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DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

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«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

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UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

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domingo, 15 de diciembre de 2013

Oiga:


TRISTE ES LA MUERTE Y ES MUY TRISTE CUANDO MUERE LA INTELIGENCIA

Nada más doloroso que renunciar a alguien. Y hemos venido a devolverle a la tierra el cuerpo del ingenioso y agresivo prosista que llenara, desde su mocedad hasta ayer, el lugar más destacados y bullicioso del periodismo peruano. Solo para el mañana –señalando por campo toda América Hispana– ha dejado Federico More la tarea, demasiado ambiciosa, de poderlo igualar. Le gusto ser primero. Y lo fue siempre. Nadie uso de la pluma con la habilidad de él, nadie supo hacerse odiar y temer como él y ninguno habrá que haya gozado de la amistad más que el. Caballo desbocado, tuvo ideas demasiada emotivas sobre la realidad social y política; pero, adoro con desenfreno lo que creyó justo. Paso la vida entreteniéndose en decir que lo que más amaba era un crepúsculo, frente al mar, o el silencio infinito de su puna. Lo que siempre hizo fue vivir apasionadamente, buscando sin cesar una trinchera de combate, queriendo- en el mundo de las ideas –unir la luna con la tierra. Fue poeta, en lucha constante por hacer vivir a los hombres dentro de una libre y divertida  discrepancia. Y por poeta, quiso ser político. Lo vencieron la poesía y el humorismo. Ese sutilísimo humorismo   sajón que permite llorar bajo la risa. Vivió entre sueños encantados y chispeantes; que no impidieron, sin embargo, que muy a menudo coincidiera en su trágica angustia por su pueblo con las multitudes, a las que detesto con convicción de aristócrata de la inteligencia. More no entendió de la vida sin pelea…. Y ha caído peleando. Honra a CARETAS el haber sido su última trinchera. Los que hemos estado hasta su fin a su lado, sabemos que no lo mato la muerte. Federico se dejo morir. En un país donde cada día es menos valorada la inteligencia; en momentos en que se han perdido hasta las buenas maneras -de las que el gusto tanto- ; y cuando las posibilidades de rehacer la fe de su pueblo, a base del respeto a la discrepancia, se transforman en seguro temor de tener que continuar en obligada convivencia, no creyó encontrar otro camino que el de dejarse  morir ¿Qué hacia él, eterno discrepante, en un mundo de  silencio?  Como sus amigos, los viejos griegos, se fue sonriéndole a la vida. Junto a Federico enterramos otra esperanza maltratada.

Discurso pronunciado por Don Francisco Igartua, director de Caretas en el Cementerio de Baquijano del Callao, con ocasión del sepelio de Don Federico More. En esta ocasión también hicieron uso de la palabra los señores Oscar Miro Quesada, Emilio Armaza, José Antonio Encinas, Esteban Pavletich y el Dr. De la Puente.

La segunda edición del libro FRANCISCO IGARTUA, OIGA Y una pasión quijotesca, no estaría completa sin la publicación de este memorable discurso.

Fuente:
Caretas, Año V,  28 de Febrero al 14 de marzo, 1955 – N° 60.


viernes, 13 de enero de 2012

Federico Guillermo More Barrionuevo In Memoriam

Colónida, números. 2 y 3, año 1916.

LA HORA UNDÉCIMA DEL SEÑOR

DON VENTURA GARCÍA CALDERÓN

Alrededor del año mil novecientos siete, publicó don Ventura García Calderón un libro, y quedó de modo oficial incorporado a la literatura. “Frívolamente”, ese primer libro, aunque no siempre llega al plagio, siempre se queda en la imitación. Ya es “el Cementerio de los perros”, casi todo tomado de Willy; ya son las cartas de Santa Teresa, donde hay un batiburrillo de Gauthier, Merimée, Gómez Carrillo y Mendés.

Después de este libro, apareció el segundo de tan discutible autor: era una tentativa de historia crítica y de catalogación. “Del romanticismo al modernismo” se titula tal obra. Todo lo que en ella se contiene estaba dicho por Menéndez y Pelayo, Gonzales de la Rosa, La Biblioteca Internacional de Obras Famosas y el señor doctor don José de la Riva Agüero y Osma. Y no vale la pena acometer una obra de esas, cuando se va a hacer simples trabajos de compilación. Para eso, basta un amanuense. Nada nuevo, nada valioso, nada original nos dio el señor García Calderón en ese libro. No hizo ni siquiera antología. Que si esto hace, se hubiera salvado en nombre de un eminente criterio de selección.

Luego tuvimos “Dolorosa y desnuda realidad”, libro de cuentos. La misma historia de hace cinco años. Sin citar a Manuel Díaz Rodríguez, a Clemente Palma, a Rufino Blanco Bombona, a Abraham Valdelomar y a algunos otros máximos cultivadores del cuento en América, debemos decirle al señor García Calderón que nadie tiene derecho para mortificar al intelectual, al simple lector, al hombre curioso y un periodista, con libros comentadores de vejeces, con libros en los cuales no hay sino parisianismo barato, historias de faubourg, champaña de Moulin Rouge y humo del Quartier. Y a veces ni eso, sino vulgares aspectos de amor, de dolor y de placer. No será por culpa del señor García Calderón que el cerebro o los nervios de hombre alguno adquieran algún desusado valor vibratorio.

Precedido de tan pobres heraldos, hoy aparece el señor don Ventura García Calderón Rey con un libro cuyo título dice, pomposo: “La Literatura Peruana”. Y luego un paréntesis que es la cosa más reveladora y risueña: “(1535-1914)”. El libro –llámese así– tiene noventa páginas. Y es la historia literaria de un país en trescientos sesenta y nueve años de vida. A cada año le corresponden menos de tres décimos de página, es decir, menos de doce renglones, pues treinta y cuatro renglones tiene cada página, promediadamente. Esto es lo que en limeño hablar se llama candelejonada. Cítese, por orden alfabético o cronológico a los autores con sus libros y su fecha de nacimiento y muerte, y fecha de publicación de obras, y será posible llenar doscientas páginas. Teniendo en resultado un apreciable diccionario de la literatura peruana o un buen catálogo de biblioteca nacionalista.

Y como el señor García Calderón escribe desde Europa –cuenta que vivimos en continente de rascacueros – y es empleado del Gobierno del Perú y colabora en revistas escritas en francés, cualesquiera que ellas sean, existe el temor de que América y el Perú tengan por cierta la palabra de este autor de tantos libros abominables. Sólo por esto me he resuelto a pergeñar este artículo rectificatorio. Vuelvo por los fueros de mi patria, de su tradición literaria, de mis maestros de ayer, de mis camaradas de hoy, y del nombre de todos en la posteridad. No es justo que cualquiera venga a decir vulgaridades e insidias. No es noble que haya quien abuse de nuestra indolencia. No es intelectual que siendo el Perú el país que hoy vale más en América, si se le considera como nación productora de inteligencia, esté sometido –por nuestra holgazanería o nuestra mal entendida soberbia– a ser mirado a través del espejo convexo o cóncavo –deformador siempre– del primer audaz o del mejor embustero.

Porque el señor García Calderón representa en París los intereses –intereses digo– de determinado grupo literario que hay en Lima, su palabra carece de imparcialidad. Y esto sería bastante, aunque el señor García Calderón tuviese talento. Y porque el señor García Calderón está enyugado por las conveniencias de su círculo, su palabra carece de libertad, y así, aunque su criterio quiera ser justo, su conveniencia le cohíbe a serlo. Para ser juez hay que ser solitario y rebelde, y sin embargo, desdeñoso y humilde; no es concebible un juez a quien su gobierno emplea, un juez vinculado a mil ambiciones y a diez mil intereses. El champaña del Club Nacional y la justicia literaria, el tango en el Casino de Chorrillos y la independencia moral para decir verdades son cosas y hechos perfectamente incompatibles.

Tanta desigualdad y tanto error se agravan al ver que ni siquiera ha sido apto el señor García Calderón para investir de estilo y gracia armónica al pensamiento ajeno, al yerro propio y al convencionalismo creado. Su estilo no tiene ni las pompas millonarias del viejo cervantismo, ni la amplificación llena de boato que supo cautelar, ni la fina y sutil ronda de melodías que en Francia es de todos, ni la sobriedad robusta y dura del pensador que sólo trabaja en mármoles. Ese estilo es la concreción abigarrada de todos los lugares comunes del modernismo. Nos hemos librado del proceloso piélago, del ardiente frenesí, del corazón de roca, de la nave del estado y de todas las antiguallas románticas, para caer en la vida intensa, el contento de vivir, la alta elegancia espiritual, la edad galante, el cínico abandono y otras mil zarandajas que el modernismo nos ha regalado. A vuelta de recriminaciones, hay que declarar al señor García Calderón incapaz de novaciones y flamantes hallazgos; la originalidad y fuerza del decir no tienen más origen que la fuerza y originalidad del pensar. Y quien, como el señor don Ventura, piensa igual a todos, igual a todos ha de decir.

“La Literatura Peruana” se titula el libro, y en su primer párrafo se contienen estos renglones: “en el Perú, más que literatura hubo literatos”; y, dos líneas más abajo: “preferiremos, pues, a la historia de corrientes literarias el orden cronológico de un paseo entre libros”. Ya se ve que el señor García Calderón sabe poner títulos y ser lógico. Quedamos en que “La Literatura Peruana” no es la historia de la literatura peruana, sino “un paseo entre libros”. Cronológicamente y en noventa páginas. Poco menos que un catálogo.

En la página seis encontramos: “limeña fue exclusivamente la literatura peruana, y Lima no es el Perú: algunos dicen que es lo contrario del Perú”. Y diga el señor García Calderón, ¿por qué no tituló su mamotreto: “la literatura limeña”? Después de despotricar diciendo lo ya dicho, no hay razón a ocuparse de Garcilaso, del Lunarejo, de Concolorcorvo, de José Santos Chocano, todos hijos del Perú y no de Lima.

Quien literatura peruana pretende hacer, obligado está a inquirir en el alma de nuestros más remotos ancestrales. Y esos no son los marquesitos putrefactos y esmirriados y las tapadas niñascholescas del coloniaje. Debe subir el espíritu hasta los remotos milenios de los megalitos incaicos. Debe escudriñar en la tradición, oír de boca del pueblo la rapsodia que, desde la boca de lejanísimo ancestral, viene hoy al último retoño de una raza que entre frío y alcohol aún pimpollece. La Biblia y la Ilíada no son sino la compilación genial y divina de la inquietud espiritual que dos pueblos derramaron en consejas. Cuando el señor García Calderón vaya hasta el más helado y agreste rincón andino y escuche de labios del aborigen una y mil leyendas, verá que hay diferencia entre la literatura peruana, honda, triste, fuerte y sobria, y la literatura colonial hecha por frailes, tahúres y andróginos.

Pero el señor García Calderón sería inepto para instruir y fallar en literatura que fuese más medulosa que la colonial. Por eso en su libro “La Literatura Peruana”, el único capítulo donde hay algo de donaire, de sincera picardía, de buen sentido galante y cínico, es en el referente a la Colonia. Se ve que el señor García Calderón aún es colono de España. No tiene una sola característica de republicano, de hombre libre, de ser político operante dentro de las normas activas de la nacionalidad. Que si así fuera, y amara el señor don Ventura las solicitaciones tradicionales de su patria, sabría que en aquellos lustros lueñes y suntuosos del Imperio, hubo un General Ollanta, enamorado y aventurero, que llenó el alma popular con el suceso risueño y terrible de un imperial amor que costó sangre. Y sabría el señor don Ventura que el recuerdo de aquel Ollanta, dominador y galán, aún vive en la herencia espiritual de la raza, y puede consti-tuir el principio de un maravilloso folclore, exuberante de floridas rapsodias heroicas.

Pero ello es que al señor García Calderón le interesan más los frailes de la Colonia, escribiendo loas a la pirotecnia de los festivales religiosos, y los poetas cortesanos y lacayunos hinojados ante el más ridículo gesto virreinal. Y no hay que negar que la frívola picardía y la sensualidad más o menos simulada de aquellos años hallan en el señor García Calderón a un comprensivo. Cómo no si en toda nuestra época de servidumbre nada tuvimos de intenso, de amplio o de alto. El señor García Calderón, al sumergirse en el lago de la Colonia, está tristemente sometido al principio de Arquímedes. Si su espíritu fuera otro, Newton lo regiría; pero para eso es urgente usar de altura y de lejanía y que la masa de uno sea igual a la de lo visto o evocado. Y bien sabemos que la razón directa no puede existir entre don Ventura y la enormidad de nuestra infancia imperial o entre el mismo don Ventura y el grandor tumultuoso de nuestra orgiástica juventud republicana. La república y el imperio están lejos de nuestros escritores chirles. La Colonia, insulsamente fornicadora, baratera y grandulesca, está cerca de esas almas de tela de araña. Y en literatura, la época atrae al escritor en razón directa de la inmensidad y del cuadrado de las distancias dado que existe la inmensidad. ¿Veis como don Ventura no puede estar sometido a la atracción con los incas o con los caudillos y sí a la atracción con los curas y las beatas?

Tan reñido está don Ventura con todo lo enorme y tan carente vive del sentido de patria, que, después de marcar a Olavide, ese llorón demagógico, católico teatralmente reformador, pasa de frente a Melgar y a la época republicana, sin preocuparse del grande y sonoro don José Joaquín de Olmedo. Ni siquiera cita al autor de “El canto a Junín”. Llega a afirmar que nos falta una “Araucana”. ¿Cree el señor García Calderón que “El canto a Junín” no es bronca y candentemente épico? ¿O cree que Olmedo no es peruano? Ya don José de la Riva Agüero, en bello arranque de leal nacionalismo, defiende la peruanidad de Olmedo. Olmedo es peruano como Napoleón francés. Olmedo es peruano porque nació en territorio del Perú, porque fue diputado en el Congreso del Perú, porque a nombre del Perú saludó a Bolívar en memorable ocasión, porque en el Perú y para el Perú fue la más ardua y honda de sus obras poéticas. Y los peruanos debemos defenderle porque él constituye una de las más brillantes y claras glorias de nuestra política y de nuestra literatura. Y don Ventura no lo cita. Y hace historia. Y dogmatiza. Que su cofradía se lo tenga en cuenta.

Precisa perdonar al autor de “La Literatura Peruana” el que compare Lima con Versalles y a Micaela Villegas con la Pompadour. Precisa perdonarle que al “guá, que lisura”, perfectamente cursi, dulzón y fingido, lo llame “adorable de gracia y picardía”.

Y pasemos a la República. Ya desde Flora Tristán se notaba en Lima lo que Paul Groussac constató más tarde: la superioridad de la mujer con respecto al hombre. De ahí que el romanticismo careciese aquí de lo que el mismo García Calderón llama” continuidad en el delirio, sincera correlación de vida y obra”. Eso no podía existir, porque en el Perú nunca ha habido sinceridad. Moda fue el romanticismo, como otrora lo fuera el gongorismo. La superioridad de la mujer volvió a nuestros poetas llorones y no elegiacos. Les dio de Jeremías y de Boabdil, nunca de Byron y Espronceda. Es que aquí la virilidad reside en la mujer; y el romanticismo es virilidad lírica y no añagaza ecolálica de sentimentalidades claudicantes.

Por eso, aquí, muerto el romanticismo –que fue moda–, no ha quedado sino un cínico desparpajo de hombres incapaces de amor y sacrificio. En otras partes donde hay grandes almas, el romanticismo es eterno, porque él es la ternura, la pasión, la generosidad, el arrojo. Y todo esto no lo nota don Ventura: percibe vagamente que aquí el romanticismo fue fracaso y no sabe por qué. Pues por eso: porque no hay romanticismo donde no hay profundidad; porque el romanticismo no es barquichuelo de papel bogante en tazas de agua, sino buque fantasma suelto en vagancia sobre enormes océanos incógnitos; porque el romanticismo es cosa de hombres, y en la isla de San Balandrán que es el Perú no puede existir sino la degeneración del romántico, que es la mujer meliflua, sensiblera y loca por vivir en novela. Apunto estas ideas para que el señor don Ventura las use, si quiere, en su próximo libro.

Y, entre paréntesis, quisiera saber que Bécquer es ese que influyó a nuestros románticos el año 1830. Gustavo Adolfo no puede ser, que, según entiendo, este poeta nació en 1837.

Extráñanse de que en el Perú tengamos la bancarrota política, cuando en políticos acabaron nuestros mejores ingenios; es extrañarse de que los niños salgan tontos Cuando mujeres son las que les educan: en el Perú la literatura nunca fue sino un medio. Los que la hacían y los que la hacen carecieron siempre de honradez y de limpieza de corazón. Era imposible investir de per-fección política y social a un pueblo donde los directores de ideas fueron siempre arribistas e inescrupulosos. Todo esto no obsta para que a don Ventura le llame profundamente la atención nuestro fracaso político.

Luego, el desfile de románticos, una caterva melenuda y quejumbrosa, sin una reciedumbre, sin un gesto fuerte, sin un amplio ademán. Y el señor García Calderón quema el orobías del más cálido fervor en aras de ese aglutinamiento de poetastros gemidores. Y no cita nombres como el de Manuel Castillo, ese arequipeño cuyas odas al Paraguay y al Dos de Mayo significan el más encumbrado alarde de hombría en medio de la fofa y descarnada contextura de nuestro romanticismo.

Paso al catálogo.

Se marca la hora de transición. No aparecen Samuel Velarde y Renato Morales, esos dos faros ebrios de pura lírica.

En ese campoamoriano Samuel Velarde, halló auspicioso refugio la clara vena del maestro de todas las ironías. Sobrio y pulcro en la forma, nada conoció él de los desmelenamientos románticos, y cada uno de sus versos tiene la castidad joyante de la crisálida en el instante mismo de la metamorfosis. Renato Morales supo, antes que todos sus contemporáneos del Perú, las primeras solicitaciones del movimiento que encabezó en América Rubén Darío. Y cuando aún Chocano se envanecía de sus arrestos de romántico y enarbolaba los airones de un verbo hinchado y crespo, ya Renato Morales amaba por sí misma virtuosa música de la palabra y era preconizados de la síntesis fulgente e irremplazable que en “Los Trofeos” tiene definitivos crisoles de gloria .

El señor García Calderón olvida a estos dos peruanos; y en medio de esos olvidos surge la diatriba contra los pobres románticos que cantaban a la Patria y a la bandera. ¿Por qué? La patria decadente y bizantina que es el Perú de hoy, ya no inspira esos arrebatos que sintieran otrora en nobles días de prosperidad nuestros mejores románticos. La Patria, idea cenital –que diría Víctor Andrés Belaunde– ha palpitado siempre en el fondo de todos los verbos de todas las épocas. Y no sólo la Patria. Hasta la política como instantánea manifestación de la patria. Sin llegar a Homero, habrá que recordarle al señor García Calderón ese panfletario que fue don Francisco Gómez de Quevedo y Villegas. Luego, Carducci, Quintana, Rudyard Kipling y D’Annunzio, justifican y enaltecen los fueros de la poesía civil. Entre nosotros, Chocano –el más grande– cultiva aún las glorías de la tierra y de la tradición y las lleva a la rotunda magnificencia polifónica de sus mejores versos. El mismo González Prada canta el novísimo aspecto de la patria: la anarquía. Y, ya en prosa, este maestro hizo sonar sus bronces cada vez que se encontró con cosas de la tierra. Pero Chocano y Prada son los escritores de lo que debió ser un gran pueblo, y nada tienen que ver con esta nacioncilla, que apenas es digna de la entomología. De tal pueblo es hijo don Ventura, y no es raro que le dé risa ver a poetas cantores de la patria. Estamos en el tiempo de los escritores que se adormilan entre los trabajos de laboriosas digestiones y que, pagados por el gobierno, se ocupan en desovillar vulgares malabarismos. Ya pasó la época en que nuestros poetas y nuestros pensadores eran hombres de barricada y de guerrilla.

Después de haber contemplado tan desgraciadamente los aspectos sicológicos y sociales de nuestra literatura, el señor García Calderón aborda la época presente. Nada o casi nada nos dice de la época en que transicionamos del romanticismo a la audacia del arte moderno. No cita a Teobaldo Elías Corpancho, el último romántico de aquella grey destemplada en lamentaciones y fecunda en pelos. No cita a Domingo Martínez Luján, ese mulato insigne, ejemplar extraviado de un arte superior, literato de fina sangre eugénica, y que, en la sátira, en el libelo, en la crónica, en la crítica, en el madrigal y en la oda, escondió siempre ricos e imprevistos tesoros de nerviosismo y de mentalidad. Y fue Martínez Luján quien primero, y lleno de briosa inteligencia, rompió con el romanticismo. Fue Martínez Luján el que trajo –cuando aún eran impresentidas las alas de Chocano– el atrevimiento del arte personal, el fervor por la originalidad, el cariño al punto de vista propio, el deseo de enriquecer el léxico, el amor a la palabra que cada uno –dentro de ciertas relatividades se sobreentiende– juzga y usa como quiere. No cita a Julio Santiago Hernández –político, periodista y sabio en verbales orfebrerías, y que dio a nuestra prensa sentido hidalgo de gramática y sindéresis. Y si Hernández pertenece, porque ya murió, al pasado, Luján tiene, vivo aún como está, al doble aspecto de su papel histórico y de su actuación presente: hoy, casi atrofiado e imbécil, gracias al alcohol –dulce enemigo a quien conozco tanto–, aún derrama en tabernas y esquinas los relieves de su antiguo aticismo, y, anulado cual se halla, vale muchísimo más que el laureado señor Gálvez.

En el último capítulo de su obra, don Ventura trata de los que son –y cuenta que si don Ventura se lo calla nadie lo sabría– las tres más altas figuras de la historia literaria del Perú: Manuel González Prada, José Santos Chocano y Ricardo Palma. Empieza el señor Ventura por decir que Prada nació el 44, Chocano el 75 y Palma el 35. Mentira don Ventura: Prada nació el 48, Chocano el 79 y Palma el 33. ¿No recuerda el señor García Calderón esos versos de Chocano:

“Cuando nací, la guerra

llegaba hasta la sierra

más alta de mi tierra”

y no ve en ellos un claro dato biográfico? Porque, después de todo, nuestra guerra anterior a la del Pacífico fue la del 66, la del Dos de Mayo, y esa no llegó hasta la sierra más alta de nuestra tierra.

Soy de los que creen que con respecto a la personalidad de Ricardo Palma ya se ha dicho todo y que muy avisado y zahorí ha de ser quien nuevo decir intentare, si al buscarle nuevo también le busca cierto y bueno. Ricardo Palma está virtualmente muerto. Pertenece a la historia. Y ya su historia está hecha. Sin embargo, don Ventura arriesga a propósito de la personalidad del tradicionista algo relativamente nuevo; y, como es natural, se equivoca. Dice que Palma representa el fin del romanticismo y la iniciación de orientaciones flamantes. Pero no atisba don Ventura que la tradición no es sino hija de la novela romántica, de esa que diversamente cultivaron el de ““Los Tres Mosqueteros” y el de “Ivanhoe”, y que después, y también haciendo tradiciones, amó ese fantaseador genial y presuntuoso de “El Cocinero de Su Majestad” y de “Las cuatro barras de sangre”. Y la tradición de Ricardo Palma –tradición también hicieron Benito Pérez Galeos y Juan Vicente Camacho– es la hija legítima –y donairosísima por cierto– de esa novela que un día se llamó histórica y que es sólo la expresión genuina de la modalidad romántica. De modo, pues, que el señor García Calderón disparata cuando afirma que la aparición de Palma implica la ida del romanticismo. Por lo demás, el valor de Ricardo Palma no lo discute nadie, por mucho que sea menester depurarlo dentro de un criterio al par que admirativo justiciero.

Tampoco será por el señor García Calderón que conozcamos nada nuevo de Chocano. ¿Qué es gran poeta, cantor de las Américas e influenciado por Heredia y acaso por Leconte de Lisie? Pues para decirlo, se reúne uno con cuatro amigos horteras ante los que se pueda pontificar, y no se publica libros que, para desdicha de los autores, suelen caer en manos de quienes no son horteras.

Y veamos a don Ventura juzgando a González Prada, “el menos peruano de nuestros escritores”, según dice el mismo señor García Calderón.

Prada no es ni más ni menos peruano. Sencillamente no es peruano. Es un gran escritor de Francia, de Alemania, de Escandinavia, desrumbado en tierras de Castilla. Es nuestra primera figura, nuestra única gran figura, porque tuvimos la honra de que en suelo nuestro naciera, no porque nosotros le hayamos dado algo de nuestra alma, ni él haya heredado algo a nosotros parecido, ni nosotros hayamos sido capaces de tomar un destello de su espíritu magnífico. Por la ineludible sugestión del medio, Prada hubo de hablar de nosotros; pero ¡cómo habló! Hasta un extranjero que no conoce el Perú y que no está obligado a ser exacto y verídicamente original tratando del Perú –he nombrado a Rufino Blanco Bombona– sabe del no peruanismo de González Prada. Y ahora don Ventura quiere contarnos novedades.

Y cuida si juzgando a Prada se puede decir mucho no dicho ni por otros urdido. A este gigante olvidado aún no se le conoce. Él nada tiene que ver con nuestra literatura, ni nada nos ha enseñado, ni nada hemos aprendido de su musa y de su prosa. Como que si algo le hubiéramos aprendido, no estaríamos viviendo en pleno Bajo Imperio. Cuando Prada escribió ni tuvo propósitos novadores ni innovó nada. No porque su palabra no era nueva, sino porque para nosotros era antipódica. Quizás dentro de cincuenta años, Prada empiece a innovar para el Perú. Se puede otorgar que haya innovado en toda la literatura hispanoamericana, aunque nada tiene de americano o de español; pero es absurdo pensar que tenga que ver algo con el Perú. Concibo yo a Gladstone reformando novadoramente las formas políticas del África Central, pero no concibo a González Prada enseñando arte puro y original a los peruanos. Mejor es, pues, que coloquemos a Prada al margen de nuestra cochinería, y le consideremos en nuestra historia literaria sólo por el hecho de su nacimiento.

Federico More

(Segunda parte)

Don Manuel González Prada, “ese gallardo animal de presa”, solo y formidable en la vida y el porvenir de América, no necesitaba, después del arduo, profundo y fulgente juicio de Blanco Bombona, que el señor García Calderón le arrojase quince vulgaridades a la cara. Decir -como ya hace once años lo dijo el señor doctor don José de la Riva Agüero- que Prada imita a Luis Menard, es decir injusticias. Cuarenta y un años tenía González Prada cuando leyó a Menard y ya había escrito buena parte de” Páginas Libres” y quizás de “Minúsculas”. Don Manuel no reconoce más maestros que Quevedo, Gauthier y Espronceda ; prescindiendo de esto, no se ve la similitud entre Menard y Prada.

Acorde pues con el señor García Calderón en el no peruanismo de González Prada, he de detractarle en muchos puntos. Coincidiendo con Bombona -con qué gran escritor no coincide-dice don Ventura que mientras “Minúsculas” es joya de subida valuación, “Exóticas” no pasa de ser un tratado de métrica, como ejemplos. ¿Se da el señor García Calderón cuenta de lo que dice? A Blanco Bombona –siguiera porque en “Pequeña Opera Lírica” probó cualidades de gran poeta-se le puede exculpar de extravíos, pero a don Ventura, que hasta hoy nada ha probado, nada se le puede perdonar. Un libro que, como “Exóticas”, tiene composiciones de la excelencia de “Los caballos blancos”, “Los cuervos”, “Prelusión”, los ritmos “ternarios” de la página 38 y muchas otras, es un libro inmortal, tan inmortal como “Minúsculas”, que, no obstante su infinita delicadeza, me gusta menos que “Exóticas”.

“Exóticas” es a la literatura castellana lo que “La clave bien afinada” de Juan Sebastián Bach a la música: la muestra de una alta inspiración encauzada dentro de un ritmo perfecto, y tersa e impasiblemente olímpica. La serie de reformadores se establece así: Pinciano, Juan de la Encina, Luzán, Masdeu, Sinibaldo de Mas, González Prada. Esa es la alta composición del verso. Muerta la doctrina de que la armonía era ciencia y la melodía inspiración, sentado que la calidad de Wagner es netamente melódica -pese al odio que Strauss tiene a la melodía-, establecido que la armonía no es sino la forma técnica de ordenar los vuelos de la melodía, y proclamado por Camilla Mauclair el valor, puro y preciso, de la palabra como expresión musical, el polirritmo Gonzales pradesco es la última forma de la ciencia de hacer versos. Es una violenta y genial sustitución de métodos. Los polirritmos son música, son armonía, son pautas ordenadas bajo el compás de los acentos. Son la, alas de Pegaso sujetas al inflexible yugo luminoso de los dictados de Minerva.

Al Prada prosista, pensador propagandista, no se le puede juzgar en cuatro líneas; don Ventura ni le percibe, ni se da cuenta de lo que vale. Dice lo que ya hemos dicho todos. Apenas acierta cuando afirma que en eel medio, y esto es viejo.

Yo, que siempre esperé que la justicia llegase para la grande y olvidada maravilla que hay en la vida y en la obra de Gonzáles Prada; yo que, como único orgullo de mi vida literaria, he tenido siempre el de mi profunda reverencia para don Manuel en nombre de cuya grandeza y apostolar impolutez romperé “pueblo cuando no lanzas”, yo agradezco a García Calderón que haya dicho una palabra en el concierto de homenajes que América inicia hacia González Prada. Ya el gobierno del Perú y toda la literatura de América se han unido en la pleitesía que el maestro merece, y todo el que tenga una pluma y un ensueño debe presentarse a reparar los treinta años de intriga, infamia y calumnia que han rodeado esa vida y esa obra incomparables del jefe que hoy, ya viejo, siempre debe consolarse viendo que toda una juventud vuelve hacia él las pupilas filiales y comprensivas.

Pero nunca diga el señor don Ventura que él ha visto a don Manuel haciendo compungidas carantoñas para encubrir el desborde de imperiosas lágrimas. Yo sé que eso es ridículo y estúpido. Lucidos estaríamos viendo a González Prada haciendo pucheritos. Tamaña hombría, tamaña serenidad, tamaño orgullo acabando en lágrimas ante don Ventura García Calderón. ¡Habrase visto!

Y tampoco diga don Ventura que don Manuel, mayor de setenta años –que no lo es–, ya no producirá nada: y no lo diga si, a renglón seguido, va a improvisar loas a la juventud y lozanía del maestro. Es tan fácil percibir la contradicción y ahorrársela.

Pero don Ventura no se critica, y, por eso, al tratar de Ricardo Palma, dice que trajo el ingenio de Francia y de Anatole France, y, dos párrafos más allá, que representa la gracia española. Piense don Ventura en la posibilidad de semejante contubernio. Además, no es probable que Palma, cuando escribió sus tradiciones, conociese a France, quien también hacía palotes y no era padre ni de “Los pozos de Santa Clara” ni de “La Isla de los Pinguinos” ni de sus otras obras maestras de irmia.Y creo que no se pretenderá decirnos que el ingenio de Palma es precursor y guía del de France.

Y vamos a la generación presente.

No es Francisco García Calderón el primer escritor, no es Riva Agüero el que le sigue. Aquél es un vulgarizado docente de ideas circulantes; éste es un buscador hábil de gran biblioteca. Ninguno de los dos tiene originalidad, inquietud, don de sugerencia. Ninguno de los dos es dueño de la virtud suprema de un estilo milagroso. Ninguno de los dos es capaz de atumultar ideas y sensaciones en un cerebro fuerte. Ninguno de los dos conduce a la admiración. Se les aprecia.

José Gálvez, Luis Fernán Cisneros, Leonidas Yerovi. Así no se enfila a las gentes. Yerovi es genial, Cisneros encumbrado, y Gálvez una medianía con marca de fábrica. Con la marca de fábrica de un periódico necesitado de servidumbre. Plagió a Villaespesa, a Jiménez, a Darío; escribió epitalamios cortesanos; explotó al pueblo en horas de patriotismo convencional. El mismo García Calderón dice que es un romántico que da vueltas a su noria. Yo no quiero decir cuál es el ser que da vueltas a la noria. ¿Por qué querer galvanizar a ese cadáver que un momento pareció iluminado bajo el mentido reflejo de una flor natural de similor? ¿Por qué involucrarle con Cisneros y Yerovi? García Calderón le lapida y le encumbra. García Calderón no tiene fibra para decir lo que, sin querer, insinúa. ¿Ya ve el señor García Calderón que el champaña del Club Nacional y la justicia literaria son incompatibles? García Calderón no ha leído bien a Ureta, ese gran lírico de verdad, tan sincero como afectado en el señor Gálvez, tan original como el señor Gálvez, es imitador.

Si el señor García Calderón conociera –que ni siquiera les cita– a Renato Morales de Rivera y a Percy Gibson, sabría quiénes son grandes poetas, honra de la raza.

Y olvida a éstos, para decir a José María de la Jara y Ureta,”gran escritor de silueta agarena”, que es como decir: Emilio Cautelar, gran orador que se lavaba con jabón de Reuter. Nada tienen que ver silueta y talento, como nada jabón y verbo tribunicio.

Y olvida a Francisco Mostajo, rebelde, representativo de un pueblo hirviente de ideales truncos; a López Albújar, diazmironiano pleno de efusiones; a Juan Manuel Osorio, cuentero lleno de sutiles requiebros de observación y estilo; a Augusto Aguirre Morales, novelista, poeta en juncalísima prosa constelada de amor, de lucha y de pena; a José Gabriel Cossío, prosador enamorado del viejo verbo castigado y rico de los padres de la Lengua; a Luis Valcárcel, polígrafo inquieto y solicitado por mil hondos pensamientos diversos; a Ángel Vega Enríquez, ensayista abundoso y candente como hierro fundido en altos hornos. Y esta es la juventud que en provincias levanta la bandera de algo que no es el modernismo como don Ventura cree, sino anhelo intelectual, desinteresado y sobrio.

Tampoco cita don Ventura a Clorinda Matto de Turner, soberbio espécimen femenino de lucha, de verdad y de calor de espíritu.

Tampoco cita a Federico Elguera, profundo y ático continuador de la genealogía de satíricos que empezó en Caviedes y, hasta hoy, parece concluir –broche de oro– en ese estupendo y holgazán Yerovi.

Tampoco cita a Andrés Avelino Aramburú, literato, periodista, viejo condal y florentísimo que ha dado a nuestros diarios gentiles formas de decir elegante.

Y se olvida de José María Eguren, nebulosa preñada de luces que sólo ciertos telescopios saben descubrir.

Y dedica dos líneas a Enrique Bustamante y Ballivián, poeta insigne, artista sumo, padre de esos “Elogios” donde desfila toda la pintura galante, mística y hereje de muchos siglos; padre de “Arias de Silencio”, ese florilegio que Rodembach inspiró en hora mirácula de anunciaciones.

Y llama incipiente a Abraham Valdelomar. Incipiente al que ha escrito “El caballero Carmelo”, cuento que don Ventura no hará jamás, cuento que es orientación de nuestra literatura de mañana; cuento donde vivimos nuestra vida, la de nuestras costas llenas de sol, de mar y de sencillez; cuento hermosísimo por el calor humano de su verbo y la técnica de su expresión artística.

Y es tan injusto don Ventura y tan ignorante, que llega a decir que el señor don Julio Alfonso Hernández se inicia. Error, don Ventura: el señor Hernández no se inicia, no sea usted injusto, el señor Hernández ya concluyó.

Y se olvida don Ventura de Florentino Alcorta, ese compósito del alma aristosa de Rochefort, del verbo sombrío de Drumont, del empuje bilioso y perverso de Bonafoux – de Alcorta, ese panfletario digno de inmortalizarse en letrillas.

Y en cambio nos endiosa a don Antonio G. Garland mi estimable conocido, pero en quien no veo mayores excelencias literarias. Apelo a la maligna veracidad del mismo Alcorta.

Y si lo que quiso don Ventura fue elogiar a un joven, ¿qué le impidió citar a Félix del Valle, muchacho calavera por mil conceptos superior al señor Garland.

ENVÍO

Señor don Ventura García Calderón Rey.

Usted no conoce nuestra literatura; usted ha copiado de todo el mundo; usted va de equivocación en equivocación; usted no sabe nada del Perú; usted no posee originalidad ni estilo; usted no tiene sino el bastardo matiz parisino; usted no debe desprestigiamos ante el extranjero. Yo le ruego que haga usted desnudas y dolorosas...vaciedades y que, frívolamente, se entienda con libros franceses. Y déjenos tranquilos, que ya nosotros solos daremos honra a nuestra pobre patria que únicamente cuenta con nuestra humildad de combatientes bien intencionados.

Nunca elogie usted a Sassone, ese empresario de la pornografía.

Nunca diga usted que don Manuel no deja discípulos.

Nunca dé usted sólo dos renglones a tan grandes poetas como José E. Lora y Lora. Nunca se olvide usted de lo que tiene obligación de recordar.

Nunca diga usted que los escritores acabaremos en diputados.

Nosotros, señor, no queremos diputaciones. Nos contentamos con que nos hagan cancilleres de un buen consulado en Europa. Parece que esto da derecho a ser necio, y nosotros apenas queremos tener derecho a ser justos y a luchar lealmente. Que aquí ni esto nos otorgan.

Y en el artículo –aún no sé si próximo o remoto– le diré a usted quiénes son los que se inician.

Federico More

Sin quererlo y por exigencias tipográficas, he de dejar para el próximo número las notas de este artículo. F.M.

viernes, 13 de mayo de 2011

Oiga

Lima, 7 de junio de 1935

Señor don Víctor Raúl Haya de la Torre.

Hoy, Día del Ejército, Día de Arica, día de gloria entre los días peruanos más gloriosos, no debiera ser el más indicado para escribirle a usted que no ama nuestras proezas militares y que piensa en el «compañero soldado» sólo para incitarlo a la rebelión. Pero los acontecimientos, la dolorosa ironía de los acontecimientos, han querido que hoy me toque escribirle a usted esta carta.

Se la escribo, para decirle a usted, una vez más -deseo que no sea la última vez- cuán graves daños le ha causado usted al Perú. No se figure usted que voy a hablarle de la sandez doctrinaria del Apra, ni de la inmoralidad de sus dirigentes, ni de la inconsciencia de sus prosélitos multitudinarios. No. Todo eso lo callarnos por sabido.

Le escribo para decirle que sobre la acción pública de usted, tan breve y tan luctuosa, tan efímera y tan infortunada, pesan dos cargos mortales. Ha suprimido usted a los rebeldes y ha creado asesinos. A los grupos de hombres libres y activos los ha reemplaza­do usted con bandas de fascinerosos. La lucha política la ha conver­tido usted en una pavorosa aventura judicial. Ya en el Perú no hay gobiernistas y opositores. Hay delincuentes y víctimas. Ignoro si usted y sus amigos se dan cuenta del horror de este estado de cosas.

Si, por fortuna nuestra, no estuviera, hoy, a la cabeza del gobierno y al frente de los destinos del Perú un hombre sereno y respetable, un hombre honesto y respetuoso, un hombre tranquilo y firme como el presidente Benavides, nos mataríamos en las calles. Todos, compañero, andaríamos o con el puñal al cinto o con la carabina al hombro. Y de esto, es usted el único responsable.

Si hubiese usted logrado corromper a los hombres y convertir en asesinos a varones de treinta años, acaso le perdonásemos su actuación. Es decir, no se la perdonaríamos; pero la comprendería­mos. Por lo menos, se trataría de crímenes de hombres. Pero ha corrompido usted a los niños. Es usted un violador de conciencias adolescentes. Observe usted lo pavoroso que es todo esto.

Para desgracia del Perú, frente a usted surgieron, en época felizmente concluida, otros tan violentos, tan sanguinarios y tan inconscientes como usted. Y el Perú estuvo a punto de convertirse en una batahola de matarifes dentro de un camal. Esto fue muy breve, porque la inmensa mayoría de las conciencias honradas y de los corazones tranquilos, pudo más que la epilepsia creada por usted. Y concluyó la beligerancia que usted produjo.

Pero después de que el presidente Benavides vino a darnos orden y paz, usted y los suyos fueron los primeros en aprovechar los beneficios de la paz y el orden, usted y los suyos insistieron en el asesinato. Es su método político. En usted, la actividad criminal es congénita.

A la cabeza de sus hordas, ha destruido las tradiciones jurídicas del país, ha pisoteado sus recuerdos heroicos, se ha chingado usted en su dignidad civil, ha roto usted su equilibrio político, ha ensuciado usted su nobleza democrática. Nos ha dejado usted, cívica y espiritualmente calatos y sucios.

Si Leguía destruyó el respeto por la función pública y convirtió en portapliegos a los más altos dignatarios del Estado, usted le ha quitado majestad al pueblo, le ha quitado valor a la masa, ha envilecido usted a la multitud.

Y, por reacción inevitable, ha producido usted el encumbramiento de los ricos necios. En el Perú, ya había muerto el becerro de oro, ese animal hediondo y voraz que tanto prosperó con Leguía. Por obra de las artes criminales de usted y de los suyos, el becerro de oro vuelve a lanzar sus balidos mefíticos y otra vez lo vemos en la prensa y en el parlamento, empeñado en asumir la dirección de los espíritus. Dichosamente, oh, compañero, jamás la animalidad se sobrepuso al espíritu.

Por culpa de usted, tenemos que guardar patriótico silencio los que siempre alzamos, bien alta, nuestra voz patriótica. Entre los ricos necios y los asesinos sin hombría, tenemos que quedarnos con los ricos necios. Son cargantes y fastidiosos; pero no atentan contra la vida de nadie. Nos entorpecerán un poco; nos harán un poco grasos y un poco sórdidos; pero no nos envilecerán nunca. Son gentes digestivas a quienes, a la larga, el cerebro les gana la batalla.

A mí, créalo usted, me da mucha pena ver que, por culpa del APRA, es imprescindible que transijamos con la tontería. Pero entre un tonto y un bandido, no duda ningún hombre de bien. Quién sabe si, por culpa de usted, nos sea preciso terminar hasta en algodoneros.

Acaso concluyamos fundando una casa de préstamos. Triste destino para quienes iniciamos nuestra vida pública oyendo voces patricias.

Yo, joven capitán de niños delincuentes, me formé en la política, escuchando al verbo espiritual de Víctor Maúrtua, las leccio­nes de Javier Prado, la obra de Manuel Augusto Olaechea, ese artista del Derecho Civil. Oí la voz de Nicolás de Piérola y le escuché a don Andrés Avelino Cáceres relatar las campañas de la Breña. Yo, joven capitán de niños delincuentes, conversé, durante siete años, casi todos los días, con Manuel González Prada. Los primeros elogios que escuché en mi vida los escribió la pluma magistral y austerísima de Abelardo Gamarra. Mis compañeros de juventud fueron Abraham Valdelomar, Leonidas Yerovi, Julio Málaga Grenet, José Carlos Mariátegui, César Falcón. Conspiré junto a Augusto Durand y fui testigo de las tumultuosas campañas cívicas de Guillermo Billinghurst, ese hombre tan saturado de pueblo. Lo implacable de la política lo aprendí en Germán Leguía y Martínez, la circunspección distinguida la vi en Melitón Porras, el empuje audaz e inteligente en Arturo Osores, la caballerosidad y el dandismo en José Carlos Bernales. Yo lo conocí a don Ricardo Palma cuando torcía un cigarrillo de la marca «Perú». Yo he bebido en la fuente del ingenio profundo, sutil, encantador de ese maestro de estadistas y de pensadores que es José Balta.

En el extranjero traté a muchas gentes de igual alcurnia mental. Y ahora, cuando mi juventud termina, llego a mi patria, joven capataz de niños asesinos, a presenciar el horrendo espectáculo del crimen convertido en costumbre. Nunca le perdonaré a usted todo esto. Cuando Piérola hacía sus revoluciones, las hacía con una gallardía, con un empuje, con un romanticismo, con una virilidad que sus mismos adversarios admiraban. Era el Caballero Andante de nuestra política.

Quizá habría sido preferible que nunca lo tomáramos a usted en serio. Pero como usted es megalómano y quiere que lo tomen en serio, se ha convertido en gangster y lo ha conseguido. Ya lo tomamos en serio. Todo lo que cae dentro de las extremas disposi­ciones del Código Penal, es muy serio.

Por culpa de usted, José de la Riva Agüero, ese historiador tan distinguido y erudito, tan heráldico, es personaje político. Por culpa de usted es personaje político don Carlos Arenas Loayza, ese Mefistófeles sin Fausto y que del infierno sólo tiene el color.

Carece usted de heroicidad y de grandeza. Carece usted de aristocracia mental y sicológica. El problema del orden público, siempre tan grave en el Perú, hoy es, ante el crimen, el único problema grave. Ya no podemos ocuparnos en mejorar las institucio­nes y las leyes, las costumbres públicas y los hábitos privados. Apenas nos deja usted tiempo para evitar que nos asesinen. Por culpa de usted se ha creado el conflicto religioso y ha desaparecido la universidad.

Usted podrá creer que un hombre que ha producido tantas calamidades tiene grandeza. Y esto es mentira. Tiene dramaticidad, como la tienen un incendio, un ciclón o un naufragio. Es usted deplorable y dramático como un terremoto. A usted, el Perú nunca podrá darle el poder. Es imposible, así como es imposible que la naturaleza le conceda al huracán la dirección del mundo.

Por culpa de usted, nuestras gentes le han perdido el respeto al Poder Judicial y quieren que retornemos a los amargos y remotísimos tiempos en que los hombres se hacían justicia por su propia mano. Y los que aún respetarnos, Ilusos, al Poder Judicial nada podemos decir. Quizá, también, nos llegue la hora de hacernos la justicia por nuestra propia mano.

Por culpa de usted, uno de los mandatarios más austeros, más correctos -en el buen inglés de la palabra-, más bien intencio­nados que ha tenido el Perú, pasa por el injusto e incalificable trance de estar sometido a amargas y apasionadas disputas. Por culpa de usted, le hemos perdido el respeto a lo respetable. Nos ha envilecido usted en grado verdaderamente aprista.

Cuando pienso en la obra consumada por el aprismo, casi me alegro de que estén bajo tierra los grandes amigos de mi juventud y que duerman el sueño eterno mis grandes maestros. Y me da pena que vivan Manuel Augusto Olaechea, Víctor Maúrtua, Manuel Vicen­te Villarán, Arturo Osores, Melitón Porras. Ha encenegado usted a los niños, ha pervertido usted a los adolescentes, ha entristecido usted a los jóvenes, ha desconsolado usted a los hombres maduros y ha ensombrecido usted los últimos años de los viejos.

Ha detenido usted el progreso democrático y el avance liberal y ha prostituido usted, con perversidad infantil, el sentido marxista. Es usted un andrógino de la política, un indiferenciado de la vida pública. Es usted responsable de que vayamos perdiendo el amor a la justicia, ese amor que fue base de la grandeza de Roma y es base de la grandeza de Inglaterra.

Lo único que le falta a usted es inficionar los espermatozoides a fin de conseguir que de los hijos de nuestros hijos nazcan unos fascinerosos. A la mujer, la ha embarcado usted en aventuras varoniles de conspiración y de tramoya pública. Quizá llegue usted a destruir los ovarios de las madres peruanas.

Usted tiene la culpa de que no nos haya sido totalmente posible aplicar la patriótica política financiera del Presidente del Perú. La hemos aplicado nada más que en buena parte. Pero si usted y sus muchachos asesinos no actuasen, los ricos necios no habrían alzado, tan insolentemente, sus voces para oponerse a esa política financiera tan justa y tan exacta y para impedir, felizmente nada más que en parte, su feliz aplicación. Por culpa de usted estamos a punto de que desaparezca la justicia común y la clase media, esas dos grandes conquistas de la civilización en dos mil años de marcha. Cuando la justicia se llama común es porque es para el común de las gentes, porque es justicia de la comunidad; justicia en la cual se refunden los viejos conceptos de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa. Cuando la clase se llama media, es porque se ha conseguido el equilibrio de las clases y se ha logrado ese punto fiel donde todos los hombres igualan sus aspiraciones y sus posibilidades. Por culpa de usted, resurgen la plutocracia roñosa y la justicia no igualitaria, es decir, no común.

Mire usted cuantos daños ha producido. Por culpa de usted, yo no puedo decir ahora las tremendas verdades que tanto necesita el Perú. Usted adulteraría esas verdaderas y las convertiría en mentiras. Haría de ellas un vil acto publicitario. Y yo no puedo ni debo ser su colaborador. Mi indignación contra usted llega a este punto: antes que ser su amigo, prefiero ser oligarca. Como no puedo mentir, me callo la boca. Que caigan sobre usted las desdichas provenientes del súbito engreimiento de los tontos y de la repentina prepotencia de los criminales.

Nosotros haremos cuanto esté en nuestras manos para evitar que la tontería y el delito destruyan al Perú. Al Perú, que vale mas que usted, aunque solo sea por la razón de que usted es el Perú con signo negativo. Si es verdad que lo inmanente se cumple, morirá usted en manos de un niño.

Federico More

miércoles, 28 de abril de 2010

Francisco Igartua: La Prensa

Recuerdos de un reportero

En homenaje a “La Prensa” en su Cincuenta Aniversario, de vida azarosa, cambiante y muchas veces de víctima

Ya han pasado algunos años y mucho –mucho– ha mudado el panorama; sin embargo, recuerdo a “La Prensa” muy cerca. Todavía mi máquina de escribir no se acostumbra a poner comillas a sus costados y a su nombre se alza solo, muchas veces, el teclado de las mayúsculas. Sus escaleras de madera húmeda, su viejo taller y su vieja rotativa; aún las puedo oler a la distancia. Hoy, no sé quienes ocupen esas o aquellas oficinas – la mía nadie, porque ni escritorio tuve– pero, no puedo olvidar la voz tonante, gruesa, con carcajada pulmonar de Pepe Diez Canseco y, menos todavía, la figura triste del Corregidor Mejía, con su sonrisa inmensamente buena bajo la singular nariz de payaso que adornaba su cara redonda. Fui gran amigo del Corregidor, posiblemente el único que tuvo en esos años de “La Prensa”; no sé si por ser yo el más joven de los redactores principales del diario y porque gozaba escuchándole leer sus extraordinarias crónicas culinarias, lo cierto es que me distinguió siempre con particular cariño y me alentaba en el género de la entrevista. “Lo importante es retratar al personaje –me decía –. Y tú lo haces bien”. Con sus ojos brillantes y pícaros, pequeños como de conejo, era un hombre indisciplinado y bohemio, tímido. Nunca alcanzó los halagos de un aumento de sueldo; y los necesitaba, para calmar esos ahogos asmáticos que se entremezclaban en su sonrisa y que le hacían crecer aún más la enorme bemba. El Corregidor nunca fué acariciado por la suerte. José Diez Canseco era distinto. El reverso. Y no fué personaje nuevo para mí en “La Prensa”. Yo ya lo conocía de “Jornada”, el diario que nació con el Frente Democrático y donde me inicié en el periodismo, casi como mandadero. Era la época en que acababan de morir las esperanzas en el Apra; y entre los primeros originales que ordené en los escritorios aún se confundían artículos de Luis Alberto Sánchez y Manuel Seoane con la famosa crónica de Sebastián Fomeque y notas de César Miró, Mario Herrera y otros. En “La Prensa”, el Sebastián Fomeque de Diez Canseco se había transformado en el Coronel Fiestas. Pero, era el mismo personaje que despidiera de la redacción del Edificio República, sin destino fijo, con estas palabras: “Yo soy conservador, amigo de los curas y un gran criollazo”. Su lucha contra el Apra, iniciada en “Jornada” bajo la dirección de Luis Bedoya Reyes y Mario Herrera, continuaba; con el aliento de José Quesada, primero y siempre de acuerdo a la orientación que imprimía a toda la campaña de la derecha contra el aprismo el director de “La Prensa”: Guillermo Hoyos Osores. Fueron el Corregidor Mejía y Pepe Diez Canseco a mi ingreso a “La Prensa” por gestión de Francisco Graña Garland, quienes me iniciaron en la historia y el espíritu de la vieja casa de Baquíjano. Al Corregidor le escuché relatar sus horas de bohemia con Valdelomar y Leonidas Yerovi; y por Pepe Diez Canseco, reunida gran parte de la redacción, supimos de Ulloa, Durand y Cisneros. Los dos habían vivido un poco el ayer. Eran nuestro puente con el pasado. Por eso, he comenzado esta nota rememorando sus figuras; que, además, fueron las de mayor colorido en los años que pasé en “La Prensa”. Pero, otras emociones, más intensas, son las que me ligan a la casa periodística de Baquíjano. Vivía el periodismo peruano en estado de guerra declarada. El cuartel general de uno de los bandos era “La Prensa”, “'La Prensa” de los años 36 a 39, animada siempre por Hoyos Osores. Como Director muchas veces y, otras, compartiendo la dirección con los propietarios que se habían ido sucediendo: los señores Bentín, don José Quesada –principalísima figura en toda la etapa posterior a Leguía— y Francisco Graña, era Guillermo Hoyos Osores la personificación del diario. Ser redactor de “La Prensa”, en ese entonces, significaba tener que vivir con no poco sobresalto. Y éramos pocos, muy pocos. Todos trabajábamos con contagiada pasión; desde Alberto Ferreyros, primer redactor, hasta los correctores de pruebas. Recuerdo las auroras que saludé con el diario fresco en la mano y las horas interminables, de curiosa espera que pasé para releer mis originales que habían sido llevados para las correcciones del Director. En “La Prensa” que viví no pasaba al taller una sola línea de información importante sin el visto bueno de la Dirección. Todo dato debía ser absolutamente confirmado; nada disculpaba no fueran las informaciones de veracidad intachable y el idioma cuidado hasta el exceso. La falta de personal y la escrupulosidad del doctor Hoyos en la dirección ideológica del diario hizo, sin embargo, que quedaran abandonadas muchas secciones, como la policial y aún la de deportes. Fallas en la administración, u otras razones económicas, hicieron imposible se continuara la página literaria que, dirigida por Percy Gibson Parra, llegó en un momento a tener resonancia en el mundo de habla española. “La Prensa” marchaba empujada por la política y señalándole rumbo a las fuerzas de derecha. Tenía aliados circunstanciales, de izquierda, y tenaces incitadores a una bárbara campaña panfletaria, de extrema derecha. A los primeros se les mantenía a distancia. No me será fácil olvidar la prohibición de que Eudocio Ravines, director de un pasquín que aparecía impreso en los talleres de “La Prensa”, subiera las escaleras que conducían a la Dirección y oficinas de redacción: “Demasiado se hace con permitirle ingresar a la administración para que arregle sus cuentas”. Existía un cuidadoso temor a contaminarse. A los últimos, dada su influencia en el Directorio, era necesario calmarlos haciendo uso de la astucia, las dificultades se sucedían y alternaban. Hasta que llegó la gran tragedia: Francisco Graña Garland, el motor de la cruzada, cayó abaleado en la Avenida Perú. Yo estaba a esa hora en la Cámara de Senadores. Esperaba a don Julio de la Piedra para una entrevista sobre el problema tributario en el Contrato de Sechura, por encargo del propio Graña. La noticia llegó incompleta. Se habló de una noche de San Bartolóme y vagando por los pasillos un senador clamaba: “Si han hecho esto con el bueno de Panchito, qué nos espera a nosotros”. En el corredor don Julio de la Piedra me pregunta si ya han capturado a los asesinos... Desorientado, salí a la carrera hacia el periódico. Allí estaba Hoyos Osores amarillo lívido junto a Alberto Ferreyros. Iniciaba en la máquina, con mano temblorosa y los dientes apretados, otro de sus famosos editoriales. “La Prensa” debía seguir su marcha. Al verme entrar, volteó la cara, indignado, y gritó: “¡Y Ud., qué hace aquí!” Desde ahora se encarga de toda la información policial de este asunto. Salga a la calle a hacer su crónica. Mañana sale el periódico". Y salió "La Prensa" con una orla negra inmensa v el editorial que yo vi a Guillermo Hoyos escribir.

Así era “La Prensa” en la que yo trabajé, hace algunos años, y que quiso revivir más tarde en el mismo diario donde me inicié como periodista y conocí a Pepe Diez Canseco, el hombre que me contó cómo eran Ulloa, Durand y Cisneros. Hoy "La Prensa" es un gran diario, moderno, con muchas secciones; y donde después de leer que un padre murió junto con su esposa golpeados por el hijo, con un fierro de un metro y dos centímetros, es necesario buscar la página editorial para saber que es este un crimen horrendo que demanda a la justicia un castigo ejemplar. El mundo sigue su marcha; pero, yo no podré olvidar a "La Prensa" de ayer.

Federico More: La Prensa

Cincuentenario de “La Prensa”

Como homenaje al cincuentenario de “La Prensa” encargamos a Federico More, un artículo sobre la vida de ese diario. Por diversas razones, el distinguido colega se halla en inmejorables condiciones para pintar episodios, escribir sobre personajes y hacer algo de Historia. Fieles a nuestra invariable conducta, publicamos el trabajo, sin quitarle ni ponerle coma. Es lo que hacemos con todos nuestros colaboradores, sin excepción alguna. En otra forma no entendemos la libertad de acción que debe, necesariamente, existir en todo periódico o revista.

Escribe FEDERICO MORE

Cuando, en mil novecientos tres, don Nicolás de Piérola vió que la candidatura presidencial de don Manuel Candamo era imbatible, comprendió la necesidad de tener un gran órgano de prensa que defendiese los intereses y los ideales del Partido Demócrata. Candamo era muy buen amigo de Piérola; pero ante todo, era el hombre fuerte del Partido Civil. El recién nacido Partido Liberal, aun no contaba. Los constitucionales –o caceristas– habían recuperado buena parte de su prestigio y renació el respeto hacia el héroe de la Breña. La Unión Cívica de don Mariano Nicolás Valcárcel, era pobre en partidarios; pero sus dirigentes gozaban de crédito político. El Presidente Romaña apoyaba a Candamo y, por supuesto, todo el Partido Civil. Ante este conjunto de circunstancias, Piérola comprendió que la lucha era absurda. Don Nicolás siempre fue amigo de pedir consejo. Así, cuando deseaba orientaciones jurídicas, iba en pos de don Manuel Pablo Olaechea o de don Ricardo Ortiz de Zevallos. Cuando implantó el Patrón de Oro, se atuvo a la experiencia y al conocimiento de don José Payan. Cuando quiso fundar un diario grande y comprendió que eso era, ante todo, un asunto financiero, buscó a dos hombres de finanzas que, además, eran dos caballeros. Fueron don Pedro de Osma y don José Carlos Bernales. El verdadero creador de “La Prensa” fué don Nicolás de Piérola. Osma y Bernales no fueron sino ejecutores del pensamiento pierolistas. Más o menos a los seis años de fundada “La Prensa”, don Pedro de Osma dividió al Partido Demócrata. Pero retrocedamos un poco. Si alguna esperanza tuvo Piérola de entenderse con Candamo, la perdió al ver que el primer gabinete de Candamo estaba presidido por don José Pardo: y la perdió del todo cuando Pardo ocupó la Presidencia de la República. En mil novecientos nueve, “La Prensa” ya casi no era pierolista, aunque todavía era anticivilista. A los seis años de fundada, había realizado su primer viraje. Después, “La Prensa” ha hecho muchas cosas. Ha sido Liberal y ha sido Leguiísta. Periódicamente hablando, le debemos sorpresas. Y sorpresas escalofriantes. Con motivo de sus Bodas de Oro, lanza una edición extraordinaria. Se supone que, cuando un periódico lanza una edición extraordinaria, les hace un regalo a sus lectores. En la edición extraordinaria de “La Prensa”, lo verdaderamente extraordinario ha sido el precio. Dos soles con cincuenta centavos por ejemplar. Es decir, que los lectores hemos pagado el festejo, los platos rotos y las botellas vacías. Otra sorpresa: cuando, últimamente, el Gobierno emite un Comunicado para demostrarnos que nuestra moneda es buena y sana, que tiene suficiente respaldo y que va a disminuir la cantidad de circulante, “La Prensa” en su columna editorial, elogia el Comunicado; pero, en otra página, nos dice que las reservas del Banco Emisor han bajado en catorce millones y que el circulante ha aumentado en cerca de ochenta millones. Como sorpresa, no cabe duda de que es altamente periodística. Que la entendamos o no, es otro cantar. Otra sorpresa: afirma “La Prensa” que su edición extraordinaria se agotó hasta el punto de no haber podido cubrir la demanda del público: pero nosotros hemos oído pregonar “La Prensa” a las dos de tarde. Quizá se trataba de algún canillita extraviado y que pregonaba el último ejemplar. A “La Prensa” le ocurre lo que ciertas mujeres hermosas que cambian de brazos y no se dan cuenta. Por eso, sin duda “La Prensa” ha tenido tantos directores ilustres. Citaremos a Alberto Ulloa, a Luis Fernán Cisneros y a Enrique Castro Oyanguren. Por la casa de “La Prensa” han pasado Leonidas Yerovi y Abraham Valdelomar. Ha tenido directores que no eran periodistas. Citaremos a don Carlos Rey de Castro y al señor Pedro Beltrán, dos señores dignísimos, el uno diplomático y el otro agricultor. Esto no importa cuando se piensa en que Pasteur no era médico. No cabe duda de que los cincuenta años de vida que tiene “La Prensa”, han sido bien vividos. “La Prensa” estuvo en manos de un aventurero colombiano, el señor Forero. Y es que quien cambia de formas y de brazos, no puede evitar caer en manos de un aventurero. Si causar sensación es el objeto principal de un periódico, no cabe duda de que “La Prensa” es sensacionalísima. Basta leer este título: “Inversiones del Extranjero son necesarias al Progreso de Países Subdesarrollados”. Decir Subdesarrollar es como decir subcrecer. El desarrollo es, siempre crecimiento. También es ampliación. Se desarrolla una tesis cuando se la hace crecer. “La Prensa” es heredera de “El Tiempo” y “El País”, dos diarios que nacieron, vivieron y murieron en brazos del Partido Demócrata. “La Prensa” tiene el ilustre título que le confirió la imaginación del señor Leguía, de haber inaugurado en América, la incautación de diarios. Don Germán Leguía y Martínez, inteligencia esclarecida, conducta pura y alma implacable, quiso que el Gobierno se incautara de “El Comercio”. Pero don Augusto comprendió que eso era un escándalo de proyecciones incalculables. La incautación de “La Prensa” era nada más que un abuso. Lo que quiso el Presidente Leguía era tener un diario propio y, antes que financiar uno nuevo, prefirió incautarse de uno más o menos nuevo. La oposición de “La Prensa” al señor Leguía fué obra exclusiva del propietario del periódico; de don Augusto Durand. Don Augusto Durand fué aliado y colaborador del Presidente Pardo, y cuando Leguía derrocó a Pardo, Durand ocupó el sitio que debió ocupar: fué al destierro y, luego, prefirió la muerte a la transacción. No hace muchos años José Quesada y Guillermo Hoyos Osores le dieron a “La Prensa” elegancia literaria; pero, de pronto, ambos abandonaron “La Prensa” y este diario, tornadizo y cambiante como el viento y como las olas, se convirtió en paladín de nuestra agricultura. Más que de nuestra agricultura de nuestro algodón. Pero, dígase lo que se quiera, un periódico donde han actuado Alberto Ulloa, Luis Fernán Cisneros, Leónidas Yerovi, Abraham Valdelomar, y que ya ha vivido cincuenta años —que es bastante vivir en nuestra accidentada vida periodística— merece un aplauso y un homenaje y yo, hombre de prensa, aunque no de “La Prensa”, brindo, sin reservas, ese homenaje y ese aplauso. Bien los merece un diario que, como quiera que se vean las cosas, ha conocido la nunca vista ni imaginada aventura del papel impreso.

jueves, 7 de enero de 2010

Cascabel - 14/03/1935


CON MUCHO recelo ve el pueblo, que ahora tiene memoria, APROXIMARSE El Proceso Electoral de 1936.

Cuando cayó Leguía, el pueblo tuvo la impresión de que no habían hombres capaces para ponerse al frente de los negocios públicos.

Por eso se tolero que Sánchez Cerro fuera Presidente Provisorio.

Cada vez que Sánchez Cerro –en los primeros días de su gobierno provisional– hablaba a los ciudadanos desde los balcones de Palacio, entre los que escuchaban se percibía una sensación desagradable.

Ese hombre, el Jefe del Estado, el Primer Ciudadano de la Republica, tenía menos capacidad que todos los que formaban la gran masa de manifestantes.

“Las ratas pulguientas” y “los cholos babosos” se daban cuenta de que el Presidente de la Republica veía la paja en el ojo ajeno….

Pero se consolaban diciendo que tenía buenas intenciones.

Rápidamente paso a la historia eso de las buenas intenciones. Los cadáveres de ciudadanos regados en las ciudades y en los pueblos, las prisiones atestadas de gentes que no sabían por que estaban detenidas, eran elocuentes. Ante ese panorama ya no le cupo la menor duda: Sánchez Cerro no tenía ni siquiera buenas intenciones.

Desgraciadamente, el pueblo siguió convencido de que no había hombres. Y cuando tuvo que escoger entre Sánchez Cerro, Haya de la Torre, Osores y de la Jara y Ureta, optó por el peor.

Seguidamente pensó que “mas vale malo conocido que bueno por conocer”.

No tenia confianza en ningún de los otros, a pesar de los limpios antecedentes políticos de Osores y la Jara.

Paso el tiempo. Unas balas destruyeron todo lo malo que habían hecho esas elecciones desgraciadas.

Se inicio una época mejor.

Ahora nos aproximamos nuevamente a un periodo electoral. Otra vez el pueblo tendrá que escoger a su mandatario. Habrá de elegir un nuevo Presidente de la Republica.

Naturalmente, hay muchos probables candidatos. Entre ellos, el señor de la Riva Agüero, don Felipe Barrera Laos, don Luis Alberto Flores, don Luis Antonio Eguiguren, don Amadeo de Piérola, don Julio Egoaguirre, don Roberto Leguía, don Víctor Raúl Haya de la Torre, don Pedro Oliveira, don Guillermo Billinghurst, etc, etc….

Muchos serán los candidatos.

En 1931 fueron solo cuatro.

El pueblo escogió cuidadosamente. Gozo de libertad. Asistió a las conferencias, estudio programas, ingirió folletos y escucho discursos.

Discutió, se culturizo, se hizo moderno.

Y a la postre resulto eligiendo al peor de todos los candidatos.

¿Para que sirven entonces, entonces, las elecciones?

Puede considerarse al político al político elegido como el autentico representante de las mayorías o de los intereses de esas mayorías?

Los dieciséis meses son la mejor respuesta.

Por eso, para 1936, siendo mas los candidatos, y consiguientemente mas difícil la elección, el pueblo esta extraordinariamente receloso.

Teme las elecciones. Teme volver a equivocarse.

No tiene el menor interés, en intervenir en el próximo proceso electoral.

Si en las democracias debe realizarse lo que desean las mayorías, esta vez, democráticamente, debían ser muy pensadas las elecciones del 36. Porque el pueblo no tiene mucho interés.

Sabe que le puede ocurrir lo mismo que en el 31. Y con mayor razón tratándose de que los candidatos son más numerosos y variados.

Y no todos los días se tiene la suerte de que los errores duren solo dieciséis meses.

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Ayer dijo la Prensa

EL COMERCIO”, en su sección editorial, conforme a lo que habíamos anticipado nosotros en nuestra edición de ayer, se ha ocupado, con una extensión fluvial, de los desbordes del rio Huatíca, sin parar mientes, sin duda, en que sus desbordes editoriales, que ni siquiera tienen la fecundidad del légamo del Nilo, están arrasando las sementeras del país.

En su sección, “Lo que pasa en Europa” que lleva como subtitulo “Recordando al Buen Rey”, (¿no será el de los Once Años?), da cuenta de la manera como se ha conmemorado el primer aniversario de la muerte de este soberano.

Hoy, en primera pagina, hay un apreciable anuncio japonés, lo que quiere decir que el nacionalismo se resfría.

Unos telegramas de protesta por el nefasto atentado de San Isidro, han salido en letras muy pequeñitas, lo que quiere nos confirma en nuestra idea de que el nacionalismo del Decano se ha constipado.

En la décima pagina, en lugar perdido, el Decano publica las sugestiones hechas por un Gremio de Trabajadores, a propósito de la construcción del barrio para obreros, iniciativa que ha de tener gran trascendencia social.

En las noticias del extranjero, no encontramos ningún cuadrito seductor.

Registramos dos artículos sobre el Japón (nunca había sobre los japoneses en el Perú). Con toda seguridad que mañana tiene dos anuncios de casas japonesas. (¿Deo Gratias!)

LA PRENSA” se ocupa, dándoles igual importancia, de los aprestos bélicos de Rusia y Japón y de la necesidad de suprimir o morigerar las contribuciones comerciales.

En su sección editorial, y con una amplitud que no la conocíamos sino en el Decano, “La Prensa”, respondiendo a su agrarismo, hace disquisiciones sobre la conveniencia de estimular el cultivo del trigo en las zonas altas del Perú.

Después de ese articulo, “La Prensa” va a venderse mas entre los indios que pueblan las orillas del lago Titicaca.

LA CRONICA”, en su 1era, pagina, por equivocación o por carecer de archivo, ha publicado el retrato de Bernaw Shaw, haciéndolo aparecer como si fuera Venizelos.

Solo al ilustre humorista ingles le pasan cosas como esta. ¡Que cosa dirá cuando al ver “La Crónica”, y reconociendo su retrato, se de cuenta de que el ya no es el mismo, sino Venizelos! ¡Ahora si que va a creer en la trasmigración, en vida, de las almas!


Archivo Revista Oiga - Colección Cascabel

domingo, 3 de enero de 2010

Cascabel - Oscar R. Benavides - 27/04/1935


OSCAR R. BENAVIDES,

General de División, de nuestro Ejército y Presidente Constitucional del Perú, al cabo de dos años de Gobierno, vemos un país laborioso; y ordenado. Saludémoslo.


Archivo Revista Oiga - Colección Cascabel

sábado, 2 de enero de 2010

Cascabel - Como hoy, hace tres años, cayeron los 8 marineros - 11/05/1935


COMO HOY, HACE 3 AÑOS, CAYERON LOS 8 MARINEROS

Hoy, 11 de mayo, se cumplen, justamente, tres años del fusilamiento de los ocho marineros.

Lanzados por la inconsciencia, estas ocho vidas jóvenes y bravías fueron recibidas, inexorablemente, por el odio y la destemplanza.

Desde las 2 y 35 de la tarde del 11, cuando cayeron, convulsionándose, los cuatro primeros marineros, el Perú había entrado en la etapa más sangrienta de su historia, y en la más injusta, en la más incongruente; porque la Justicia había de caer su sanción sobre gente humilde, y en el fondo, inocente.

En suma, el pivote de la sanción se apoyo, lacerante, sobre la vida de los que no tenían una responsabilidad ideológica y concreta de sus actos. Por primera vez en el Perú, so pretexto de Justicia Social, se había de lanzar a la marinería desde la impunidad, desde el ajetreo anonimizado, a los hombres humildes y trabajadores, abono del campo, energía de las fabricas, elementos del Ejercito y de la Armada.

Con el romanticismo, jamás los jefes y directores de movimientos eludieron su responsabilidad y su cabeza, con el Materialismo Histórico, mal dirigido y peor aplicado, los líderes mandaron a la matanza a los oscuros y a los humildes.

Y la prueba de que esos marineros sublevados no actuaron por cuenta propia, y de que no repetían la hazaña trascendental y responsable de un Potemkin, es que, dueños materialmente de la armada, careciendo de una orientación autónoma, que les habría dado fuerza, cayeron indefensos, como niños. Mientras ellos, bravos y decididos, cumplieron con el plan, los otros, escondidos o lejos, carentes también de orientación y absolutamente huérfanos de responsabilidad, no aparecieron.

Empujaron a los bravos con tal intención de explotar su triunfo o su muerte. Porque quien no acompaña a sus amigos para morir, los negara tres veces desde el poder. Y los acontecimientos posteriores a cual más crueles y sangrientos, se encargaron, objetivamente de confirmar esta apreciación.

Por lo que toca al bando contrario, diremos que pocas veces en la historia un gobierno confundió tan lamentablemente e inútilmente, la crueldad y el ensañamiento con la justicia. ¡Esos ocho hombres cayeron porque les toco la balota negra! Y, a la hora de morir, cuando Vidal, Pozo, Gamarra y Arrué, eran llamados por la voz del oficial; cuando doce soldados apuntaron a los cuatro marineros, ni uno de los fusiles, como es uso en estos casos, había sido cargado solamente con pólvora, a fin de que todos los que iban fusilar, tuvieran la posibilidad y la esperanza de no matar. Y lo mismo había de ocurrir, minutos mas tarde, cuando Medrano, Hoyos, Dejo y Ojeda habrían de reunirse con sus otros cuatro compañeros, de quienes solo un disparo los separaba…

Entre tanto, en Lima, en el Perú entero a esas mismas horas, se sentía una pesadez mortal… … … … indecible, una desconfianza inenarrable.

En una de las calles de Lima, que los transeúntes circulaban silenciosamente, como sombras, una mujer del pueblo, arrodillada; y con los brazos abiertos, como para no dejar escapar a las aceras ni un átomo de piedad, simboliza el dolor del humilde: era la madre de uno de los marineros.

Y allá, en la Isla, en el montículo aquel del camposanto, dicen que al día siguiente o días después encontraron, exhumado en actitud de reptar a uno de los marineros enterrados.

¡La tierra le fue muy ligera a ese pobre marinero que no acabo de morir!

Si los Once años contenían en germen tantos elementos de discordia y disolución, para comparar sus consecuencias no encontramos sino en la literatura algo que pueda dar, concretamente una idea de tan singular fenómeno. Nos referimos, al caso del señor Valdemar, de Edgar Poe, al señor aquel, que, muerto hace mucho tiempo, y debido al estado de hipnosis en que se encontraba, parecía burlar esa ley ineluctable, la de la descomposición. Pero en cuanto se retiro la fuerza hipnótica, ese cadáver, en menos de un minuto, como si todas las energías de la tierra y todos los corrosivos se le disputasen, quedo convertido en grumos, en hedionda gelatina y en podre.

Ante esas ocho victimas, Vidal, Pozo, Gamarra y Arrue; Medrano, Hoyos, Dejo y Ojeda: ante el error que ha de ser el abono de la experiencia, depositemos, tanto más grande cuanto que ellos fueron humildes, lo mas adentrado de nuestra piedad y de nuestro recuerdo.

F.M


Archivo Revista Oiga - Colección Cascabel