Fue por teléfono y hablando que recibí la noticia de mi asesinato, horrible suceso que según mi comunicante, ocurrió en Chosica, en la mañana del lunes 18 de noviembre de 1935. El teléfono de mi casa y el de mi oficina sonaron ininterrumpidamente durante muchas horas. Las gentes querían saber algo acerca de mi cadáver. Se que algunos teléfonos policiales y ciertos teléfonos gubernativos también trabajaron bastante ese día. Dada la modestia de mi persona y el prosaísmo de nuestra edad, ya estoy en condiciones de no envidiar los funerales de Carlos V.
Creo, como enseña el viejo Homero, que la muerte nos viene de los dioses. Se que, cuando deba de llegarme, me llegara. Lo único que deseo es que no suceda por la vía infame de manos de defraudador o de bala de asesino. No temo ser asesinado, porque nada he hecho en mi vida que merezca el asesinato. Los hombres mueren como viven.
Nada autorizaba la noticia de mi asesinato. Yo no había tenido ningún disgusto personal ni había sido victima de ningún ataque frustrado. El rumor carecía de motivos razonables. Y, sin embargo, corrió por todo Lima. Esto revela que padecemos una grave alteración de la conciencia. Suponer que el resultado de un debate político, de una polémica periodística y de un litigio judicial deba ser, necesariamente, la muerte, por asesinato, de la parte que más violentas y dolorosas verdades formulo –en este caso, de la única parte que dijo verdades– es suponer que hemos vuelto a la caverna y que la tribuna, la prensa, y el juzgado carecen de importancia y de necesidad. Este grave mal es obra de los dieciséis meses y del Apra. El atentado contra Sánchez Cerro, en Miraflores, y el horrible suceso de San Lorenzo, son el principio de nuestro retroceso moral. No recordemos el resto. Trujillo, Cajamarca, la Plaza del Hipódromo, el cura masacrado en Huancavelica, el doble crimen de la Plaza San Martin. Pavoroso historial, tremendo drama. Actores y personajes, son, siempre, o apristas o sanchistas.
Por eso, nos hemos acostumbrado a que el asesinato sea el final obligado de toda la discrepancia. Esa es la obra de los Flores y de los Melgar, de los Diez Canseco y de los Steer. De tal modo resulta explicable que la gente considere poco menos que ineludible mi asesinato. Pero esto demuestra que estamos viviendo un momento de salvajismo y que es preciso que todos nos empeñemos en poner fuera del orden social no solo a los asesinos sino a los que creen que el asesinato es la ultima instancia. Yo también se que quieren asesinarme o, por lo menos, darme una paliza de proporciones tales que valga por una puñalada. Solo que, en el caso de la paliza, la puñalada seria a varios días vista. Se que quieren asesinarme. Y me cuido discretamente. No me cuido con temeroso exceso, porque se que la muerte proviene de los dioses y porque no me da la gana de tener miedo de que me asesinen ni los sicarios del sanchismo ni los búfalos del Apra.
F.M
Archivo Revista Oiga – Colección Cascabel