Por José Victorino Lastarria
El Ministro Portales no se había
preocupado demasiado con la expedición. Otra idea antigua en su mente le había
dominado, la idea de llevar la guerra al Perú, como un medio de ocupar
útilmente la atención de los chilenos, afianzando el poder de su partido y
llenando la esperanza que abrigaba de poner orden en aquella república, como
creía haberlo puesto en Chile. Los triunfos de Santa Cruz le habían alarmado,
la organización de la confederación Perú-Boliviana le infundía temores por la
suerte de los estados débiles que iban a quedar alrededor de aquel coloso, la
pretensión de hacer un puerto de depósitos en Arica le preocupaba por el
porvenir de Valparaíso, la injustificable suspensión decretada por Orbegoso del
tratado de Chile con el Perú, que había ratificado el gobierno de Salaverri en
enero de 1835, y la expedición de los chilenos expatriados le habían irritado.
Portales dejaba de ser un simple mandón: las circunstancias habían despertado
su patriotismo y le convertían ya en hombre de Estado, que extendía sus miras
mas allá de su gobierno, que salía de la órbita estrecha de un tiranuelo y
aspiraba a mantener la dignidad de su patria. Una nueva faz de su vida pública
empieza aquí, y en ella se manifiesta, más activo, más fecundo, más atrevido,
que cuando se ocupaba solamente en perseguir liberales, como que la política
exterior le presenta un campo más franco a su arbitrariedad.
El 13 de agosto, cuando zarpaba
la Monteagudo para Chiloé, salía también muy secretamente para el Callao la
Colocolo y el Aquiles, al comando de don Victorino Garrido, con la orden de
apoderarse de los buques de guerra peruanos que encontraran, a fin de
retenerlos como prenda de paz, hasta que nuestro gobierno recibiera del de
aquella nación las explicaciones y reparaciones adecuadas a la ofensa que le
había hecho, amparando la expedición del general Freire.
Al mismo tiempo se promulgaba la
ley de navegación, y se sancionaba la de 16 de agosto, autorizando al
Presidente de la República para aumentar la fuerza naval con seis buques más, o
con mayor número si con acuerdo del Consejo de Estado juzgase haber motivo o
temor de guerra; y a más facultándole para levantar un empréstito de
cuatrocientos mil pesos para llenar el presupuesto de marina. El Ministro
Portales tomaba a su cargo levantar este empréstito, repartía esquelas y
empeñaba en ello todas sus relaciones y valimiento. En el ministerio y entre
sus agentes íntimos se notaba una actividad inusitada. El periódico oficial
escribía largos y bien dispuestos artículos para probar que el gobierno peruano
había mandado la expedición de los chilenos contra nuestra independencia. El
gobierno activaba el juicio formado contra los expedicionarios y mandaba
igualmente formar otro acusando de alta traición a los que habían hecho en ese
tiempo un préstamo al general Rivaguero, ministro de Orbegoso, porque se
suponía que el dinero prestado había sido destinado a la expedición.
En el Callao sucedían en la misma
época acontecimientos singulares. El Aquiles había llegado allí el 21, dejando
a la Colocolo en Arica, y a las doce de la noche echaba al agua ochenta hombres
en cinco botes bajo la dirección del capitán Angulo, los cuales tomaron
sucesivamente al abordaje, pero sin resistencia, y de sorpresa, la corbeta
Santa Cruz, el bergantín Arequipeño y la goleta Peruana, únicos buques de la
escuadra del Perú que había allí en estado de servicio y cuyas tripulaciones
gozaban a esas horas del sueño más tranquilo que puede un militar tomar en el
seno de la paz. A las dos de la mañana, esa nueva escuadra de Chile estaba
fondeada fuera de tiro de cañón, y más tarde su comandante oficiaba al gobierno
peruano diciéndole que su inexplicable conducta había obligado al de Chile a
tomar por su propia defensa aquellas medidas, para retener los buques como
prenda de paz y devolverlos quizá, si se le daban satisfacciones suficientes.
Al mismo tiempo entregaba a los oficiales y marineros que no habían querido
continuar en los buques apresados, sirviendo a Chile, y pedía que se permitiera
embarcarse al Encargado de Negocios y demás chilenos que desearan salir del
Perú.
Santa Cruz estaba ya en Lima de
Gran Protector de la Confederación, que acababa de quedar definitivamente
constituida por la asamblea de Huaura, y su primera providencia fue la de
aprisionar al Encargado de Negocios de Chile, y embargar tres buques mercantes
chilenos. Pero muy pocos minutos después dio libertad al primero y cambió
enteramente de actitud, procurando entenderse pacíficamente con el encargado de
las fuerzas navales de Chile, con quien a los pocos días celebró una esponción,
dejándole retirarse con los buques apresados, con tal de que no continuase sus
hostilidades. Santa Cruz no quería la guerra, y persuadido de que necesitaba
primero organizar la Confederación, comenzó desde entonces a procurarse un
arreglo por las vías diplomáticas con el gobierno de Chile, que obstinado en lo
contrario, negó redondamente su aprobación a la esponción.
La guerra estaba ya resuelta en
el ánimo del gobierno, y el apresamiento de los buques, ejecutado sin
reclamaciones anteriores y sin las condiciones de cortesía y diplomacia que el
derecho hace precisas, era una prueba concluyente de ello, porque era una
hostilidad que solo podía justificarse por el estado de guerra. Nuestro
ministro en el Perú se había limitado a reclamar que se formase una sumaria
indagatoria para averiguar quiénes habían formado la expedición de los
chilenos, y negándose a ello el encargado de las relaciones exteriores del
Perú, se había debatido largamente el reclamo, sin pasar adelante y sin reclamar
en forma sobre la expedición. Pero el ministro Portales no entendía de
fórmulas, ni se sujetaba a las reglas del derecho: él repetía que Chile era la
Inglaterra de América y que por consiguiente no debía profesar más derecho de
gentes que la fuerza, ni necesitaba de más declaraciones de guerra para
castigar al gobierno peruano.
Aquel acto de filibusterismo, que
cometido por los norte-americanos habría espantado al mundo y nos habría
autorizado para llamarlos piratas, elevó la dotación de la escuadra chilena a
ocho buques, sin necesidad de invertir el empréstito levantado: cinco de ellos
eran peruanos, la Monteagudo, el Orbegoso, la Santa Cruz, el Arequipeño y la
Peruana, y a los tres meses se aumentó este número con la corbeta Libertad, que
arrancada por dos de sus oficiales del poder de sus jefes, desertó y vino a
ponerse al servicio de Chile. El gobierno premió esta defección tan provechosa,
tal vez con más liberalidad que la de los marineros de la Monteagudo, a quienes
por ley de 6 de septiembre, se dieron seis mil pesos de gratificación, a más de
quinientos a cada uno de los cabecillas Rojas y Zapata, a los cuales también se
concedió una pensión vitalicia de doscientos pesos anuales.
Los últimos meses de 1836 fueron
para el ministerio de gran laboriosidad. El de relaciones exteriores empeñó con
el plenipotenciario de la Confederación Perú-Boliviana una larga y prolija
discusión diplomática sobre las complicaciones que traían divididos a los dos
gobiernos; el del interior propuso al congreso el proyecto de ley del régimen
interior y el de procedimientos judiciales en causas ejecutivas, y dio varios
decretos relativos a la administración de justicia; el de hacienda se consagró
a la reglamentación de la ley de reconocimiento de la deuda interior y a la de
varios negociados de rentas: y el de guerra a la organización de las fuerzas
navales y terrestres, de un modo imponente y calculado para inspirar serios
temores al futuro enemigo.
El 10 de octubre, pendiente aún
la discusión diplomática, y como si el gobierno de la Confederación no se
empeñase, como se empeñaba, en arreglar la cuestión pacíficamente, sometiéndola
a un arbitraje, se promulgó la ley que autorizaba al Presidente “Para que en
caso de no obtener reparaciones adecuadas a los agravios que el Perú había
inferido a Chile, bajo condiciones que afianzasen la independencia de esta
República, declarase la guerra al gobierno de aquella, haciendo presente a
todas las naciones la justicia de los motivos que obligaban al pueblo chileno a
tocar este último recurso, después de estar colmada la medida de los
sacrificios que había consagrado a la conservación de la paz”. Esta ley era un
verdadero ultimátum, cuya notificación se encargó a un ministro diplomático,
don Mariano Egaña, que marchó al Perú escoltado por la escuadra nacional, y que
declaró efectivamente la guerra. El congreso ratificó esta declaración en ley
de 26 de diciembre de 1836, fundándose en que el Presidente de Bolivia,
detentador injusto de la soberanía del Perú, amenazaba la independencia de las
demás repúblicas Sudamericanas; en que el gobierno peruano, colocado de hecho
bajo la influencia de Santa Cruz había consentido, en medio de la paz, la
invasión del territorio por un armamento de buques peruanos destinados a
introducir la discordia y la guerra civil en Chile; y en que el general Santa
Cruz había vejado, contra el derecho de gentes, la persona del ministro público
chileno.
No cabe en nuestro propósito
hacer la historia de aquella guerra, que es tarea de largo aliento y que por
otra parte sale de los límites de la época del hombre público que tratamos de
juzgar. El Ministro Portales la concibió y la emprendió con un atrevimiento de
que no hay ejemplo entre los políticos mediocres que han regido la República
después de los fundadores de la independencia; y aunque en un tiempo no fue la
empresa aceptada por la opinión pública, ni tuvo él la fortuna de consumarla y
de hacerla aceptar, empeñando el orgullo nacional, forma ella sin embargo su
gloria y el mejor testimonio de la energía de su carácter y de la fecundidad de
esa inteligencia clara que había recibido del cielo para hacer la felicidad de
su patria, si las pasiones políticas no lo hubiesen extraviado en el sentido de
la arbitrariedad y del despotismo. La historia, que le considera como una
víctima de tan funesto extravío, debe también reconocer la gloria que conquisto
en sus últimos días.
José
Victorino Lastarria. Don Diego Portales. Juicio Histórico: 11. Capítulo:
XI. Pág. 11 de 14
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