—¡Dos mil dos millones de dólares, con yapa de algunos miles!
Todo el oro del mundo, el cuarto del rescate de Atahualpa, dos tercios de las exportaciones peruanas van a ingresar en un día a las arcas nacionales. Cómo no va a haber caras de fiesta si los españoles han saldado su cuenta de cinco siglos, sin pestañar, sin mostrar el entrecejo. ¡Dos mil dos millones de dólares! que aunque sirvan sólo para ayudar a la reelección de Fujimori con caminos, con agua y desagüe, con puestos de trabajo en las barriadas y en los pueblos perdidos del Perú deben ser bienvenidos. ¿Por qué nos ha de preocupar que a la Telefónica Española se le haya roto la máquina de calcular y termine pagándonos el oro y la plata que otros y no los conquistadores se llevaron, ya que todos ellos —casi todos— en estas tierras dejaron sus huesos y sus escasas fortunas?
Sin embargo, entre el regocijo también se escucha:
—Ahora sí, se acabó la cantaleta de La Cantuta...
Y la irracionalidad, que se siente victoriosa, da rienda suelta a sus bárbaros instintos. Los muertos bien muertos están “porque eran senderistas”.
—¿Quién te lo dijo?
Pronto se hace inútil el diálogo. No hay argumento que valga frente a los dos mil millones de dólares. A punta de billetes quedan derrotadas las razones de los que, festejando el éxito económico de una licitación limpiamente conducida, siguen entendiendo que el caso de La Cantuta acusa al régimen de encubridor y cómplice en los crímenes cometidos por las fuerzas del orden contra los derechos humanos. Así como el caso `Vaticano' acusa al gobierno de querer ocultar los enlaces del narcotráfico con los altos mandos de las Fuerzas Armadas; con los capos de esas Fuerzas, ya que a capitanes y coroneles les sería imposible silenciar a ‘Vaticano’. Y a ‘Vaticano’ lo han callado y sepultado en prisión con la misma prepotencia con que se dictó la ley Cantuta, humillando al llamado Poder Judicial y dejando establecido que en el Perú de hoy no hay seguridad jurídica, que el Perú de hoy está sometido a la voluntad de una cúpula militar coludida con Fujimori y también, al parecer, con algunos empresarios que entienden buen gobierno con buenos negocios y creen que Pinochet es el modelo a seguir, desconociendo, por un lado, las realidades de Chile y el Perú y, por otro, ignorando que orden significa acatamiento a la ley de gobernantes y gobernados y no imposición de los primeros, como si fueran capataces de forzados.
Este es el hecho político que vive la República, un hecho bochornoso que nos descalifica moral y jurídicamente ante el mundo; y que, si usamos la razón y no los instintos cavernarios que todo hombre lleva dentro, no puede ser borrado por el hecho económico del momento: el feliz resultado de una ‘privatización’ impecable, a la que se añadió un impensado sobreprecio que nos hará sentirnos ricos por un tiempo, que ojalá sea largo y de siembra y no de despilfarro. Que el viento no se lleve a los dólares telefónicos como a aquellos “¡Ay! mis cabellicos, maire, que uno a uno se los lleva el aire" o como a los ingresos del guano, del caucho...
Pero el desorden argumental —donde los millones de dólares pesan más que la razón— no sólo se da en el debate entre el gobierno y sus adversarios. Parecido desorden se da dentro de las filas de la oposición. Y en este punto me permitiré discrepar de las razones expuestas en defensa de la presencia opositora en el Congreso ‘Democrático’ por un hombre de intachable conducta cívica, Henry Pease.
Dice Pease, con mucha razón, que el CCD ha perdido legitimidad porque ha roto sus propias reglas, pero añade, sin razón alguna, que él y sus colegas opositores se quedan en ese ilegítimo Parlamento para pelear y demostrarle al país “lo que este gobierno es, lo que este Congreso es”.
No, amigo Pease, no hay sensatez ni realismo en su argumento. Permítame que le diga, con muchísimo respeto a su persistente honorabilidad, que usted está profundamente equivocado. Para lo único que sirve la presencia de la oposición en el CCD es para darle una máscara de legitimidad al gobierno. Sin embargo, si de ese Congreso se salieran los miembros más significativos de la oposición, entonces sí quedaría al descubierto lo que es el régimen cívico-militar impuesto al país el año 92 por una cúpula militar. Fujimori se quedaría sin máscara y veríamos en su rostro el rostro de Nicola di Bari.
Acepto que pudo haber sido discutible el que la oposición participara en las elecciones de la Constituyente, a pesar de que, según lo indicaba la experiencia, era insensato —en el orden práctico—pretender competir con el golpismo recién triunfante y dueño del ánimo público, del aparato de propaganda... y de las armas. Pero hoy, repasando los hechos producidos desde entonces, no hay posibilidad de discusión alguna. El CCD fue convocado para engañar a la comunidad internacional y lograr uno de los grandes propósitos del golpe: darle apariencia legal a la reelección del presidente en ejercicio, dispositivo con nefastos antecedentes en nuestra historia. Y el resultado ha sido una Constitución que no tiene otra novedad que la reelección. ¿Para qué sirvió, pues, la presencia de la oposición en el debate constitucional sino para darle cierta legalidad a la reelección, el objetivo principal de esa revolución de 20 años de la que se jactaba Fujimori el 5 de abril del 92?
Oportunidades para que la oposición se retire del CCD han sobrado. Pudo hacerlo cuando el general Nicola di Bari sacó los tanques a las calles para que el Congreso callara y el Congreso calló, sin dar la cara por sus fueros, probando que su tarea es estar pintado en la pared, como decorado democrático del señor Fujimori. Pudo retirarse cuando se avasalló a los municipios anulándoles su autonomía. Y debió retirarse hace pocas semanas cuando, con la ley Cantuta, quedó probado que, hoy en el Perú, la seguridad jurídica es un hechizo y que el mando de la República está en manos de la cúpula que domina los cuarteles. Quedándose en el Parlamento, la oposición cumple el triste papel de avaladora, de Celestina, de una legitimidad que nunca tuvo este régimen. La oposición en el Parlamento es la máscara ‘democrática’ del señor Fujimori.
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