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Andanzas de Federico More, compilador Francisco Igartua |
No es posible hacer la historia de los partidos políticos del
Perú, sin detenerse largamente ante la figura de Piérola. Con el mismo respeto
hay que contemplar a Manuel Pardo. Ahora ya estamos en aptitud de intentar
hacer historia. Piérola es lo más importante que tiene el Perú semidemocrático.
En el Perú predemocrático, lo de más altorrelieve es el Gran Mariscal Don Ramón
Castilla; pero este viejo socarrón nada tiene que ver con los partidos
políticos. Su apasionante figura de conductor, es completamente predemocrática.
Liberta a los esclavos, porque su espíritu sutil y sensible se da cuenta de las
ansias igualitarias que agitan al mundo. Pero ignora la democracia como función
política, como manera de ser de un Estado. Manuel Pardo mismo, espíritu
cultivado y de evidente distinción, no ve muy claro en la democracia. Pero como
es un político, comprende que es necesario impedir que las facciones militares
sigan haciendo de las suyas. Y, ensayando, sin quererlo, sistemas democráticos,
funda el Partido Civil.
El primer político democrático del Perú es Piérola. Su
partido es la expresión entusiasta y bravía del pueblo. Llega un momento en que
ser pierolista es la mejor forma de ser peruano.
El Partido Demócrata murió con su jefe. Todo lo que se ha
hecho y se hace para galvanizarlo, carece de sentido. Es un negocio con el
cadáver del ínclito ciudadano que lo fundó.
La endeblez de nuestra vida democrática se demuestra con la
muerte del Partido Demócrata al morir quien lo fundó. Y se demuestra con la
supervivencia del civilismo. Quiere decir que aún no estamos en situaciones de
vivir con sólo fórmulas democráticas y que, en cambio, no podemos vivir sin la
oligarquía. El sueño de Piérola fue vencer a la oligarquía. Tuvo que terminar
transigiendo con ella. He aquí la mejor prueba de que el Perú sigue en estado
predemocrático. Piérola, expresión de la democracia, tuvo que apoyarse en la
oligarquía. No hay que lamentarse de todo esto. Es el proceso natural. Mañana
ya seremos una democracia y hoy somos menos oligarquía que ayer. En esta obra
de conseguir el triunfo de la Democracia, el Perú le debe mucho a Piérola.
Dice Rainer María Rilke, el insigne poeta alemán, que el
verso brota del fondo de nuestro espíritu sólo cuando nuestro espíritu es un
mundo nuevo; cuando hemos abolido la memoria; cuando se ha disuelto el
recuerdo; cuando las cosas que nos ocurrieron ya no son recónditamente
nuestras. Olvidados de todo, limpios de pasiones, sentimos que, de pronto
surge, en lo profundo de nuestra personalidad, la expresión de algo que fue
nuestro. No es la evocación. Es algo más puro y más denso. Es el mundo interior
que se sublima.
En ese momento, cuando ya ni el calor ni el orgullo, ni la
voluptuosidad, ni la ambición pueden cegarnos, brota el verso, irreprochable,
nítido y casto.
Para que en el fondo de la conciencia peruana brote la figura
de Piérola será necesario que nuestro espíritu se purifique de pasiones.
Piérola es la forma artística que, en cierto modo propició, adquirió la
nacionalidad.
Todavía no conocemos a Piérola. Las masas, con su instinto
infalible, lo intuyeron; la palabra retórica y oracular del caudillo, su desprecio
a la vida, su cabeza novelesca, apasionaron a la multitud. Algunos hombres
escogidos -aquellos de quienes es el Reino de los Cielos- reconocieron en
Piérola la virtud y la pureza, el patriotismo y la abnegación. Pero en ese
reconocimiento pusieron pasiones humanas.
Los hombres jóvenes, aquellos que todavía han oído hablar mal
de Piérola o han oído hablar demasiado bien, no están capacitados para
juzgarlo. Para juzgar a Piérola se requiere ese frío desdén que es el fondo de
la edad madura. Sólo quienes se han acostumbrado un poco a manejar hombres y
despreciarlos, pueden aprehender la totalidad de la figura de Piérola.
Piérola no es hombre, es un hecho. Cesáreo hasta en sus
defectos, su vida es un vasto drama, un drama antiguo en el que la fatalidad y
el sino asumen papeles poderosos y se hacen visibles. En las vidas vulgares, la
fatalidad y el sino se cumplen como una ley general y nadie los percibe
singularmente. En las grandes vidas, en las tocadas por el signo glorioso de la
Excepción, la Fatalidad y el Sino son claros y netos y se perfilan, en torno a
esas vidas, como en el filo de las cumbres se precisa la luz del alba cuando
todavía los llanos duermen en la sombra.
A Piérola hay que sacarlo del fondo de la Historia del Perú
como se saca del pozo mitológico a la Verdad. Entonces lo veremos, desnudo y
esplendoroso, y nos dirá la palabra amarga y violenta que siempre vive en los
labios augustos y lacerados de la verdad.
Como todos los grandes hombres, Piérola fue superior a su
tiempo y a su medio, en el sentido de que comprendió mejor que sus
contemporáneos y sus connacionales la realidad política de su país. No
vulgarizaremos nuestro elogio diciendo que fue superior a su tiempo y a su
medio en el sentido que supo cosas que nadie sabía y dijo cosas que nadie
entendió.
Piérola dijo, en el Perú, las cosas que todos los peruanos
anhelaban expresar y que unos no acertaban a expresar y otros tenían miedo de
exponer. Su inteligencia iluminó a los medianos y dio una lección a los
cobardes.
Poco antes de surgir a la vida política vio, acongojado, a
los que no sabían hacer patria y no ignoraban el arte de disolver lo que como
patria teníamos. Poco antes de concluir su vida física, vio a los que se
apresuraban ciegos, a destruir, so pretexto de innovación, lo que él había
creado con su genio, con su fe, con su entusiasmo.
Al Piérola público, a aquel que condujo multitudes, nadie le
conoció jamás dolores. Nunca se le vio sufrir. Sólo se le vio luchar. Muchas
veces el éxito le fue desleal. La gloria no le desamparó nunca. Y Piérola fue
siempre, ante todo y por encima de todo, un hombre público. Careció de vida
íntima. Toda su existencia fue un suceso político. Hasta para sus veleidades de
hombre, sus adversarios tuvieron encarnizamiento de adversarios políticos y sus
amigos de fanatismo de prosélitos.
Con su testa romántica y patricia, con su voz dramática, con
su literatura aparatosa y un poco barroca, Piérola surge ante la multitud como
una figura depurada y exquisita. Y a pesar de eso, alza la voz para pregonar un
evangelio democrático y el pueblo le cree. Sus maneras, su vestir, sus normas
de vida, su abolengo, hacen de él un aristócrata. Lo es, por su nacimiento, por
su amor a la conducta, por la magnitud y la delicadeza de su esperanza. Y, sin
embargo, se inclina al pueblo, lucha por él, se sacrifica y expone mil veces la
tranquilidad y la vida.
Es pobre y no anhela riquezas. Es de inteligencia excepcional
y no anhela honores. Se siente apto para hacerle bien a su país y no anhela
convertirse en el regenerador obligado. Sólo quiere llevar la honra del
sacrificio. Ministro de Hacienda, procede a sanear las finanzas públicas y ello
le cuesta calumnias y ultrajes sin cuento. Dictador en las horas terribles de
la derrota, no ansía la plenitud del mando supremo, sino que busca la ocasión
de reemplazar a los ineptos, de sustituir a los cobardes y de suplir a los
tontos. Presidente Constitucional, gobierna constitucionalmente, oyendo todos
los consejos, respetando todas las opiniones y acogiendo todas las iniciativas.
A la hora de entregar el poder, lo entrega con democrática pulcritud.
Vivió pobre y murió pobre. Su suerte personal no le importó
nunca. La de sus amigos, tampoco. Excomulga y fulmina a los apóstatas y no
tiene piedad para los indiferentes. A los fieles, apenas les promete el Reino
de los Cielos, es decir, la felicidad de la Patria.
No les ofrece grandezas materiales, fortuna, honores. Nada
para ellos.
Su insigne figura de insurrecto y de enamorado de la
libertad, conmoverá siempre a los que se le acerquen. En sus manos, la bandera
de la revolución es algo místico y que apasiona profundamente. La necesidad de
que su patria y sus conciudadanos sean libres, es, en él, algo tan hondo y tan
vivo, que se comunica eléctricamente a todos. Su fe irradia, como la de los
mártires y la de los apóstoles.
Habría merecido ser cristiano del tiempo de las catacumbas o
ruso socialista del tiempo del zarismo. Conspiraba con acrisolada finura
intelectual, con gracia de artista y trascendencia de filósofo. Sus palabras y
sus hechos se anexaban con la robusta lógica de los tomistas o la de los agustinianos.
Era la sabiduría de su época.
No obstante la orientación de sus estudios, en sus últimos
años -ya en su presidencia constitucional- entreabrió las inquietas agitaciones
materiales de nuestro tiempo y se embarcó en graves meditaciones financieras y
en la solución de intrincados problemas de vialidad, de navegación y de obras
públicas.
Su espíritu bravíamente activo no reposó un instante. Ahora
mismo, cuando ya su cuerpo es tierra, su espíritu sigue actuando sobre la
nacionalidad y la inquieta y la espolea. Todavía, si, en las calles de
cualquier ciudad del Perú, sonara el ¡viva Piérola! que enloqueció a nuestros
padres, quién sabe cuántos hombres saldrían de sus casas y abandonarían
negocios y familias para ir en pos de una cautivadora quimera política.
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