener lugar con inmenso daño de todos.
La hora de la reparación nacional ha sonado. En la serie de desastres que han marcado la historia de nuestra guerra exterior, el Perú no tiene parte alguna. Al sacudir, como lo hace en este momento, el viejo régimen, eleva las más elocuentes protestas contra aquella deplorable historia y se presenta digno de su nombre y su destino ante los demás pueblos de la tierra.
Para nosotros no hay ni puede haber sino una sola aspiración: el triunfo rápido y completo sobre el enemigo extranjero. Para esta obra no hay sino hermanos, sin memoria siquiera de pasadas divisiones y estrechados por el vínculo indisoluble del amor al Perú.
Cuanto retarde el instante de la completa unidad nacional es un delito de lesa patria. Ella es la condición del poder y del Perú. A ella ha consagrado y consagra por eso sus preferentes esfuerzos vuestro conciudadano y camarada.

Nicolás de Piérola
Callao, diciembre 22 de 1879.


1 El Peruano, 25 de diciembre de 1879.