Honorables miembros de la Asamblea Nacional:
El Perú está, honorables señores, cercado por el infortunio.
No han sido parte a libertarle de él, ni el sacrificio de sus mejores hijos, ni
los esfuerzos incesantes del Gobierno y de gran número de ciudadanos. Terrible,
durísima es la prueba; pero no más fuerte que la resolución y las virtudes de
este noble pueblo. Chile, afortunado en el campo de batalla, a través de las
sangrientas jornadas de Chorrillos y Miraflores, se abrió paso a la primera de
nuestras ciudades, que ocupa militarmente, así como algunos puntos de nuestro
litoral, mientras sus naves bloquean todos nuestros puertos. Preciosa parte del
patrio hogar está profanado por su planta y sus habitantes gimen bajo la acción
del enemigo, entregado a toda clase de desmanes.
En la terrible situación creada por aquellos hechos de armas,
dolorosamente consagrados para nosotros por la querida memoria de millares de
víctimas, el supremo interés nacional consistía en salvar, junto con la
dignidad e independencia de millares de víctimas, el supremo interés nacional
consistía en salvar, junto con la dignidad e independencia, la existencia misma
del Perú; y sin detenerme en consideración secundaria de ningún género,
emprendí sin vacilar, la ruda empresa que el patriotismo me imponía.
Al siguiente día de la destrucción de nuestro Ejército, el
Gobierno quedaba constituido en la posición militar más próxima; recibía la
forma que convenía a nuestra resolución de llevar el estandarte de la nación al
más abrupto paraje del territorio, si era necesario; y, a fin de proveer al
régimen del país en todo lugar, que, por razón de la guerra, pudiera verse
privado de nuestra inmediata asistencia, quedó dividió en tres grandes
circunscripciones políticas y militares, confiadas a distinguidos jefes
superiores, provistos de las amplias facultades que la urgencia de los casos y
la imposibilidad de comunicar prontamente con el Gobierno pudieran demandar. La
historia hará cumplida justicia a la abnegación y a los servicios eminentes de
esos jefes, sobre los cuales ha reposado, y reposa aún, en gran manera, la
salvación de la República.
El desastre sufrido y la consiguiente ocupación de nuestra
capital y primer puerto que, para el enemigo y para los espíritus apocados
significaba vencimiento definitivo del Perú, y su entrega a discreción en manos
del vencedor, quedó convertido en un simple episodio militar, sin otra
importancia que la del daño material recibido, y que podía reparar la victoria,
o ser dominada por el respeto que impone todo el que está resuelto a sucumbir luchando,
antes que consentir en la pérdida de su honor y de su hogar.
Medio año ha transcurrido ya; y gracias a esa actitud asumida
por el Gobierno, que los pueblos todos se apresuraron a robustecer con la
espontaneidad y decisión más imponentes; gracias a una labor incesante y de no
interrumpido sacrificio, que sólo la contemplación de la patria podía inspirar
y sostener; sabéis bien, honorables señores, cuanto dista el presente, aún sin
penetrar en los detalles, cuanto dista de la abrumadora situación de aquellos
días.
El Perú no declaró la guerra a su gratuito enemigo. Nos la
impuso éste como necesidad ineludible de la propia defensa.
Consecuente con esa política, y no teniendo el Perú otro
interés en la guerra que la salvación de su honor y de sus derechos agredidos,
mi Gobierno, al mismo tiempo que no excusaba medio para preparar el triunfo en
el campo de batalla, dominando los necesarios impulsos de la ofensa, no cerró
jamás tampoco los oídos ni se negó, en caso alguno, a cualquiera negociación
que nos condujera a una solución pacífica y aceptable de la contienda.
En enero último, no desconociendo que las ventajas ganadas
por el enemigo nos imponían concesiones, hizo el mayor de todos los
sacrificios: -el de tratar, vencido- y, antes de proseguir la desigual lucha,
se decidió a tomar la iniciativa en las negociaciones de paz. Consultando
nuestro decoro, buscando la eficacia misma de éstas, y haciendo el debido honor
a la generosa interposición de los representantes de las naciones amigas,
violentamente interrumpida por el combate de Miraflores, juzgó que el camino
mejor era darle curso; y constituyó, al efecto, un agente confidencial cerca
del honorable cuerpo diplomático extranjero residente en Lima.
Frustrada esta providencia, por la terminante negativa del
enemigo a admitir la amigable interposición de los neutrales, no quise dejarle
el menor pretexto para continuar la guerra y nombré plenipotenciarios que se
entendiesen directamente con los representantes de Chile en el Perú. La
condenable renuncia de uno de ellos produjo la pérdida de unos cuantos días, al
término de los cuales vino la negativa chilena de entenderse con nuestros plenipotenciarios.
El cambio más brusco y completo se había operado en el
enemigo a este respecto. Aquella incalificable negativa sucedía, no sólo a la
nueva disposición, sino hasta a la impaciencia para negociar conmigo la paz,
manifestada por los jefes chilenos.
Un incidente abominable y que apenas tocaré aquí, por no
profanar la augusta majestad de este momento, se había producido en Lima. Las
solicitaciones de un pequeñísimo grupo de malos peruanos cerca del enemigo,
para que desconociese al Gobierno de la nación y prestase su apoyo a uno nuevo formado
por aquel grupo, habían triunfado. Llegó el enemigo a conocer (apenas fuera
posible creerlo), llegó a conocer las instrucciones dadas a nuestros
comisionados; y como en ellas se les autorizase a no pequeñas concesiones para
la paz, pero a condición de que no consintiesen en cesión alguna territorial
–ambición capital de Chile- optó éste sin vacilar por la creación de un
fantasma de Gobierno en Lima, echando mano de los elementos dañados que toda
sociedad encierra en su seno, fantasma ignominioso, que ni con sus armas ha
podido imponer a la República; contra el cual se ha levantado indignada hasta
la más pequeña aldea del Perú; en quien no ha hecho ya cumplido escarmiento de
traidores el patriota pueblo de Lima, merced a la presencia del Ejército
invasor que lo protege; y que cubre con el más merecido desprecio el mundo
todo, y el propio enemigo que lo formó.
El Perú no podía imaginar tamaño mal que el patriotismo
contempla acongojado, y que pondría colmo a nuestra desventura, si lograse
prevalecer; pero que, como todo crimen, sólo daña, en definitiva, a los que
tienen parte en él. Y el Perú no la tiene, honorables señores, no la ha tenido
jamás.
Ese crimen sólo daña a Chile, que se presenta ante las
naciones todas de la tierra apelando a tales recursos contra un enemigo que
pretende haber definitivamente vencido; sólo daña al puñado de malos peruanos,
constituidos en instrumento y auxiliar del enemigo. Al Perú, que se ha levantado
en masa contra aquella abominación, y agrupándose estrechísimamente en torno
del Gobierno nacional, no tiene sino una sola aspiración y un pensamiento; al
Perú, cuyos nobles soldados, o retiene el enemigo en prisión, o salvando las
mayores dificultades y peligros viene a alistarse entre los combatientes; al
Perú, que representáis vosotros, vosotros que con abnegación singular os
halláis congregados en este augusto recinto, al Perú no infama, honorables
señores, ese odioso espectáculo, no puede infamarle. Y si es verdad que le trae
la más dolorosa y difícil de las situaciones, no lo es menos, que sirve para
destacar mejor su levantada actitud, con la luz vivísima, acrecentada por aquel
oscurísimo fondo de ignominia.
La buena, como la mala fortuna, tiene sus leyes, que no es
dado violar sin caer bajo su sanción inexorable.
Chile ha abusado de sus triunfos por todos los caminos, con
desaprobación formal, aunque secreta, no puedo dudarlo, de las gentes honradas
de ese país y del mundo entero. No ha celebrado la paz, porque no lo ha
querido; porque va en pos del despojo del Perú y Bolivia de un inmenso
territorio, a que ningún título puede alegar; porque sabe que no puede discutir
lo que ambiciona culpablemente, y necesita arrancarlo a un dócil instrumento de
su capricho; porque no busca la satisfacción de un derecho, sino el
aniquilamiento de su enemigo; porque, desengañado ya de que no puede imponer el
Gobierno por él fabricando, le apoya y sostiene, sin embargo, para cohonestar
su explotación del país, que ocupa con sus armas, y para postrar al Perú con
una guerra intestina, que ha sido impotente para encender por fortuna.
Los conductores de aquel pueblo han olvidado, que sólo la
observancia de las eternas leyes de lo bueno y de lo justo dan prosperidad y
poder a las naciones; y bien pronto cosechará Chile, con terrible abundancia,
el daño que nos hace.
El Perú, infortunado en el campo de batalla, ha mantenido la
noble actitud que su deber le prescribía; y si no llega a olvidarlo, hallará
por fin la satisfacción de sus derechos y se levantará curado de los males que
trajeron su desgracia.
El Perú no está sólo en la contienda; Bolivia, su noble
aliada, lejos de relajar, estrecha día a día sus vínculos con él en la hora de
la desgracia. De en medio del contraste se ha levantado vigorosa y sus
elementos de defensa son hoy mayores que nunca. Acabo de visitarla y de recoger
por mí mismo su pensamiento y sus aspiraciones, simbolizados de la manera más
cumplida en su ilustre jefe y en el Gobierno que la rige.
Bolivia, honorables señores, no ha sido nunca para mi
Gobierno la vecina y la hermana, la compañera en el combate; mucho más que eso,
ha sido con nosotros la mitad de una gran entidad nacional, que se dibuja ya en
los horizontes del mundo de Colón. Un pacto federal, aceptado por la Asamblea
de Bolivia, ha sido ajustado entre los dos Gobiernos, y será sometido por la Secretaria
General a vuestro estudio y deliberación. Fúndase en el inmenso porvenir para
los dos países, y no dudo que le daréis toda la colosal importancia que en sí
tiene.
Por razones que respeto, y aún cuando en la contienda del
Pacífico se está debatiendo el porvenir internacional del continente, los
países de América sólo nos han acompañado hasta hoy con sus mudas, aunque no
dudosas simpatías.
Muy noble excepción constituye, y yo no puedo pasarla en
silencio, y sin un vivísimo voto de gracias a nombre de mi patria, la
condenación solemnísima de la conducta de Chile levantada por un gran ciudadano
y un gran pueblo: el esclarecido Presidente y el Congreso de Venezuela. El bien
como el daño se graban indelebles, con la intensidad de sus dolores, en el
corazón de los pueblos que sufren. La memoria de Venezuela y de su eminente
jefe no pasarán para el Perú.
La Secretaría General os dará cuenta del estado actual de
nuestro Ejército y de nuestros aprestos y elementos militares, y de los demás
datos relativos a la guerra, que debéis conocer con la reserva que conviene a
nuestros intereses.
Igual información recibiréis en lo relativo a nuestros
recursos pecuniarios actuales. Debo sólo presentaros aquí, una rápida ojeada de
nuestras finanzas en el periodo fenecido bajo mi Gobierno y que es
indispensable para completar informaciones.
Cuando me hice cargo del Gobierno, la nación, había perdido,
con su flota y la más rica porción de su territorio, el uso del mar. Se hallaba
desarmada también en tierra y su tesoro completamente exhausto. Sus principales
rentas, el guano y el salitre, estaban en poder del enemigo. La de aduanas,
considerablemente disminuida, desapareció muy luego, casi por entero, en
consecuencia del bloqueo de nuestros puertos. Las rentas interiores, no
existían; ni era dable hacer otra cosa que prepararlas para el porvenir. El
crédito se hallaba completamente muerto.
El 24 de diciembre de 1879, en que comenzó la Dictadura, no
había en caja un solo céntimo. Es cierto que por el último Ministro de Hacienda
se habían remitido a Europa cosa de ciento noventa mil libras esterlinas, que
pudieran parecer disponibles; pero también lo es, que en su mayor parte tenían
que emplearse en cubrir gravísima responsabilidad, de carácter inaplazable y delicadísima,
contraída por ese mismo Ministro, y sobre la cual me permitiréis echar un velo
por decoro del país. El remanente, o apenas bastaba para cancelar consumos de
guerra y realizados, y por su naturaleza no diferibles, o dejaría a lo sumo
inapreciable cifra disponible.
En semejante estado, no cabía otra cosa que apelar al pueblo,
y hacerlo en la única forma practicable, menos onerosa para éste y de
inmediatos resultados.
El papel moneda de curso forzoso y de emisión ilimitada,
existía ya por la suma de dieciocho a veinte millones y corría en el mercado al
tipo de once peniques por sol. El Gobierno decidió quitarle aquel carácter y
hacer una emisión de sesenta millones de cuartos de sol, en billetes al
portador, que no podría ser aumentada; pero refundiendo en ella los dieciocho o
veinte millones que ya existían, convirtiéndolos en ésta al tipo también de
veinticinco centavos por cada sol.
Esta operación realizada sin detrimento alguno de la
justicia, y en servicio, por el contrario, de los tenedores del papel moneda
existente, permitió al Gobierno disponer de cosa de cinco millones de soles,
metálico, reduciendo la deuda total a sólo quince millones, en vez de los
dieciocho a veinte que encontró, sin interés y con una amortización de
novecientos mil soles al año. Lo que equivalía a realizar, de parte del pueblo
y en proporción a las facultades de cada uno, un empréstito, sin interés de
lenta amortización, y disminuyendo, lejos de aumentar, los gravámenes que
pesaban sobre el Tesoro; al paso que se conjuraba la dañosa incertidumbre de
los tenedores de papel moneda, único medio circulante entonces posible.
A estos cinco millones deben agregarse doscientos cincuenta
mil soles que, por resarcimiento al público representado por el Estado, obtuvo
del Banco del Perú, doscientos cincuenta mil soles, o sea, cincuenta mil libras
esterlinas, parte de la suma en que transó un antiguo pleito sostenido por el
fisco peruano; y ochenta mil soles, o sean dieciséis mil libras esterlinas, de
un préstamo generoso, obtenido por el Ministro Plenipotenciario del Perú, señor
Sanz, en Europa.
En el mes de noviembre último, el Gobierno hizo también una
emisión de billetes, en incas, a corto plazo y que no pasó de tres y medio
millones de soles; sumas que reunidas dan un total metálico de nueve millones
ochenta mil soles; y suponiendo un remanente en los fondos existentes en Europa,
que unidos a los pocos ingresos interiores hubiese subido a ochenta y tantas
mil libras esterlinas, tendríamos una suma total de nueve y medio millones de soles,
total suma ingresada al Tesoro, desde diciembre de 1879 a mayo del presente
año.
Con ella se introdujo el considerable armamento que ha
servido a nuestro Ejército, con el recargado costo consiguiente al absoluto
dominio del mar por parte del enemigo; se ha equipado y sostenido un Ejército
cinco veces más numeroso que el mayor que haya tenido jamás la República; se
hicieron y completaron las baterías del Callao; improvisaronsé en Lima,
Miraflores y Chorrillos; alzaronsé las obras de defensa; fabricóse numerosa
artillería de campaña; púsose en estado de servir la fija; se he hecho en suma,
la guerra y se ha atendido al servicio ordinario del Tesoro con una regularidad
desconocida en los dos periodos precedentes.
Esto en cuanto a su empleo. Por lo que toca a su adquisición,
el 31 de mayo último, el estado no había aumentado la deuda que tenía el 24 de
diciembre de 1879; presentándose el raro fenómenos de que un Tesoro,
desprovisto de toda renta, haya sostenido durante año y medio, sin violencia
para el pueblo, una guerra dispendiosa, sin contraer deudas ni pesar sobre él
gravamen nuevo alguno. Digo esto, pues aún cuando quedan como deuda sagrada y
pagadera de toda preferencia, los ochenta mil fuertes obtenidos en préstamo por
el Ministro Plenipotenciario señor Sanz, queda también en el depósito suma mayor,
proveniente del tesoro de las iglesias, que el Gobierno no ha tocado aún, a
pesar de sus mayores apuros, y queda igualmente en ejecución contra el llamado
Banco Nacional del Perú un crédito de cien mil libras esterlinas, o sean
quinientos mil soles metálico.
Falto absolutamente de archivos y documentos, y no habiendo
los antiguos Secretarios de Estado podido formular las memorias de sus ramos
respectivos, tengo que renunciar a que la Asamblea Nacional aprecie en detalle,
por el momento, las varias providencias, la labor incesante del Gobierno por
poner orden y buen régimen, así en materia de Hacienda como en los demás ramos de
la administración pública. Pero, aunque ajena de este lugar, no he podido dejar
de presentaros esta síntesis de nuestras finanzas en el periodo último; ya que
ellas son dato indispensable y principal en la situación que atravesamos.
La Secretaría General, os dará cuenta, pública y
reservadamente, según su naturaleza, de otros asuntos en este orden.
Debo también llamar vuestra atención hacia otro punto importante.
Persuadido de que el periodo de la guerra no era el apropiado para organizar la
República y poner orden y concierto en los diversos ramos de la administración pública,
pero sí el de preparar el régimen nuevo; persuadido de que durante ese periodo
podríamos descubrir a los jefes y oficiales más aptos, así como observar a los
demás funcionarios públicos; y en la necesidad de dotar al Ejército de un
personal mucho más numerosos que el existente, rompiendo todas nuestras
tradiciones y sin acordarme de otro interés que el del país, comencé por
declarar transitorias todas las funciones públicas, a fin de que sirviesen de
prueba a los que las ejercían; creé las clases de jefes y oficiales temporales
para los ciudadanos que viniesen a ocuparlas sin pertenecer a la profesión, la
de provisionales para los que, siendo de ella, fuesen llamados a un puesto
superior, y mantuve sólo las clases permanentes para los que, por su valor y
aptitudes comprobados durante la campaña y en los diferentes encuentros de mar,
se hiciesen acreedores a ellas.
No puede haber Ejército ni buenos funcionarios en ningún
orden, si la más severa rectitud no preside el llamamiento a las funciones
públicas y si no se persuade a todos los ciudadanos, por la experiencia diaria,
que no se confieren sino a las aptitudes y al mérito contraído, y no por la
gracia o el favor del que gobierna; práctica contraria de la que ha sido raíz
fecunda de males para el Perú.
Ahora bien; sin contar con los funcionarios civiles, no
pequeño número de jefes y oficiales se han hecho acreedores a puesto superior y
a recompensa de otro género. Mi Gobierno no ha podido hacerles justicia aún,
exigiendo que la debida calificación de las aptitudes reveladas y del mérito
presida al ascenso y al premio. En limitadísimos casos y sólo por la notoriedad
del hecho, en los combates de Tarapacá, Tacna, Chorrillos y Miraflores, en
tierra y de los sucesos marítimos, he conferido ascenso y otorgado premio.
Quedan otros muchos que no pueden ser olvidados sin injusticia ni daño de la
República, tratándose de jefes mismos y, con más razón, de oficiales
subalternos. La falta de previa calificación, a causa de la situación que hemos
atravesado, ha producido un retardo en la justicia; pero ese retardo no puede,
no debe ser olvidado.
En cuanto a nuestros inválidos, las viudas y huérfanos
producidos por la guerra, apenas si se les ha atendido como las circunstancias
lo permitían. Es asunto, no obstante, que merece la más seria consideración y
el interés más vivo de parte de los conductores del país, para hoy y, sobre
todo, para el término de la guerra.
La dictadura, honorables señores, que, apartándose de todos
nuestros vicios, no ha tenido amores ni odios, no ha visto en el Perú otra cosa
que peruanos, ni buscado en los hombres sino el servicio que podían prestar al
país, que no se ha inspirado un solo instante en otro interés que la salvación
del Perú del conflicto presente y su regeneración para mañana; si no ha tenido
la fortuna de lograrlo, ha sostenido sin flaqueza el honor y los derechos del
Perú; ha dado ejemplos saludables, que serán fructuosos algún día, y no deja en
pos de sí en política, en administración, ni en hacienda, escombros que
levantar, cargas que soportar, dificultades y compromisos que embaracen el
régimen que le siga.
Inexplicable y vivísima es mi complacencia al llegar a este
momento, que he ambicionado con todas mis fuerzas.
Vuestra presencia me alivia del inmenso peso que la confianza
pública había echado sobre mis hombros.
Al inaugurar sus sesiones la Asamblea Nacional, el poder
dictatorial, creado por la República en enero del año anterior, ha llegado a su
término, y quedan por este sólo hecho, enteramente deslindadas las facultades
legislativas, que os corresponden, de las ejecutivas que debería conservar yo.
Vengo a presentaros, no obstante, la dimisión entera de mis
funciones públicas.
Mucho he trepidado antes de adoptar una resolución semejante.
Los puestos públicos no son sino carga para el ciudadano que los ejerce, y en
las situaciones difíciles hay cobardía y falta de patriotismo en rehuirlos. No
las siento, honorables señores. No ha flaqueado mi fe en la salvación de la República,
ni se ha quebrantado mi voluntad de trabajar por ella sin excusar esfuerzo ni
sacrificio de ningún género.
Venido, no obstante, al poder en circunstancias en que sólo
el patriotismo podía hacerlo aceptable, y no habiendo ejecutado durante él ni
el más pequeño acto que no haya tenido en mira el corresponder a la ilimitada
confianza nacional y salvar al Perú, habiendo hecho por él cuanto sabía y
podía, la fortuna no ha coronado mis esfuerzos.
El patriotismo me aconseja dejar el puesto a otro más apto o
más afortunado que yo, y que vuestro acierto y vuestro amor por la patria sabrá
encontrar, estoy seguro de ello.
Estudiad maduramente la difícil situación del país, y
poniendo de lado cuanto pudiera perturbar la sola mira del interés nacional,
elegid al que deba reemplazarme.
Que no altere la tranquilidad de vuestras deliberaciones la
necesidad de proveer sin interrupción a las funciones del Gobierno nacional.
Serán desempeñadas por mí con el mismo celo que antes, hasta que designéis al
que debe ejercerlas en adelante, a quien por cierto no faltarán de mi parte,
como a vosotros mismos, cuantas informaciones y datos fuesen necesarios para el
mejor conocimiento del periodo que expira y de la situación actual de la República.
Al volver a la simple condición de ciudadano, me quedará la
inmensa satisfacción de no haber omitido nada por servir a mi patria, y de
entregaros al Perú, vencido en el campo de batalla, pero digno de sí mismo; de
pié; sosteniendo su honor y sus derechos; cubierto de heridas, pero no
humillado ni rendido.
Quedan abiertas las sesiones de la Asamblea Nacional