Otro hecho destacable, en cierta forma vinculado al anterior, se produjo en la selva: el jefe de Estado, ingeniero Fujimori, se subió a un helicóptero de la organización norteamericana antinarcóticos, y dio orden de que arrancara. La orden no se cumplió de inmediato y el jefe de Estado montó en cólera, se bajó del aparato y los pilotos -miembros de la policía peruana- han sido traídos a Lima, quedando los aparatos inmovilizados. Un nuevo incidente que coloca las relaciones peruano-norteamericanas en un punto de tensión mayor que el producido en época de Velasco con la expropiación de la IPC.
No es del caso, naturalmente, dilucidar quién tuvo la razón en este incidente. Muchos sucesos del pasado y, ahora, la falta de sensibilidad política exhibida por Estados Unidos en su prepotente intervención en Haití, haciendo de policía internacional y poniendo en ridículo a la OEA, nada abonan en favor del coloso imperial. Sin embargo, vale el hecho para un análisis interno de los límites que debieran respetar los jefes de Estado y que en América Latina no respetan, por lo que la reelección en estas naciones se transforma en un trampolín a la perpetuidad monárquica.
Los bienes del Estado, en todo país bien constituido, institucionalizado, no son propiedad de los mandatarios ni puede dárseles el uso que a éstos les venga en gana. Como ocurrió, por ejemplo, con un barco de guerra movilizado para custodiar un paseo marino de los hijos del jefe de Estado, ingeniero Fujimori. Y si los mandatarios no deben darles a los bienes de la nación uso diferente al que la ley establece, mucho menos deberían echar mano a la propiedad particular o a la de otros estados, que dan apoyos con fines específicos. Racionalmente no es lógico desviar el empleo de un helicóptero, destinado a combatir el narcotráfico, a visitas de saludo y reparto de almanaques... Pero no sigamos con el tema, porque tan cómico es ver a EE.UU. empantanado en Haití, cual elefante desesperado por aplastar un mosquito, como contemplar a nuestro folclórico jefe de Estado, cubierto de ponchos y chullos, afanado en repartir regalos para comprar su reelección. Arbitrar entre dos extravagancias es perderse en el vacío.
Las otras dos noticias de la semana son diametralmente opuestas entre ellas. Una es de celebración, de fiesta, de orgullo nacional. La otra es una tragedia horrenda, es la dolorosa realidad peruana que nos explota en la cara.
¡Cómo no va a ser hecho jubiloso para todos que el banco Wiese haya logrado presencia, con la bandera del Perú al lado, en la Bolsa de Nueva York! Pero si es motivo de alegría el triunfo internacional de un banco que surgió de la imaginación y capacidad empresarial de don Augusto Wiese y la tesonera dirección técnica de don Rafael de Orbegozo, es ocasión para derramar lágrimas de rabia al enterarnos, por un diplomático extranjero, transido de dolor, que ha muerto de tuberculosis -¡de TBC al borde del siglo XXI!- un joven genio peruano, alumno de una importante universidad.
Los señores de Expreso pueden estar satisfechos. El Joven Wilfredo Ruiz ha muerto tuberculoso porque en el Perú se está cumpliendo con rigidez militar su consejo de que no haya excepción alguna en materia tributaria, por lo que las medicinas para la TBC pagan 18% de IGV, haciéndolas inalcanzables para los pobres como Wilfredo Ruiz, un muchacho de pueblo con una inteligencia superdotada, que había quebrado todas las tablas de medición en los exámenes de ingreso a las universidades. Tampoco se libran del 18% de IGV, para satisfacción de Expreso; la leche, los huevos, el pan, que pudieron salvar de la muerte a Wilfredo Ruiz. Pero al pobre de Wilfredo Ruiz sólo le sobraba inteligencia pura, no terna la viveza, la cintura intelectual, la picardía comercial’ de los hombres de Expreso. Wilfredo Ruiz no habría podido convencer a los militares, como lo ha hecho Expreso, para que ellos, los militares, le proporcionen el dinero para pagar sus impuestos. Y no es que yo esté alucinado. No. Lo que cuento está comprobado en las propias páginas de Expreso. El Ejército, que nada tiene que divulgar, no sólo publica constantemente avisos en el diario de Orejuelas. También da cabida a suplementos -a todo color- colocando al general Nicola di Bari en olor de santidad y mezclando a los dos más connotados miembros del Jurado Nacional de Elecciones con los jefes militares “que controlarán el proceso electoral”, frase textual pronunciada por el ministro de Defensa en el CCD. Se trata de los doctores Nugent y Muñoz, justo los dos integrantes de ese jurado con historial nada santo, ligado a los ‘controladores’ del proceso. El suplemento del que hablo es de anteayer, sábado veinticuatro. ¿Cuánto pagó Nicola di Bari por él? No con su plata, por supuesto, ni con la de Fujimori, sino con el dinero que el pueblo le entrega al Estado cada vez que compra (con 18% de IGV) una medicina, un pan, un huevo, un vaso de leche, todas esas pequeñas cosas que hubieran servido para que Wilfredo Ruiz no muera y su cerebro privilegiado no se extinguiera antes de haber dado frutos a la patria.
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