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Pedro Gerardo Beltrán Espantoso |
Pedro G. Beltrán siempre quiso la Presidencia de la
República. Su modo de acercarse al poder no era por medio de las urnas. No
estaba dispuesto a efectuar concesión alguna a cambio de una veleidosa
popularidad. Era un hombre de élite, de gabinete, un consejero, un intrigante,
un conspirador. Por las rutas secretas que también llevaban al ejercicio
supremo del poder, pocos parecían capaces de avanzar tan lejos como Beltrán. Se
había desilusionado de las plazas públicas casi al primer intento. El populacho
pedía mentiras, adulación, promesas incumplidas. Quería propiedad sin pagar por
ella, salarios generosos sin el sudor de su frente, conquistas sociales cuando
ni siquiera podía suprimirse el desempleo. Pedía gratis lo que tenía un precio.
Para Beltrán el país no era una ganga, ni el futuro estaba en realización. La
república venía a ser un negocio como cualquier otro, que debía manejarse con
gastos generales reducidos, planilla estrecha, espíritu de ahorro y elevada
productividad. En su modo de ver las cosas, el contribuyente estaba por encima
del ciudadano que no pagaba impuestos, y el Estado al servicio de ambos. La
costumbre de dar puestos públicos a cambio de favores políticos, enfurecía a
Beltrán. Lo que era de todos merecía frugalidad y respeto. No adulaba al
populacho, tampoco le sentía temor. Para su ciudad y su país había sido siempre
don Pedro, título que expresaba una forma de autoridad básica y espontánea,
única, consubstancial, sin principio ni fin. En ejercicio de sí mismo, don
Pedro prefería caminar a moverse en limusina y, de paso, siempre contestaba el
saludo de ceremoniosos desconocidos que parecían sus gobernados, o discutía el
precio de las paltas con unas serranas de trenzas instaladas en una vereda,
cerca de su casa en la calle Velaochaga. No existía investidura o cargo público
que pudiese modificar a Beltrán, salvo, por cierto, la Presidencia de la
República.
Peruanos que habían vivido en Inglaterra durante la segunda
década del siglo, recordaban que el joven Pedro Beltrán llegó no sólo a
estudiar en la renombrada Escuela de Economía de Londres, sino a invertir su
primera herencia. Una vez establecido, sin, lujos peor sin penurias, cuando
hubo reservado el dinero que demandaría su educación universitaria, quedó dueño
de una diez mil esterlinas. No era una gran fortuna, pero tampoco una suma
despreciable. No durarían toda la vida pero con diez mil libras podían hacerse
muchas cosas. Beltrán, que deseaba incrementar esa suma antes de volver al
Perú, presentía los peligros de invertir sin conocer el mercado. Así fue como
decidió pedir consejo a un antiguo amigo de la familia, el ex presidente
Augusto B. Leguía, que sobrevivía al exilio con decorosa pobreza.
Beltrán no era aún don Pedro y a Leguía lo llamaban don
Augusto. Había sido, además, el mejor Ministro de Hacienda en la historia del
Perú. Bajo y enjuto, parecía irradiar una energía desperdiciada. Beltrán lo
había conocido como gobernante. Daba ahora la impresión de estar olvidado:
nadie ofrecía dos reales por su futuro político. Recibió Beltrán a la hora del
té, estuvo de acuerdo en que la Escuela de Economía de Londres era la más
avanzada del mundo y luego escuchó las inquietudes del estudiante sobre su
herencia. ¿Cuánto quiere invertir? Diez mil libras. ¿Y qué pretende obtener de
ellas? Seguridad con intereses altos. Leguía reflexionó brevemente. Al fin
dijo: démelas a mío. En vez de asustarse, Beltrán se entusiasmó. ¿Usted las
necesita? Sí, las necesito, y le pagaré los intereses más altos del mercado.
¿Por cuánto tiempo? Dos años a plazo fijo, renovables por un tercer año. Tiene
usted un trato, se jugó Beltrán.
Mientras Beltrán se entregaba a sus estudios, Augusto B.
Leguía inició su retorno a la presidencia del Perú. Tras el corto gobierno del
coronel Benavides, se instauró la república aristocrática de don José Pardo y
entonces Leguía reapareció como el contestario, el innovador, el financista que
volvía enarbolando la bandera mágica del progreso. En 1919 ganó las elecciones.
No esperó a que le hicieran un chanchullo con los votos. Se adueñó de la
guarnición de Lima y echó de Palacio a don José Pardo para instalarse a
gobernar durante once años consecutivos.
La amistad de Leguía hizo que Beltrán ascendiera como un
cohete a la cima de instituciones y finanzas, aunque el joven economista
emplease sus propios carburantes en tan temprano viaje a las alturas del poder.
En la década del progreso, empezó a mecanizar la agricultura en el valle de
Cañete, donde quedaba la hacienda Montalbán. Atónitos hacendados de otros
valles iban a contemplar las novísimas locomotoras sin rieles que usaban para
barbechar y abrir surcos en las tierras de Beltrán y que el joven hacendado
llamaba tractores. Reemplazó el guano de las islas por fertilizantes sintéticos
más poderosos. En vez de llorar sobre bellotas devoradas por las plagas, las
defendía con nuevos insecticidas. El primer avión que fumigó en Calenté lo hizo
sobre los algodonales de don pedro. Optó por vivir en su hacienda como lo haría
en Lima, así que instaló desagües e inauguró la luz eléctrica, entre siete y
nueve de la noche, a excepción de los sábados, cuando las luces se apagaban a
las diez. Pronto Montalbán producía el doble y hasta el triple que las
haciendas que trabajaban a la antigua. Quien entonces comprendió mejor lo que
se proponía don Pedro fue el patriarca de Casa Grande, don Juan Gildemeister,
que año tras año modernizaba la inmensidad de sus sembríos de caña de azúcar y
que apoyó todos sus proyectos, dentro y fuera de la poderosa Sociedad Nacional
Agraria, donde Beltrán consolidó un liderazgo vitalicio. De ahí que años más
tarde lo llamaran el señor de los mil agros.
Era un tipo con suerte. Cuando el tranvía de las seis de la
mañana al Callao embistió su automóvil en plena Colmena, arrastrándolo casi
cincuenta metros, Beltrán emergió trajeado de etiqueta, con apenas un rasguño
en la cabeza. Un desacuerdo con Leguía se convirtió en público distanciamiento
y luego en pleito político. Cayó Leguía y Beltrán salvó de una persecución por
su pasada amistad con el tirano. Diversas plagas asolaron Cañete, nada ocurrió
en Montalbán. Era de mediana estatura, nervudo, de cabello castaño y rizado.
Chalán pasable, prefería la velocidad en automóvil. Casi nunca se
desconcertaba. Le hubiese gustado ser músico, como su hermano Felipe,
saxofonista en la primera banda de jazz que tocó en el país, pero desafinaba
sin remedio. Tronaba si se ponía de mal humor. Sonreía de costado si
desconfiaba de la trisa. No soportaba la impuntualidad. Casi sin darse cuenta
se convirtió de soltero codiciado en solterón.
También era un hombre de trabajo. Estaba en pie a las seis de
la mañana, aunque hubiese trasnochado. No lo asustaban las causas impopulares
pero necesarias. Ignoraba las amenazas de violencia o muerte. Manuel Prado le
encargó la embajada del Perú en Washington durante la II Guerra Mundial. Volvió
para ponerse al frente de la oposición al gobierno de Bustamante y el partido
aprista. Beltrán activó la conspiración final que llevó a Odría a la
presidencia. El general no convocó a nuevos comicios según había convenido,
sino que esperó hasta 1950 para hacerse elegir a la fuerza como candidato
único. Seis años después Beltrán se desquitó. Aunque le clausuraron La Prensa y
lo enviaron con todos sus periodistas a la isla penal de El Frontón, su furiosa
oposición forzó a Odría a tolerar elecciones libres e irse del país.
Al principio Pedro G. Beltrán se opuso a Prado por su pacto
con los apristas. Más tarde, libró una guerra contra la política económica del
gobierno. En todo su segundo mandato, Prado tuvo cinco ministros de Hacienda.
El primero, Juan Pardo Heeren, apelaba a las emisiones inorgánicas cada vez que
la caja fiscal necesitaba dinero. A la vez mantuvo el dólar en la misma
cotización oficial que había dejado el gobierno de Odría: quince soles. Puesto
que el dólar era la mercancía más barata, la moneda nacional se convertía en
divisas que salían de las reservas colocadas en el Banco Central de Reserva.
El segundo, Augusto Thorndike, encontró las reservas cerca de
cero. Tenía que retirar al Estado del mercado de cambios y dejar que el dólar
encontrara su nuevo valor por la oferta y la demanda. Antes, sin embargo, se
preocupó de abastecer Lima de dólares, mediante pagos adelantados de impuestos
por parte de las grandes empresas extranjeras, con billetes extranjeros que
llegaron en cofres por avión. Al producirse el pánico, los bancos se colmaron
de una multitud que exigía cambiar soles por dólares. Pero los dólares no se
terminaban y, al cabo de unos días de tensión, el público tuvo que volver a
pedir soles por dólares. El dólar llegó a dieciocho soles y se estabilizó por
debajo de diecisiete. Por unos meses suprimió las emisiones inorgánicas, la
célebre maquinita de fabricar billetes como la había bautizado Beltrán en La
Prensa.
El tercer ministro,. Luis Gallo Porras, que además era primer
vicepresidente de la república, fue rápidamente desaprobado por Beltrán. Si no
entendía, no firmaba, y sobre su escritorio de ministro se apilaban varios
metros de documentos fiscales. Hizo funcionar la maquinita con tal frenesí, que
el dólar se le disparó hasta los treinta soles. Cada mañana La Prensa
descargaba su artillería pesada contra el ministro de Hacienda, abrumándolo con
pruebas de sus desaciertos. Producida la crisis, Prado hizo una jugada maestra:
llamó a Pedro Beltrán para que formara un nuevo Consejo de Ministros y lo
presidiera. Tenía carta blanca para corregir la política económica o formular
una nueva. Beltrán aceptó.
Guillermo Thorndike Losada, tomado de su libro Los
prodigiosos Años 60 (Primera edición Mayo de 1993), páginas 38 a 41.
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