Sigue con “riesgo de escalarse”, una guerra absurda, que debiera pararse ya, al momento. Se trata de una disputa fronteriza que no vale un muerto. Pero que se eterniza por la desinformación que existe sobre el tema. Una desinformación organizada por el Ecuador y que, ni ayer ni hoy, ha sabido ser replicada por el Perú, a pesar de las enormes razones que nos asisten. Da lástima grande, por ejemplo, que en estos días el presidente de la República y la casi totalidad de la prensa peruana insistan en afirmar algo que no es cierto: que los garantes están de acuerdo con la tesis peruana. No, no es así, desgraciadamente. Es verdad que no comulgan con los delirios amazónicos ecuatorianas —que es el meollo del conflicto—, pero tengo aquí a la vista las despistadas declaraciones oficiales norteamericanas, expresadas el martes pasado —7 de febrero— nada menos que por Alexander Watson, subsecretario de Estado para Asuntos Latinoamericanos y ex embajador de Lima. Y esto es lo que dijo Watson, según boletín oficial de USIS: En la década del 40 “hubo una guerra y los ecuatorianos perdieron mucho de su territorio”... “En 1945, un cartógrafo brasileño demarcó la frontera, menos una franja de 78 kilómetros en un área particularmente difícil de llegar, en la que dio ALGUNAS OPINIONES sobre cómo debería demarcarse”... “Años después... la Fuerza Aérea de Estados Unidos descubrió un río cuya existencia nadie había conocido antes, cambiando, por lo tanto, el conocimiento sobre esa área geográfica y, consecuentemente, de acuerdo a los ecuatorianos, afectando la manera exacta como esta línea debía marcarse”. También tengo a la vista los semanarios norteamericanos, de difusión mundial, Time y Newsweek, de esta semana, en los que se llega a mayores despropósitos y aberraciones históricas, pero siempre dentro de los lineamientos del departamento de Estado hechos públicos por Watson.
Pero, así, falsas de toda falsedad, éstas son las versiones que circulan por el mundo y por los despachos de los países garantes. Esta es la realidad, que no se desvanece porque nosotros afirmemos que hubiera sido inconveniente replicar a la ofensiva informativa ecuatoriana, porque la ‘saturación’ no es buena. Y no cambia esa realidad porque se añada, con otra sonrisa cachacienta, que habría sido politizar la situación si se hubiera acudido al prestigio y la sapiencia de los señores Javier Pérez de Cuéllar y Fernando Belaúnde, para consultarlos y difundir en el exterior las poderosísimas razones que asisten al Perú en esta confrontación de opiniones. El voluntarismo no cambia la realidad. Como no pierde eficacia la diplomacia directa del presidente Durán porque el presidente del Perú se le adelante criollamente con un telefonazo a los jefes de Estado visitados por Durán. Ni es distinta la verdad porque nosotros aseguremos que es una victoria peruana el que Ecuador haya acudido a la instancia de los garantes, cuando es Ecuador, con alguna intención o información que no se conoce todavía, el que ha escogido ese camino.
Hacer periodismo en época de guerra —hoy por hoy— no es tomar como sacrosanta, como palabra de Dios, la versión oficial del gobierno. El periodismo en cualquier época, sea de paz o de conflicto bélico, debe decir la verdad, lo que cada uno crea es la verdad. Lo que no significa revelar secretos militares ni dar opiniones que desmoralicen a los combatientes. Aunque, en este segundo punto, también hay que tener en cuenta que el silencio, el engaño y la mentira tampoco vigorizan la moral ciudadana. Mucho menos en un mundo globalizado en el que la información traspasa todas las fronteras.
Esta es, pues, la realidad del desgraciado enfrentamiento armado que se desarrolla en la Cordillera del Cóndor. Una guerra tan absurda que muchos en el exterior andan creyendo que nos estamos matando porque están en juego unos cerros de oro y un río de petróleo. A muy pocos les entra en la cabeza que el problema es la simple demarcación de 78 kilómetros de frontera entre dos países que no tienen nada que los distinga uno de otro. Los dos tienen el mismo pasado y la misma lengua aborigen, pertenecieron al mismo imperio incaico y fueron parte de un mismo virreinato. ¿Por qué se están matando en inhóspitas y enmarañadas quebradas de la amazonía, entre culebras y mosquitos, aprisionados entre el sol, la lluvia y los pantanos, varios miles de jóvenes latinoamericanos? ¿Acaso no existe la diplomacia como arma eficaz y no mortífera para dirimir diferencias como las que discuten Lima y Quito? Expongamos ante el mundo nuestros argumentos, que son sólidos como rocas, hagamos circular los documentos que pusieron fin a las hostilidades de 1981 y hagamos callar a los cañones. No sigamos dando el espectáculo grotesco, tan delirante como los sueños amazónicos del Ecuador, de un presidente civil que, según el comandante general de los ejércitos, no sólo dirige el frente diplomático sino que, a la vez, comanda directamente la guerra, con instrucciones precisas que los militares cumplen al pie de la letra. La guerra es un asunto demasiado serio, demasiado triste y sangriento, demasiado costoso, para que se juegue con ella y se use para fabricar héroes que no pisan el frente. Digámosle no a la guerra, no les creamos a los que dicen que las guerras son baratas —que cuestan poco—y descubrámonos, transidos de dolor y de vergüenza, con respeto profundo, ante los caídos en esta absurda confrontación bélica.
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