Al llegar a Lima, por simple precaución les pidió a Holt y al corresponsal americano que bajaran los tres juntos.
-Por siaca.
Y los dos asintieron en que la idea era prudente. Lo flanquearían desde la escalera de bajada a tierra.
¡Ni que hubieran sido adivinos!
Al pie del avión lo esperaba a Francisco media docena de investigadores que le bloquearon la entrada.
-Usted no puede ingresar. Debe volver al avión y seguir a Panamá.
El que le hablaba era un zambo alto, colocado detrás de los dos que le cerraban el paso. Otros tres vigilaban de cerca.
-¡Aquí esta mi pasaporte con el visado correspondiente!
-No sé. Es la orden.
-¡Aquí esta mi visa! –grito Francisco apoyado en los dos norteamericanos.
-No puede pasar.
-¿Cómo que no puedo? –y se agarro a los brazos de sus dos amigos-. Si quieren me suben a patadas, Pero aquí se arma un escándalo de los mil diablos y tengan ustedes presente que estos dos señores son periodistas extranjeros que darán cuenta en el mundo del abuso que están ustedes cometiendo. ¡Aquí esta mi visa! Y si quieren –volvió a insistir- me suben a la fuerza, pero en el mundo se sabrá que grado de dictadura hay en el Perú. Estos dos periodistas harán pública su protesta por lo que están viendo.
Del brazo de Holt y del corresponsal del New York Times, comenzó a caminar por la explanada. Los policías comenzaron a desconcertarse…
Los tres siguieron avanzando hasta llegar al hall de la Corpac. Detrás de la barandilla de metal dorado estaban Ella, Doris y su hermana Mima.
De pronto el se separo de los norteamericanos y salto la barandilla. La cogió del brazo a Ella y los cuatro salieron corriendo a la calle. Tomaron un taxi y el ordeno:
-A El Comercio, a toda prisa; cobre lo que quiera.
El que hubiera estado hablando de El Comercio hacia unas semanas, justo en ese mismo aeropuerto, fue lo que le dio la idea. El periódico tenia la puerta abierta día y noche y la policía –que con toda seguridad los iba seguir de inmediato- no se le ocurriría que buscaría refugio en un periódico. Para los de la “secreta” trataría de asilarse en una embajada y las embajadas siempre tienen sus puertas cerradas…
Exactamente, a los pocos minutos, dos autos policiales lo seguían de cerca. Ella lo agarraba fuertemente de la mano, mientras el pensaba como salir a la carrera del auto y como meterse a la dirección del diario o, mejor, a la jefatura de la redacción, que era la de mas fácil acceso.
Se cambio de sitio con Doris para quedar junto a la puerta derecha del auto. Desde allí, de un salto, estaría dentro de El Comercio. Y así fue. En segundos, Francisco se hallo en la oficina de su viejo amigo Emilio Armaza, jefe de redacción del diario de La Rifa desde poco después que salio de La Prensa junto con Francisco. Armaza contestaba en ese momento el teléfono. Y antes de que colgara el fono, irrumpieron en la oficina los policías. Dirigiéndose a Armaza lo conminaron, mostrándole sus placas:
-El señor tiene que salir de aquí, nos debe acompañar.
-Perdón señores -respondió Armaza después de terminar su conversación telefónica-, el señor Igartua esta aquí de visita. Ha venido a ver a don Luis Miro Quesada y no saldrá hasta que no termine su reunión con don Luis.
-Pero…
-No hay nada que añadir. Además, a don Luis no le agrada la presencia de los policías en la reducción. Por favor, señores afuera, si quieren en el hall de la entrada o en la calle.
Todo esto lo decía Armaza sentado en su escritorio, inmutable.
Los investigadores se retiraron desconcertados, cabizbajos.
Francisco, mudo, seguía sentado frente a Armaza.
-Don Luis ha dado orden de que no te dejemos sacar de aquí. Ni siquiera a la fuerza.
A los pocos días el mismo don Luis Miró Quesada le explico a Francisco que, al momento de salir del auto, lo vio su cuñado, García Irigoyen, y en un ese instante lo llamo por teléfono y él a su vez, de inmediato se comunico con Armaza. Ocurrió, por suerte, que todos estaban en sus puestos al lado del teléfono y que los aparatos se encontraban desocupados.
Eso de “ni siquiera a la fuerza” no era una frase; al poco rato apareció, con su caminar cansino y su pelo plateado, Rolando, el hombre de confianza de don Luis y jefe de la seguridad interna del periódico. Lo acompañaban varios guardias armados.
Ese día y el siguiente los pasó Francisco encerrado en El Comercio, durmiendo en una oficina del segundo piso que se habilito como improvisado dormitorio. Solo lo visitaba, Ella, Doris y su hermana Mima, con quienes almorzaba y comía.
En todo ese tiempo no apareció un Miró Quesada por el periódico.
-Cualquier incidente –explico después Don Luis- con cualquier miembro de la familia hubiera agravado innecesariamente la situación.
Toda la manzana estaba rodeada de investigadores y policías mientras el periódico negociaba con el gobierno.
Pero en la prensa de Lima no se publicaba una línea de lo que estaba ocurriendo.
Solo al tercer día apareció el doctor Guzmán Marquina, presidente de la Asociación de Periodistas, amigo de Francisco, con la propuesta de solución: en compañía de él, representante del gremio Francisco visitaría al Ministro de Guerra, general Romero Lobo, en su casa de Barranco, no en el Ministerio. Y allí mismo el jefe de la Policía de Investigaciones y el jefe del Resguardo Aduanero le darían ingreso oficial al país. Así quedaría concluido el incidente y no se tocaría más el tema. Mejor dicho el “incidente” quedaría silenciado.
No eran épocas con posibilidad de ponerse bravo. E, indudablemente, El Comercio intervenía con sus buenos oficios patrocinando un acuerdo sin ganadores y perdedores.
Francisco acepto y, en compañía de Doris Gibson, visito al general Romero Lobo. No hubo problemas para salir de El Comercio. En la mañana había desaparecido el cordón policial de la manzana. El introductor ante el ministro fue el doctor Guzmán Marquina.
Hubo sonrisas, chistes y alguna broma sobre Alejandro Esparza Zañartu, el factótum del Ministerio desde la Dirección del Gobierno, a quien el acuerdo había marginado, queriendo, al parecer, hacer notar que el ministro no estaba pintado en la pared. Aunque lo más probable habría sido que Esparza no quiso dar su brazo a torcer y al final transo con un “hágalo con otro”. Tampoco El Comercio era santo de la devoción de Esparza, pero a tanto no podía llegar su prepotencia.
Sacar a Francisco asaltando el periódico hubiera sido demasiado. El escándalo internacional habría tumbado al Gobierno de Odria.
Al jefe de la Policía de Investigaciones, que aseguro estar dispuesto a dar la vida por su ministro, el general Romero Lobo le respondió con una broma muy sobria que lo dejo muy mal parado. Fue algo como “no afirme eso, señor, porque no lo voy a querer a mis ordenes; no desearía ser responsable de la muerte de tan eficiente funcionario”. Al final se sirvió una copa y, previas palabras de Guzmán Marquina, brindaron “por el feliz reingreso al Perú -aunque algo irregular- del director de Caretas”.
Todo, sin embargo, quedo silenciado. Nada de lo ocurrido se hizo público. El siguiente editorial de la revista fue una especie de “como decíamos ayer”. Francisco se limito a una pequeña referencia al “obligado viaje a Panamá”. La correspondiente compuesta de El Comercio sobre el tema fue parecida.
De este modo se inicio una estrecha amistad entre Francisco y don Luis Miro Quesada. Una amistad que nació, quien sabe, no tanto por el hecho mismo del asilo como por la mutua por la mutua simpatía que surgió espontáneamente durante la charla que sostuvieron después que pasaron los “incidentes”, Ocurrió en la visita de cortesía que Francisco le hizo a don Luis en su despacho de la Calle La Rifa.
Aunque de temperamentos muy diversos y hasta disonantes en algunas posiciones, Francisco quedo subyugado por la recia personalidad de don Luis, por su sutileza para enfocar los temas y los problemas, su rápida percepción de las situaciones políticas y su prudente accionar cuando se trataba de asuntos que consideraba fundamentales.
-En cuestiones de libertad de expresión hay que ser siempre categóricos y no callar ningún atropello a la libertad de prensa. Siempre hay que protestar por la prisión o la deportación de un periodista, sea quien sea este (la única excepción, por razones muy personales –el Apra había asesinado a su hermano y a su cuñada-, eran los apristas). La protesta por lo demás colegas es una especie de seguro para uno mismo.
Y siguió en tono muy confidencial, sabiendo seguramente que unos meses antes, en un apuro que tuvo Francisco con la policía, La Prensa de Beltrán no lo dejo refugiarse en su local:
-Por ejemplo, no le extrañe a usted que, tal como van o van a ir las cosas, puede caer en la cárcel el señor Beltrán. Eso no ocurriría conmigo.
Pareció voz de adivino porque, pocos años después, cuando La Prensa se paso a la oposición y reconoció que la dictadura no es un sistema apropiado para el desarrollo equilibrado de un país, don Pedro Beltrán y su gente fueron tomados presos y encarcelados en la Isla, en El Frontón.
Su percepción del futuro, sin embargo, no lo dejo vislumbrar algo muy remoto: el atropello a todos los diarios y al propio don Luis, en mil novecientos sesenta y cuatro, cuando el Perú, gobernado por el General Velasco, corrió el riesgo de volverse otra Cuba.
De esa larga charla, que fue una verdadera lección de periodismo político; de sapiencia en el manejo de las vanidades humanas; de estrategias a emplear frente a las prepotencias de los poderosos y a las debilidades morales del enemigo; de inteligente hurgar en la capacidad del adversario; desde aquel entonces, el joven Francisco y el viejo don Luis fueron tejiendo una muy bella y calida amistad.
Tampoco se podría, sin embargo, no tomar en cuenta para entender esa relación el hecho mismo del asilo. Se trataba de algo que, por un lado, debía enorgullecer a El Comercio y que, por otro, había impedido que Francisco fuera a caer de nuevo en el insoportable asador panameño. Por primera vez en la historia del periodismo, el edificio de un diario, igual que las catedrales de la Edad Media, había servido de asilo a un perseguido
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