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Pedro Gerardo Beltran Espantoso |
Hombre rico, Beltrán vivió rodeado de bohemios con los bolsillos
agujereados mientras La Prensa se convertía en el matutino de mayor circulación
en el país. A la hora en que los periodistas llegaban a trabajar, ya Beltrán
había revisado cuentas, sostenido conciliábulos políticos o dictado el conjunto
de ideas que darían sustento a la siguiente edición. Si el contenido del diario
flaqueaba, si bajaba el estilo, si se perdían primicias, si incomprensiblemente
El Comercio ganaba una noticia, Beltrán reactivaba su escuelita de las ocho de
la mañana. Significaba una hora menos de sueño para todos. Ni siquiera pasaban
una taza de café. Con la cavernosa entonación que imprimía a su voz para
manifestar disgusto, Beltrán examinaba un ejemplar de La Prensa en el que ya
había subrayado imperfecciones o historias desperdiciadas o datos que no eran
exactos. Se portaba como un crítico sanguinario, malhiriendo las pequeñas
grandes vanidades reunidas en una sala de redacción donde sólo se movían las
moscas. Había de todo en ese conjunto de maltrechos héroes de la noticia, gente
de paso que había sufrido descalabros personales, hombres de otras profesiones
que recalaban en La Prensa por necesidad, periodistas por vocación, escritores
sin fortuna, juerguistas, ex sacerdotes, asilados que no quisieron volver a sus
patrias, unos cuantos bígamos y cuentistas y también jóvenes ambiciosos, para
quienes recién empezaban los caminos. Beltrán exigía más noticias, mejor
escritas. Todo siempre más temprano. En la escuelita se discutían reportajes y
estilos y también se leían piezas de buen periodismo, antiguos y memorables
despachos de agencias noticiosas, artículos que Beltrán había coleccionado de
su diario favorito, The New York Times, y hecho traducir al castellano, y hasta
el testimonio de corresponsales como Dos Passos o Hemingway. A las nueve en
punto, muchas veces furiosos con Beltrán, sus periodistas salían en busca de
historias únicas e irrepetibles, ignorando que para el jefe competían con James
Reston en plena batalla de Inglaterra, con Clifton Daniel desde Moscú o con el
formidable Arthur Krock revelando las complicadas claves de Washington D.C. Y
es que Beltrán, que escribía con precisión y lentitud, usando una pluma fuente
y papel membretado, había aprendido el negocio de los diarios directamente
arriba, gracias a su amistad con Arthur Hays Sulzberger, que en 1960 seguía
siendo el conductor del Times neoyorquino. Pero las eminencias del Times,
aunque a veces influyeran en los destinos del mundo, estaban fuera del alcance
de las asombrosas experiencias atesoradas por Beltrán en La Prensa. Ante un
fenómeno de mortandad de patos marinos, ningún reportero del Times hubiera
entrevistado a un patólogo. Ni el Times hubiese anunciado ocho muertos en un
espantoso descarrilamiento cuando apenas se había encontrado los cadáveres de
seis maquinistas y brequeros, sólo por la suposición de que todo tren lleva un
mínimo de dos pavos a bordo. A nadie en el Times lo desafiaban a duelo, según
el Código de Honor del Marqués de Cabriñana, simplemente porque alguien no
estaba de acuerdo con un editorial. Y al Times nunca había llegado una gestapo
sudamericana para apresar a toda la plana de editores y enviarla cuarenta días
a una prisión isleña, en castigo por reclamar elecciones limpias.
Beltrán, hombre rico, tenía que soportar el acoso de truhanes
que gastaban todo su salario en una noche de juerga. Las planillas se pagaban
cada quince días, pero a los siete llovían peticiones de préstamos y adelantos.
A quienes estaban endeudados, no les podían alargar el crédito. Salvo una
tragedia familiar, una auténtica emergencia, las reglas tenían que ser
cumplidas. El tesorero de La Prensa era un hombre de hielo, redondo e
inexpresivo, que escuchaba inmóvil las historias más dolorosas sólo para
contestar siempre la misma palabra: no. Escuchado el veredicto, quedaba la
apelación ante el propio Beltrán, con la ventaja de que Beltrán era La Prensa
además de Beltrán, un hombre rico. Pero el hacendado estaba hecho de fierro.
Durante diez, doce, aún más años, había tenido que pagar los sueldos de su
bolsillo o pedir la colaboración de amigos como don Juan Gildemeister. Optó por
convertirse en hombre pobre. Como muchos ricos de Lima, Beltrán tenía su ropero
de provincias, al que pasaban los trajes ingleses después de un razonable uso
capitalino. Empezó a usarlos para ir a La Prensa. También eliminó el dinero.
Todo cuanto llevaba en su billetera de cocodrilo era un billete de cinco soles,
unos treinta centavos de dólares, aparte de calderilla en su monedero. El
billete de cinco soles nunca se movía de su sitio. El sencillo servía para sus
tratos con las vendedoras de paltas, tres serranas gordas con trenzas
lustrosas, para quienes Beltrán era un casero simpático que vivía en esa
esquina de la calle Velaochaga, pero nada más. Cuando un pedigüeño insistía en
pedir prestado a La Prensa o a Beltrán, daba lo mismo, el rico hombre pobre
extraía el supremo argumento de su billetera y su paupérrimo contenido. No es
cómo piensa la gente, oiga usted, no es cierto que yo pueda estar haciendo
préstamos, mire cómo tengo que caminar, si apenas tengo cinco soles!
Trabajar en La Prensa era como pertenecer al Times en Nueva
York. Como antes había modernizado la agricultura, Beltrán capitaneó una
revolución periodística. Mientras El Comercio se aferraba a sus tradiciones,
con una primera plana llena de anuncios, La Prensa inauguró un diseño inspirado
en el Herald Tribune. Del Times copió la sección de los bull pen, un conjunto
de hombres mayores, nocturnos, silenciosos, que manejaban el idioma con
sabiduría y buen gusto, que leían todos los artículos y examinaban todas las
pruebas de página. La Prensa nunca equivocaba un nombre, una fecha, la
declinación de un verbo, el uso de un adjetivo. Impuso, además, la objetividad
en el trato de las noticias. La página editorial tenía su propia planta de escritores
que, bajo su firma, podían escribir lo que quisieran. Casi todos habían sido
adversarios de Beltrán. La opinión del diario se expresaba con sencillez que
pronto demostró tener efectos demoledores. En los años cincuenta, La Prensa
quintuplicó su circulación y sus periodistas se hicieron conocidos, pues a
diferencia de otros diarios, publicaba con firma los mejores artículos del día.
Si algunos podían estar en desacuerdo con ciertas ideas de Beltrán, no lo
estaban con La Prensa.
La vida de todos cambió cuando Beltrán casó con Miriam Kropp.
Era una dama rubia, de aspecto conservador, que hablaba un castellano de
California y de quien se decía que era aun más rica que don Pedro. Ya no
tendrían hijos pero se mostraban felices. Miriam no abandonó la ciudadanía
estadounidense, lo que hizo de ella una de las personalidades más influyentes
en la numerosa colonia de su país. En esos días modernizaron la casona de
Velaochaga, sin alterar su arquitectura. Beltrán insistió en agregar un pequeño
ascensor. La anciana residencia estaba dispuesta en derredor de un patio
floribundo, apacible como un estanque en el que flotaran las cabelleras verdes
de helechos extensos como medusas. En la planta alta, protegida por uno de esos
enormes y laboriosos balcones de la Colonia, apenas se percibía el pesado
tráfico de Lima como una distante trepidación. Miriam compartía la cotidiana
frugalidad de Beltrán, que empezó a recortar las horas que pasaba en la Prensa.
Rara vez aparecía después de las seis de la tarde, como antes, cuando revisaba
personalmente la primera plana. Tendieron una línea telefónica directa entre la
casa y la sala de redacción. Después Beltrán hizo arreglar una oficina para su
esposa, que presidía el consejo económico de La Prensa y empezó a supervisar
las páginas de sociales y de noticias culturales.
Cuando Beltrán aceptó conducir el gobierno y se convirtió en
Primer Ministro, acordaron dividirse el periódico. Miriam tomaba a su cargo
todo cuanto no tuviese relación con la política. Esa era la parte de La Prensa
que no se había modernizado totalmente. Las páginas sociales mantenían un
lenguaje acartonado y ceremonioso. Sólo cambiaban nombres, títulos, fechas y
lugares. Todas las bodas, todas las recepciones, todos los banquetes, todas las
fiestas, todo se repetía, idéntico, monótono, adornado por la misma clase de
fotos siempre, imágenes respetuosas, complacientes, favorables, la edad del
visón y de los sombreros con tul, plumas y flores de seda, faldas pecaminosas
que se aproximaban a la rodilla, cejas y bocas espesas. Una que otra joven
provocaba sensación con un nuevo modelo globo o costal, pero el conjunto de
retratos expresaba cierta desalentadora monotonía. Miriam había elegido a sus
propios periodistas, quizás los más jóvenes e irreverentes. Se explicó con pocas
palabras: en esas páginas también tenía que practicarse el periodismo.
El novato editor del boudoir, como fue bautizada de inmediato
la pequeña redacción que trabajaba para Miriam, telefoneó a uno de los
veteranos de La Prensa, que se había retirado como corresponsal en Trujillo. ¿Y
sabe o no sabe usted lo que es una noticia? Se malhumoró el corresponsal. No
esperó explicaciones. Noticia hay en todas partes, sólo tiene que buscarla
siguió el veterano... tiene usted que tratar a esa gente de sociedad lo mismo
que a los personajes de las páginas policiales. Comprendido. Al día siguiente
se eliminaron títulos. Nada de don ni de doña, de señor o señora. Tienen nombre
y apellido, punto. Se busca la noticia, lo nuevo, lo que es distinto.
Periodismo, no pleitesía. Daba lo mismo el caso del monstruo de Armendáriz que
la novia del año. El español que había estado a cargo de sociales, se fue dando
alaridos. Tres señoras antiguas lo siguieron enfurecidas. Se escucharon
tenebrosos pronósticos. La gente bien boicotearía el diario. Dejarían de
comprarlo. Miriam aconsejó seguir adelante. Pronto el estilo de La Prensa se
propagó a esas páginas olvidadas. Se encontró novios que esperaban más de una
hora en la iglesia porque la novia había rechazado el trabajo del peluquero o
porque se malogró el Cadillac de la familia. Otras no estaban seguras de querer
casarse. El deportista Aurelio Moreyra, que se casó con Marita Prado, la mujer
más deseada del país, fue fotografiado desde un árbol mientras vestía el
chaqué. Una joven nerviosa que sufrió un desmayo en el altar, apareció
contrayendo matrimonio sentada en una silla de la sacristía. La Prensa acudía a
todos los eventos para cazar noticias y las publicaba sin misericordia. Las
tres horas que el embajador de Brasil demoró en llegar a una comida en su
honor, motivaron un titular y el soponcio de sus desairados anfitriones. Los
sabuesos se afinaban: la crónica de un baile empezó recordando que la dueña de
casa se había puesto el mismo traje de noche por sétima vez. Y ya estaba fuera
de moda. A la moda de hacía cuatro años se había presentado Vivian Leigh a una
fiesta en la embajada británica, cuando el Old Vic visitó Lima. La noche en que
Lolita Bellveliere, hija de la baronesa de Koenigswater, embajadora de Francia,
se dejó cabalgar por el arquitecto Swen Vallin lo mismo que Anita Ekberg con
Mastroianni en la Dolce Vita, la mejor foto se abrió paso hasta la primera
plana, desplazando a otra sobre unos desórdenes en el Congreso. Miriam estaba
feliz, había derrotado a don Pedro en su propio territorio.
Guillermo Thorndike Losada Los prodigiosos años 60 (Edición
Mayo 1993), páginas 47 a 51.
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