Primero, porque la experiencia te hace vislumbrar, aunque con la incierta precisión de los adivinos, los sucesos que se aproximan. El porvenir no tiene, a los cincuenta años de periodista, la emocionada inquietud que se tuvo al inicio de este oficio, algunas veces arte de escrutar secretos y otras dura pelea por defender verdades en las que crees e ideales que te impulsan a luchar contra vientos y mareas. Segundo, porque la preocupación por la actualidad, la noticia, el seguimiento de los sucesos, se te ha hecho rutina. Porque ha perdido encanto el descubrimiento de una novedad. Como que las novedades van siendo cada vez menos novedosas según pasan los años del periodista y como que se nos va desvaneciendo la capacidad de asombro.
Con este entristecido prolegómeno he querido demorarme en confesar que ya cumplí esos cincuenta años que, no sé por qué, se llaman o se llamaban de oro. Supongo que será porque hay que dar por descontado que después de cincuenta años de trabajo debe estar uno lleno de oro. Suposición, por supuesto, falsa. Más en este oficio, donde recolectar enemigos y sinsabores es mucho más corriente que cosechar amigos y agradecimiento.
¿Qué día comencé a hacer periodismo? No lo sé. Se que en los años cuarenta y dos y cuarenta y tres publiqué algunos artículos en un periodiquito de la Universidad Católica y, sobre todo, escribí en hojas eventuales que iban apareciendo y desapareciendo en esos años, al entreverse el inicio del proceso electoral de mil novecientos cuarenta y cinco. No siempre cobré por ellos, pero sí recibí muy a menudo, buenas propinas. Entré en planilla en Jornada, en mil novecientos cuarenta y cuatro –con Miguel Benavides de director y Luís Bedoya Reyes de gerente– y desde entonces no he tenido otra fuente de ingresos que lo cobrado por escribir en la prensa. No he tenido, pues, otro oficio que el que comencé a ejercitar algún día de ese lejano cuarenta y dos.
Antes había escrito novelas -largas novelas- que nunca vieron la luz, que sólo yo leí; así como algunos versos y un hermoso cuento que conmovió a mis compañeros de la Facultad de Letras y que se perdió entre los buenos recuerdos universitarios de mi amigo Bruno Orlandini. También incursioné en el teatro y una pieza de humor satírico llegó hasta las marquesinas, aunque no llegó a representarse porque la temporada fracasó poco después del primer estreno. Llegué, pues, por las Letras al periodismo, como todos los periodistas de mi generación y de las generaciones que la precedieron.
Salazar Bondy, más tarde entrañable colaborador mío en OIGA. No fue larga sin embargo, mi espera para ingresar a la sección política, que era el tema al que estaban dedicados mis primeros escritos, publicados y pagados por los seminarios en los que se iniciaban las preocupaciones electorales que precedieron a la formación del Frente Democrático que llevó a la presidencia de la República al doctor José Luís Bustamante y Rivero.
A este preclaro personaje de la política y las letras peruanas lo conocí en alguna fecha del año cuarenta y, tres, fecha que a los historiadores les será fácil descubrir al leer la anécdota que va a continuación. Lo conocí muy de cerca en casa del doctor don Reynaldo Pastor y la señora Bebin, en La Colmena, donde los Bustamante eran huéspedes cuando visitaban Lima y donde a menudo estaba yo invitado a almorzar. En uno de esos almuerzos el doctor Bustamante llegó tarde y con cara de enfado. Se sentó, luego del saludo protocolar y amable que él acostumbraba, y con tono amargo dijo algo que me conmovió como pocos otros recuerdos me han conmovido:
-Vengo de Palacio, donde se me ha ofrecido la presidencia de la República en bandeja de plata, como si nos siguiéramos resistiendo a entender que el poder emana de la voluntad popular.
Gobernaba en esos días Manuel Prado, a quien el mariscal Benavides habla legado la presidencia en difíciles momentos internacionales. Pronto se iniciaría la guerra mundial, desatada por Hitler en setiembre de mil novecientos treinta y nueve. Habla sido un gesto de paternalismo político que Benavides juzgó prudente en esa oportunidad. Y Prado intentó copiarlo. Quiso un sucesor obsecuente, a su medida. Se equivocó a creer encontrarlo en el atildado y pulcro, embajador del Perú en Bolivia. No advirtió que detrás de la exquisita cortesía, de los afables modales del doctor Bustamante y Rivero se hallaba un hombre de carácter firme, un político con experiencia y, sobre todo, muy actualizado. Un demócrata, estudioso de la realidad peruana, un convencido de que el país tenía que modernizarse e integrar a la nacionalidad y a la producción a millones de peruanos que se iban consumiendo, abandonados, por todos los rincones de la patria. Y el camino para alcanzar estos nobles fines más tarde los trazaría, magistralmente, en un documento que se llamó Memorándum de La Paz, por haberlo redactado en la capital boliviana. Era muy simple, el Perú debía comenzar, desde los cimientos, a constituirse en una democracia real. Tenía que aprender a vivir democráticamente, porque ésa era la mejor manera de integrar a los peruanos y el mejor cimiento para cualquier futuro desarrollo.
Sin querer me he adelantado al tiempo en esta explicación que hago de aquella lejana anécdota ocurrida en casa de los Pastor-Bebin, en La Colmena, en Lima. En esa ocasión, por casualidad, como he dicho, fui testigo inmediato del rechazo de Bustamante y Rivero a la presidencia que le ofrecía desde Palacio Manuel Prado. Un hecho resonante, porque días después la noticia se filtró a la prensa, lo que le dio notoriedad política al embajador Bustamante e hizo que se recordara que fue él el autor del Manifiesto de Arequipa, la proclama que derrocó a la dictadura de Leguía.
Desde Buenos Aires, el mariscal Óscar Benavides, quien, además de brillante militar, había sido el protector político de la República desde el año catorce, cuando salió en defensa del Parlamento y la Constitución contra la intentona golpista de Billinghurts, observaba preocupado la situación nacional y se sentía obligado a culminar su actuación política encauzando al Perú hacia la democracia. Juzgaba que debía ponerse término al paréntesis de ‘orden, paz y trabajo’ que él impuso, luego de la anarquía que se desató en el país, como secuela de la tiranía leguiísta (el mayor de los pecados de Leguía fue castrar las inquietudes políticas de los peruanos). Benavides sentía que su deber era alentar la formación de un gran frente-democrático, del que no quedara excluido ningún partido. En ese entonces los miembros del Apra y de la Unión Revolucionaria, responsables –más el Apra– de los delirantes años de guerra civil que habíamos vivido hasta el asesinato del presidente Sánchez Cerro, se encontraban perseguidos o deportados.
Había que encontrar a alguien que uniera a todos los peruanos que quisieran iniciar una etapa democrática. Y es entonces que Benavides ve en Bustamante, el hombre que le había rechazado a Prado la presidencia puesta en bandeja, a la figura con capacidad de encabezar ese gran movimiento hacia la democracia. Bustamante acepta, aunque pone sus condiciones en el Memorándum de La Paz.
Pero esto es historia, contada a groso modo, sin los matices que rodearon los hechos esenciales que he descrito. Lo que en mis recuerdos de periodista importa es que, paralelamente a esas tratativas e intrigas políticas, se funda un periódico que haría historia en la prensa nacional: Jornada. Allí fue donde, usando el lenguaje taurino, recibí la alternativa de periodista a tiempo completo. Aquel humilde periódico –muy bien diseñado– habría de ser, quién sabe, la más bella aventura del periodismo peruano de este medio siglo. Una hoja. Una sola hoja, que eso era Jornada, se alzó como vocero al Frente Democrático y se enfrentó a todo el resto de la prensa local, de la gran prensa tradicional, de los diarios que siempre hablan dictado el rumbo de la política peruana. Al comienzo, en una oportunidad, fue asaltada por la policía la imprenta donde se editaba Jornada e incautadas las ‘formas’ –vivíamos la época de la tipografía y los linotipos– que estaban listas para imprimirse. Fueron llevadas a la Prefectura; que sigue estando donde y cómo estaba y donde, se me ocurre, muy pocas cosas deben haber cambiado. La clausura fue breve. Y yo me ofrecí, inconsciente, de puro joven a ir para recoger los ‘restos’ de la edición secuestrada. En esas épocas entrar en las zonas policiales era algo parecido a adentrarse en terreno enemigo en tiempos de guerra. Podía uno quedar allí preso Y ya había conocido yo el año anterior la horrenda realidad de las cárceles peruanas. Fue por pegar unos afiches de protesta universitaria.
La hoja creció apenas a cuatro y algunas veces a ocho páginas, pero tuvo que imprimirse en varias imprentas a la vez. Se llegó a casi cien mil ejemplares diarios. Y la hoja, Jornada, venció. En esa oportunidad la razón se impuso a la sinrazón, la movilidad al inmovilismo. El Frente Democrático tuvo un triunfo arrollador.
Sin embargo, la unidad democrática duró muy poco. La absurda impaciencia de Haya de la Torre por sentarse en el sillón de Pizarro, el sectarismo aprista, la arrogancia fascista del Jefe Máximo, haciendo que los parlamentarios de su partido le entregaran, ante una multitud vociferante, sus renuncias en blanco a los mandatos que habían recibido en las urnas, fue el inicio de esos ‘Tres años de lucha por la democracia en el Perú’, titulo del libro en el que el doctor José Luis Bustamante y Rivero relata el desquiciado afán aprista por capturar el poder desde dentro del gobierno, incumpliendo el compromiso del Memorándum de La Paz, que luego se transforma en conspiración abierta, lanzando a la marinería contra sus oficiales e instigando a los soldados contra sus jefes. Destruyendo la esperanza democrática que entusiasmó al Perú, sin estridencias jacobinas, en julio de mil novecientos cuarenta y cinco. Un entusiasmo que, sin embargo, por línea de carrera, tuvo que ser fugaz en tierras afectas al “¡vivan las cadenas!”.
En la primera escaramuza de la insensatez aprista por dominar el poder, le tocó a la prensa recibir el palo y la bala de la bufalería aprista. Fue el 7 de diciembre del cuarenta y cinco, en el Parque Universitario, donde la ciudadanía democrática se había dado cita para protestar contra la ley por medio de la cual el Apra intentaba amordazar a la prensa. Hubo muertos y heridos. Entre éstos el caricaturista de Jornada, Paco Cisneros, a quien le cayó una bala en la pierna. Los redactores de Jornada estuvimos allí en primera fila. Y al día siguiente salió una vigorosa edición de repudio a los métodos fascistas del Apra. Tuve en ella activísima participación y poco más tarde fui nombrado jefe de redacción.
Antes de ese nombramiento y de los sucesos del Parque Universitario, ocurrió el episodio de Góngora Perea, un diputado aprista que, en reportaje que le hice, confesó que él estaba contra la ley de la mordaza a la prensa, pero que en el ‘partido’ no habla posibilidad de disentir y que en la Célula Parlamentaria se vivía un ambiente de terror, de amenaza constante. Esa edición de Jornada tuvo una tirada enorme, pero la circulación fue limitadísima, porque los disciplinarios apristas se dedicaron a comprar los ejemplares apenas saltan a la calle, en Luna Pizarro, en La Victoria. Antes, la bufalería había intentado tomar la imprenta a balazos y nosotros respondimos también con fuego, dirigidos por el dueño de la imprenta, el eximio tirador César Injoque.
Sin embargo, todos los periódicos se ocuparon del tema y el semanario ‘Vanguardia’ de Eudocio Ravines publicó íntegra mi entrevista a Góngora, mi respuesta a la rectificación que al día siguiente el Apra le obligó a firmar y una nota de Ravines que concluía con esta frase: “Y así nace un periodista y se entierra un diputado. ¡Acta est fábula...!”
Algún tiempo después logré una entrevista con Haya de la Torre. Entrevista que me lanzó a la fama. Esa fama que, como las páginas de los periódicos, dura apenas unas horas o semanas. La diosa actualidad es cruel con nosotros los periodistas, sus adoradores. Siempre tiene a la mano una nueva novedad para hacer olvidar a la anterior.
Aquella entrevista a Haya fue un encuentro en el restaurant ‘Chez Víctor’, en la Plaza San Martín; unas preguntas presentadas por escrito en La Tribuna, el diario aprista; y, cuando fui a recoger las respuestas, una tremenda pateadura de los búfalos que me mandó al hospital. (Entre los atacantes estaba Colina, a quien creo apodaban ‘El Carretón’, que fue años después fue mi compañero en el destierro, en Panamá). La situación que este hecho produjo, significó mi retiro de Jornada.
Yo di por hecha la entrevista. Las preguntas habían sido debidamente presentadas, con anuencia del entrevistado, y las respuestas se habían concretado en los cachiporrazos de sus búfalos. La nota periodística estaba completa y yo exigía que se publicara. Miguel Benavides, el director, se negó a hacerlo, alegando que lo habían visitado, para pedirle disculpas “por el error”, Manuel Seoane y Andrés Townsend. Yo le repliqué que el pateado no era él sino yo. Y me quedé en la calle.
Pero la nota ya estaba escrita y era una pena desperdiciarla.
La llevé a ‘La Prensa’ y Guillermo Hoyos Osores la acogió con regocijo. Al día siguiente ‘El Comercio’ me pidió si podía variar algo la redacción, para no aparecer reproduciendo una entrevista del diario competidor, a lo que de inmediato me allané. Así también se publicó en ‘El Comercio’, aunque con redacción variada, la misma historia de las preguntas a Haya, con la pateadura aprista por respuesta.
En esa ocasión trabé amistad con Guillermo Hoyos. Amistad que se fue estrechando con el tiempo, a pesar de un grueso nubarrón intermedio, y que hasta hoy dura. De más está decir que ingresé como redactor a ‘La Prensa’.
Fue pocos días antes de que cayera asesinado Pancho Graña, su director. Y a mi, fulgurante estrella reporteril, me tocó hacer el seguimiento de ese nuevo crimen aprista. Pero esto ya es una historia larga que se puede transformar en una autobiografía -quién sabe muy aburrida-, y no en la nota periodística sobre mis cincuenta años en el oficio, que es lo que me he propuesto al iniciarla.
He hablado de mi amistad con Guillermo Hoyos Osores, uno de los más lúcidos y más brillantes analistas del acontecer peruano y mundial. Amistad que me honra y me hace recordar que, por piadosa decisión del destino, mi vida periodística ha estado ligada a las cumbres del periodismo peruano de este siglo. Soy amigo estrecho, repito, de Guillermo Hoyos; tuve amistad casi de padre a hijo con Federico More, “el prosista de mi generación’’, como dijo César Vallejo, y el más grande periodista que he conocido; me concedió cariñosa y decidida amistad don Luis Miró Quesada, patriarca de la prensa nacional; fui amigo y después agrio enemigo de Eudocio Ravines, otro de nuestros grandes de la prensa, con quien terminé reconciliado en el destierro, en México, donde admiré su agudísima inteligencia -previó lo que ocurriría en el Perú y me aconsejó no volver-, aunque no me convenciera su posición extremadamente reaccionaria, más que por convicción por necesidad y por dolido resentimiento con quienes le arrebataron algo que nadie puede quitar: la nacionalidad. Todos ellos, en una u otra forma, fueron mis maestros. Todos mucho mayores que yo y todos eximios dominadores del oficio, además de escritores de nota y hombres de inusual talento. En eso el Destino ha sido pródigo con quien hoy recuerda sus cincuenta años de periodista.
También la providencia fue bondadosa conmigo, al haberme permitido -poniendo aparte estos años que acabo de relatar- escribir siempre en periódicos de mi propiedad, sin atadura alguna, tomando los riesgos y las decisiones dictadas por mi conciencia y en el tono en que se me iba la pluma, no siempre dentro de la mesura que tanto gusta a la gente limeña. Fundé Caretas y OIGA, aunque ésta tuvo un primer nacimiento en noviembre de mil novecientos cuarenta y ocho, ocasión en la que también conté con la ayuda decisiva de Doris Gibson, mi socia, mi colaboradora, mi compañera, mi sostén en Caretas, que apareció el año cincuenta. Pero éste es asunto que he tocado ampliamente en un ensayo sobre la prensa revisteril, que publiqué años atrás y que, quién sabe, reaparezca en esta edición con algunas enmiendas y añadiduras.
En los años que pasé desterrado en México, tampoco el destino fue esquivo conmigo y me permitió hacer periodismo con amplísima libertad, aunque limitado al área cultural. Fui director del Suplemento de la cadena del Sol. Algo así como un millón de ejemplares distribuidos en los diarios de la cadena. Entre ellos El Sol de México y el Occidental de Guadalajara, En esa aventura mexicana no dejé de escribir sobre política, aunque anónimamente en los editoriales de El Sol de México (el diario del DF) y, por lo tanto, sujeto a los temas dictados por la dirección del periódico. Lo que me dejaba un cierto amargo sabor interior, ya que me había acostumbrado a estar siempre al otro lado del escritorio. Sobre asuntos internacionales y culturales publicaba artículos firmados en la página editorial. También hice de corresponsal viajero cuando, en vida de Franco. México rompió relaciones hasta de correo con España. Yo viajé con mi pasaporte peruano y un carnet de OIGA, falsificado en la imprenta de El Sol, a París y, desde Biarritz, ingresé a España en taxi. Mi primera visita en San Sebastián fue a Enrique Mujica, quien no era bien visto por la policía en aquella época y quien no hace mucho fue ministro de Justicia de Felipe González. Se rió con burla al verme desterrado por los militares... Pero ésta ya es otra historia, que me lleva a la autobiografía. Fue bueno “aquel destierro mexicano. Guardo muy gratos recuerdos de él.
Toda la vida he escrito, y con desbordada fogosidad, de política. Pero nunca he tomado parte, por muy personales escrúpulos, en la pugna por alcanzar una posición o cargo político. Políticos han sido todos mis editoriales, desde aquel con el que apareció OIGA en mil novecientos cuarenta y ocho y que hoy vuelvo a repetir en esta edición y también el primero de Caretas, en el que explicaba por qué le había puesto ese nombre a la revista: porque “no se podía tocar las caras de los acontecimientos” debido a la dictadura impuesta por Odría.
Han sido cincuenta años de duro batallar en la política y no siempre estuve acertado en mis juicios. Algunas veces me dejé llevar por el arrebato y la pasión. Me equivoqué con cierta frecuencia y cometí errores, unos que avergüenzan y otros que dan pena. He estado y estoy lejos de la aburrida perfección -¡qué duda cabe!-, pero jamás hice algo contrario a mi modo de ser, al carácter que heredé de mis mayores. Hoy, en el terreno de las ideas, no soy el mismo de mis años mozos y, en el curso del tiempo, he variado de opinión en distintas oportunidades. En lo que si no he cambiado es en mi lucha intima por llegar a más moralmente, en mi persistente, en mi terco afán de ser leal a lo que yo creo es verdad, prefiriendo, como quería el Quijote, doblegar mi juicio a favor de los pobres, de los menesterosos, de los perseguidos y endurecerlo frente a la arbitrariedad del poder.
Como ejemplo de estas variaciones de posición política puedo recordar que, como la mayoría de la juventud latinoamericana, me sacudí de emoción al ver a Fidel Castro entrar victorioso a La Habana y me sentí orgulloso de su revolución. Visité Cuba e hice buena amistad con Fidel. Sin embargo, ya en diciembre del sesenta y uno escribí en Caretas, bajo el titulo de ‘Castro, el derrotado’: “Un circulo vicioso en espiral ha llevado a la revolución, de claudicación en claudicación, a los pies del Kremlin’. Pronto, mucho más pronto que otros, advertí que “Fidel Castro habla sido el gran derrotado de la revolución cubana... que por distintas razones se dejó vencer y quedó dentro de una revolución que ya no era la suya”. Es un análisis adolorido del proceso cubano que me gustaría se pudiera reproducir en esta edición.
Muchos son los amigos y compañeros con los que he compartido el pan y el agua de las inquietudes que nos conmovieron en las distintas épocas pasadas. No debería mencionarlos, porque muchos serán los olvidos injustos y grandes los vacíos en los recuerdos. Pero ¿cómo callar, qué puedo hacer si ahora mismo estoy viendo a Paco Miró Quesada, con quien compartí intensamente las preocupaciones juveniles de los años cuarenta y dos y cuarenta y tres? Y al otro Paco, al amigo íntimo, intimísimo, con entreactos de riñas violentas: a Paco Moncloa. Mi aguerrido colaborador, junto con la espigada y macilenta figura de Sebastián Salazar Bondy, en los momentos de más intensa lucha en OIGA, mi compañero de aventuras desde los claustros de la Católica, en la Plaza Francia; hermanos casi siameses frente a la máquina de escribir, como si diéramos concierto de piano a cuatro manos. Distanciados antes de su muerte por diferencias ideológicas que siempre habíamos tenido, pero que la dictadura militar hizo insalvables. ¿Cómo no mencionar a José Diez Canseco, Mario Herrera y Alzamora, mis primeros maestros de periodismo en Jornada? La Jornada de Miguel, Jorge y Guillermito Benavides. También de Mario Belaunde. Cómo olvidar a Juan Juarve y Juarve, el puertorriqueño empecinado en la ilusión independentista de su isla. Y al poeta Augusto Tamayo, a Luis Durand, a Julio del Prado (hermano de Jorge) y a Luis Bedoya Reyes, el gerente de Jornada, que terminó siendo un excelente editorialista, y con quien guardo hasta hoy -a pesar de muchas diferencias- una firme y sincera amistad.
Hago estas menciones, no sólo por el vivo recuerdo de ellos, sino también para subsanar mi silencio, aunque involuntario, a la muerte de Esteban Pavletich, camarada de bohemia, hermano mayor en surrealistas actividades literario-periodísticas, despilfarrador de energía y salud -dolorosamente sentado en silla de ruedas, sin piernas, durante sus últimos años-, hombre que supo saborear la vida y me enseñó a saborearla. A él va este recuerdo especial, y no tardío porque en el más allá el tiempo no cuenta. No tanta amistad me unió con otro hombre de la izquierda marxista, aunque nuestra relación fue más larga y más vinculada con el oficio periodístico: el ‘cuate’ Genaro Camero Checa, el más hábil de mis rivales en la pugna revisteril y caluroso amigo en las horas de bohemia y en el trotar por el mundo. Coincidimos un tiempo en su México querido.
Ninguno de estos amigos era del agrado de Juan Ríos, el poeta que ejerció el periodismo desde su ‘Tierra de Nadie’. Lo recuerdo vivamente. Fue la presencia de la moral laica en la mayor parte de mi vida en Caretas, el consejero cansino pero certero que me siguió al refundar OIGA en mil novecientos sesenta y dos y con quien compartí angustias y reflexiones, en estrecha amistad, hasta mi destierro del año setenta y cuatro. A Juan le debo muchos aciertos, el aliento ético en mis momentos más difíciles -en las horas de mayor desconcierto- y también amargos desencuentros, grandes desentendimientos. No fuimos almas gemelas, pero nos quisimos mucho, nos acompañamos intensamente durante un largo recorrido.
Sin embargo, mi vida periodística no la puedo entender si no la veo acompañada de los hermanos Reyes, de Alfonso y de Jesús. Sobre todo de este último, a quien todo le debo en lealtad, colaboración en similitud de ideas, en igualdad de reacciones en este complejo y siempre cambiante oficio. ¡Quien sabe si OIGA fuera otra cosa sin los hermanos Reyes!
Y ahora, a estas alturas de esta nota que, como toda obra periodística es volandera, ‘‘hecha al pie del linotipo” -como decíamos ayer-, me viene la angustia de los olvidos y veo a amigos que, aunque no fueron periodistas, tuvieron mucho que ver con Caretas y OIGA: a Guillermo Ugaz, el mellizo Silva, a Alberto Vascones, a Herless Buzzio, a Jorge Aubry, a Juan Sardá -buen colaborador, además en la sección Economía-, y a tantos más, como Pepe Durand y los otros dos Pacos, Paco Bendezú y Paco Belaunde, que compartieron conmigo estos cincuenta años de oficio periodístico y de combate por hacer de este país una patria habitable, donde, como decía don Federico More, pudiéramos entendemos en libre discrepancia y en honesta convivencia.
Muchas veces he escrito que en cuestiones de dinero, a mí siempre me han administrado. Y es verdad. Jamás me interesé mucho por los asuntos económicos de mis empresas. Y poco después de mi retorno al Perú, luego del destierro mexicano, este hecho se hizo absoluta realidad, gracias a la aparición en OIGA de Carolina Arias, cayado y pastor de las finanzas de la revista. Mujer bíblica por lo fuerte y por su atinado manejo de las arcas, muchas veces escuálidas, de OIGA. Cuando digo que a mí me administran, ya saben quién lo hace hoy, desde hace mucho tiempo. ¿Qué sería de OIGA sin nuestra hada madrina?
En estos cincuenta años he conocido y tratado a todos los presidentes y dictadores del Perú de ese lapso, desde Manuel Prado -primer gobierno- hasta Alan García. Nunca he visto de cerca ni le he estrechado la mano a Alberto Fujimori. No he tenido ocasión de hacerlo. Con Manuel Prado, como ya relaté, conocí por primera vez los horrores de las cárceles del Perú, aunque fue fugaz mi paso por esas mazmorras. Del doctor José Luis Bustamante y Rivero guardo el recuero del caballero amabilísimo, pero firme en sus convicciones, con profunda preocupación por el destino patrio, por integrar a la nación, dentro del imperio de la ley y comprendiendo el desamparo de los peruanos sufrientes. Lo recuerdo, hace pocos años, ya en la ancianidad, subir la escalerilla de caracol en las oficinas de OIGA en la calle Chinchón en San Isidro, para saludarme no sé por qué motivo y, sobre todo, para instarme a seguir combatiendo por el respeto a la ley y a la democracia, por un orden jurídico que no margine a ciudadano alguno y no permita el abuso contra nadie.
A Manuel Odría, general y dictador, a quien le debo duras prisiones -la primera, apenas fundada OIGA, en mil novecientos cuarenta y ocho-, despiadadas persecuciones y una deportación a Panamá, como director de Caretas, lo traté en varias ocasiones y lo describí con sus pequeños y vivaces ojillos, como diminutos puñales, en una crónica donde daba cuenta del enfrentamiento que tuvo Caretas con él, el día en que invitó a la prensa para ‘conversar’ sobre las elecciones que el país exigía en mil novecientos cincuenta y cinco. Allí, en los salones de la casa presidencial de La Perla, Carlos Enrique Ferreyros, con Doris Gibson y yo a su lado, leyó en la cara de Odría el texto redactado por mí para la ocasión. Fue la primera vez que en voz alta se le reclamaba al dictador la ‘derogatoria de la ley de Seguridad Interior de la República, reforma sustancial del Estatuto Electoral y amnistía general’, como condiciones esenciales para “alcanzar la etapa democrática a la que aspiramos. Esa presión, iniciada con ese texto mío leído por Ferreyros, fue creciendo hasta que se hizo posible la elección del cincuenta y seis y, antes, las jornadas cívicas que hicieron de Fernando Belaunde el líder del futuro partido Acción Popular.
Con Fernando Belaunde Terry mis relaciones han sido siempre amables, dentro de la distancia que él guarda en su trato personal aun con sus amigos, salvo sus pocos íntimos amigos. Lo he tratado mucho. Más en sus campañas electorales que en la presidencia. Y lo conozco desde los primeros pasos de Caretas, cuando él dirigía la revista El Arquitecto Peruano. Creo que su conducta personal y cívica ha sido siempre irreprochable y fue bueno su primer gobierno, al que en sus últimos tramos combatí con la irresponsabilidad de que son capaces los jóvenes, alentado por irreflexivas ansiedades de ir más aprisa en los cambios sociales. Esa violenta actitud mía nos alejó, más todavía cuando se produce el golpe militar de Velasco, pronunciamiento castrense con el que nada tuve que ver.
Conocí al general Juan Velasco mucho tiempo después. En Playa Hermosa, en casa de uno de mis pocos amigos militares, el ‘machote’ Rodríguez. Al ingresar al salón, Velasco me estrechó la mano y me dijo:
-Lo conocí apenas se abrió la puerta y me pregunté: ¿cómo será este periodista que tanto nos apoya y yo no lo conozco?
Ya he explicado mil veces que estuve al lado de la ‘revolución’ militar porque comenzó haciendo la reforma agraria y recuperó la Brea y Pariñas -banderas de lucha de mi generación-... Fue una enorme equivocación. Los militares, por buena voluntad que tengan, no están hechos para gobernar y nunca entendieron eso del socialismo en libertad. Me equivoqué, pero nunca cedí ni me agaché. Y bien caro pagué mi error con tres años de destierro y el despojo de Ital Perú, los talleres de OIGA. No me quedó nada, absolutamente nada y debí trotar muchas calles antes de lograr la dirección del Suplemento de El Sol de México, lo que me permitió trasladar a mi familia a ese hermoso país y hacer que me fuera liviano el exilio. En proporción, no creo que haya muchos que se puedan ufanar de haber sido saqueados más que yo por la ‘revolución’ militar. Y. repito, no me quejo. Como tampoco me quejo de que, en el siguiente gobierno de Fernando Belaunde, fuera OIGA la única empresa a la que no le fueron devueltos sus talleres.
Antes de que concluyera el segundo mandato de Belaunde, me di cuenta de que, por distintas circunstancias que no es del caso analizar en esta nota, nuestro sistema democrático había quedado muy debilitado, no sólo debido a la incierta situación económica por la que se había ido deslizando toda América Latina -acrecentada en el Perú por culpa del cataclismo del Niño y el conflicto militar en la frontera norte-, sino también porque el gobierno no había logrado captar los aires de modernidad que comenzaban ya a soplar en aquellos años y no logró entender que los tiempos habían cambiado, que el Perú ya no era el mismo que los acciopopulistas habían dejado al partir al exilio. Tampoco se supo, a inicios del régimen, hacer frente el fenómeno terrorista. Un gravísimo problema que los militares no habían querido tocar y que OIGA, mucho antes que cualquier otro medio de información, destacó como problema número uno de la República. En setiembre de 1980, con ocasión de unos petardos hechos estallar en un desfile escolar en Ayacucho, exclamábamos en grandes titulares. ‘¡Así comenzó en otras partes!’.
Esa debilidad del sistema democrático anunciaba la seguridad de una catástrofe si lograba tener éxito Alan García Pérez, el atolondrado nuevo líder del Apra, y ganaba las elecciones del ochenta y cinco. Frente a semejante riesgo, quienes conocíamos y habíamos sufrido lo que llamé la ‘tentación totalitaria’ del aprismo, agravada y no amenguada -como muchos creyeron- por la desbocada juventud del candidato García, teníamos la obligación de prevenir al país del riesgo que corría y también de proponer un dique a la avalancha aprista. Lancé la idea de un Frente Democrático, pero esta vez contra el Apra, y me atreví a llamar a Javier Pérez de Cuellar, a la ONU para proponerle fuera el candidato de esa concertación. Con diplomacia me respondió, dándome a entender que la idea debía madurar más y no dejar a nadie fuera de ese frente. No se negó. Pero no obtuve respaldo a mi gestión. Los candidatos a la presidencia, ciegos a la realidad, surgían como hongos después de la lluvia. Y alzaban de inmediato bandera de absurda intransigencia. Entonces me atrevía más; acudí a las oficinas del general Francisco Morales Bermúdez y le planteé que él podía y debía ser el abanderado de una coalición política contra el Apra. Era figura conocida en toda la República, era el autor del retomo a la democracia y no se había creado anticuerpos insalvables con los partidos. El general comprendió la propuesta y aceptó el reto... Sin embargo, la ceguera de las docenas de aspirantes al sueño imposible de llegar a la presidencia, no permitió que la idea prosperara, a pesar de que el propio presidente Belaunde insinuó hábilmente el nombre de Morales en una ocasión. Y, peor todavía, el general Morales Bermúdez cayó en la misma ceguera de los otros hongos con falsas ilusiones y sacrificó su futuro político insistiendo en su inviable candidatura personal. De no haber cometido ese torpe error, Morales Bermúdez hubiera sido en los años siguientes un árbitro de la política nacional al estilo del mariscal Benavides. ¡Pareciera que no hay modo de desafiar al destino y el destino en aquellos días arrullaba, para desgracia del Perú, al impetuoso joven líder del Apra!
Con Alan García el trato se pasó de cordial desde el inicio de su gobierno, pero también desde el inicio fui de los pocos periodistas -quién sabe el único- que estaba seguro de que Alan nos llevarla a un desaforado desastre. Me habla bastado cruzar dos palabras con él para confirmar que detrás del oropel de su lenguaje, se escondía un hábil e irresponsable demagogo. La inicial cordialidad que me brindó se fue tomando en abierta repulsa a OIGA. Pero hoy, en las desgraciadas circunstancias de facto que vive la República no es valiente ni es hora de echar lodo sobre el perseguido Alan García.
A Fujimori, como he dicho, ni siquiera lo he visto de cerca. Es el primer jefe de Estado, durante estos cincuenta años, con el que no he cruzado ni una palabra ni un saludo.
Así corren los dados en este apasionado y apasionante oficio en el que, por distintas casualidades, me ví envuelto hace cincuenta años, y en el que, a pesar de todo lo sufrido, de todo lo perdido, de todas las injurias recibidas, de todos los sinsabores pasados, me siento tan a gusto que no cambiarla mi vida por otra. Descubrí, sin quererlo, mi vocación y no hay mayor benevolencia del destino que el poder desarrollarse libremente en lo que uno siente es su vocación. Por qué no darle gracias a Dios por favor tan singular? Pocos son los hombres que logran lo que yo he logrado trabajar en lo que me place, sirviendo a los demás.
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