ANIVERSARIO DE LA OBRA DE LUCIO MUÑOZ
La basílica de Oñati festeja las
bodas de plata de su retablo, una obra maestra de la pintura mural
NIL VENTÓS COROMINAS - DEIA Lunes, 17 de
Septiembre de 2012
OÑATI. EN el corazón del Santuario de
Arantzazu, tras los apóstoles y la piedad de Oteiza, traspasando por las
puertas de Chillida, situado en el edificio de Sáenz de Oiza y Laorga e
iluminado por las cristaleras de Álvarez de Eulate, se encuentra la imagen de
la Virgen de Arantzazu. El manto que la rodea es un mural de 620 metros
cuadrados pintado por Lucio Muñoz. En octubre se cumplen cincuenta años de su
inauguración, y el pasado sábado se conmemoró con una jornada de conferencias y
actividades varias. Muñoz creó "una de las obras de arte más importantes
del siglo XX", afirma Miguel Ángel Alonso, arquitecto del centro cultural
Gandiaga Topagunea, anexo al santuario, y profesor de la Universidad de
Navarra. La pieza es un retablo abstracto compuesto por madera tallada y
policromada, con la imagen de la Virgen en la parte central y una luz cenital
que le confiere un áurea mágica y mística.
ESTILO INFORMALISTA Lucio Muñoz nació
en Madrid el 27 de diciembre de 1929. Aunque él "no se definía de ninguna
tendencia", indica su hijo, a Rodrigo Muñoz, se le suele incluir en el
estilo informalista, movimiento surgido en Francia tras la II Guerra Mundial.
Una de sus señas de identidad era la
incorporación de materiales ajenos a la pintura en sus obras, especialmente
madera, que empezó a incluir a partir de 1958. "En muy pocos años, dio un
salto cualitativo enorme", explica Rodrigo. Cuando ganó el concurso de
Arantzazu, en 1961, "estaba en la cima de su carrera, con una pintura muy
oscura y bastante trágica".
Aunque Muñoz se encargó finalmente de
pintar el ábside, no fue el primer elegido. El primer concurso lo ganó Carlos
Pascual de Lara en 1953. Sin embargo, las obras de decoración del edifico se
paralizaron por no ceñirse al canon artístico y religioso.
Mientras Pascual esperaba la
revocación de la orden, murió en 1958. Tres años después, cuando se permitió
proseguir con la ornamentación, el Santuario convocó un nuevo concurso, al que
se presentaron 42 propuestas. Todas eran figurativas y con un punto de vista
narrativo, salvo una, la de Lucio Muñoz.
Antes de coger el pincel, el artista
acudió con su mujer a Arantzazu, y "desde que empezó a subir las cuestas
desde Oñati, empezó a sentirse fascinado por el lugar", asegura su hijo.
"Tengo que meter el paisaje en la iglesia", cuenta Iñaki Beristain,
fraile franciscano, que le comentó el pintor a su mujer.
Chillida, presente en el jurado, le
comunicó el fallo por teléfono. "Supuso un nivel de consagración muy
importante", indica Rodrigo, "además, económicamente significó mucho,
porque era una buena dotación para ellos, 60.000 pesetas". Entonces, se
puso a trabajar para convertir la maqueta en la que presentó el proyecto en un
retablo.
AL OTRO LADO DEL ALTAR "Nuestro
objetivo era ampliar meticulosamente la maqueta casi veinte veces su tamaño,
guiándonos por unas cuadrículas y con un sistema casi escultórico", relata
Julio López Hernández, escultor y amigo de Muñoz que ayudó al pintor, junto con
Joaquín Ramo.
El propio Lucio dejó escrito cómo
preparó la obra: "Estuve con Joaquín Ramo dos meses pasando la maqueta a
papel, a su tamaño natural, y nos la llevamos dibujada para pasarla al muro. En
Arantzazu trabajamos cuatro meses Joaquín, Julio López Hernández y yo con un
equipo de carpinteros".
Este equipo cortaba la madera con las
indicaciones que les daban los artistas, en especial López Hernández, que era
el encargado de supervisar la talla. "Era una madera que se cargaba mucho
las lidias y dejaba sin estilo muchas herramientas", recuerda.
Como la pared del ábside forma una
curva, se recubrió con una madera fina y estrecha, para luego colocar otras
piezas de madera más anchas, que era la que tallaban. Cubrieron la superficie
del ábside con un andamio de unos diez pisos de altura y los tres artistas,
junto con el grupo de carpinteros, trabajaron "con la iglesia en
funcionamiento".
"Nosotros veíamos el ritmo
natural de la gente, cómo se casaban y asistían a las bodas, cómo la gente oía
la misa, pero desde el altar, con una perspectiva distinta", explica el
escultor. Además de ver el devenir cotidiano de la gente, fue, para ellos, una
situación "muy emotiva, llena de misterios e inquietudes".
"Estábamos en un terreno y un momento histórico en el que había mucho
malestar y un gran movimiento en contra de los poderes establecidos, se
respiraba un clima de rebeldía", subraya López.
Los franciscanos fueron muy
colaboradores a lo largo de todo el proceso. Incluso sufragaron de su bolsillo
algunos gastos extras, como el desmontaje del andamio piso a piso. "Los
jóvenes estudiantes desmontaban los pisos del andamio según íbamos pidiendo, con
lo que se acoplaban a nuestras necesidades", indica el escultor.
Una anécdota de ese momento fue
cuando, con dos pisos del andamio desmontado, Lucio se dio cuenta de que
"había una zona en lo alto de unos azules que no le gustaban". Como
volver a colocar las piezas era muy caro, empalmaron dos escaleras y "uno
de los frailes subió con el bote de pintura que había preparado Lucio".
SIMBOLISMO O PAISAJE La obra se puede
ver como una contraposición "entre el mundo celestial y el mundo
terrenal", indica Rodrigo Muñoz, quien compara esa visión con la
iconografía propia de El Greco. Beristain, por su parte, muestra cómo el
retablo se origina a partir del espino (arantza), donde las hendiduras en la
madera son más profundas y salvajes y el color que predomina son los ocres.
"Esto resume la situación que
vivía el pueblo en el momento de la aparición de la Virgen, de sequías
tremendas y luchas fratricidas", que se matizan a partir de la talla de la
Virgen, donde "nace un mundo nuevo en esa lucha entre el bien y el
mal". A partir de ahí, se aligeran los colores degradándose en azul y
"se llega a la luz".
"Estábamos muy seguros de que
aquello iba a quedar bien, éramos treintañeros y nos creíamos los amos del
mundo", resume López Hernández, quien no ha visto el retablo desde su
elaboración, y ahora tiene una gran "curiosidad" para contemplarlo de
nuevo, "desprovisto de la obnubilación por estar implicado".
AGNÓSTICO Y BUEN PINTOR La pieza
muestra una "naturaleza y realidad trascendida", por eso "no
choca que esa obra esté en ese altar", argumenta el escultor. El retablo
de Muñoz no fue muy polémico, ni aún por el hecho de que el pintor se declara
agnóstico. Esta faceta suya no significa que menospreciara pintar en una
iglesia.
"Su gran dificultad era ser
respetuoso y crear algo en un entorno que permitiera la meditación y el rezo y
ser coherente con su pintura", explica su hijo. "Con independencia de
que él se declarara como agnóstico, primero había que ser un buen pintor",
aclara Alonso. El artista madrileño, además, "era muy espiritual, se hacía
muchas preguntas y tenía una gran actitud existencial", le describe
Rodrigo.
"Las grandes obras son aquellas
que uno puede reconocer de qué tiempo son pero se hacen inmediatamente
intemporales", indica Miguel Ángel Alonso. El retablo penetra en la retina
del espectador nada más entrar en la basílica, "es su alma", dice el
arquitecto. Las cristaleras de Álvarez de Eulate lo iluminan con su suave matiz
y la luz del edificio proyectado por Sáenz de Oiza y Laorga juegan con las
hendiduras y la gama cromática de la obra.
Alonso recomienda a los visitantes
que se aproximen a distintas horas: "Por la mañana es una luz más fría,
azul y líquida; por la tarde es más dorada, sólida y aparecen colores que no
estaban". No hay excusa, pues, para no dejar de contemplar el retablo en
cualquier momento.
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