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DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA

DORIS GIBSON PARRA Y FRANCISCO IGARTUA ROVIRA
FRANCISCO IGARTUA CON DORIS GIBSON, PIEZA CLAVE EN LA FUNDACION DE OIGA, EN 1950 CONFUNDARIAN CARETAS.

«También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo a parte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y Oiga, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de 1948, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año 50. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras». FRANCISCO IGARTUA - «ANDANZAS DE UN PERIODISTA MÁS DE 50 AÑOS DE LUCHA EN EL PERÚ - OIGA 9 DE NOVIEMBRE DE 1992»

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«Cierra Oiga para no prostituir sus banderas, o sea sus ideales que fueron y son de los peruanos amantes de las libertades cívicas, de la democracia y de la tolerancia, aunque seamos intolerantes contra la corrupción, con el juego sucio de los gobernantes y de sus autoridades. El pecado de la revista, su pecado mayor, fue quien sabe ser intransigente con su verdad» FRANCISCO IGARTUA – «ADIÓS CON LA SATISFACCIÓN DE NO HABER CLAUDICADO», EDITORIAL «ADIÓS AMIGOS Y ENEMIGOS», OIGA 5 DE SEPTIEMBRE DE 1995

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LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU

LIMAKO ARANTZAZU EUZKO ETXEA - CENTRO VASCO PERU
UNIVERSIDAD DEL PAÍS VASCO

«Siendo la paz el más difícil y, a la vez, el supremo anhelo de los pueblos, las delegaciones presentes en este Segundo Congreso de las Colectividades Vascas, con la serena perspectiva que da la distancia, respaldan a la sociedad vasca, al Gobierno de Euskadi y a las demás instituciones vascas en su empeño por llevar adelante el proceso de paz ya iniciado y en el que todos estamos comprometidos.» FRANCISCO IGARTUA - TEXTO SOMETIDO A LA APROBACION DE LA ASAMBLEA Y QUE FUE APROBADO POR UNANIMIDAD - VITORIA-GASTEIZ, 27 DE OCTUBRE DE 1999.

«Muchos más ejemplos del particularismo vasco, de la identidad euskaldun, se pueden extraer de la lectura de estos ajados documentos americanos, pero el espacio, tirano del periodismo, me obliga a concluir y lo hago con un reclamo cara al futuro. Identidad significa afirmación de lo propio y no agresión a la otredad, afirmación actualizada-repito actualizada- de tradiciones que enriquecen la salud de los pueblos y naciones y las pluralidades del ser humano. No se hace patria odiando a los otros, cerrándonos, sino integrando al sentir, a la vivencia de la comunidad euskaldun, la pluralidad del ser vasco. Por ejemplo, asumiendo como propio -porque lo es- el pensamiento de las grandes personalidades vascas, incluido el de los que han sido reacios al Bizcaitarrismo como es el caso de Unamuno, Baroja, Maeztu, figuras universales y profundamente vascas, tanto que don Miguel se preciaba de serlo afirmando «y yo lo soy puro, por los dieciséis costados». Lo decía con el mismo espíritu con el que los vascos en 1612, comenzaban a reunirse en Euskaletxeak aquí en América» - FRANCISCO IGARTUA - AMERICA Y LAS EUSKALETXEAK - EUSKONEWS & MEDIA 72.ZBK 24-31 DE MARZO 2000

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martes, 31 de marzo de 2009

RETRATO DE UN AMIGO por FERNANDO FLORES ARAOZ - Edicion: Estefanny Saez Prince

Un día de octubre de 1986, en el Malecón de la Reserva 247 empezó un mundo nuevo para Don Francisco Igartua Rovira, conocido por ese entonces como un periodista defensor de la democracia y la igualdad de derechos.

Don Paco, como todos le decían, y Pedro Aramburu, uno de sus entrañables amigos, fundaron en ese lugar el Club Vasco, institución que con el tiempo se convirtió en refugio de la comunidad vasca y de todo aquel peruano identificado con ella.

En este lugar, Don Paco pasó los mejores momentos de una vida ya trajinada. Todos los martes y jueves a partir de las 7 de la mañana, llegaba acompañado de su chofer Manolo, quien lo escoltó por varios caminos de sus días.

Aquí, por las tardes y luego de una buena comida, el bar se veía repleto de diplomáticos, periodistas, personajes bohemios con quienes compartía más de una aventura; pero lo que más le deleitaba era su infaltable vino.

Jugaba con las cartas españolas mientras compartía sus experiencias. Para sus amigos el juego dejaba de ser un acto rutinario para volverse interesante, porque cuando empezaba a contar sus historias todos quedaban encandilados.

Don Paco fundó la revista Oiga para combatir la corrupción e injusticia social que desde entonces pululaba en Lima. Entre los años 1950 y 1995 se formaron y pulieron cerca de 300 periodistas, todos de la escuela de Don Paco. Quizás más de uno lo recuerde no sólo como un jefe sino también como un humanista, demócrata y luchador de la igualdad.

Recuerdo muy bien una anécdota que escuché de uno de los ex trabajadores de la revista que describirá muy bien la calidad moral de este personaje.

Se acercaba la navidad de un año no registrado y Don Paco pidió la relación de todo el personal que en ese entonces trabajaba en Oiga para obsequiarles ropa y canastas de víveres. La asistente encargada de esta labor llevó el cálculo y le informó que eran 60 los trabajadores; pero él, al darse cuenta de que ella no había contado a todos, le dijo: Te has olvidado de la persona que nos trae las impresiones, del que lleva los recados, del personal de limpieza, de los chóferes, etc. Don Paco siempre se percató de cada uno de los trabajadores de esta revista que fue como su segundo hogar.

Uno de los amigos del Club Vasco, Jon Guarrochena, relata que Don Paco era un apasionado de su linaje vasco. Por ello decidió formar el Congreso de la Comunidad Vasca en el Perú, para defender a capa y espada el planteamiento por la Paz Mundial. Con el tiempo, acudió a tres congresos de la comunidad vasca realizados en San Sebastián cada 4 años. En esas oportunidades no se cansó de recordar que fue en el Perú donde se formó la primera comunidad de vascos a nivel mundial.

Paco Igartua, acompañado por su prima Niní Ghislieri, Alfonso Hermoza, Jesus Reyes, Jose Reyes, Gloria Fernandez, Magaly Medina entre otros

domingo, 29 de marzo de 2009

MI PRIMO PACO por Nini Ghislieri - Oiga 09/11/1992


En esta nota, Nini Ghislieri revela pasajes desconocidos de la vida de su primo Paco Igartua; son una sarta de anécdotas, algunas conmovedoras, que contribuirán al mejor conocimiento de uno de los más importantes testigos y protagonistas de nuestra historia actual. Las fotos son inéditas. Eso sí, estamos seguros que, de haber estado aquí, Paco no hubiera aprobado su publicación.

La figura de Paco, en­trando y saliendo de nuestro hogar en La Punta, cuando éramos niños, nos trae mu­chos y nostálgicos re­cuerdos. Su presencia no era la de un primo cualquiera, lo sabíamos por el trato especial que mamá le dispensaba y el cariño que, comparti­do con su hermana Mima y nuestro pri­mo Lucho creció entre nosotros, desde entonces y para siempre.

Había escuchado que Paco y sus her­manos hablan tenido una vida azarosa en la primera parte de su infancia. Hijo de padre vasco y madre peruana descen­diente de catalán y genovesa, su lugar de nacimiento había sido el cálido pueblito de Chosica, desde donde su familia, bus­cando un lugar donde echar raíces, se trasladó a la provincia andina de Aija, en el departamento de Ancash. Allí permanecieron unos años y allí nacieron sus hermanos menores, mientras su padre administraba un rico fundo de la región. Cuando éste falleció víctima de la terrible enfermedad de Carrión (la verruga pe­ruana), se trasladaron a la casa de la abuela materna, en la plaza Grau de El Callao.

Era muy comentado entre la familia, que los chicos lgartua al llegar hablaban fluidamente el quechua entre ellos, a tal punto que el nombre de Laco, uno de sus hermanos, proviene de la palabra 'yacu' que significa agua en nuestro lenguaje vernacular. Como es de suponer, pasa­ron entonces por una difícil etapa de adaptación a las costumbres costeñas, y a los hábitos del nuevo hogar.

Paco empezó a asistir al colegio de los Hermanos Maristas de El Callao, desde donde regresaba todas las tardes tan su­cio y con las ropas tan destrozadas que su madre lo amenazaba con vestirlo con costales y amarrarle a la cintura los útiles escolares para que no los perdiera, como sucedía a menudo. Al parecer, la facha de Paco no era tanto consecuencia de riñas callejeras, que no iban con su carác­ter, sino de las travesuras de pesca y otras aventureras incursiones que realizaba con su primo Lucho y un grupo de ami­gos a la boca del río, la parte rural y agreste que aún poseía El Callao de esa época. Los zapatos mojados y el deterio­ro completo del uniforme eran conse­cuencia de su paso por los pantanos y matorrales que con su pandilla hacían para llegar al sitio donde muere el mile­nario río.

A pesar de sus palomilladas, Paco sintió siempre, como hijo mayor que era, el deber de velar por sus hermanos Her­minia, Laco y Mima. Un sentimiento que se profundizó, sobre todo, hacia su her­mana menor a raíz de la trágica desapa­rición de su madre, una mujer extraordi­naria.

Siendo aún joven estudiante de secun­daria decidió hacerse seminarista, respondiendo a lo que él creía era una ur­gente vocación religiosa. Esta decisión lo llevó a viajar a Chile, de donde tuvo que regresar por problemas de salud y porque ya se habla diluido su juvenil deseo voca­cional.

Regresó entonces al colegio de los Hermanos Maristas para culminar sus estudios, reincorporándose también así al seno de sus queridos amigos chalacos y a su inseparable compañero, el primo Lucho Empezaron, entonces, las inquietudes propias de la edad, los paseos por el Malecón, las retretas y los espec­táculos de varieté en el Edén cine. Cuan­do les preguntaban en casa por qué llega­ban tan tarde, invariablemente la res­puesta era: "Nos encontramos con una fiesta en el camino....”

Al terminar la secundaria ingresó a la Universidad Católica con la intención de estudiar Derecho. Sin embargo, sus mar­cadas inclinaciones hacia el periodismo (por esa época comenzó a escribir en Jornada y en La Prensa) lo hicieron abandonar la carrera de las leyes para emprender un oficio en el cual encontró su verdadero destino, su propia realiza­ción.

De ahí en adelante la vida de Paco es una historia conocida. Pero nosotros guardamos el recuerdo de un Paco juve­nil, de muy buen porte, sujetando siem­pre en su mano un cigarrillo que parecía interminable, dispuesto a dar todo lo que tenía si era necesario. Como también a olvidarse, involuntariamente, de peque­ñas cosas como la de llevamos al cine que nos había ofrecido o ira comer la prometida butifarra.

Su mente andaba en otros asuntos, no siempre podíamos contarle, por ejem­plo, que teníamos un nuevo patinete, pero eso no impedía que, de vez en cuando, aceptara vestirse de cura para el bautizo' de una de nuestras muñecas o nos enseñara el juego de la pelota vasca. También nos enseñó, desde cuando éramos pequeños, que sostener una idea no sólo consiste en exponerla acalorada­mente en una discusión, sino que había que defenderla aunque pudiera costar la libertad y hasta la vida. Esto lo vimos y lo vivimos con angustia en varias ocasiones en que era perseguido por el poderoso de turno. Si bien la tía Juana, entonces, le aconsejaba no meterse en este tipo de problemas, en el fondo lo comprendía y nosotros lo admirábamos, como lo hace­mos aún hoy día.

Paco también nos divertía con hechos insólitos. Era muy común que se encontrara de pronto sin dinero en el bolsillo (costumbre que no ha perdido a pesar del tiempo), lo cual lo llevaba muchas veces a tener que pagar la carrera del taxi que lo llevaba a casa con su corbata, su correa e incluso, en ocasiones, con-sus zapatos. (Todo dependía del lugar de dónde venia, y lógicamente La Punta no estaba preci­samente muy cerca de Lima, que era su centro de actividades). "¡Imagínate lo que ha hecho este muchacho!", comentaba la tía Juana y nosotros escuchábamos y nos reíamos en silencio, porque en el fondo nos encantaba las cosas que hacia nuestro primo. Su presencia en casa fue siempre sinónimo de vida, de alboroto de Inquietud intelectual y sensibilidad artística contagiantes. Además, cuando se metía en la cocina preparaba unos platos deliciosos. Mi mamá y Paco eran, todo un binomio en el arte culinario familiar, afición que ha mantenido y enrique­cido con los años.

No puedo dejar de recordar su agita­ción el día que llevó a casa una lista de posibles nombres para una revista que fundaría días más tarde con su compañe­ra de ese momento, Doris Gibson. Al final el nombre elegido fue Caretas y en ella volcó, entonces, todo su genio crea­dor y varios años de intensa vida bohe­mia y de periodismo.

Esta es, en síntesis, la imagen que guardo de mi primo Paco, una imagen de otra época que ha cambiado muy poco En esencia, para nosotros, es el mismo un hombre único que va dejando una huella muy clara de su capacidad en el oficio (él nunca acepta que el periodismo pueda ser una profesión), de la claridad de sus ideas y principios, de ser como hombre y como periodista En tres palabras, un primo excepcional. (Nini Ghislieri)

NACIDO PARA JODER por Juan Gris - 09/11/1992


Toda una vida dedica­da tercamente -y no sólo por su origen vas­co- a defender su ver­dad y a hacer del perio­dismo una trinchera para combatir la injus­ticia, la inmoralidad y el abuso del poder. Un combate librado muchas veces solo. Este es Francisco lgartua Rovira, natural de Chosica, pero que bien pudo nacer en Oñate, tierra de su padre, en Euskadi.

Paco –así lo llamaron desde niño- pasó sus primeros años de vida entre las montañas y nevados de la cordillera Negra, en Ancash. Sus padres fueron a vivir allí, en el corazón de la sierra peruana. Era en realidad un grupo de familias de origen vasco que se embarcaron en un romántico proyecto para hacer agricultura, alenta­dos por los frailes de un convento de la localidad provenientes de Aranzazu. Allí, Paco aprendió el quechua antes que el castellano, aunque lo olvidó con el correr del tiempo.

Años después, retornaron los lgartua a El Callao, donde se radicaron Allí vivían los Rovira, conocidísimos en nuestro pri­mer puerto desde que llegaron de España a comienzos de siglo. Paco y su hermano menor Laco estudiaron en el colegio de los Maristas, frente al castillo del Real Felipe. Ellos y sus dos hermanas hablan pasado por el dolor de perder a su padre, quien murió muy joven, en las serranías de Ancash, como consecuencia de la enfer­medad de Carbón (la verruga), pero con­taba con un grupo familiar muy unido, con su tía Juana y sus primos Vega Rovira, que fueron como hermanos para Paco. Desde entonces, ya él se revelaba como una persona rebelde, alegre pero difícil.

Al comenzar la década del 40, luego de una larga residencia en Chile, ya se encuentra Francisco Igartua en las aulas de la facultad de Letras de la Universidad Cató­lica, ubicada entonces en la plaza Francia. Era un joven espigado, pecoso, de fino bigote negro. Paco tenia ya metido en la sangre el virus del periodismo, ese que, jamás y felizmente, no se cura. Es en el periodismo, su auténtica vocación, donde vuelca su pasión, espíritu agresivo y su cultivada inteligencia. Es una época de lecturas voraces e insomnes, con las obras quechua, de Miguel de Unamuno como libro de cabecera. Paco ejerce la profesión periodismo desde el año 1942. Medio siglo de trayectoria constante, pertinaz.

La bohemia no está ausente del periodismo. Mucho menos, en aquellos años a través de ella y de sus lecturas, Paco desarrolla una sólida cultura, aprende a analizar la vida y sus gentes, le toma el pulso al Perú de sus primeros años de periodista.

Ingresa, en 1944, a formar parte del selecto equipo periodístico de ese célebre semanario que fue “Jornada”.

El Perú vuelve a la normalidad

Corría el año 1946. Paco Igartua continuaba en ‘Jornada’, a pesar de los contratiempos de las entrevistas a Góngora Perea. El mariscal Benavides, gestor del “Frente Democrático”, había muerto a los pocos días del triunfo de Bustamante y Rivero. Un triunfo logrado con el apoyo del APRA. Se pensaba que este partido había evolucionado y entraba a compartir el poder con espíritu democrático y conciliador. No fue así y la historia es conocida.


Lima era entonces una ciudad limpia y agradable. La plaza San Martín casi hermosa. Pero, en las 'peñas' de intelectuales periodistas y artistas que se reunían al anochecer se velan negros nubarrones en el horizonte. Entre rondas de chilcanos, ya sea en Cordano, el bar Zela o Romano, Paco Igartua compartía su mesa con Sérvulo Gutiérrez, Juan Pardo de Zela, Alfon­so Tealdo y a veces Juan Ríos, entre otra gente pensante. AIIí diría algún día el poe­ta Martín Adán, luego del golpe de Odria, que 'el Perú volvió a la normalidad'.

Paco tenía sus manías o, si se quiere, supersticiones. Acostumbraba llevar invariablemente un billete de cien soles -que sí vallan en esa época- escondido en un calcetín. Las bromas menudeaban entre sus contertulios (Ahora lleva unos cuan­tos billetes verdes como cábala en su bille­tera).

El reía con las bromas, pero su mente estaba puesta por entonces en el gran reportaje que le quería hacer a Víctor Raúl Haya de la Torre. Logró comunicarse con Haya y, no sin insistencia, logró que le diera la cita en las oficinas de 'La Tribuna'. Allí acudió acompañado de Sérvulo Gutié­rrez y dejó el pliego de preguntas tal como se lo había indicado Haya, quien disculpó su inasistencia por haberse presentado una crisis ministerial. Al día siguiente lo recibiría personalmente y le daría las res­puestas. Al día siguiente fue lgartua solo a la cita. Volvió a disculparse Haya y a la salida, en el patio, seis búfalos lo atacaron, cobardemente, a mansalva. En esos mo­mentos de trifulca, el providencial ingreso del torero Alejandro Montani, quien gritó 'iQué pasa aquí!', detuvo por un instante a los matones y Paco logró escapar rápida­mente de la manada, abandonando el lo­cal.

El incidente dio pie a que Igartua alega­ra que la entrevista se había realizado, pues la cachiporra habla sido la respuesta a sus preguntas. E insistió en que 'Jornada' publicara lo que él escribió. Se lo negaron. Por lo que Igartua renunció, Pero, 'La Prensa', enterada del hecho, -reclamó el escrito y lo publicó; luego también lo hizo ‘El Comercio’. Igartua estaba ya en la lista negra del PAP. Fue así como Igartua in­gresa a la redacción de ‘La Prensa’, donde completó su formación periodística. Ahí se encontró con un gran amigo mayor, Guillermo Hoyos Osores, excelente co­mentarista político, de sobrio y elegante estilo. lgartua comenzó a dar el gran salto de reportero a editorialista.

Noches inolvidables las del diarismo en Baquíjano. Cuando terminaba su labor acostumbraba dirigirse al 'Grill Bolívar', la más elegante boite’ y restaurante de esos años, centro de reunión de 'todo Lima' en la década del cuarenta. Sabía que allí en­contraría a su gran amigo Paul Grinsten. También recalaban allí Sérvulo Gutiérrez y Esteban Pavletich. No todo era buena charla, escocés y diversión. Cualquier ocasión es buena para hacer periodismo, cualquier ambiente es propicio. Y Paco, en el Grill Bolívar, realizó un sensacional reportaje al canciller argentino Ivanisevi­ch, uno de los hombres de confianza de Perón. Estaba alojado en el hotel y bajó una noche a la boite’. Los tragos menu­dearon e Ivanisevich se fue de boca. Sus revelaciones a lgartua causaron escozor en su Cancillería y mortificaron al propio Perón.

La nueva era
La vida del periodista está siempre ex­puesta a cambios súbitos, queridos o no. Paco -siguiendo a Hoyos- salió de 'La Prensa' cuando Pedro Beltrán y su equipo de jóvenes sanmarquinos tomaron las riendas del diario en 1947. Como eminencia gris habla ingresado Eudocio Ravi­nes.

Paco vivía una ardiente juventud y las cosas no las tomó trágicamente. El dinero de su indemnización lo gastó displicente­mente con amigos y amigas en las playas de La Herradura y Ancón. Hasta la arena llegaban los camareros con almidonados sacos blancos, llevando bandejas con gin y agua tónica, camarones, conchitas, choros... Y luego en las noches del Grill. Pero esto duró sólo dos meses, naturalmente complementados con las inseparables lec­turas.
Había que ‘buscársela’. Ya no quería trabajar para otros y decidió sacar un semanario. Así nació OIGA, en su prime­ra etapa, cuyo primer número apareció en noviembre de 1948. Este primer intento terminó en la cárcel. A los tres meses lo pusieron en libertad en los corredores de Palacio de Gobierno.

Fue así, que llegó la gran alianza de Francisco lgartua y Doris Gibson para publicar una revista, nueva en su estilo, en el medio. Como OIGA, también 'Caretas' se gestó en los cafés de los portales de la plaza San Martín. Se gestó periodística y financieramente con tres mil soles de un crédito del banco Wiese, avalado por Gui­llermo Ugaz. Así se funda la empresa Doris Gibson–Francisco Igartua, Socie­dad Cooperativa Caretas.

Paco aportaba su talento periodístico y Doris, la mejor publicista que haya existi­do en Lima, su valor como mujer de empresa. En 1950 apareció ‘Caretas', que habría de cambiar la forma y el tono de los medios periodísticos.

En esos tiempos de enfrentamiento sin tregua con la dictadura de Odría, Paco habla madurado. Como editor, aprendió todos los secretos para dirigir una publica­ción. Se hizo un experto diagramador. El diseño gráfico lo apasiona hoy tanto como escribir.

La carga de trabajo se hizo cada vez más intensa y la bohemia tuvo que quedar atrás.

Viaje forzoso a Panamá
A Odría no se le podía censurar sin consecuencias. Un día, cuando estaba en el café Romano, agentes de seguridad del Estado lo tomaron preso y lo mantuvieron incomunicado. De la cárcel, lo llevaron directamente a un avión para deportarlo a Panamá. Con la ropa arrugada, sin afeitar cuarenta días y la camisa sucia, subió al avión. Recibió un pasaporte que se negó a firmar con altivez porque salía del país contra su voluntad.

Paco era ya bastante conocido. Una aeromoza amiga lo reconoció en el avión y organizó una colecta entre los pasajeros que mostraron solidaridad. Recibió unos cuantos dólares que le cayeron muy bien: lo habían exiliado sin un céntimo en el bolsillo.

Esta primera deportación hizo estra­gos en su salud, que sufrió quebranto en el trópico. Menos mal que un diplomático peruano, que era su amigo, mostró la grandeza que ocultaba su pequeña estatu­ra y lo alojó en su casa.

Estando en Panamá, recibió una invita­ción para asistir al Congreso Mundial de Periodistas de Chile. Vio una ocasión pin­tada para mostrar a la opinión pública del mundo los abusos de la dictadura de Odría. Cuando pasó por Lima lograron alcanzar­le una maleta con ropa y dinero. La de Santiago fue una experiencia vivificante, que levantó el ánimo decaído por la depor­tación.

Ya repuesto en Santiago, decidió re­tornar y enfrentarse al tirano y desembar­có en Lima. Esparza Zañartu y sus esbirros corrieron tras él. Paco se refugió en ‘El Comercio’. Don Luis Miró Quesada, quien lo apreciaba, le dio asilo e impidió que los investigadores lo sacaran del local. Finalmente, tras largas negociaciones, obtuvo la libertad.

Fue en vísperas del año 1962 que deci­dió seguir con la segunda etapa de OIGA, revista que reapareció ese año. Paco se casó poco después, en 1963, con Clementina Bryce Echenique, con quien tie­ne dos hijos, Maite y Esteban.

Pero, ésta es ya la historia de la revista en su nueva vida, no exenta de riesgos, como que fue deportado a México por el general Velasco en 1974, donde trabajó durante tres años en ‘El Sol’, como direc­tor de un suplemento.

En 1978 retornó a Lima con su familia y se puso otra vez al frente de OIGA. Sigue con pasión en el periodismo. Su obstina­ción vasca muchas veces hiere, pero es, con profunda convicción, un ser al cual ni la persecución, el destierro o el sucio ata­que de algunos adversarios lo han conver­tido en un resentido. Por el contrario, sigue manteniendo su gran calidad humana. Y continúa jodiendo a unos y otros, como se dice en castizo peruano.

DOBLE ANIVERSARIO EN OIGA - OYE PACO ¡Y LOS AÑOS PASARON! por Jorge Luis Recavarren - 09/11/1992


Dos son los aniversarios que alborotan la casa de OIGA en estos días: el año 44 de fundación de la revista y el 50 de Francisco Igartua como periodista. Caben algunas parrafadas sobre ambas fechas. Allá van.

Esos 44 años...
¿Se trata de comentar en estas lí­neas lo que significa OIGA en el perio­dismo político y ensayístico del Perú a lo largo de periodo tan dilatado? Impo­sible. ¿Por qué? Porque esas cuatro décadas son ya un trozo de la historia de este país y mi paso, allá por los años 50 de este silo el doctorado en Historia de San Marcos, me enseña que la Investigación de un periodo, institución o lo que fuere reclama no precisamente prisas de redacción, sino el sosiego indispensable para recordar con otras técnicas el sentido de lo que implica y complica, para el caso pre­sente, la colección de OIGA a través de lapso tan inquieto y proceloso como es el del último medio siglo de vida perua­na.

De manera que no me voy a referir mediante la lupa del análisis a la larga y dramática cadena de episodios que componen la vida de esta publicación, materia que por cierto habrá que abor­dar un día porque si de acudir a hemerotecas se trata, no se puede prescin­dir, entre otras, de aquella en que obre la colección de OIGA.

Algunas constantes
Pero cabe, al lado de unas mencio­nes indispensables, referirse a ciertas características o constantes que con­forman lo que podríamos denominar el estilo dominante en la revista.

Y en primer término no son casua­les ciertas citas que hace lgartua en sus notas editoriales, de don Miguel de Unamuno. Tengo para mí que OIGA es unamuniana, esto es una revista agónica, vale decir de lucha, transitan­do siempre al borde del abismo, desfa­cedora de entuertos a guisa de perderlo todo. ¿No es tal, además, la personalidad de su eficacísimo subdirector, mi viejo amo Jesús Reyes?

En OIGA, en suma, se la juegan. De ahí que en ocasiones los aciertos sean más que redondos, y en oportunidades resalten yerros, pero no por obra de mala voluntad, sino por la pasión pues­ta en el empeño. Y recordemos, sino me falla la memoria, a Ulrico de Hut­ten: "No soy un libro hecho con re­flexión sino un hombre con mi contra­dicción". Unamuno puro. Agonía. Igartua, Reyes, y la mayoría de los que están como Mario Belaunde, o que pasaron por aquí. Incluidos algunos de los más recientes como mi joven amigo Pedro Planas, quien tras su impecable aspecto de catedrático es fuego puro.

Los 50 de Francisco...
Pienso que cuando se cumplen 50 años de actividad en una profesión, actividad, oficio, carrera o como se quiera llamar, es pertinente reconocer que se coronó con éxito una vocación. Es el caso de Francisco Igartua.

Pero, como en todo humano queha­cer, el éxito no sólo se define ponlo que se podría llamar el lado más favorable -aciertos, triunfos, satisfacciones-, sino que se va amasando también en virtud de pruebas dolorosas, de sinsa­bores, yerros y frustraciones que al ser superados no yugulan los afanes de la vida sino los enriquecen.

“Toda vida es, más o menos, una ruina entre cuyos escombros tenernos que descubrir lo que la persona tenía que haber sido", dijo alguna vez Orte­ga. La frase calza en lo que respecta a número nutrido de seres humanos, pero en el caso de Paco no es necesa­rio escudriñar mucho para concluir que, en lo que atañe a su vocación periodística, salió adelanté sorteando los escombros.

Lo conocí comenzando la déca­da de los 40. Delgado, inquieto, incisivo, pertinaz. Un día de aquellos años se me acercó en los claustros sanmarquinos y del encuentro salió la primera entrevista periodística que me hicieron en mi vida. Fue, recuer­do, para 'Jornada' que ha sido sema­nario, lnterdiario y diario, legendaria publicación, en fin, que fundaron los hermanos Benavides Corbacho: Miguel Jorge y Guillermo, y de la que llegué a ser director en sus postrime­rías.

Era la Lima de entonces, “ciudad jardín” y “Perla del Pacifico” como se la llamaba. Pero bajo su hermosa calma aparente, comenzaban crepitaciones de la política una de cuyas resultan­tes, entre otras, fue la insurgencia de una nueva generación "con ansias de participar, porque la verdad es que el aprismo trataba de imperar sola y exclusivamente. De ahí surgió toda una larga historia que es imposible narrar en el espacio que resta.

Uno de los protagonistas de his­toria tal fue Paco, quien más de una vez se la jugó como el día de su me­morable entrada al local de ‘La Tri­buna’ para entrevistar a Haya de la Torre, hecho que pudo haber con­cluido trágicamente. Pues, la vida de este hombre corrió riesgos más de una ocasión.

El gran Dilthey solía decir que "la vida es una misteriosa trama de azar, destino y carácter". En efecto, con nuestro carácter tratamos de dise­ñamos un destino, sólo que en veces el azar lo abate y derriba. Tampoco eso ha rezado en el caso de mi viejo amigo, quien pese a todo está ahí, en pie, firme. Si. Pese a todos los dolores, a todos los azares, a todos los embates.

(Oye), OIGA. Paco, ¡y los años pasaron!.).

LO MISMO QUE HACE CUARENTA Y CUATRO AÑOS por Francisco Igartua - Oiga 09/11/1992


Hace cuarenta y cuatro años, en el primer número de OIGA, una hoja volandera que salió a luz el lunes 8 de noviembre de 1948, apareció este editorial que hoy vuelvo a sus­cribir sin cambiar una palabra. Es claro que el joven que fui no podía -menos en aquella época- dejar de estampar la palabra revolución. Pero, como ahí se lee, hablo de "una doctrina social revolucionaria", pero añadiendo "que sea realizable". O sea que me refería al cambio radical que, hasta hoy, no se concreta en el Perú, pero sin extremismos, sin cegueras, sin sectarismos. En ese entonces era yo evolucionista, sin decirlo por temor al medio intelectual en el que me desempeñaba, y creía posible el socialismo con libertad, con respeto al individuo y a las realizacio­nes individuales. Por eso hablaba de revolución que "fuera realizable".

Esto dije hace cuarenta y cuatro años y hoy lo repito:

"Aparece este semanario en un momen­to crítico y lleno de incertidumbre e inquietud para la Patria (se acababa de instalar la dictadura de Odría). No creemos venir a salvarla. No somos ilusos. Nos limitaremos a cumplir, en nuestro campo, en el periodismo, con lo que nos parezca justo. Hemos debido haber salido al público algo antes, pero un cambio de gobierno, sorpresivo aunque no ines­perado, ha instalado a una Junta Militar en el poder sino es ha obligado a meditar en la justicia de nuestra posición. Y no la variamos. Seguimos creyendo que sólo la honestidad y el desinterés asentados en una doctrina social revolucionaria, que sea realizable, podrán hacer la felici­dad de nuestro pueblo"...

Como era de esperarse, al cuarto número de OIGA la policía ingresó a los talleres, destrozó las 'formas' de la siguiente edición y yo terminé en la cárcel Varios meses, en los que no enloquecí, al presenciar las horrendas atrocidades que ocurrían -y siguen ocurriendo en las prisiones peruanas-, porque fui trasladado de la gran celda de castigo de los presos comunes al 'Buque', lugar menos tene­broso, junto a los apristas detenidos después del alzamiento de la marinería alentado -por Haya de la Torre el 3 de octubre de ese año.

Desde entonces, pues, conozco y huelo a las dictaduras. En ese ambiente estamos ahora, aunque todavía no haya comenzado el cierre de periódicos.

Pareciera que, por el momento, al gobierno le basta con tener controlada la televisión, la gran distorsionadora de la opinión pública en nuestro tiempo.

lunes, 9 de marzo de 2009

Paco Igartua - por Fernando de Szyszlo

Paco Igartua por Fernando de Szyszlo



Vida de Don Quijote y Sancho (1904) - por Miguel de Unamuno


"...Creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro de Don Quijote del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos que lo tienen ocupado…"


"Defenderán, es natural, su usurpación, y tratarán de probar con muchas y muy estudiadas razones que la guardia y custodia del sepulcro les corresponde. Lo guardan para que el caballero no resucite".

domingo, 1 de marzo de 2009

José Luis Bustamante y Rivero – Patriarca de la democracia – por Francisco Igartua

Jose Luis Bustamante y Rivero

UN día de enero del año 1894 nacía en Arequipa, en el seno de una familia numerosa, un niño que con el tiempo llegaría a ser patriarca de la democracia en el Perú. Hallábase agitada la vida política en aquella época y ya se apreciaban los prolegómenos de la crisis que culminarían poco después con el sangriento '95 con balas', inicio del primer caso firme hacia la institucionalidad democrática en el país; paso que dos décadas después, arbitrariamente, fue detenido por la voluntad de aquel prestidigitador de los apetitos populares que fue Leguía. Al nacer, José Luis Bustamante ni siquiera sospechó que él sería el intelecto en el derrocamiento del tirano y, más tarde, el iniciador, en 1945, en el '95 sin balas', de un segundo paso –desgraciadamente fallido- hacia esa institucionalidad democrática. Paso o empresa que todavía no cesa de entusiasmar a muchos peruanos. Se trata de una lucha, por la libertad y la democracia, en la que resuena con frecuencia el mensaje de don José Luis Bustamante y Rivero. Un mensaje que lo sobrevive, que ha quedado profundamente grabado en la memoria del Perú. El mensaje de un hombre que, al cabo de noventa y cinco años fecundos de existencia, nos dejó como legado su larga, persistente e inconclusa lucha por la democracia y el derecho, por el imperio de la ley y de la tolerancia, por la preeminencia de la razón en un Perú descentralizado, con justicia social y desarrollo basado en el respeto al orden jurídico, en el imperio de la ley y no en la voluntad de un ciudadano.

Hoy, en medio de las pobres ceremonias en su homenaje -¡cómo no han de ser pobres los homenajes al patriarca de la democracia en el Perú dictatorial y chicha que vivimos!-, me vuelve a venir con insistencia al recuerdo y a la vista la figura del doctor Bustamante cuando, con sombrero en mano, elegantemente vestido -con esa verdadera elegancia, la que no se nota-, caminaba por las calles del centro de Lima, luciendo la misma dignidad y sencillez con que cruzaba, años atrás, los portales de Arequipa, sea para acudir a la universidad del gran padre San Agustín, a su estudio de abogado o algún cenáculo literario. Tampoco, en ese entonces, era extraña su presencia en conciliábulos donde, medio a oscuras y cuchicheando, se conspiraba para derrocar al tirano. Iban a comenzar los años treinta y un comandante impaciente y audaz había llegado a Arequipa dispuesto a encabezar la rebelión ciudadana contra la dictadura. Letrado y militar aunaron propósitos.

Bustamante fue la mente y la pluma de esos afanes conspirativos que estallaron en revolución victoriosa, en gesta cívica más que militar; en hecho histórico que lleva impresa su huella de poeta metido a político, de hombre sensible no sólo a las musas sino a las angustias ciudadanas y a los afanes libertarios del pueblo. En el Manifiesto de Arequipa de 1930 está grabado su estilo, galano y severo, y se siente su evangélica preocupación por los humildes y desposeídos. En ese Manifiesto, que no lleva su firma, se descubre al hombre apasionado que se escondía en la atildada presencia física del doctor don José Luis Bustamante y Rivero, el inicial ministro de Justicia del comandante Luis M. Sánchez Cerro, de quien discretamente se apartó cuando la irracionalidad comenzó a hacerse dueña y señora de la política peruana.

Bustamante -don José Luis- fue un hombre digno. Digno en el hablar, digno en el vestir, digno en el actuar, digno en el trato con las gentes, digno al gobernar y, si fuera posible adentrarse en las almas, tendría que añadir: digno en el pensar. Fue un varón ejemplar, un hombre íntegro, y no la persona blanda, débil, sin carácter, que creen algunos y muchos evocan. Dentro de sus modales afables, su exquisita cortesía, su correctísimo hablar, había sí una incomparable sencillez, que no es lo mismo que blandura o humildad. Bustamante era orgulloso y apasionado, pero nada había en él del mezquino orgullo de las gentes sin respeto a su propia dignidad y sus pasiones no escondían bajos apetitos ni ruindades. Era orgulloso como los caballeros medievales; su orgullo le servía de centinela de su honra. Y su pasión era evangélica, término que él acuñó ante la multitud en el estadio Nacional, en 1945, para referirse a las inquietudes sociales de las izquierdas, cuando parecía que el destino ¡por fin! iba a ser bueno con el Perú y olvidaría que nos tiene condenados a los infortunios de la tragedia antigua.

Desde sus alturas de filósofo de la historia, de literato, de jurista, Bustamante tuvo honda preocupación por el pueblo, por los peruanos analfabetos y mal alimentados, condenados a la miseria, aunque jamás cayó en tentación demagógica alguna. Quién sabe fuera Bustamante demasiado tímido. De allí su actitud distante frente a la multitud. Fue político a pesar de que no lo pareciera, y político apasionado. O sea que ponía calor en sus ideas, emoción en sus actos, persistencia en sus actitudes; que otra cosa, ajena a don José Luis, es la alharaca, el escándalo, la estridencia.

Me viene a la mente, por ejemplo, los años setenta y ocho y setenta y nueve, cuando unos cuantos ciudadanos luchábamos por lograr que los medios de expresión confiscados por la dictadura volvieran a ser libres. No eran días fáciles, pero tampoco demasiado riesgosos. Sin embargo, muchas personalidades se negaban a poner su firma en los documentos que, reclamando libertad de prensa, poníamos en circulación con cierta regularidad; por lo que, para disipar temores y alentar vanidades, se estableció la costumbre de comenzar por recabar las firmas de los doctores José Luis Bustamante y Jorge Basadre, personajes que desde años atrás gozaban de altísimo prestigio y se habían convertido en intocables, en los patriarcas de la República. Fue así que, en una de esas ocasiones, me tocó presentarme en casa del doctor Bustamante con un documento que yo había redactado. Como siempre me recibió con suma amabilidad y, luego de las explicaciones de rigor, leyó el escrito y, con esa suprema cortesía que hacía que se le notaran más los bigotes, me respondió:

-Mire usted, amigo Igartua, yo firmaría de inmediato este documento y si usted me insiste lo haré, pero creo que la dureza de algunas palabras no le dan mayor vigor al alegato; sin ellas, me parece, el escrito resultará más eficaz sin perder fuerza.

El doctor Bustamante tenía toda la razón. La estridencia -que sólo puede ser pasable en momentos desesperados, como los de ahora, de extrema abulia en la ciudadanía- no le añadía potencialidad a la protesta, se la restaba. Cumplí, pues, su consejo y el documento resultó ser uno de los mejores y más sonados -también de los más inútiles- alegatos en contra de la persistencia de la dictadura en mantener confiscadas a la prensa diaria, a las radios y a las televisoras. Sólo en 1980, cuando se reeditan las jornadas libertarias del 45, es que el presidente recién electo, Fernando Belaunde, firma la resolución que devuelve los medios de expresión a sus legítimos propietarios (salvo el caso de los talleres de OIGA, hasta ahora en manos de sus usurpadores).

Bustamante no fue un literato metido a jurista y a político, como podría parecer si se admitiera -lo que no es cierto- que tuvo una visión poética de la ley y de la política. Fue las tres cosas al mismo tiempo, en las tres brilló con luz propia, sin demasiadas entremezclas.

La opinión pública en general y también la de muchos comentaristas ha sido y es injusta con Bustamante el político. En buena parte por falta de sensibilidad para captar una personalidad infrecuente en nuestro medio y en nuestro tiempo; y también por ignorancia de lo que el Perú requiere y de lo que el doctor Bustamante y Rivero planteó en sus distintas incursiones en la vida política nacional, no sólo como conspirador en el Manifiesto de Arequipa y como presidente de la República en 1945, sino, como ciudadano, en sus varios y orientadores mensajes al Perú. Bustamante entendió siempre -y entendió muy bien- que el Perú necesitaba y necesita, como cualquier pueblo, estabilidad; pero no la estabilidad forzada, producto de la dictadura -que siempre es pasajera- sino la estabilidad que surge de un sistema legal respetado y respetable, continuado, sin constantes variaciones, además de moderno y acorde con las exigencias de justicia social de la hora.

Bustamante deslumbra políticamente con el Memorándum de La Paz, documento que le sirve de contrato para aceptar la candidatura a la presidencia por el Frente Democrático Nacional de 1945 y para puntualizar lo que su gobierno haría y lo que no estaría dispuesto a hacer. En ese memorándum Bustamante señala con meridiana claridad lo que el Perú reclama y lo que él como presidente puede y debe hacer: sentar las bases, los cimientos de una democracia que nos diera la estabilidad jurídica, social y política que andábamos y andamos buscando desde la fundación de la República. Explícitamente ofrecía un gobierno que fuera etapa de transición hacia esa meta concreta, que era lo realista, lo posible. Y no soñaba con ilusas revoluciones sociales ni planeaba obras públicas faraónicas. Su gobierno debería ser la transición de la anarquía y el autoritarismo infecundo -situación normal en el país- a un orden jurídico estable, democrático, tolerante, punto de partida para un sólido desarrollo económico y social. Nada más y, también, nada menos.

El Perú no entendió a Bustamante presidente de la República. Y menos que nadie, por torpe impaciencia, lo entendió el Apra; que no se dio cuenta que el planteamiento realista del doctor Bustamante y Rivera -propio de un Político con mayúscula- sólo podía tener como inmediato beneficiario al único partido organizado en ese entonces y que, por lo tanto, el seguro continuador del régimen democrático iba a resultar siendo Víctor Raúl Haya de la Torre. Aunque, si los planes de Bustamante tenían éxito, Haya quedaría obligado a ser continuador no de las trágicas y sangrientas disidencias de los años treinta ni del autoritarismo siguiente, sino continuador de un régimen legal bien establecido, democrático, de verdad abierto a todas las modernas tendencias económicas y políticas, muy alejado de "sólo el aprismo salvará al Perú".
El Perú no entendió que le había llegado la hora de civilizarse, de alcanzar seguridad jurídica, de poner las piedras de los cimientos para el desarrollo futuro. Unos quisieron que Bustamante hiciera el papel de mandón -que no era el ofrecido por él ni el que su temperamento podía desempeñar- y otros le exigían ponerse a sus órdenes, como si la presidencia de la República pudiera ser una especie de lacayaje al servicio de los partidos con poder o de los poderosos con grandes intereses. Nadie comprendió que no era hora de enjuagues, de quimbas ni de quiebres de cintura o de látigo. Que por demasiados latigazos dictatoriales y por excesivas criolladas, por tanta politiquería, el país estaba -y está- fatigado, exhausto, caminando al filo del abismo.

Bustamante tenía un alto concepto de la actividad política -para él la política era un apostolado laico- y le era, por lo tanto, repulsivo el teje y maneje de las repartijas electorales, del menudo toma y daca, de la política rebajada al juego de intereses personales. En esta cuestión clave para entender a Bustamante político tuve ocasión de ser testigo de excepción en una de sus ejemplares actitudes.

Corría el año 1944 o comenzaba 1945 -más seguro lo primero que lo segundo- y yo era un joven universitario hacía poco iniciado en el periodismo. Por razones de amistad acudía con frecuencia a la hora del almuerzo a la casa de la familia Pastor Bebin, íntimos de los Bustamante y sus anfitriones cuando el entonces embajador del Perú en Bolivia visitaba Lima.

Una tarde llegó don José Luis con gesto adusto. Horas antes había salido acompañado por el doctor Roberto Mac Lean, amigo y representante del presidente Manuel Prado en gestiones de muy alto nivel.

Sentados a la mesa, al momento de servirse, el doctor Bustamante lanzó, como desahogándose, este brevísimo comentario:


-Es lastimoso que en un país -se refería al Perú, su patria bien amada-, se pueda ofrecer la presidencia de la República en bandeja de plata, como si fuera un manjar que se reparte desde lo alto y no un deber que cumplir requerido por los votos del pueblo.

Bustamante acababa de llegar de Palacio de Gobierno, después de haber declinado -seguramente con irreprochable cortesía, pero también con altiva dignidad y firmeza- la candidatura a la presidencia que le ofrecía Manuel Prado.

Este es el Bustamante político. Hombre íntegro, de firmes convicciones -sin hacer gala de ellas-, que sabía estar con el reloj a la hora, perfectamente enterado de las corrientes emocionales e ideológicas que se producían dentro y fuera del país. Un político dispuesto a hacer patria enseñándonos a emplear la ley, el respeto a la legalidad, como fundamento de la estabilidad económica, moral y política. ¡Y pensar que se le acusó de ser un espíritu demasiado elevado para comprender la realidad! Unas pobres gentes apenas hábiles en las marrullerías de la política de campanario, responsables por lo demás de buena parte de los males nacionales e ignorantes de nuestras necesidades, se atrevieron a referirse a la calidad de jurista y de poeta de Bustamante para apostrofarlo, injuriarlo y negarle título para ser presidente del Perú.

Para OIGA, estos días de centenario, de homenaje al doctor José Luis Bustamante y Rivero, al patriarca de la democracia peruana, son de profunda meditación en su mensaje, continuador del legado de ese otro patriarca de la democracia, el héroe del 95 con balas, don Nicolás de Piérola. De meditación y de recuerdo. ¡Cómo olvidar en esta casa a Bustamante! al político ejemplar y al ser humano de espíritu refinadísimo, increíblemente tierno en confidencias enternecedoras sobre el cariño a los suyos y a su Arequipa ancestral, a la vez que frío y sosegado en sus consejos, atinado en sus advertencias y hasta duro -aunque jamás altisonante- en el momento del enfrentamiento por sus ideas.

Lo veo, siento casi el calor de sus manos en mis manos, cuando hace cuatro o cinco años atrás subió las estrechas escaleras de mis oficinas de San Isidro para saludarme, no recuerdo con qué motivo, y alentarme a seguir en la pelea. A no cejar en el combate. A tener siempre presente que, en cualquier situación de litigio -sea político o laboral-, mientras no se restablezca primero el imperio de la ley, no habrá trato que pueda ser estable ni fecundo. A no olvidar que, al poner de lado a la legalidad, se abren las puertas de la dictadura o de la anarquía, de la disolución nacional.

Huella demasiado honda dejó en esta casa el doctor don José Luis Bustamante y Rivero. Jamás podré olvidar que OIGA nació hace cuarenta y seis años -noviembre de 1948-, en una de las tantas horas luctuosas de esta infortunada patria, con un propósito muy preciso: dejar escuchar un grito de protesta -por eso se llama OIGA esta revista- por un hecho inicuo que acababa de producirse en el Perú. El presidente constitucional, el intachable político, el literato de madrigales y pulquérrimas prosas, el sabio jurista que respondía al nombre ya ilustre de José Luis Bustamante y Rivero, había sido derrocado por la soldadesca -pagada por la misma derecha que hoy, en 'Expreso' reivindica a Odría y a Prado como adelantados de Fujimori-; derrocado bajo la acusación de "no haber reparado el techo de un cuartel en Huancané". Así, como se lee: ¡porque, en Huancané, había un cuartel con el techo dañado! tuvo que salir de Palacio, por la imposición de las armas, el doctor Bustamante, el hombre que le dio al Perú las 200 millas marinas, el renombrado jurista que años después llegaría a la presidencia de la Corte Internacional de La Haya.

Contra esta vergüenza, contra semejante aberración que ofende a la inteligencia y al decoro moral, para reparar en algo el descrédito peruano, es que el juvenil grito de OIGA salió a las calles en 1948.

Más tarde no fueron pocos los momentos de emoción cívica y de comunión de ideales que viví cerca del doctor Bustamante: Notas del destierro, el mensaje al Perú, su retorno triunfal a la patria. En todas esas circunstancias estuve en primera fila, fui testigo directo y protagonista de los acontecimientos. Me tocó ser responsable ante la dictadura por esas publicaciones. No me corrí del puesto de combatiente por la libertad que el destino me fijó al lado de Bustamante, del jurista y poeta que alzó la bandera del 45 y le dio conciencia y nombre a mi generación.

lunes, 9 de febrero de 2009

Vida de Don Quijote y Sancho (1904) - por Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno

"Esto es una miseria, una completa miseria. A nadie le importa nada de nada. Y cuando alguno trata de agitar aisladamente" este o aquel problema, una u otra cuestión, se lo atribuyen o a negocio o a afán de notoriedad y ansia de singularizarse... Si uno denuncia un abuso, persigue la injusticia, fustiga la ramplonería, se preguntan los esclavos: ¿Qué irá buscando en eso? ¿A qué aspira? Unas veces creen y dicen que lo hace para que le tapen la boca con oro; otras, que por ruines sentimientos y bajas pasiones de vengativo o envidioso; otras, que lo hace por divertirse, por pasar el tiempo, por deporte. ¡Lástima grande que a tan pocos les dé por deportes semejantes!".

"Fíjate y observa. Ante un acto cualquiera de generosidad, de heroísmo, de locura, a todos esos estúpidos bachilleres, curas y barberos de hoy no se les ocurre sino preguntarse: ¿Por, qué lo hará? Y en cuanto creen haber descubierto la razón del acto -sea o no lo que ellos suponen- se dicen: ¡Bah!, lo ha hecho por esto o por lo otro. En cuanto una cosa tiene razón de ser y ellos la conocen, perdió todo su valor la cosa. Para eso les sirve la lógica, la cochina lógica".

"Comprender es perdonar, se ha dicho. Y esos miserables necesitan como aprender para perdonar el que se les humille, el que con hechos o palabras se les eche en cara su miseria, sin hablartes de ella".



"...Creo que se puede intentar la santa cruzada de ir a rescatar el sepulcro de Don Quijote del poder de los bachilleres, curas, barberos, duques y canónigos que lo tienen ocupado…"

"Defenderán, es natural, su usurpación, y tratarán de probar con muchas y muy estudiadas razones que la guardia y custodia del sepulcro les corresponde. Lo guardan para que el caballero no resucite".

"A estas razones hay que contestar con insultos, con pedradas, con gritos de pasión, con botes de lanza. No hay que razonar con ellos. Si tratas de razonar frente a sus razones, estás perdido".

"Y no me preguntes más... me haces que saque del fondo de mi alma dolorida las visiones sin razón, los conceptos sin lógica, las cosas que ni yo se qué quieren decir, ni menos quiero ponerme a averiguarlo".

"Una vez, ¿te acuerdas?, vimos a ocho o diez mozos reunirse y seguir a uno que les decía ¡Vamos a hacer una barbaridad!'. Y eso es lo que tú y yo anhelamos: que el pueblo se apiñe, y gritando ¡Vamos a hacer una barbaridad!', se pongan en marcha. Y si algún bachiller, algún barbero, algún cura, algún canónigo o algún duque les detuviese para decirles: ¡Hijos míos!', está bien; os veo henchidos de heroísmo, llenos de santa indignación; también yo voy con vosotros; pero antes de ir todos, y yo con vosotros, a hacer esa barbaridad, ¿no os parece que debíamos ponernos de acuerdo respecto a la barbaridad que vamos a hacer? ¡,Qué barbaridad va a ser esa? Y si alguno de esos malandrines que he dicho os detuviese para decirles tal cosa, deberían derribarle al punto y pasar todos sobre él, pisoteándole, y ya empezaba la heroica barbaridad".

"¡Poneos en marcha! ¿Qué adónde vais? La estrella os lo dirá: ¡Al sepulcro!'. ¿Qué vamos a hacer en el camino mientras marchamos? ¿Qué? ¡Luchar! Luchar, y ¿cómo?".


"¿Cómo? ¿Tropezáis con uno que miente? Gritadle a la cara: ¡Mentira!', y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que roba? Gritadle: '¡Ladrón!', y ¡adelante! ¿Tropezáis con uno que dice tonterías a quien oye toda una muchedumbre con la boca abierta? Gritadle: ¡Estúpidos!', y ¡adelante!: ¡Adelante siempre!".

viernes, 30 de enero de 2009

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martes, 27 de enero de 2009

More cronista – Don Nicolás, Don Augusto, Don Antero y el huésped que no conto con ha huéspeda – por Federico More


ESCRIBE estos relatos un hombre que ha vivido larga y entrañablemente la política de su país y que, acaso alguna vez, ha hecho política; pero que nunca ha disfrutado de posiciones políticas. Algo más: que nunca las ha pretendido y que si, alguna vez, las pretendió, lo hizo tan débil y desdeñosamente que más le valiera no volver a incurrir en tales pretensiones. Se trata de un hombre que ama la política en sí misma y no por sus resultados. Estas narraciones no son, pues, verdaderamente, narraciones políticas. Nada tiene que ver con ellas la pasión. Son ajenas a todo interés y no las mancha el partidismo. Son, más bien, si es posible llamarlas así, historias históricas. Están hechas con un poco de afán literario; pero sin desmedro de la realidad. Quien las ha escrito, formula un solo deseo: que la suspicacia y la acreditada y famosa malignidad de sus compatriotas no extraigan de ellas inesperadas conclusiones. Estos relatos no tienen interlíneas. Dicen lo que dicen y nada más. Estas historias presumen más de artísticas que de otra cosa. Si lo han logrado la paz sea con todos. Y si no, el olvido sea con el autor.

Estaba severamente vigilado el tráfico por la Plaza de Armas. En cada una de sus ocho bocacalles, una pareja de soldados, fusil al hombro, detenían al transeúnte para preguntarle quién era, a dónde iba y de dónde venía. Sin embargo, el Estrasburgo, el famoso bebedero y restaurante del Portal de Escribanos, ardía con todas sus luces. Los balcones del Club de la Unión, en el Portal de Botoneros, también estaban iluminados. Pero el ingreso de coches a la Plaza de Armas era restringidísimo y los polizontes impedían que vehículo alguno se estacionara dentro de la Plaza. El Estrasburgo estaba invadido por todas las terceras figuras del oficialismo. Se bebía fuerte y se hablaba de castigar, con castigos únicos, a los autores del golpe de mano. En el Club de la Unión no había, precisamente, figuras de primera fila -esas estaban o en Palacio u ocultas-; pero, desde luego, la concurrencia era incomparablemente más escogida que la del Estrasburgo. También se bebía a fondo.

-Les digo a ustedes que don Nicolás ha estado metido en todo -afirmaba alguien. -Yo creo que Piérola no sabía nada ¬declaró un contertulio.

Todos lo miraron con cierta desconfianza. Aquella afirmación era un poco revolucionaria... Imposible admitir que Piérola no hubiera conocido el movimiento.

-No me miren con tanto susto -dijo el que había afirmado que Piérola nada sabía -porque yo no soy ni pierolista ni político. Sólo sé que Piérola es valiente y habría estado a la cabeza de los conjurados.

-Está muy viejo -objetó uno.

Y la malicia y la suspicacia limeña organizaron una vivacísima discusión acerca de estos dos hechos: la vejez de Piérola, la valentía de Piérola. Todo sin documentos, sin argumentación, sin prueba alguna. Afirmacionismo puro. Para unos, Piérola no tenía más de sesenta años. Para otros, era nonagenario. Para unos, era valiente como Bayardo y como Orlando. Para otros, era cobarde como un pollo. La disputa murió por consunción.

El Palacio de Gobierno, con las guardias dobladas, también estaba con sus luces encendidas. Resplandecían los balcones del Ministerio de Guerra. Y en la Plaza, ni un hombre ni un coche. Lima nunca fue ciudad de vida nocturna brillante y sonora. Acaso la tuvo intensa y discreta. Pero aquella noche del 29 de mayo de 1909 era, como pocas, a la vez agitada y silenciosa. En la tarde de ese día, tres grupos, sincronizados, de conspiradores habían invadido, por sus tres puertas, la Casa de Gobierno y se habían apoderado de la persona del Presidente de la República. Ya en manos de sus secuestradores, el señor Leguía, que aún no contaba con un año en la Presidencia, fue paseado por las calles de Lima. Los conjurados no sabían qué hacerse con él. Al fin, un pelotón de caballería lo libertó, en la Plaza de la Inquisición, mientras parlamentaba con sus secuestradores. Y el señor Leguía volvió a Palacio. Todo esto sucedió en dos o tres horas y nada se sabía, detalladamente, acerca de los sucesos. Lo único cierto era esto: treinta o cuarenta hombres bravamente resueltos, pierolista todos ellos, penetraron al Palacio y se apoderaron de Leguía. Un centinela y un edecán murieron en la demanda. Entre los conjurados se contaban varios heridos. Dos hijos de Piérola actuaron en la trifulca. Es evidente que todo condenaba a Piérola. Tanto, que la autoridad política decidió capturar al ilustre político. Pero cuando llegó a casa de Piérola, en la calle del Milagro, Piérola ya no estaba ahí. Lo de siempre. La casa fue escrupulosamente registrada. No hallaron a Piérola. Y, si Piérola se escondía, claro que estaba comprometido. Clarísimo. Pierolistas todos los conjurados, dos hijos de Piérola en la conjuración... Imposible afirmar la inocencia de Piérola. Lo que más comprometía a don Nicolás era su pasado, su efervescente y fúlgido pasado de conspirador y de revolucionario. La gente no admite que los hombres cambien o se cansen. El que ha bebido, beberá, se dice. Por eso, casi todos los hombres mueren en su ley. La opinión pública, a nombre del pasado, les impide cambiar. En el Perú de 1909, era cosa de locos suponer que Piérola no estuviese metido en 'cuanta revolución se produjese.

El ambiente de la ciudad no era de subversión; pero, por la naturaleza de las cosas, no era el ambiente habitual. Algo olía a distinto, a diferente, en la sensible y quisquillosa ciudad donde cada palabra tiene cien interpretaciones. A las cuatro de la tarde, Leguía estaba en manos de los revoltosos y a las nueve de la noche estaba, más tranquilo y sonriente' que nunca, en el Palacio de Gobierno, en pleno ejercicio de la Presidencia de la República y terminando de resolver la crisis ministerial. Porque, desde luego, el Gabinete había renunciada.

El Ministerio dimitente era ilustre y flácido. La pólvora y la sangre de aquel día terrible estaban fuera de las costumbres de esos conspicuos consejeros del Gobierno. No se trataba de que los ministros que dimitían fueran cobardes o valientes. No. Era que lo sucedido estaba, para ellos, completamente al margen de lo sucedible. Era algo extemporáneo, exótico, peregrino, disparatado. Si metemos a una monja en un café cantante, no podemos pedirle que siga una conducta de acuerdo con el ambiente. El Ministerio, compuesto de gente llena de hombría de bien, había renunciado. Y el Presidente, sin vacilar un minuto, había aceptado la renuncia y disponíase a constituir un gabinete de acuerdo con la situación y con los hechos. El presidente Leguía contaba, apenas, con cuarentiséis años de edad. En su cara, todavía juvenil, su perfil aquilino, con mucho de judaico, se iluminaba con sus ojos sagaces y profundos. El hombre de presa y de garra, que fue Leguía, estaba, entonces, en el principio de su madurez. La astucia, la socarronería y cierto relente de amargura y desdén, que caracterizaron su fisonomía en la ancianidad, aún no apuntaban en aquella cara en la cual ya estaba el político.

Después de haber sufrido las emociones de esa tarde angustiosa y doliente en la que su vida y su honra corrieron tanto peligro, Leguía mostrábase tranquilo y sonriente. Había visitado los cuarteles. Recorrió, a caballo, las calles de Lima y fue aplaudido. Luego, se fue a Palacio a solucionar la crisis. Y allí estaba, en el salón rojo, llamado de Castilla; allí estaba, rodeado de senadores, de diputados, de altos funcionarios de la administración, de los principales jefes de la Armada y del Ejército. Vestido escrupulosamente y llevando muy bien la ropa, a pesar de su exigua estatura y de su extrema delgadez. Leguía, en aquella hora turbia y seria, extremaba su finura y su cortesía. No era imposible que, entre aquellos que lo rodeaban, muchos hubiesen estado indirectamente comprometidos en la conjura. Para Leguía los únicos culpables eran los que habían penetrado a Palacio. Después, todos eran sus amigos, sus íntimos y queridos amigos, patriotas ejemplares, colaboradores irremplazables. Quizá si fue en aquella noche del 29 de mayo, cuando en Leguía nació el político, el temible estratega que consumó la peripecia de los Once Años, tan agitados y tan discutidos. Todo el Palacio de Pizarro estaba en movimiento. Entraban y salían gentes. Era visible que las órdenes eran frecuentes. En ciertos corrillos decíase que todos los sediciosos estaban presos. El nuevo Gabinete iba a ser presidido por don Rafael Villanueva. Senador por Cajamarca, viejo político civilista y, según lenguas, hombre de muchas agallas y de resoluciones terribles. El señor Villanueva, que estaba en el salón de Castilla, sostenía en medio de un corro de parlamentarios, cierta tesis que, en aquel momento, pareció peregrina:

-La Constitución está por debajo del orden público -decía- y nunca se podrá demostrar que la primera misión de un hombre de Gobierno no es mantener el orden. Sin orden no hay nada, mientras que, en el peor de los casos, sin Constitución puede haber orden. Claro está que no se trata de organizar, con tal doctrina, un estado permanente de cosas; pero, frente a ciertas emergencias, no hay lugar a dudas: el orden es lo primero. Lo primero inclusive para mantener la Constitución.

Don Rafael Villanueva ignoraba que estaba anticipándose al totalitarismo y a las grandes doctrinas estatales que dominarían en el mundo veinticinco años más tarde. De pronto, se sintió gran revuelo entre las gentes que llenaban el salón de Castilla. Se abrieron los grupos. Un ayudante de campo avanzó hacia el presidente leguía y, después de cuadrarse, le dijo:

-El Presidente del Senado, Excelentísimo señor.

Y se quedó firme, esperando órdenes. El señor Leguía se puso de pie y avanzó. Comprendió el oficial y dio media vuelta. Al minuto estaba delante de Leguía, saludándolo, don Antero Aspíllaga, Presidente de la Cámara de Senadores. Era un sesentón enhiesto y juvenil, vestido con sumo esmero. Su elegancia no tenía sino el defecto de ser muy visible. Saltaba, sobre la ropa, el aliño. Pero era elegancia. Leguía comprendió al instante que el señor Aspíllaga no iba a presentarle sus saludos y parabienes. Si volvía a tan desusada hora de la noche, era por algo excepcional. Y, tomándolo del brazo, se fue con él a uno de los ángulos del salón. Ahí charlaron largo y el señor Aspíllaga se despidió. Otra vez el revuelo en los grupos. Saludos, genuflexiones, reverencias. El señor Aspíllaga, muy cortesano y cumplido, se movió, plácidamente, entre aquellas gentes de temible cortesía. No pudo salir tan pronto, los comentarios se multiplicaban. Alguien observó que el señor Aspíllaga no había hablado ni una palabra con el señor Villanueva. Acaso se trataba de una modificación del Gabinete. Era tarde y el Presidente empezó a despedir a sus visitantes. Por indicación de los edecanes, la salida se hizo lenta y ordenadamente, de dos en dos personas. No había ni un solo coche en la Plaza ni en las calles sobre las cuales caen las fachadas de la Casa de Gobierno. La calle del Palacio, la de la Pescadería y la de los Desamparados, estaban desiertas. Era preciso ir a buscar los coches a dos o tres cuadras. Pero todo se hizo en orden, sin más que ese rumor asordinado de las masas de gente rica. Muchos apretones de manos. A las dos de la mañana, el Palacio estaba a oscuras, sin otras luces que las muy débiles de los cuerpos de guardia, no visibles desde la calle. Nunca se ha sabido dónde durmió aquella noche el señor Leguía.

Al señor Aspíllaga, su coche lo esperaba en la calle del Correo. De ahí partió hasta la esquina de la Veracruz, torció a Pozuelo de Santo Domingo, pasó Plumereros y dobló, otra vez, sobre Plateros de San Agustín. Y, así, llegó hasta la plazoleta de la Iglesia de San Pedro y se detuvo frente a la gran puerta de la casa de don Antero. La vasta mansión estaba a oscuras. Muy sigilosamente se abrió la puerta, penetró el señor Aspíllaga, la puerta se cerró de nuevo y el coche avanzó hacia la calle de Estudios. Dentro del pobre alumbrado de la Lima de entonces, esos vastos vehículos cuyos caballos sacaban chispas en las piedras de la calzada; tenían algo de brujerías y de ensueño. Los coches de los poderosos eran conocidos por el trote de los caballos. De pronto, las familias humildes abandonaban el comedor para asomarse a los balcones. Era que pasaba el coche de don Fulano de Tal. Difícilmente se equivocaban los vecinos. En aquel entonces, y de muchos años atrás y para algunos años después, la casa de Aspíllaga era una de las grandes casas del Civilismo. Aspíllaga fue, por mucho tiempo, alma y nervio del Partido Civil -el partido conservador, en el Perú- y su condición de gentleman, de millonario y de dandy era apropiadísima para presidir ese partido que, con tanta elegancia, se dedicó, durante tantas décadas, a no comprender los problemas .del Perú. Ese grupo hidalgo, trabajador y elegante de hombres que, para ser políticos, sólo carecieron de fervor político, porque después, lo tuvieron todo. Inclusive buena fe. En aquel año 1909, don Antero Aspíllaga presidía, por enésima vez el Senado de la República. Su casa era el centro de las más importantes maniobras políticas. Esa casa que es hoy una residencia luctuosa y elegante, pues lleva en sí el luto de una vida cuya principal ambición se frustró. Don Antero Aspíllaga fue hombre de bien, cumplido caballero, cuidadoso administrador.

Y, por todo esto, un convencido de que desde la Presidencia de la República le habría hecho muchos bienes a su país. Y deseó ser Presidente. Dos veces, desde los salones exquisitos de su casa de San Pedro, luchó, activamente, para lograr su sueño. Dos veces lo vio roto.

En 1912, la casa de Aspíllaga fue, por un momento, la casa del futuro Presidente del Perú. El pueblo, agolpándose en torno a la figura demagógica de Billinghurst, deshizo aquella ilusión. En 1919, otra vez la casa de Aspíllaga fue la casa oficial, la casa del hombre que iba a ser Presidente del Perú.

Y otra vez el pueblo, en rencoroso tumulto, se opuso a la Presidencia de don Antero; penetró enfurecido en los suntuosos salones y lanzó a la calle muebles incomparables que, con afán artístico y en muchos años de alquitarada búsqueda, acumulara el señor Aspíllaga. Para aquel hombre tan correcto y tan bien intencionado, la Presidencia de la República fue una sombra negra, una burla atroz del destino.

A esa casa, su casa, penetró don Antero en aquella madrugada del treinta de mayo. Atravesó salones, con familiaridad de dueño y, al fin, se tropezó con el jefe de su servidumbre, que le dijo, después de saludarle:

-El señor desea hablar con usted

-¿Qué señor? -preguntó don Antero entre enfadado y burlón.

-El señor... el señor que vino esta tarde

-tartamudeó aquel excelente servidor, modelo de servidores por su discreción.

Aquel señor que había llegado en la tarde era, nada menos, que don Nicolás de Piérola. No había, en el Perú, quien no conociese a don Nicolás de Piérola. Pero; en aquella hora suprema, el jefe de la servidumbre de don Antero Aspíllaga no conocía a don Nicolás de Piérola, huésped de su amo.

Don Antero llegó a un saloncito en el cual se paseaba el señor Piérola. Un apretón de manos. Y Piérola, nervioso y sereno -tal era su índole- abrió, sin preámbulos, el debate:

-He llegado aquí a las cinco, don Antero, a pedirle hospitalidad y usted me la ha concedido, a condición de que me abstenga de toda actividad política, en lo que estoy de acuerdo. Le aseguro a usted que no tengo participación directa en los sucesos de la tarde de ayer. Pero no puede negarse que el movimiento ha sido pierolista, aunque Piérola lo ignorase. Soy, pues, un fugitivo político que se ampara en la casa de un enemigo modelo de amigos.
La voz engolada y nasal del caudillo se hizo más académica que de costumbre. Don Antero callaba con discreta elegancia. Piérola siguió.

-Usted me dijo que iba a darle cuenta a Leguía de mi presencia en su casa y de mi promesa de no hacer política. Convine en ello. Era lo decoroso. Estoy seguro de que lo ha hecho usted. Pero es el caso que, desde hace media hora, la casa de usted está rodeada de soplones que, aunque se arrebujan en la noche, son visibles para ojos tan experimentados como los míos. Soy septuagenario y, como tal, de mala vista; pero al espía lo distingo donde está. Esta casa está rodeada por la policía secreta. No creo que se atrevan a penetrar en ella; pero sí creo que nos crearán una situación muy desagradable.

-Me temo que haya usted visto sombras, don Nicolás -repuso Aspíllaga.

-De ninguna manera y ojalá fueran sombras. Pero le repito a usted que hace media hora, la policía secreta rodea esta casa. Sería bueno que reconstruyéramos la conversación de usted con Leguía.

-Fue breve y sin circunloquios -repuso Aspíllaga- y vaya referírsela a usted. Divagamos un momento sobre la situación, sobre el nuevo gabinete y sobre el porvenir. Lo felicité por verlo rodeado de tanta gente, porque le advierto, don Nicolás, que el salón de Castilla rebasaba, y luego le pregunté si sabía dónde se hallaba usted. Me repuso que no y, entonces, a quemarropa le dije que estaba usted en mi casa, a donde había usted venido a las cinco de la tarde. Le hablé de nuestra vieja amistad y de nuestra buena enemistad. Le referí la forma en que usted había llegado y la forma en que se quedaba y le aseguré que, mientras estuviese usted en mi casa, su no participación en la política sería absoluta. Al fin, le pedí que fuese respetado el asilo que yo le daba a usted y que, con tiempo, discutiéramos la forma de terminar, en forma honorable, este asunto. Me dijo que estaba todo muy bien y me prometió que mis deseos serían cumplidos.
-¿Expresa o terminantemente o en forma evasiva o general? -interrumpió don Nicolás.

-Expresa y terminantemente -repuso Aspíllaga.

-Entonces -afirmó, sin vacilar, el señor de Piérola -el señor Leguía no ha cumplido su palabra. Nadie sino él, usted y yo sabemos que me encuentro aquí. No me pongo en el caso de que la delación parta de esta casa...

Y hace usted bien -interrumpió don Antero.

Luego el señor Leguía no ha cumplido con su promesa.

Se creó un silencio de algunos minutos.

Un largo silencio. Veías e que el señor Aspíllaga no se resignaba a condenar al. Presidente; pero que tampoco estaba resuelto a contradecir a Piérola. Tras la prolongada pausa, Piérola volvió a hablar.

-Vea usted, don Antero: yo saldré pronto de aquí, no sólo porque no debo comprometerlo a usted, sino porque debo salir. Y usted le avisará a Leguía que salí y en qué momento salí. Pero quiero decirle esto. En el Perú ha terminado el juego limpio en la política. Siempre hemos jugado limpio. Una prueba de ello es mi presencia en esta casa. El señor Leguía, mi querido don Antero, no es de los nuestros. El señor Leguía tiene ideas muy personales sobre la táctica política. En este momento cuenta con todo el Partido Civil, que se unifica en torno a su persona porque teme que yo regrese al Poder. El Ejército ha demostrado su respeto por el Poder Civil y está al lado del Presidente de la República. Los sediciosos están huidos o presos. En horas, casi en minutos, el señor Leguía ha podido formar un gabinete de acuerdo con la circunstancias y con el Parlamento. Si mi presencia aquí le incomodaba, pudo decírselo a usted don Antero. El Presidente de la República no puede mentir. Y mucho menos si habla con el Presidente del Senado, el primero de sus colaboradores políticos. Y mucho menos si se trata de la persona del jefe de la oposición, un ex presidente y ex dictador de la República. Hay carencia total de juego limpio y ha concluido, en el Perú, una etapa política. No sé lo que, en el porvenir, pasará con el Partido Demócrata y con el Partido Civil. Seguramente perecerán. Es lo que le pasa él los partidos que se olvidan del juego limpio. Porque la democracia y el régimen de partidos -usted lo sabe muy bien- no pueden subsistir sino a condición del juego limpio y de que la enemistad no asuma formas púnicas. En cuanto la enemistad política asuma formas púnicas, ya no hay democracia política y los partidos políticos no tienen razón de ser. Todo esto no lo sabe el señor Leguía. Quizá algún día lo aprenda y lo aprenda de mala manera.

Se calló el señor de Piérola. También se calló el señor Aspíllaga. Acaso, momentos después volvieron a comenzar. Pero lo que conversaron ya no tuvo la rápida y terrible agudeza de la primera parte de la charla. A la hora del alba del 30 de mayo de 1909 la casa de Aspíllaga reposaba silenciosa y tranquila. En las puertas de la Iglesia de San Pedro, dormían varios mendigos a quienes nadie había visto nunca ahí...

Hoy, al cabo de tantos años y cuando casi hay historia en aquel suceso, ese asilo le da carácter a la casa de Aspíllaga y señala, definitivamente, las condiciones morales de su dueño. Quien ve la casa, señorial, tranquila, severa, amplia, ricamente decorada, con algo de museo y mucho de palacio, comprende el alma del hombre que la formó y la habitó muchos años. Don Antero fue representativo de aquel grupo de hombres que nunca se acercó al pueblo, que quiso tutearlo y comprenderlo, pero don Antero era -como mucho de esos correligionarios- alma limpia, selecta y amplia. No podía triunfar totalmente en política.

En su extrema vejez, harto de desengaños y sin haber conseguido los grandes honores que merecía por su acrisolada rectitud, don Antero retornó a su casa de San Pedro y allí, recordando tantas horas complejas descendió para siempre a la tierra. Murió rodeado de casi todas las cosas que le habían sido familiares y queridas. Su muerte ocurrió en un ambiente de museo y palacio.

Fue correcta y grave, como había sido su vida. Una muerte sin prisa y sin estertores.

Pocos hombres presentan, a lo largo de su actuación y en el curso de una vida extensa, tal unidad. Don Antero viviendo, sufriendo y muriendo, es el mismo.

Don Antero vivió lo suficiente para después de haber visto el auge del Partido Civil y el apogeo del Partido Demócrata, presenciar su muerte y asistir a su entierro. El juego limpio había terminado.

MORE Y LOS HOMBRES DE SU TIEMPO - VIDA Y MUERTE DE ANTONIO MIRO QUESADA por Federico More


ASI como en la Vida de Cristo, María, la Madre del Salvador, figura sólo por instantes y aparece, resplandeciente, definitiva y heroica, en el minuto del tránsito, en el Gólgota mismo y, luego, es recompensada con la Asunción, para ir, en los cielos, a sentarse aliado de su Hijo, así al historiar a Antonio Miró Quesada ni señor, ni doctor, ni don, porque la posteridad no usa tratamientos-, en su vida no tiene por qué aparecer su compañera, su esposa, su mujer. La señora María Laos de Miró Quesada surge, resplandeciente, definitiva y heroica, en el momento de tránsito, cuando una bala cobarde hiere al que la acompañó desde los umbrales rosados de la juventud hasta el pórtico severo de la ancianidad.

Afirma un clásico español que nadie debe decir ni "mi señora", ni "mi esposa", sino "mi mujer". Palabra dulce y singularmente posesora y única. Mi señora -dice más o menos el clásico- puede ser cualquiera, incluso mi amante. Mi esposa, es la que me acompaña por virtud del sacramento. Acaso puede ser de otro. Mi mujer es sólo mía; es lo íntimo, lo infinitamente tierno, lo intransferible, la madre de los hijos; la que, a nuestro lado, recorre un largo sendero.

Ahora, después de que una mano aleve y miserable, indigna de ser peruana, mató, arteramente, a Antonio Miró Quesada, comprendo que la enemistad tiene sus fueros, su emoción y su ternura. Es tan entrañable como la amistad. Desde la iniciación de mi carrera periodística, allá en 1910 -ya Antonio Miró Quesada era Director de "El Comercio" - me sentí adversamente opuesto a cuanto hiciera el decano de la prensa del Perú. Me disgustaron siempre su desprecio por las inteligencias literarias, su desmedido afán por la política, su ansia de poder y el excesivo uso que hacía de su influencia. Nunca fui amigo ni de "El Comercio", ni de sus gentes.

No soy vanidoso y supongo que los señores de "El Comercio" jamás se sintieron enemigos míos. Pero soy orgulloso y nunca me importó lo que respecto a mí sintieran. Por múltiples y variadas referencias supe que Antonio Miró Quesada fue hombre de gran inteligencia política, de poderosa simpatía personal, de mucho mundo y de vida aristocráticamente irreprochable. Por desgracia, todo esto no me parece bastante para seducir. No formulo cargo alguno. Ni siquiera emito un juicio actual. Sencillamente puntualizo un pasado. Si hoy revisase, despacio, mi lucha contra "El Comercio", quizá encontrara mucho que rectificar. Pero seguramente hallaría mucho que recrudecer. A "El Comercio" le hallé, siempre, dos tendencias que chocaban con mi dirección periodística y con mi propensión literaria. Era un periódico hecho por reporteros y dirigido por diplomáticos. Nunca fue un periódico que dijese lo que era preciso, necesario, inevitable y doloroso decir. Era un periódico que decía, convenientemente, lo que era conveniente decir. Y que callaba, oportunamente, lo que era oportuno callar. Además, era el periódico de los adinerados, de los grandes duques de la oligarquía. Jamás estuvo cerca del corazón del pueblo y cuando habló de las urgencias y de las penas de los humildes lo hizo en tono de magnate que protege, de millonario que otorga y no de ciudadano que se solidariza. Yo habría querido que "El Comercio" tuviera más cordialidad y más franqueza. Angulo cordial más abierto. Habría querido, por ejemplo, que el día en que asesinaron a Antonio Miró Quesada y a la señora María Laos, no saliese la edición de la tarde, con su Tarzán, con sus avisos judiciales y con otras quisicosas frívolas. Habría querido que, en ese día luctuoso, rompiese su implacable regularidad y que, en el porvenir, pudiera decirse: -El día en que asesinaron a Antonio Miró Quesada y a la señora María Laos, su mujer, "El Comercio" no dio edición de la tarde.

Sería imperdonable que yo dijese que hablo como amigo; pero sería estrafalario y de mal gusto que digiera que hablo como enemigo. Tampoco me atrevo a decir que hablo como colega. ¿Quién soy yo para llamarme colega del señor doctor don Antonio Miró Quesada, ex presidente del Senado y, por tanto, ex senador; ex presi-dente de la Cámara de Diputados; ex ministro plenipotenciario y ex director de vastos movimientos políticos? Yo soy un franco tirador del periodismo. Camino por mi cuenta y no me acompañan sino algunos hombres de pluma clara y corazón transido.

Quiso el destino que yo fuese enemigo de "El Comercio". No puedo eludir esta positiva condición espiritual. Pero quiso, también, que, a despecho de todo y de todos, fuese periodista y me hallase en la obligación de vivir como tal. Hablaré, pues, desde mi trinchera solitaria, como periodista.

Literariamente, desciendo de González Prada y he heredado sus animadversiones y sus simpatías. Por fortuna, no he heredado su intolerancia. Y, así, puedo decir que Antonio Miró Quesada me pareció un hombre eminente. No gustó ni de lo convencional ni de lo indelicado. Por eso, no lo llamaré egregio, ilustre, magno, ínclito. Digo, Antonio Miró Quesada fue un hombre eminente. Y lo digo con la tímida y sincera emoción con que un jefe de regimiento, de los ejércitos de Wellington, podía decir, hablando de Napoleón: Es un magnífico guerrero.

Siempre he odiado el crimen. Mi vida se ha fundado en la palabra. Mis combates han sido verbales. Con la pluma -y nada más que con la pluma- combatí a "El Comercio". Casi siempre lo hice un poco risueñamente, sin amargura y sin encono. Para mí, la aplicación legal de la pena de muerte equivale a un asesinato. Afirmo que la vida humana sólo está en manos de Dios, del destino o de los Dioses. Jamás en manos de los hombres. Y si esto opino de la muerte, legalmente aplicada como pena, fácil es deducir lo que opinaré del asesinato. Para mí, el asesinato de Antonio Miró Quesada y el de Manuel Pardo son los actos más cobardes, más salvajes, más infames que hay en la historia del Perú.

Antonio Miró Quesada habíase esforzado siempre en servir a su país. A juicio de sus adversarios no acertó siempre. Pero no nos olvidemos de que se trata del juicio de sus adversarios. Quién sabe quién tiene la razón. Lo cierto es que dedicó su vida al servicio de su país. Acaso le faltaron romanticismo y heroísmo; pero su muerte viene a probamos que no cuidaba de su persona y que puso su obra y su vida en las manos ineluctables del sino.

No era, Antonio Miró Quesada, un periodista. Era un diplomático y un político. Inteligente y culto supo estar al frente de la dirección de "El Comercio", cuando razones familiares lo obligaron a ello. Pero no era un periodista. La pasión de su vida fue la política. Como político, dirigió el periódico de los poderosos. Cuando tuvo, político al fin, la sensación de que Leguía se quedaba en el poder por largo tiempo, tomó la actitud política de callar. Cuando cayó Leguía, se puso al frente de la política. "El Comercio" es el puntal de los Dieciséis Meses. Esto me separó definitiva y absolutamente del decano.

Pero yo, que repruebo el fusilamiento de los Ocho Marineros, que condeno el crimen del Hipódromo y que, a través de largas horas de ciego apasionamiento, he conseguido algunos instantes de transparente serenidad; yo no puedo quedarme callado cuando veo que Antonio Miró Quesada cae asesinado.

Para comprender el horror del Apra, basta enunciar estos tres hechos: El Apra, existe, políticamente, en el Perú, desde 1931. Cuatro años y meses. Y bien: durante período tan corto, se han consumado tres atentados políticos: el de Miraflores, el del Hipódromo y el de la Plaza San Martín y hemos visto tres cadáveres. Esto es suficiente para demostrar que se trata de una banda de asesinos, de un clan de delincuentes, de una turba de energúmenos. Jamás había ocurrido algo semejante en el Perú.

En el caso de Antonio Miró Quesada, el crimen asume proporciones desconocidas. El asesino es un niño y cae victimada una mujer. El niño, asesino de la mujer, es la última palabra en materia de delincuencia. A los 19 años, aún queda en la boca sabor de leche materna; aún pensamos en la mamá -más que en la madre y la mujer- y pese a cualquier precocidad sexual, nos inspira un respeto parecido al que sentimos por nuestra madre, por aquella mujer de corazón humilde y acogedizo, por aquella mujer que se asusta cuando tenemos fiebre. Para el hombre que mata a una mujer, hay una palabra: monstruo. Para el niño que mata a una mujer, no hay palabra alguna.

Se encoge el corazón y el cerebro se enfría cuando reconstruimos la escena de la Plaza San Martín. Un matrimonio -dos personas honradas- se dirige a almorzar a su lugar predilecto. El asesino, un niño, avanza, sigiloso, envalentonado por el miedo mismo, y, a espaldas de la pareja, dispara contra el esposo y lo hiere en la nuca. El herido cae fulminado. Cae ya muerto. La esposa, entonces, le da cara al asesino y, con inocente y valeroso gesto femenino, lo ataca con su bolsa y, en vez de huir o de gritar, se le enfrenta. Cualquier hombre, ante la belleza física y moral de esa actitud habría bajado el arma. Quizá le habría pedido perdón a esa mujer tan resuelta, tan fiel, tan abnegada. Tan mujer. El asesino aprista, no sólo no sintió la varonil necesidad sentimental de arrodillarse ante aquella esposa de tan sombría y hermosa bravura, sino que disparó contra ella y la victimó también.

¿Qué nos importa que la señora doña María Laos de Miró Quesada fuese, como era, una gran dama? Su fortuna, su opulenta situación, su linaje, nada importa. Importa su magnífica actitud de la que siempre podrán enorgullecerse las madres y las esposas del Perú. Sólo un aprista es capaz de permanecer impasible ante la arrogancia elegantísima de una mujer que se juega la vida por su esposo. Nunca las mujeres les importaron a los apristas.

El crimen de la Plaza San Martín no sólo carece de atenuantes sino que ya no tiene agravantes. Es el crimen electrolítico, el crimen puro, el crimen parnasiano. Está más allá de la sensibilidad y de la conciencia. Nada lo atenúa. Nada lo agrava. Es tan horrendo, tan pavoroso, tan escalofriante, que ni siquiera existe la posibilidad moral y jurídica de que el asesino tenga abogado defensor. Aunque extrememos el concepto de defensa, no hay defensa para el asesinato perpetrado en la Plaza San Martín.

Dentro de su horror y de su injusticia, la muerte de Antonio Miró Quesada tiene una doliente y encantadora poesía. Muere al Iado de su mujer, que por él se sacrifica. Unidos en la vida, entran juntos a la muerte. Ella, la compañera, acaso sabía muy poco de política y temblaba siempre ante las peripecias del esposo. Madre de numerosos hijos, ignoraba todo lo que la política tiene de terrible. Su vida, al lado de su marido, pasó apacible como un regato. Pero en la hora del tránsito, supo ser fiel, con fidelidad de apoteosis, al juramento de amor que prestó en su juventud.

Antonio Miró Quesada no era un hombre popular. No estaba en su carácter ni en sus inclinaciones cultivar a la multitud. Era hombre de gabinete. Era gran figura en el mundo oficial y en el gran mundo. Y, sin embargo, en su entierro ha estado presente el pueblo. A él, que no era un caudillo, sino un sutil y avisado consejero, que gustaba de ser superior de los Jesuitas más que de ser Papa, lo han acompañado cuando sus restos iban al seno de la tierra, innumerables gentes que no lo conocían. Muchos de los que fuimos sus detractores nos situamos, al paso del cortejo funerario, para saludar, dolidos, al ataúd donde iban los restos del político, y, doblemente dolidos, a la carroza donde dormían los despojos de aquella mujer que, si fue gran dama en su vida, fue dama de damas en la muerte, heroína ejemplar, digna del luminoso camino de los cielos.

En cuanto al Apra, todos sabemos que es una banda de fascinerosos; todos afirmamos que es una horda de forajidos. "El Comercio" lo ha dicho con larga y empecinada insistencia. Pero nadie sabe qué es lo que hay que hacer frente al Apra. Se habla de las derechas. Pero reconozcamos que si el Apra es locura y crimen, las derechas son torpeza, parasitismo, pereza mental, incapacidad. Tiene cien presidenciables. El Apra tiene uno. Carece de dinamismo y de organización. El Apra es fanática y organizada hasta el crimen. Lo estamos viendo. Cuando Antonio Miró Quesada atacó al Apra, estuvo en lo cierto y tuvo exacta y prolongada visión de estadista; pero cuando defendió el régimen de los Dieciséis Meses y los grupos nacidos a su amparo, se equivocó. Y se equivocó como se equivocan los hombres de elevada inteligencia: bien y a fondo.

Lo que necesitamos en el Perú es la supresión del jacobinismo, venga de donde venga. No se nos ocurre la ñoñez de hablar de un centrismo que no está dentro de la sensibilidad del mundo actual. Pero sí queremos hablar de un partido de derecha, firme, conexo, articulado, con enhiesta y robusta columna vertebral capaz de soportar punciones. Tal es el problema que nos plantea el asesinato de Antonio Miró Quesada.

Ante el cadáver de Antonio Miró Quesada, víctima inocente del odio, de la estupidez y de la demencia, sería injusto o zafio dedicarse al ditirambo y al plañido sentimental. Si él murió como un hombre, con muerte de gran político, víctima de sus ideas y de su conducta, merece que todos pensemos como hombres y que, si llega el caso también nos preparemos a morir. Miró Quesada, asesinado es una dura lección para las derechas fofas y lánguidas. Hay que organizarse férreamente, duramente, inexorablemente. Si es verdad que las derechas detestan el crimen, no respondan con el crimen. Crean en la ley, busquen el amparo de la justicia. El cadáver de Miró Quesada es el fruto del crimen. Antes que llorarlo infantilmente démosle majestad a la ley, imaginemos instituciones arrogantes y seguras, sepamos luchar. Las derechas están enfrascadas en una aniñada jugarreta presidencial. Y eso no debe ser.

Si, en vida, Antonio Miró Quesada fue, por su situación y por su talento, uno de nuestros primeros políticos, uno de nuestros mejores diplomáticos y el más visible de nuestros periodistas, que su recuerdo sirva para cohesionarnos. El mejor homenaje que podemos rendir a su memoria es lograr la extinción del Apra. Pero no la extinción mediante el crimen, que tanto condenamos, sino la extinción mediante la inteligencia y la imaginación. Antonio Miró Quesada supo, como todos los grandes políticos, que en la política, como en el arte y como en la ciencia, la imaginación es la musa primaria y el hada madrina.

Si algo puedo decir como periodista, afirmo que la muerte de Antonio Miró Quesada debe ser para todos los que ejercemos este castigado oficio, un doloroso orgullo. Debe enseñamos el amor a la justicia y el horror al delito. Debe persuadimos de que la inteligencia vale más que las pasiones y que los tontos y los atrabiliarios son indignos de subsistir.

Antonio Miró Quesada, que fue un hombre de bien y que nunca manejó el insulto, sírvanos para que, en el periodismo peruano, el insulto quede cancelado y proscrito el denuesto.

Comprendemos el dolor de quienes quedan al frente de "El Comercio", pero les pedimos serenidad y visión política. El asesinato del que fue director de "El Comercio" plantea problemas tan enrevesados y de tan agitada solución, que solamente un espíritu lúcido y tranquilo puede abordarlos.

El Gobierno, a quien han acusado de infames ambiciones y sórdidos intereses y apetitos, se ha puesto a la altura de la situación y le ha rendido a Antonio Miró Quesada merecidos homenajes. El Gobierno nos ha probado que sabe interpretar las más recónditas urgencias nacionales. El Gobierno es el primer herido con la muerte de Antonio Miró Quesada.

No hay enemistad política o personal que valgan. No hay discrepancia que justifique. Ha llegado la hora de concluir con el Apra y con el crimen.

Para satisfacción de justas necesidades sentimentales, que a todos nos dominan, pensemos en colocar los restos de quienes fueron en vida Antonio Miró Quesada y María Laos de Miró Quesada, bajo un mausoleo que tenga majestad cívica y gracia heroica. Un mausoleo en el cual la ternura femenina ungida de arrojo troyano, preste decoro y encanto a la firmeza hombruna revestida de dignidad patricia y de altivez consular.