Dejaba atrás aquella esquina mil veces transitada por mí. El Comercio pasaba a ser una línea más en mi currículo.
Pensé primero en Francisco Igartua. No puedo explicar por qué.
Flaco, colorado, parco. Ya he dicho muchas veces que mi papá compraba Oiga y que por eso yo estaba al tanto de la admiración que Paco sentía por Miguel de Unamuno.
También sabía de su descomunal persistencia periodística.
De eso me di cuenta con las investigaciones sobre el comando paramilitar Rodrigo Franco y la inservible maquinaria china con Joy Way a la cabeza. Como ciudadano de ninguna ciudad, Paco era la configuración humana de cualquier fraseo de Unamuno en una hoja de papel.
Lo recuerdo como un dibujante nato, un diseñador practiquísimo que no se hacía bolas con el exceso de fotos ni el exceso de textos.
Lo veía siempre trazando líneas con un lápiz, borrando y repintando. Repintando y calculando al ojo el crecimiento de las fotos cuando el cierre empezaba a sacar tarjetas rojas. Cada revista era un trabajo de fina orfebrería.
Diagramé a su lado un informe que se titulaba jocosamente: “Están naciendo nuevos cartelitos”. Y obviamente se refería al narcotráfico, tema recurrente en mi carrera. Manché una foto con tinta azul, no se molestó conmigo.
“Consigue otra al tiro. Y lávate las manos, hijo”.
Paco iba al grano, no dudaba. Generaba tesis e hipótesis cada minuto y no las abandonaba jamás.
Eran días de guerra para mí. Sin dinero. No recuerdo como iba a Oiga y menos cómo regresaba a casa. Tampoco puedo confirmar si llegué a ir a clases durante los meses que estuve en Oiga.
Debido a la intolerancia de Alberto Fujimori y de Vladimiro Montesinos, Oiga cerró y yo estuve hasta el final.
Pero sí recuerdo que almorzaba gracias a mi hermano Ítalo, quien tenía su oficina en la avenida Canaval y Moreira, también en San Isidro.
Enigmático, siempre encerrado en su poncho, paseaba por las tardes en ese larga berma de la calle Paseo Parodi en San Isidro, el último local de Oiga.
Lo extrañé mucho desde el 2005, cuando me empecé a topar con jefes decididamente torpes y expertos con la pelota y la franela.
Hace poco, un ex redactor de la revista Oiga, me dijo que había una idea en la mente de algunos periodistas que formaron parte de sus prusianas redacciones. Hacerle un busto y colocarlo en un parque de San Isidro. Emocionado y con la cabeza a mil por los recuerdos, pensé en ese preciso momento que Francisco Igartua merecía el bronce suficiente como para ser mostrado a cuerpo completo.